Carta Abierta de Ricardo Güiraldes a la redacción del periódico Martín Fierro


Fuente: Periódico Martín Fierro, 24 de enero de 1925.

Amigos:

He leído hoy el último número de Martín Fierro. Patria chica en el papel, grande en el anhelo. Vuestra juventud sube hacia mi rostro, como un aliento de pampa, cuando sobre la gramilla iluminada de rocío (emoción de la madrugada que vuelve a encontrar su mundo) me aferro al optimismo ascendente de los nuevos crecimientos. El hombre se siente pequeño ante la infinita transmutación que anuncia lo porvenir, pero crece con sentirse capaz de comprenderla.

En vuestra valentía se reduce una vez más el eterno amanecer del espíritu. ¿No es ese el misterio de la anunciación?

Vienen y vendrán los ataques. Inútil sorprenderse. Caminos sin pantanos no son caminos de hombres libres y los más duros son los que más espolean el deseo de llegar. Caer no es nada. Las osamentas sirven de mojón a los que después de uno sienten el vértigo del desierto. Así se conquistan horizontes. Así se regala el bien habido a los timoratos.

Uno de los nuestros ha pedido piedad. Y es que dio el rostro a lo que siempre debió dar la espalda. ¿Cómo la cobardía momentánea del fuerte puede pedir ayuda a la cobardía constante de los débiles? Dice un refrán gaucho: “No hay que mudar caballo en medio del río”.

En el camino de las ideas la duda equivale a mudar de caballo.

Además, ¿qué puede esperar el que cargó sobre sus hombros con la responsabilidad de partir, de aquellos que se aferraron a la inmovilidad? Solamente un reproche, una acusación de soberbia, de inútil rebeldía… tal vez un sarcástico comentario de su grito.

El que parte debe saber que se cierra a la posibilidad de todo consuelo. Pedir es un verbo que perdió su significado por la imposibilidad de hacerse acción. Mil mástiles deben enderezar su voluntad, aunque sea triste cosa zarpar dejando que detrás de uno el hombre se ensucie con sentimientos poco generosos.

El fuerte sabe que solo debe dar la mano para ayudar y que la amistad no puede ser más que un oasis en su Sahara. Mojar los labios en ese oasis es crearse una mayor capacidad para la marcha.

En arte hay dos actitudes: la de mirar al público y hacer las piruetas de histrión necesarias para que los espectadores le arrojen moneditas de su simpatía (gloria mundana) y la de encararse con el misterio inexpugnable del arte mismo, siempre capaz de ennoblecer con su perenne juventud a los que se dan de cuerpo y alma. En el primer caso la actitud es de pedido; en el segundo nada puede pedirse que no venga de uno mismo y la ruta se prolonga aumentando paso a paso sus exigencias, endureciéndose a medida que el artista se hace capaz de cargar con mayor peso. Toda palabra contiene en sí un misterio total. La conjunción de las palabras es el campo infinito que jamás venceremos sino con pasajeras vislumbres. Esto para los escritores.

¿Quién puede resolver por uno el problema que uno se impone? Todo problema resuelto por otro se ha hecho ajeno a nuestros propósitos y no puede servirnos sino para aumentar por el ejemplo nuestra ansia de llegar. Y además llegar no significa sino haberse creado nuevos motivos de partir. ¿Quién será tan presuntuoso para creer que ha resuelto totalmente un problema de arte? Únicamente un engreimiento de limitado puede suponer límites definitivos. La eternidad no se concibe sino como un constante andar. El que quiere enfrentarla debe decirse a diario con alegre confianza: “Levántate y anda”.

Y para concluir: Los que atacan todo gesto de independencia, son los sometidos a ideas de otros, en quienes creen haber encontrado una verdad definitiva. Sea de quien sea esa idea y sea como sea, están en un error.

El que cree saber, ha creado en sí una muerte. Saber es en el hombre un estado de relación con una ignorancia anterior. Todo saber, adquirido como conocimiento transitorio, se modifica por una duda y llega a ser una ignorancia de lo cual se parte hacia un conocimiento futuro.

El que acopia los saberes transitorios como inamovibles, va osificando poco a poco su inteligencia hasta llegar a una completa incapacidad de comprender y se convierte en un más o menos ameno predicador de verdades lastre.

La memoria no es un oráculo infalible. Sus conocimientos no “son” sino que “han sido” y no pueden servirnos para negar la adquisición constante de nuevos datos que nos atrae el hecho mudadizo del vivir.

Del saber interno y del saber que a cada momento vamos adquiriendo, surge el proceso de nuestra inquietud intelectual. Los que creen en las verdades definitivamente adquiridas, matan la vida del pensamiento. Los que en cambio no admiten sino verdades del momento, crean a la inteligencia una razón de vivir.

No hay en el hombre un solo saber absoluto; hay una “actual” comprensión de un aspecto de verdad dentro de ciertos factores inseparables de esa verdad relativa, sin los cuales no se hubiera presentado. Si admitimos este conocimiento como inmutable, desatendiendo las circunstancias especiales que nos lo trajeron, solo habremos muerto nuestra capacidad de ver otro aspecto de la verdad en beneficio de la mentira.

Diciembre de 1924

Ricardo Güiraldes