Cárceles de Buenos Aires, desde la colonia a la Penitenciaría Nacional


Autor: Felipe Pigna.

Se ha transformado en un lugar común del discurso policial decir que los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra. Pero, ¿qué pasaba cuando en nuestras cárceles había una sola puerta y las paredes eran de adobe? Los españoles trasladaron a América su sistema jurídico y carcelario basado en el castigo y no en la recuperación del delincuente para la sociedad.

Desde el virreinato las cárceles se habían inspirado en el modelo medieval español.  Alfonso X en sus famosas Partidas decía que “las cárcel no es dada para escarmentar los yerros sino para guardar los presos en ella hasta que sean juzgados”. Esta idea de depósito se plasmó en las Leyes de Indias.

El primer patíbulo de la argentina, como el de todas las ciudades fundadas en América por los españoles, fue el rollo, aquel tronco de árbol en el que los adelantados clavaban el acta de fundación de las ciudades y servía como sitial para los azotes y penas capitales. El oficio de verdugo tuvo a su primer representante registrado en las actas del Cabildo de Buenos Aires de 1610 en un tal Diego de Rivera sus tareas estaban bastante lejos de la pintura que ejercerá con maestría su homónimo mexicano siglos después. En aquella mísera ciudad el Cabildo debió alquilar una casa para albergar a los presos hasta que en 1613 se inauguró la primera cárcel como un apéndice del Cabildo.

En un reducido espacio se hacinaban decenas de presos lo que daba lugar a sangrientas peleas. Las condiciones de higiene eran deplorables y las crónicas de la época cuentan que los paseantes evitaban esa vereda para escapar de la fetidez y el hedor que provenían de la cárcel. La comida, mala e insuficiente, era cocinada por las mujeres detenidas en el patio del presidio.

En las cárceles de la colonia, esparcidas por todas las ciudades del virreinato, se aplicaban castigos corporales a los detenidos que eran engrillados y en algunos casos, según su peligrosidad colocados en el cepo y el potro. El potro era un instrumento de tortura medieval en el que se colocaba a la víctima atada de los pies y de los brazos y se lo estiraba hasta dislocar sus músculos.

En 1718 una Real Cédula autorizó la aplicación de un impuesto a la exportación de cuero y destinar los fondos recaudados a la construcción de un instituto de detención para mujeres. Así nació la “Casa de las Corregidas”, ubicada en Humberto Primo y Defensa, destinada a “sujetar y corregir en ella a las mujeres de vida licenciosa”. Hasta entonces las mujeres eran alojadas junto a los hombres en el Cabildo. Con el tiempo pasaría a denominarse Asilo correccional de mujeres.

Por muchos años en la actual Plaza de Mayo tuvieron lugar las ejecuciones de los condenados a muerte. Junto al foso que rodeaba al Fuerte se colocaban banquillos para que la gente pudiera presenciar el “espectáculo” de las ejecuciones.

En 1753 ante la falta de verdugos en la ciudad, el Cabildo decidió comprar un esclavo ladino de nombre Félix para que se ocupara de dar tormento a los numerosos presos que, según dicen las actas, estaban en la cárcel sin recibir el castigo correspondiente. Pero la adquisición resultó un fracaso porque poco tiempo después el propio Félix tuvo que ser encarcelado y condenado a muerte a causa de reiterados delitos.

Recién dos años después se volvió a ocupar el cargo de verdugo. El elegido fue el portugués José Acosta al que se le acordó un sueldo de cien pesos. En ese año el Cabildo estrenó un flamante instrumento de tortura y muerte importado de España donde se lo conocía como el garrote vil. Este artefacto consistía en una silla con un respaldo alto en cuya parte superior tenía adosado un collar de acero que oprimía el cuello del condenado. Por el centro del collar se introducía un perno que destrozaba la hipófisis de la víctima. Parece que Félix le dio al garrote un uso  excesivo porque el aparato quedó inutilizado.

La mayoría de las cárceles de la colonia eran de adobe, lo que facilitaba la huída de los presos. Un acuerdo del cabildo del 29 de mayo de 1756 decía: “En orden a estar la pared de la cárcel tan maltratada que no tiene seguro y que todos los días los presos se están yendo, es preciso hacerle de nuevo”.

En 1770 el Virrey Vértiz mandó a edificar la primera cárcel con paredes de ladrillos y puertas de hierro. Pero las condiciones de higiene y alimentación no mejoraron.

En 1790 un inspector del Cabildo hizo un insólito descubrimiento: denunció que los presos criaban en sus celdas cerdos y carneros y dejó sentado en su informe que dichas costumbres eran contrarias al aseo que prevenían las leyes ordenando al alcaide que en lo sucesivo no tolere tales abusos.

Sólo con la llegada de los primeros gobiernos patrios aparecen ciertos criterios humanitarios. El decreto de seguridad individual promulgado por el Primer Triunvirato el 23 de noviembre de 1811 ordenaba: “Siendo las cárceles para seguridad y no para castigo de los reos toda medida que a pretexto de precaución sirva para mortificarlos, será castigada rigurosamente”. Esta tendencia se vio confirmada por el decreto de la Asamblea de 1813 ordenando la quema de los elementos de tortura y prohibiendo la aplicación de tormentos a los detenidos. Lamentablemente los elementos y las prácticas resurgirían renovados y sofisticados de las cenizas.

Pasaron los años y Carlos Tejedor logró que el estado destinara los fondos suficientes para edificar la primera Penitenciaría modelo de la Argentina, inaugurada por Sarmiento el 28 de mayo de 1877 en calle Las Heras al 3400 (actual Plaza Las Heras) en Buenos Aires. Al llegar, los penados eran bañados y afeitados. Sólo los condenados por delitos leves estaban autorizados a llevar bigote. Sus únicas pertenencias durante el encierro serían un traje a rayas negras y amarillas para trabajar, traje para días feriados, colchón con 10 kilos de lana lavada, cubiertos, cuatro sábanas, dos calzoncillos, útiles de escuela y un metro.

El 6 de abril de 1900 se cumplió la primera pena de muerte en la Penitenciaría nacional. La víctima fue Domingo Cayetano Grossi, condenado por infanticidio. No sería el último. Con los años le siguieron decenas de condenados, entre ellos el anarquista Severino Di Giovanni, fusilado en febrero de 1931.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar