Autor: Felipe Pigna
Hay dichos populares y palabras que nos acompañan desde nuestras infancias. Sentenciados por abuelos, tíos (verdaderos o postizos) y padres, pasan de generación en generación sin que muchas veces nos preguntemos cuál es su origen, como se dice popularmente de dónde vienen.
El poco deseable calificativo de “cornudo” parece originarse en los países nórdicos a raíz de una odiosa tradición que regía en toda la Europa feudal y ponía brutalmente en evidencia el poder de los “nobles” y “señores”: el derecho de pernada, o sea la prioridad del mandamás del lugar en quitarles la virginidad a las jóvenes del lugar que se ejercía preferentemente en la noche de bodas de la “afortunada”. En esa ocasión se colocaba en la puerta de la habitación conyugal una cornamenta de alce mientras duraba la “ceremonia”. Al marido excluido, pero curiosamente halagado según las curiosas costumbres de la época porque su mujer había sido seleccionada por el “señor” se lo comenzó a llamar desde entonces cornudo.
La frase “el que se fue a Sevilla perdió su silla”, debía decir “el que se fue de Sevilla perdió su silla” porque el dicho hace referencia al famoso obispo Alfonso de Fonseca (1475-1534), cercano consejero de Isabel la Católica, quien tuvo que dejar provisoriamente su silla episcopal en manos de su “adorable sobrino” para viajar en 1508 a Santiago de Compostela en Galicia, en la otra punta de la Península, a concretar unos trámites. No eran épocas de trenes Aves ni aviones, así que el hombre de Dios se demoró un poco en regresar. Para cuando esto ocurrió su sobrino había ocupado su silla y el obispado sevillano. Fonseca pudo litigios mediante recuperar la ansiada silla episcopal.
En una cena entre amigos, a la hora de pagar suele decirse “quién cargará con el muerto”, ignorando seguramente que se está haciendo referencia a una frase muy antigua originaria de la Europa medieval, un época oscura, donde los ajustes de cuentas vía asesinato eran bastante frecuentes. En muchos poblados se había establecido que si no aparecía el culpable de un homicidio determinado, todo el pueblo pagaría una importante multa. Esto llevaba frecuentemente a que los habitantes de un pueblo, ante la aparición de un cadáver, cargaran sigilosamente al muerto para depositarlo fuera de las fronteras para que la multa no recaiga en ellos sino en sus vecinos.
Cuando decimos que algo aparentemente no tiene arreglo recurrimos a la pobre tía de nuestro interlocutor “no hay tu tía”. Pero la frase que se pierde en la noche de los tiempos hace referencia en realidad a la tutía, resultante del hollín que se juntaba en el verdadero centro de de la mayoría de las casa de la gente común que eran las chimeneas. Allí se reunían las familias a cocinar y a comer en sus proximidades. Al producto de la combustión se le sumaba los diferentes efluvios de las comidas que se iba acumulando conformando una especie de ungüento que se raspaba de la chimenea y que, hoy sabemos, contenía dióxido de cinc. Esa era la tutía que se usaba para curar heridas, paspaduras y raspones. Por eso frente a su ausencia la cosa se complicaba y no había remedio.
Cuando alguien experimenta alguna situación de supervivencia al límite, decimos “se salvó por un pelito” remitiendo involuntariamente a la época de las grandes expediciones marinas, épocas en los hombres usaban largas cabelleras y en las que no era para nada infrecuente que un marinero caído al mar fuera salvado de un ahogo seguro tomándolo literalmente de los pelos.
Otra frase de claras connotaciones históricas es “no hay moros en la costa” y que hace referencia a los permanentes ataques a las costas del Mar Mediterráneo perpetrados durante siglos por los árabes, berberiscos y turcos, llamados moros. Era para los europeos de aquellas zonas una buena noticia que no hubiera moros en la costa.
Cuando alguien se borra de una situación inconveniente o de compromiso, pero su ausencia se hace notable, decimos que “brilló por su ausencia” remitiéndonos nada menos que al autor romano Cornelio Tácito quien vivió entre los años 55 y 117 de nuestra era. En sus célebres Anales narra los funerales de Junia Terta Tertulia, sobrina de Catón el censor, esposa de Casio y hermana de Bruto. Estos dos últimos eran nada menos que los asesinos de Julio César. Tácito enumera los notables presentes en la ceremonia fúnebre y hace notar que “brillaban sobre todos Casio y Bruto, precisamente porque no estaban a la vista” o sea que “brillaron por su ausencia”.
Se cuenta que un laborioso sastre de una ciudad italiana se hartó de que su “distinguida” clientela le pidiera cortes de tela para probarlos para nunca regresar por su tienda. El hombre cambió de método y comenzó a entregar por todo muestra un botón, originando un dicho que ha atravesado los siglos.
Cuando algo se hace rápidamente decimos que fue en un “santiamén”, pero se nos adelantaron varios siglos los feligreses apurados y quizás un tanto cansados que apocopaban la frase final de la misa “In nomine Pater, Filli et Spiritu Sancti, Amén”, decían “santiamén” y salían a disfrutar de ansiado descanso del domingo.
“Yo no pongo las manos en el fuego por nadie”, es una frase muy usada entre nosotros por distintos motivos y en situaciones variadas. Pero en su origen “poner las manos en el fuego” no era optativa ya que tenía que ver con las horrendas prácticas de la Inquisición y el llamado juicio de Dios en el que una persona acusada de hereje era obligaba a poner sus manos sobre hierros candentes para comprobar su grado de culpabilidad. Si el acusado salía muy chamuscado era un claro indicio de culpabilidad porque Dios no había hecho nada para evitarle el sufrimiento y las consiguientes heridas.
Solemos usar el término “bartolear” o “tirarse a la bartola”. Antiguamente en España se llamaba Bartola a barriga, a la panza, de manera que tirarse a la bartola era echarse panza arriba. El dicho se vio reforzado por la fiesta de San Bartolomé se celebra el 24 de agosto marcando el final de la cosecha y la época propicia para tomarse un descanso. Por estas licencias San Bartolomé se fue convirtiendo en uno de los más populares del santoral y el nombre del apóstol de Jesús que murió desollado quedó asociado a la fiesta y al descanso, a tirarse a la bartola.
Bibliografía:
José Calles Vales y Belén Bermejo Meléndez, Expresiones y dichos populares, Madrid, Libsa, 2010.
Héctor Zimmerman, Tres mil historias de frases y palabras que decimos a cada rato, Buenos Aires, Aguilar, 1999.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar