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La Gaceta Estival |
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Llegó el verano, esa temporada en la que algunas obligaciones parecen ceder al calor de los festejos y encuentros, y el ritmo cotidiano se vuelve menos febril, dejando lugar para disfrutar el sonido de los pájaros y en ocasiones el de nuestros propios pasos.
Hay quienes ya disfrutan de vacaciones y paseos y quienes evocan las diversiones pasadas, comenzando a dar forma a futuras aventuras.
Para todos ellos ofrecemos en esta Gaceta un viaje al espacio, una visita a la luna en diferentes lugares del pasado y en diversas culturas. La recorreremos también de la mano de varios autores, como Luciano de Samosata, el Cyrano de Bergerac o Julio Verne.
Disfrutaremos, además, de los manjares que puso en esta mesa Daniel Balmaceda a través de su libro La comida en la historia argentina, que viaja en el tiempo para rastrear los orígenes de algunas de las más destacadas comidas de la dieta argentina. El choripán, el dulce de leche, las empandadas, las milanesas y los alfajores son algunos de los alimentos que Balmaceda rastrea, sin descuidar los modales en la mesa, recetas varias y las preferencias culinarias de personajes históricos como San Martín, Sarmiento, Borges, Gardel.
También nos deleitaremos con otro plato principal, La ciencia en la cocina. De 1700 a nuestros días, de Massimiano Bucchi, que traza una historia de los cruces entre la ciencia y la cocina. Allí descubriremos, por ejemplo, cómo Pasteur logró determinar si un vino estaba picado, ácido o ahilado sin necesidad de probarlo, observando una pequeña muestra de la bebida en su microscopio.
Por último, compartimos un artículo sobre la escalada en el uso de la minifalda, impuesta por Mary Quant, en la década de 1960, y dejaremos que Juan Bautista Alberdi nos deleite con un artículo sobre las apariencias que publicó en La Moda bajo el seudónimo de Figarillo en febrero de 1838 con el título “Señales del hombre fino”.
¡Muy felices vacaciones y muy buen comienzo de año!
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Felipe Pigna |
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Estar en la luna |
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Autor: Felipe Pigna.
Desde que el hombre es hombre no pudo sustraerse a sus encantos. Misteriosa y coincidentemente casi todas las culturas le asignaron una sexualidad femenina, desde la egipcia Isis a la griega Selene, pasando por la incaica Quilla. La Luna fue una quimera, tema preferido de enamorados y poetas como Miguel Hernández que imposibilitado de todo en una prisión franquista le decía a su hijito hambriento en las “Nanas de la cebolla”: “Ríete, niño, que te traigo la Luna cuando es preciso”.
Nuestro Lugones llegó a conformar un “Lunario sentimental”, y Borges sentenció: “Ariosto me enseñó que en la dudosa Luna moran los sueños, lo inasible”, recordando a Astolfo, a aquel personaje de Ludovico Ariosto (1474-1533), que en “Orlando Furioso” encuentra en la Luna todo lo perdido en la Tierra: los suspiros de amantes, los deseos no cumplidos, las ilusiones deshechas, las utopías.
Pero entre los libros sobre viajes a la Luna el primero sin dudas fue el del autor griego del siglo II Luciano de Samosata (125 -192) quien narra un periplo que comienza atravesando las columnas de Hércules en el Estrecho de Gibraltar, el límite de Occidente, para llegar a una isla desconocida en la que había ríos de vino y mujeres convertidas en vides. Cuando aún no salía de su asombro fue transportado a la Luna por un extraño viento en un viaje de siete días y siete noches. Llegado a destino, pudo ver cómo los hombres quedaban embarazados en la pantorrilla, cómo los selenitas podían elegir entre ojos intercambiables y cómo las lámparas cobraban vida y hablaban arrojando su “luz” sobre las conversaciones. Después de estas visiones lunares alucinantes, Luciano es depositado de regreso en el mar de la calma.
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Señales del hombre fino, por Juan Bautista Alberdi (Figarillo) |
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“Al hombre le está dado el parecer todo y no ser nada”, dispara Juan Bautista Alberdi en el número 15 de la revista La Moda, Gacetín semanal de música, de poesía, de literatura, de costumbres, publicado en febrero de 1838. Faltaban todavía más de sesenta años para que naciera Jean Paul Sartre, autor de este otro pensamiento que lo emparenta con el autor de Bases y puntos de partida para la reconstrucción nacional, al menos en sus búsquedas de distinguir entre lo que es y lo que parece ser. El filósofo francés dirá mucho más tarde: “Las cosas son exactamente lo que aparentan, y detrás de ellas... no hay nada”
En estas páginas ya hemos compartido la pluma irónica de Alberdi con artículos como el que se mofaba de la costumbre de andar del bracete entre hombres. En esta ocasión, compartimos sus preocupaciones por el excesivo cuidado por las apariencias: “Vivimos en un siglo todo de señales, en que las cosas no tienen de lo que son, sino lo que parecen. Las señales son tanto hoy en día, que ellas lo son todo; y fuera de ellas no hay nada”.
Fuente: La moda. Gacetín semanal de música, de poesía, de literatura, de costumbres, Nº 15, Buenos Aires, 24 de febrero de 1838, págs. 2 y 3. |
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La comida en la historia argentina, por Daniel Balmaceda
(Fragmento) |
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El 25 de mayo de 1826 en plena guerra contra Brasil, las fuerzas navales patriotas comandadas por Guillermo Brown dispararon sus cañones en la zona del actual Puerto Madero a las naves brasileñas, que no respondieron. En los barcos patriotas celebraron con chocolate caliente. “A partir de esa mañana, gracias a Brown, surgió la tradición del chocolate caliente como bebida oficial de los días patrios.” Así cuenta Daniel Balmaceda en su libro La comida en la historia argentina, donde rastrea los orígenes de un gran abanico de comidas tradicionales del país.
Mazamorra, alfajores, pan de leche, quesos, papas fritas, dulce de leche, empanadas, pucheros, choripán desfilan por las páginas del libro, que también se ocupa de ofrecer las diversas recetas sobre los manjares y las formas peculiares de preparación en otros tiempos, cuando no existía la batidora eléctrica, como el método empleado para preparar “helado espuma” que consistía en colocar la leche en una lata sobre el lomo de un caballo y hacer trotar al animal unas 80 cuadras.
El autor revisa mitos y leyendas sobre el origen de varios alimentos y rescata historias sobre las preferencias culinarias de personajes emblemáticos de nuestra historia, como San Martín, Gardel, Illia, Victoria Ocampo, Borges y Lamadrid.
Fuente: Daniel Balmaceda, La comida en la historia argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, págs. 27-32, 130-132, 215-216 y 221-229. |
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La ciencia en la cocina. De 1700 a nuestros días, por Massimiano Bucchi
(Fragmentos) |
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“No es difícil percibir cierta semejanza entre las recetas gastronómicas más sofisticadas y algunos protocolos experimentales de la biología contemporánea: en ambos, luego de una descripción de los ‘ingredientes’ (materiales e instrumental) llega una serie de instrucciones, a veces ligadas a precisas indicaciones cuantitativas (“calentar durante 30 minutos a 65º C”)”, dice Massimiano Bucchi en su libro La ciencia en la cocina. De 1700 a nuestros días, que traza una historia de los cruces entre la ciencia y la cocina, y señala: “Ser ‘científico’ está en gran boga en el período a caballo entre el siglo XIX y XX, y resulta chic apelar a esa denominación, incluso en ámbitos gastronómicos.”
Bucchi destaca que el término “receta”, que deriva de la misma raíz de la fórmula recipe (como imperativo “recibe”, “elige”) “en los dos casos enfatiza la importancia de la elección y de la combinación de los ingredientes o principios más oportunos y de la intervención humana para compensar y equilibrar sabores y propiedades diversas.”.
A lo largo del libro descubriremos, por ejemplo, cómo Pasteur logró determinar si un vino estaba picado, ácido o ahilado sin necesidad de probarlo, por simple observación de una pequeña muestra de la bebida en su microscopio. También podemos ver la fusión fría al servicio de la crema chantilly y los experimentos que se hicieron con convictos para intentar determinar si el té o el café hacían daño a la salud.
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Fuente: Massimiano Bucchi, La ciencia en la cocina. De 1700 a nuestros días, Buenos Aires, Editorial Siglo XXI, págs. 109-116, 129-131 y 141-144. |
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La escalada de la minifalda |
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A continuación reproducimos un artículo aparecido en la revista Hechos Mundiales en octubre de 1969 dando cuenta del estallido del uso de la minifalda “el uniforme que llevan las muchachitas para ser mujeres y las mujeres para semejar adolescentes”.
Tradicionalmente, el centro de la moda ha estado en París. Sin embargo, en esta década la revolución en el vestir ha tenido tres nombres que desmienten la costumbre: Mary Quant, Twiggy y Carnaby Street. Los tres son ingleses, lo que deja en claro, una vez más, la importancia que Inglaterra ha tenido en esta década para todo lo que tiene relación con los cambios.
Hace casi diez años, Mary Quant –treintona, interesante, inteligente, casada- desató una revolución en la moda gracias a su falta de prejuicios y a ocho mil libras que había ahorrado con su marido. En su taller de diseño de Londres subió varios centímetros la falda menina, dejándola convertida en la ya famosa “mini”. Cuando comenzaron a aparecer las jovencitas vestidas con tan breve atuendo, se iniciaron las polémicas. Los puritanos alzaron su voz tanto como lo habían hecho con el “topless”. No obstante, las mujeres aceptaron la prenda y la llevaron cada vez más al norte de las rodillas. |
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Fuente: Revista Hechos mundiales. Grandes reportajes a la historia universal, Año 3, Nº 26, octubre de 1969, págs. 14.
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El reloj de la ciudad, por Mariano Perla |
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Compartimos a continuación un simpático artículo sobre puntualidad, relojes, obsequios y estrellatos, publicado hace más de cincuenta años en la Revista Tía Vicenta.
En estos días se ha cumplido el aniversario. Un día de 1849 fue declarada hora oficial de la ciudad la señalada por el reloj del Cabildo. El cual había estado esperando este reconocimiento casi un siglo. Porque él se hallaba ahí desde que fue terminada la torre del edificio, allá por 1765. Y ya entonces tuvo que esperar –aún cuando la misión de las máquinas de su clase sea, por el contrario, hacer esperar a otros–, a que la torre quedara conclusa y rematada.
Desde ese año de 1849, el reloj del Cabildo preside la impuntualidad porteña, que es un hábito mucho más delicado y difícil que su contrario, el de la puntualidad, bueno únicamente para ingleses y otros pueblos sin imaginación. (Quizá por eso los ingleses regalaron otra torre y otro reloj, al cumplirse el centenario de la independencia, y lo pusieron frente a las estaciones de Retiro; pero sólo consiguieron apresurar la carrera del que llega tarde a tomar un tren que, por lo demás, sale con retraso).
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Fuente: Revista Tía Vicenta, Año V, Número 1764, sábado 4 de febrero de 1964.
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