Bouchard. Halcón de los mares, corsario de la libertad, por Miguel Ángel de Marco

(Fragmento del prólogo)


Hipólito Bouchard nació n enero de 1780 en Bormes, cerca de Saint Tropez, Francia. Desde muy pequeño se incorporó a la marina y en 1809 llegó a Buenos Aires en un barco francés, pocos meses antes del comienzo de la Revolución de Mayo.

Bouchard pronto simpatizó con las ideas expresadas por el sector más radical de la Junta, liderado por Mariano Moreno, y puso sus conocimientos navales a disposición de la revolución. El gobierno lo nombró segundo comandante de la recientemente creada flota nacional. En 1813 participó del combate de San Lorenzo junto a José de San Martín.

Dos años más tarde, se sumó a la campaña de guerra de corso dirigida por Brown comandando la corbeta Halcón. En octubre de ese año, pudieron apresar fragatas españolas y bloquear y atacar el puerto de El Callao. Siguieron viaje y atacaron las fortificaciones cercanas a Guayaquil. En 1816, volvieron a bloquear la entrada al puerto de El Callao y hundieron la fragata española Fuente Hermosa. 

Pero la etapa más novelesca de la vida de Bouchard estaba por comenzar. En el primer aniversario de la declaración de Independencia, el 9 de julio de 1817, Bouchard partió al mando de la fragata La Argentina en un raid de dos años durante los cuales liberó esclavos, combatió contra los piratas filipinos, suscribió acuerdos con el rey de Hawái y golpeó las posesiones españolas de California. 

Comparto con ustedes un fragmento del prólogo de la biografía del temerario marino francés que escribió Miguel Ángel de Marco, que narra las extraordinarias aventuras del “halcón de los mares”, que hizo tremolar la bandera nacional alrededor del mundo. 

Fuente: Miguel Ángel de Marco, Bouchard. Halcón de los mares, corsario de la libertad, Buenos Aires, Editorial Emecé, 2018, págs. 9-12.

En los ya lejanos días de mi niñez y adolescencia, cuando los padres estimulaban el hábito de la lectura en sus hijos y existía una biblioteca por aula en casi todas las escuelas, sobresalían, entre las obras que frecuentábamos, las de la célebre colección Robin Hood. Un mundo de personajes reales y ficticios se desplegaba ante nuestros ojos: a las versiones libres de clásicas sagas, se agregaban las biografías noveladas de figuras prominentes de la historia.

Varias se referían a personajes notables del pretérito argentino, pero dos eran mis favoritas: Guillermo Brown, el almirante de bronce, y Bouchard, el corsario. Gracias a aquellos libros nació tempranamente mi interés por el pasado naval argentino, que se convirtió en pasión cuando llegaron a mis manos los textos precursores de Bartolomé Mitre, Ángel Justiniano Carranza y muchos otros después.

Con el paso de los años, mis investigaciones en los archivos españoles me permitieron abordar múltiples documentos vinculados con la lucha entre patriotas y realistas en los mares y cursos fluviales de la parte austral del continente.

Sin embargo, mi reencuentro con Bouchard se produjo en el año 1988, como integrante de la plana mayor de la fragata ARA Libertad, que por orden del entonces presidente Raúl Alfonsín había abandonado los itinerarios tradicionales para tocar remotos puertos del lejano Oriente. Luego de cruzar el Canal de Panamá, sin duda menos riesgoso que el Cabo de Hornos que habían tenido que sortear nuestros corsarios, tocamos Acapulco, y enseguida Monterrey.

En el Libro de Consignas se establecía el modo en que el comandante, los jefes, oficiales y guardiamarinas debían participar del homenaje a Bouchard que se desarrollaría en el sitio en que una placa y un mástil ubicado donde se hallaba el fuerte, recuerdan el ataque llevado a cabo por los corsarios argentinos al entonces modesto caserío y presidio hispano en California. Antes de desembarcar creí mi deber explicarles a los jóvenes que en pocos meses egresarían de la Escuela Naval, la significación de aquella campaña en el marco de los esfuerzos que nuestra recién nacida patria realizaba para enfrentar a sus adversarios en lejanas aguas.

La ceremonia se concretó en forma correcta desde el punto de vista militar. Una banda del Ejército de los Estados Unidos ejecutó marchas, y una escolta con uniformes históricos de la época de la independencia presentó armas mientras se colocaban ofrendas florales. Me extrañó la casi nula presencia de autoridades locales y decidí indagar durante nuestra breve estancia las razones por las cuales en una ciudad relativamente pequeña había tan poco interés en tributar homenaje a un país amigo a través de uno de sus héroes navales. No se me ocultaba el terrible impacto que había producido la presencia de Bouchard, pero me parecía que, transcurrido tanto tiempo, las generaciones posteriores habían moderado su enojo.

Obtenido el correspondiente permiso, desembarqué para dirigirme al museo de Monterrey. Por toda respuesta a mis comentarios, su amable director puso en mis manos un volumen cuya portada lo decía todo: The impostor of Monterey. Bouchard and One-Eyed Charley, de Louis C. Moore. Y me agregó: “para la gente de aquí fue un abominable pirata”. Años más tarde, un estudioso estadounidense con firmes lazos en la Argentina, a quien conocí y traté a lo largo de su permanencia en nuestros archivos en busca de materiales para escribir sobre el tema, me ratificó ese concepto, que él no compartía, como se evidencia en su libro The Burning of Monterey: the 1818 attack on California by the Privateer Bouchard.

En aquella oportunidad me comprometí íntimamente a escribir sobre tan singular figura de nuestro pretérito, pero si bien hablé abundantemente de ella en mi Corsarios Argentinos. Héroes del mar en la Independencia y en la guerra con el Brasil —no pocas de cuyas páginas utilizo en éste—, con el paso de los años otros proyectos y compromisos editoriales postergaron dicho propósito. Mi idea no era ni es dedicarle una biografía de carácter apologético, sino ofrecer una imagen lo más equilibrada posible de aquel hombre duro y controvertido que paseó el pabellón argentino por los mares del mundo sin que le importasen los riesgos ni las adversidades, para notificar a sangre y fuego que en el extremo sur del continente americano surgía un país libre.

Nacido en Bormes, a pocos pasos de Saint-Tropez, y por ende forjado en el fatigoso trabajo del mar, empezó como simple marinero mercante, fue artillero de la armada de su patria, más tarde, posible­mente, patrón y luego dueño de algún buque, hasta que llegó al Río de la Plata, justo para enrolarse en los días iniciales de la Revolución en un remedo de fuerza naval que conoció la derrota en las pardas aguas del Paraná, frente al pueblo de San Nicolás. Pudo dedicarse al comercio fluvial pero pidió un lugar entre los granaderos de San Martín. En San Lorenzo arrancó la bandera española y la vida de quien la portaba. Luego acompañó al futuro Libertador en su larga marcha hasta Tucumán para hacerse cargo del Ejército del Norte. Más tarde capitaneó la Halcón en unas de las primeras campañas corsarias autorizadas por el gobierno argentino, y fue rival de Guillermo Brown no sólo en el coraje sino en la puja obstinada por repartir las presas conseguidas. En la célebre expedición al Pacífico obtuvo el buque que lo haría perpetuarse en el tiempo a través de sus hazañas: La Argentina. Pero también recibió graves imputaciones por parte de sus oficiales y compatriotas, que contribuyó a desmentir el grumete criollo Tomás Espora.

La fragata zarpó al cumplirse un año de declarada la emancipación, y en su fantástico raid liberó esclavos, combatió con piratas filipinos, suscribió acuerdos con el rey de Hawaii y golpeó repetidamente las posesiones españolas de California. Como expresó el ilustre historia­dor naval Teodoro Caillet-Bois, «la campaña corsaria […] es, acaso, el episodio más pintoresco de nuestra guerra de la Independencia, si no de los más gloriosos».

Bien pudo decir Bouchard en una carta a su armador Vicente Anastasio Echevarría, escrita en una lengua propia y singular donde se mezclaban varias otras, cuando éste le reclamó la rendición de cuentas y prontas remesas de dinero a pesar de saberlo preso en Valparaíso por orden de Lord Cochrane: “Si conservo la vida, que me parece será bastante, esto será la recompensa que ha tenido Colón con los españoles después de haber descubierto las Américas y yo por haber dado la vuelta al Globo con una bandera de los países libres de América y más en mi contra con la bandera de Buenos Aires”.

Sus últimos años y su trágica muerte, luego de servir a la naciente Armada del Perú, plantean muchos interrogantes. También los suscita la circunstancia de que prefiriera quedarse en aquel país en lugar de volver a la Argentina donde su esposa e hijas padecían agobiantes privaciones de las que seguramente estaba al tanto.

No fue, tan singular personaje, un táctico y un organizador notable, como Brown, capaz de llevar a la victoria a toda una flota, sino un arrojado y audaz comandante, hábil para el enfrentamiento singular del que en la mayoría de los casos salía victorioso. Así lo define el ilustre historiador naval Teodoro Caillet-Bois: “El veterano marino tenía, incuestionablemente, mejor mano para actuar en corso que para dirigir escuadras. No era su gloria mandar en jefe sino conducir su propia nave, lo que no es poco cuando se hace bien. Carecía de la visión del águila que se eleva para ver mejor, pero, en cambio, poseía la garra del halcón que embiste fuerte y recto para ganar en velocidad que es audacia y es confianza en sí mismo”.