El Congreso de Tucumán, por Natalio Botana (Fragmento del libro Repúblicas y Monarquías. La encrucijada de la Independencia)


El 9 de julio de 1816 las Provincias Unidas de Sud América declararon la Independencia. La situación era completamente desfavorable para quienes desde hacía más de seis años luchaban por el autogobierno. Para 1816 “la única certeza que prevalecía era la de una inminente disolución”. Así describe Natalio Botana los momentos previos a la declaración de independencia en su libro, Repúblicas y monarquías. La encrucijada de la independencia, que reconstruye el abismo al que debieron enfrentarse los patriotas que asumieron la responsabilidad de declarar formalmente la Independencia.

Botana se remonta en su ensayo a la crisis de legitimidad de la monarquía española desde 1808, cuando los ejércitos de Napoleón invadieron la península y apresaron al rey, y su relato cubre el proceso constituyente posterior a la declaración de Independencia, caracterizado por profundas divergencias y tensiones. El autor destaca las implicancias de los diversos significados de la palabra independencia; es decir, tanto el que se refiere a la independencia de un ciudadano libre de la opresión, en uso de sus derechos; como el que alude a la independencia de los territorios del antiguo Virreinato del Río de la Plata frente a España, y por último el que apunta a la independencia relativa de las diversas ciudades y territorios.

En este sentido, la tarea que emprendieron los diputados en el Congreso de Tucumán era titánica. Debían conformar un Estado unificado; adoptar un régimen político (ya fuera unitario o monárquico) y conformar al mismo tiempo una sociedad que legitimara ese proceso. La adopción del régimen político condujo a tensiones que tardaron años en dirimirse, cristalizadas en el choque entre el naciente republicanismo, que venía retrocediendo en el mundo, y el monarquismo, que tras la derrota de Napoleón había vuelto a expandirse por Europa.

A continuación reproducimos un fragmento sobre “aquel presente cargado de dudas” en que el Congreso se arrogó “la facultad de fijar en él la sede de la soberanía” y declaró la Independencia.

Fuente: Natalio Botana, Repúblicas y monarquías. La encrucijada de la Independencia, Buenos Aires, Edhasa, 2016, págs. 91-101.

El Congreso en Tucumán
La rebelión de 1815, que selló el amotinamiento del Ejército del Norte, abarcó una geografía extendida y dejó en suspenso, pues no se resolvieron, los propósitos principales de la Asamblea del Año XIII. No hubo en efecto independencia ni constitución. En apenas un quinquenio, un territorio indomable se tragaba el designio que Mariano Moreno había expuesto en sus artículos de La Gaceta entre octubre y noviembre de 1810. Ello se debía no sólo al conflicto ya resueltamente planteado en la Banda Oriental entre centralización y descentralización; también ese contrapunto, ubicado en un área al comienzo poco extensa que de inmediato se expandiría rápidamente por el litoral de Santa Fe, Entre Ríos y Misiones hasta llegar a Córdoba, desnudaba la gran cuestión acerca de la escala más conveniente para acrecentar los beneficios de una forma republicana de gobierno. La cruda fuerza de los hechos ponía en carne viva este desafío.

Ya lo hemos adelantado: en los Estados Unidos, a partir de 1787 y en Francia, tras el curso azaroso de sus repetidos ensayos constitucionales, la teoría y la praxis republicanas habían dejado atrás el estrecho contorno de la civitas dentro del cual se habían desenvuelto en la época clásica y en el Renacimiento (de Roma a Florencia, de Venecia a los Países Bajos).Mediante este giro excepcional, la república representativa buscaba atrapar la promesa que ofrecía un espacio dilatado para instalar el ejercicio de la libertad. Dada esta memoria cercana, la experiencia del antiguo virreinato circulaba sin duda por un territorio de largas travesías para el viajero que desde Buenos Aires llegaba al Alto Perú, o recorría los grandes ríos hasta el Paraguay y Misiones; pero, en lugar de ser este territorio un ámbito propicio para la deliberación de unos hipotéticos representantes, arrojaba la traumática novedad de la violencia.

Violencia en el norte soportando repetidas incursiones, violencia en el este proyectada sobre el Litoral, violencia hacia el oeste, transponiendo los Andes según el plan continental que planeaba San Martín desde Cuyo. Esto, más que la representación de un orden que nacía del consentimiento, inspiraba paralelamente la mirada opuesta: el derrumbe que provocaba el aguijón de una guerra simultánea y en varios frentes. Ya sea por los combates acumulados entre revolucionarios y leales a la Corona (la última derrota había sido en Sipe-Sipe en noviembre de 1815), o por la incapacidad para pactar convenios (los incipientes pactos con Paraguay y la Banda Oriental habían fracasado), la única certeza que prevalecía era la de una inminente disolución.

Por lo demás, la vertiginosa cronología de los acontecimientos europeos poco ayudaba. En apenas tres años, desde la Constitución de Cádiz de 1812, pasando por el regreso de un Fernando VII empecinado en restaurar el absolutismo, hasta culminar con la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo, no quedaba en Europa atisbo alguno de aquella expansión repu­blicana en clave imperial. ¿Qué hacer, por consiguiente, con la república en un mundo inflamado por el regreso triunfal de una monarquía que buscaba asimismo someter con más ahínco a sus dominios perdidos? De cara a semejante escena, la independencia era un genio de dos cabezas: un impulso de la voluntad para romper lazos de dependencia con España y un cálculo para ampararse en el derecho de gentes en los teatros bélicos. Al compás de estos objetivos, acechaba la incógnita de dilucidar si el auto­gobierno, por encima de las especulaciones teóricas, podía llegar a ser una operación eficiente y acaso duradera.

Después del temblor de 1815, el llamado a un nuevo congreso cons­tituyente se imponía por la propia gravitación de unos hechos que se des­envolvieron desde la periferia hasta tocar el centro de lo que Alberdi, dé­cadas después, llamaría «el poder de Buenos Aires». La caída de Alvear fue apoyada por Montevideo, Cuyo, Santa Fe, San Luis, Córdoba, Santiago del Estero, Salta y Tucumán. En respuesta a esta situación, el Cabildo de Buenos Aires improvisó una salida, designó tres electores por cada uno de los departamentos en que se dividía su jurisdicción y eligió a José Rondeau como Director Supremo provisorio en reemplazo de Ignacio Álvarez Thomas. A su vez, el Cabildo y esos electores establecieron una suerte de poder moderador que denominaron Junta de Observación a la que solicitaron la confección de un estatuto provisional que en su artículo 30 (sección III) invitaba el pronto nombramiento de diputados «que hayan de formar constitución». La convocatoria al congreso fijaba además la sede del mismo situada en el corazón del norte, en la ciudad de Tucumán.

El significado de este estatuto no es desdeñable porque pasó por la criba de unos breves comicios1 que involucraron a una parte de los territorios (de Buenos Ares hacia el norte, sin pasar por la Banda Oriental y las ciudades del Litoral) y conformaron el cuerpo representativo que habría de sesionar en Tucumán. El estatuto redujo el método de elección indirecta previsto por la Constitución de Cádiz a dos etapas, suprimiendo así la primera instancia parroquial, y manteniendo el procedimiento para elegir ayuntamientos y las normas que instituían la religión de Estado, menos tolerantes que en el proyecto de 1812 y, por lo tanto, más cercanos a Cádiz. Por fin, la tensión no resuelta entre los sujetos individuales y colectivos de la representación era evidente en los puntos en que primero se afirmaba que «cada ciudadano es miembro de la soberanía del Pueblo» y luego se re­conocía que «el poder legislativo reside originariamente en los pueblos».2

El Estatuto de 1815 significaba, en cierta medida, un avance sobre al­gunos criterios centralistas (preveía por ejemplo la elección de gobernador por electores designados en las provincias), pero morigeraba este desplaza­miento hacia el interior del territorio reduciendo el período del Director del Estado a sólo un año de duración y estableciendo una fórmula para conservar el poder de Buenos Ares cuando había que aprobar contribu­ciones y empréstitos. La debilidad del poder ejecutivo era pues manifiesta y despertó las aceradas críticas de San Martín. Desde Cuyo se resolvió «no reconocer el estatuto en parte alguna por no considerarse oportuno para el actual régimen de las provincias» y se juzgó que «… en la actual crisis debe tener el primer jefe todas facultades y poder que son necesarios para […] conservación de la libertad nacional» ya que «… restringiendo al poder ejecutivo enervarían toda prontitud de acción».3

La concepción ejecutivista de San Martín y de las autoridades comunales de San Juan y Mendoza estaba mucho más cerca de la que sostenía Hamilton en contra de Paine y de Franklin, y también se aproximaba a la definición que, con vista a la guerra y luego a la política, formuló Bonaparte: «El arte de la guerra -decía- es sencillo: todo está en la ejecución».4 El Deán Funes, de permanente intervención en estos asuntos, apoyó esa interpretación. En sus Apuntamientos… escribió que el Estatuto de 1815 «… dio una medida demasiado desahogada a la libertad, dejando casi en esqueleto al poder ejecutivo».5

Empero, este desahogo de la libertad que provocaba la inquietud de Funes, era mucho más cauto en otros aspectos. En cuanto al poder ejecutivo, el Estatuto parecía ponerse en línea con los esquemas de raigambre confederal6; en cuanto al manejo de los recursos fiscales que debían sustentarlo, la apertura hacia lo confederativo quedaba bloqueada. En una perspectiva confederativa, el congreso representativo de las provincias de­bía ser la autoridad principal; en el esquema de este Estatuto, el poder fiscal permanecía bajo el control del Cabildo porteño: por el art. iv, cap. ii, «No podrá -el poder ejecutivo- disponer expedición alguna militar para fuera de esta Provincia, ni imponer pechos, contribuciones, empréstitos, ni aumentos de derechos de ningún género, sin previa consulta y determi­nación de la Junta Observadora unida con el Excmo. Cabildo y Tribunal del Consulado».

En vista de estos condicionamientos y de la fuerte recuperación de autonomía de los cabildos, era previsible que el Estatuto, con su llamado a los derechos y deberes del ciudadano,7 no tuviera la acogida esperada. Sin embargo, proporcionó al Congreso de Tucumán un mecanismo indispensable para elegir a sus representantes. Tampoco en los procesos electorales el trámite fue sencillo al intervenir en ellos, como en un juego a tres bandas, los representantes elegidos por asambleas electorales con consenso interno, los representantes producto de cabildos divididos y los representantes que, por provenir de los territorios del Alto Perú ocupados por tropas fieles a Fernando VII, fueron directamente designados. Groussac no se privó de evocar con sorna, dada su costumbre, aquel ensayo representativo: “Las elecciones de dos grados se habían hecho con sujeción teórica a las reglas del Estatuto provisional, que las formulaba tan com­plejas como las de la antigua Venecia; y por los recovecos que re­velaban las de Tucumán, únicas que se vieron de cerca, presúmese cómo se computarían en otras circunscripciones los sufragios «que se dieron la palabra”!8

Las cosas, no obstante, fueron más complejas según se desprende del estudio de Carlos Segreti.9 Como la convocatoria no establecía un período fijo a los diputados que debían desempeñar ese cargo, algunas provincias determinaron su duración (Buenos Aires) y otras no lo hicieron (Mendoza). Por falta de una reglamentación homogénea, los períodos de los diputados permanecían abiertos, tanto como la cuestión de saber si esos representantes debían asumir su papel en uso de un mandato general que diese curso al ejercicio soberano de la libertad política radicada en el Congreso, o bien si esa función se adecuaría a un sistema de consultas permanente con la provincia mandante, en especial en materias cruciales. Los dos métodos de representación, el antiguo y el moderno, coexistieron en tensión en el Congreso. La inestabilidad en las provincias podía provocar la remoción de un mandato que el Congreso, por su parte, no aceptaba.

Pero además sobrevolaba sobre el Congreso la dispersión de las poblaciones, la distancia entre un punto y otro de una geografía algo más estrecha que la del virreinato, y la lentitud de las comunicaciones. Para llegar a Tucumán, Fray Justo Santa María de Oro y Tomás Godoy Cruz, diputados electos por San Juan y Mendoza, emprendieron un viaje que les insumió se­senta días.10 Esta lentitud de un mundo replegado sobre sí mismo marchaba al ritmo de la palabra; Sarmiento lo evocó en Recuerdos de provincia, en las ciudades y los conventos donde se educaron e hicieron valer después sus conocimientos los frailes y curas ilustrados de su adolescencia, «con dos caras y dos existencias, una colonial, otra republicana»11. La guerra, en cambio, era más rápida y se confundía con aquel pequeño universo de discursos.

Se calculaba entonces, sobre la base de un censo hecho en 1812, que la población representada en Tucumán por 27 diputados rondaba los 370.000 habitantes. Buenos Aires sobresalía con 100.000, seguida por Córdoba y Santiago del Estero con 72.000 y 46.370 respectivamente. Más atrás venían Tucumán con 30.000 y luego el lote de las provincias restantes que no superaban los 23.000 cada una. Estos números de las ciudades y poblaciones rurales poco decían acerca de los núcleos de sociabilidad que daban contenido y recreaban, con sus más y sus menos, el perfil de unas provincias subordinadas a jefes de ejércitos, gobernadores y cabildantes.

Una vez dentro de las ciudades, alrededor de una plaza central vivían las familias principales; en sus casas brindaban hospitalidad a los diputados (los frailes se alojaban en los conventos), ofrecían recintos para deliberar (la ahora mítica Casa de Tucumán cedida por Francisca Bazán de Laguna), cedían sillones, mesa, escritorio y útiles para celebrar sesiones y registrar lo que se decía. La palabra, pese a todo, tenía esa virtud: eran opiniones y discusiones legislativas dichas en sesiones públicas y secretas que, con vistas al porvenir, volcaban a las actas con tinta y papel un par de secretarios y redactores. Para esta tarea el Congreso disponía de la expertise de Fray Cayetano Rodríguez, que ya había probado sus artes de editor en El Redactor de la Asamblea de 1813, y que en Tucumán reanudaba el oficio (lo hizo entre comienzos de 1816 y el 31 de mayo de 1817, en que lo reemplazó Vicente López y Planes). Tal vez, los editoriales adosados a las actas que se imprimían en Buenos Aires, pues en Tucumán no había imprenta, estuviesen —vuelvo a Groussac— «amoldados al mal gusto enfático del tiempo», pero de esas fuentes, y de la correspondencia que traían y llevaban los precarios correos, podría extraerse, «a modo de espejo fragmentario, la fisonomía» de aquel Congreso.12

Este rápido encadenamiento de sucesos, mientras el suelo temblaba, puso en escena el estilo parlamentario en una cultura que, al paso de los siglos, había hecho caso omiso a esa destreza de hablantes sustentada en reglas públicas de discusión y decisión. Los diputados, un conjunto de clérigos y laicos educados en las universidades de Chuquisaca, Charcas, Córdoba, San Felipe, y los colegios de Montserrat y San Carlos, traían a cuestas el conocimiento de la época. El Deán Funes describió las bibliotecas que frecuentaban, con sus anaqueles surtidos por el pensamiento clásico y por autores contemporáneos del setecientos. «Platón, Aristóteles, Pufendorf, Condillac, Mably, Rousseau, Raynal y otros…»13 invitaban a combinar puntos de vista y a dibujar una diagonal entre la esfera religiosa y el pensa­miento de la Ilustración. Tal vez, con esta idea de una ilustración católica, podría eludirse el encasillamiento de una percepción reaccionaria de la historia, a la cual era proclive una fracción del catolicismo que condenaba in toto los presupuestos y efectos de la Revolución francesa.

Sería difícil trazar una línea divisoria entre lo que aportaron los clérigos y los laicos; las coincidencias y disidencias participaban de la idea, cuyos balbuceos habíamos visto en la Cortes de Cádiz y en los proyectos rioplatenses, de insertar el repertorio de derechos, tributario de las revoluciones atlánticas, en una constitución que coronaba una religión de Esta­do. Las tensiones entre ambos soportes de una forma política en ciernes no serían sencillas de superar, como veremos en el próximo capítulo.

Cuando alcanzó el quorum necesario, el Congreso comenzó a sesionar hacia marzo de 1816. Pocos días después, el 12 de abril, San Martín transmitió sus pareceres a Tomás Godoy Cruz, su confidente y diputado por Mendoza: “¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia! No le parece una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional, y por último, hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte ¿qué relaciones podremos emprender, cuando estamos a pupilo, y los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos? Esté V. seguro que nadie nos auxiliará en tal situación. Por otra parte el sistema ganaría un 50 por 100 con tal paso. ¡Ánimo! Que para los hombres de coraje se han hecho las empresas. —Vamos claros. —Mi amigo, si no se hace, el Congreso es nulo en todas sus partes, porque rea­sumiendo éste la soberanía, es una usurpación que se hace al que se cree verdadero —es decir—, a Fernandito”.14

El segundo círculo de la independencia, el que reivindicaba una soberanía exterior y con ello una identidad en formación con sus símbolos y ejércitos que los enarbolaban, era para San Martín una obsesión, un imperativo irrenunciable y un llamado perentorio a la estrategia más eficaz para conquistar cuanto antes ese objetivo: ante todo, la independencia exterior como condición necesaria para fundar la independencia del ciudadano y echar las bases constitucionales que sostuvieran esa empresa. Por su parte El Redactor del  Congreso constataba en el día de su instalación, 24 de marzo de 1816, «los contrastes e infortunios de una guerra obstinada». ¿Eran esos conflictos fruto exclusivo de la lucha contra la corona española o los mismos revertían sobre el territorio de las once provincias representadas y de aquellas aún ausentes y sin representar?15 Los actos solemnes de inau­guración acallaron este interrogante con procesiones, desfiles militares y la presencia de la «nobleza principal» y del «inmenso pueblo» de Tucumán. Con esa imagen de una multitud integrada armoniosamente por todas sus clases quedaba «erigido el tribunal de la nación» que «reúne y concentra en sí la voluntad general formada de las voluntades particulares».16

En una primera lectura, lo «nacional» era el efecto de ese concurso de voluntades que, a la manera de Rousseau, formaban subjetivamente una voluntad más amplia, superior a todos e indivisible. No obstante, en otro nivel de análisis, esa matriz de voluntades individuales asociadas, que El Redactor explicita con la ayuda de Fontenelle, debía coexistir, en un mismo espacio y mediante un mismo argumento, con los «intereses comunes y particulares de los pueblos» (AC I, p. 182 s.). No venía mal a la retórica la asistencia de Bernard Le Bovier de Fontenelle, el popular maître à penser del seiscientos y de la primera mitad del setecientos francés, porque sus ideas tomaban precisamente en consideración la fricción resultante del carácter universal de la naturaleza humana y sus accidentes particulares. «Tanto se parecen todos los hombres —decía— que no hay pueblo cuyas estupideces no nos deban hacer temblar».17 Si ese parecido era un axioma sobre el cual construir una autoridad común, la formación de un «centro de poder» (AC I, ibid.) traducía una exigencia previa y urgente. No hay, en rigor, reducción a la unidad sin un centro de poder que la haga posible. ¿Era la independencia exterior, como creía San Martín, un primer paso inexorable? Todo hacía pensar que, sobre este punto, concurriría la unani­midad de pareceres. ¿Pero en qué consistía la voluntad contratante?

En primer término, esa voluntad provenía de otra fuente de soberanía arraigada en la provincia respectiva, que delegaba en los diputados que había designado, con o sin instrucciones específicas, el ejercicio de la re­presentación. La Junta Electoral de Buenos Aires, producto de la elección en dos turnos establecida por el Estatuto Provisional, encomendó el 12 de septiembre de 1815 a los siete diputados enviados a Tucumán (Pedro Medrano, Juan José Paso, Antonio Sáenz, Cayetano Rodríguez, José Darregueyra, Tomás Anchorena y Esteban Agustín Gascón) siete «encargos especiales» o instrucciones a «tener especialmente presentes»: primero, «la indivisibilidad del Estado» y el deslinde de los tres poderes «legislativo, ejecutivo y judiciario»; segundo, que «se asegure al pueblo el ejercicio de la soberanía» mediante el juicio por jurados, la libertad de prensa, la petición a las autoridades y la resistencia a toda medida arbitraria que exceda los límites constitucionales; tercero, la subdivisión del poder legislativo en «dos o más secciones distintas»; cuarto, la iniciativa de la cámara popular para votar impuestos y empréstitos por tiempo limitado; quinto, la posibilidad de reformar la constitución que se dicte, «sea cual fuere la constitución del Estado»; sexto, la concentración del poder ejecutivo en una sola persona dado que de la administración de dicho poder por muchos se seguirían «los mayores males»; séptimo, una vez sancionada una «constitución sabia y adaptable a nuestras circunstancias», la Junta Electoral recomendaba establecer «un período de tiempo» (dos renovaciones totales del cuerpo legislativo) para incorporar las reformas que se juzgasen necesarias (AC I, pp. 133 ss.)

Destaquemos lo obvio: la Junta Electoral de Buenos Aires no confería a los diputados una delegación explícita para declarar la independencia exterior; los instruía con más énfasis para legislar sobre un conjunto de recaudos institucionales que garantizaran la libertad-independencia del ciudadano. Éstos formaban el pueblo, dicho en singular, a quien correspondía ejercer el poder constituyente dirigido a organizar un Estado (la palabra se utiliza varias veces) devoto de las libertades individuales. Por consiguiente, Buenos Aires dejaba en suspenso el segundo círculo de la independencia, y auguraba un debate alrededor del tercer círculo al proclamar de entrada la «indivisibilidad del Estado».

Esta invocación, cuyo rastro en cuanto al ánimo de centralizar el Estado no es difícil de visualizar tuvo, sin embargo, que afrontar el delicado tema de los juramentos. Esta promesa tocaba de lleno en el ambicioso proyecto de la Ilustración, que trasladaba el ámbito sagrado sobre el cual brotaba la legitimidad tradicional al recinto en que brotaba la creación humana de una ley suprema. En el momento inaugural de Tucumán, esta ley suprema en formación contaba sin duda alguna con el soporte exclusivo de la religión establecida desde la conquista y la colonización, pero esa referencia a una autoridad trascendente a la acción profana de los diputados no desataba, por sí misma, las dificultades ínsitas en la forma de gobierno que debía adoptarse. La disputa quedaba pues ligada a una razón pública con el genio suficiente para obtener la aquiescencia de lo que las instrucciones de Buenos Aires llamaban pueblo soberano. ¿Quiénes serían, por tanto, los que jurasen, y en nombre de qué? El 24 de marzo de 1816 decía el n.° 4 de El Redactor: los representantes de los «pueblos libres» sancionaron una fórmula de juramento «a Dios Nuestro Señor» que contenía tres promesas: la conservación y defensa de la religión católica apostólica romana; la defensa del «territorio de las Provincias Unidas […] contra toda invasión enemiga»; el compromiso de desempeñar «fiel y legalmente» los deberes emanados de la condición de diputados al Congreso (AC I, pp. 185s.)

Los «pueblos libres» no conformaban solamente una asociación de individuos en congreso representativo, sino un cuerpo colectivo dentro de cuya estructura podrían operar la libertad individual y los conflictos que se derivaban de este nuevo y siempre indeterminado atributo de la acción humana: conflictos en las provincias que resistían la formación de congresos representativos sin su consentimiento (en abril quedaron inte­rrumpidas las comunicaciones con Santa Fe, ya bajo el control de Artigas); conflictos en las provincias participantes que no atinaban a fijar las reglas de representación para elegir diputados («forma tumultuosa» en la elección de diputados en Tucumán; golpe de mano en La Rioja) (AC I, pp. 186, 190 y 199). Nadie argüía en contra de la religión establecida; el problema surgía en cambio del hecho de que esta referencia a lo sagrado no morigeraba los conflictos ni aclaraba las ideas acerca de lo que había que legislar. En este punto convergían las tensiones propias de la ilustración católica que, como resorte último de la legitimidad a instaurar en reemplazo de la antigua, procuraba morigerar pasiones y acordar intereses contrapuestos.

Mientras tanto había que satisfacer las necesidades inmediatas de gobierno, lo que fue facilitado, a principios de mayo, con la elección por el «acuerdo unánime» de 23 votos sobre 25, del diputado por San Luis, Juan Martín de Pueyrredón, al cargo de Director Supremo. Pueyrredón juró a Dios reconocer «en el presente Congreso de diputados la soberanía de los pueblos que representan», proteger la religión católica, defender el «territo­rio de las Provincias de la Unión», y cesar en el mando cuando lo resolviese el Congreso (AC I, p. 201s.). Por un lado pues, soberanía de los pueblos; por otro, provincias unidas: el imperativo abría puertas a la creación legis­lativa. Ésta no tardó en llegar. En la fórmula de juramento al Congreso, que se envió a las capitales de provincia, se preguntaba a esas autoridades y a las de ciudades, pueblos y lugares de su dependencia: «¿Reconocéis representada en la asamblea general constituyente la autoridad soberana de las Provincias Unidas del Río de la Plata?». Se debía responder: «Sí, re­conozco».18 Ésta fue la fórmula que recibió San Martín en Mendoza y que hizo jurar inmediatamente. Claramente, con vistas a un futuro posible en ese presente cargado de dudas, el Congreso se arrogaba la facultad de fijar en él la sede de la soberanía.

Referencias:

1 Véase al respecto José Carlos Chiaramonte, con la colaboración de Marcela Ternavasio y Fabián Herrero, «Vieja y nueva representación: los procesos electorales en Buenos Aires, 1810-1820», en Antonio Annino (coord.), Historia de las elecciones en Iberoamérica, pp. 19-63.
2 Véase, Documentos de la conformación institucional argentina: 1782-1972, pp. 127ss.
3 Véase Leoncio Gianello, Historia del Congreso de Tucumán, Buenos Aires, Troquel, 1968, pp. 41ss.
4 Cit. por Bertrand de Jouvenel, Los orígenes del Estado moderno. Historia de las ideas políticas en el siglo XIX, Madrid. E.M.E.S.A., 1977, p. 134.
5 Deán Gregorio Funes, «Apuntamientos para una biografía», Biblioteca de Mayo, t. II: Autobiografías, p. 1542.
6 No sólo esta estructura deliberativa se encuentra en las Instrucciones… de la Banda Oriental de 1813, como hemos visto, sino también en el «Proyecto de Constitución de carácter federal para las Provincias Unidas de la América del Sud» del mismo año. En esta, la autoridad predominante son las «Provincias juntas en Congreso» y la autoridad residual es la del poder ejecutivo con un presidente electo y designado en última instancia por sorteo, con una breve duración de su mandato de dos años sin reelección (arts. 40 y 41).
7 Véase, por ejemplo, el art. V del cap. VI que impone al hombre el deber de «merecer el grato y honroso título de hombre de bien, siendo buen Padre de familia, buen hijo, buen hermano y buen amigo». Como notaron Víctor Tau Anzoátegui y Eduardo Martiré, este artículo reproduce otro de la Constitución francesa de 1795. Véase de estos autores, Manual de historia de las instituciones argentinas, Buenos Aires, I .a Ley, 1967, p- 368.
8 Paul Groussac, «El Congreso de Tucumán», en El viaje intelectual. Impresiones de naturaleza y arte (Segunda Serie), Buenos Aires, Jesús Menéndez, 1920, p. 297.
9 Véase Carlos S.A. Segreti, «Las elecciones de diputados al Congreso de Tucumán», Investigaciones y Ensayos, N° 33, 1982, en especial lo atinente a la elección en cada una de las provincias y a la información demográfica sobre la cual se estableció el número de representantes.
10 56Véase Fernando Aliata, «Fray Justo Santa María de Oro (1772-1836). Primer obis­po de Cuyo y diputado de la Independencia», en Nancy Calvo, Roberto Di Stefano y Klaus Gallo (coords.), Los curas de la revolución. Vidas de eclesiásticos en los orígenes de la Nación, Buenos Aires, Emecé, 2002, p. 153.
11 Domingo F. Sarmiento, Recuerdos de provincia, Santiago de Chile, Imprenta de Julio Belin y Cía., 1850, p. 92.
12 Paul Groussac, «El Congreso de Tucumán», p. 301.
13 Deán Gregorio Funes, «Apuntamientos…», p. 1532.
14 «San Martín a Godoy Cruz, Mendoza, abril 12 de 1816», cit. por Bartolomé Mitre. Historia de San Martín y de la Emancipación Sudamericana, Obras completas de Bartolomé Mitre, vol. V, p. 254.
15 Las once eran Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, San Juan, San Luis, Tucumán. Santiago del Estero, Salta, Jujuy, La Rioja, Catamarca y ciudades del Alto Perú. las provincias ausentes, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental.
16 Véase, Asambleas Constituyentes Argentinas: seguidas de los textos constitucionales legislativos y pactos interprovinciales que organizaron políticamente a la Nación, fuentes seleccionadas y anotadas por Emilio Ravignani, Instituto de Investigaciones Históricas de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, T. I: 1813-1833, Buenos Aires, Peuser, 1937, pp. 181s. En adelante AC I. Para facilitar la lectura, las citas subsiguientes se incorporan en el texto con esta sigla modificando, llegado el caso, el número romano del volumen.
17 Véase Natalio R. Botana, La tradición republicana…, pp. 172ss.
18 Fórmula del juramento” en Documentos del Archivo de San Martín, T. II, Comisión Nacional del Centenario, Buenos Aires, Coni Hnos., 1910, p. 143.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar