Guía para místicos, por Roberto Arlt


Fuente: Tiempo Argentino Cultura, domingo 6 de enero de 1985.

El mundo perdulario y alienado de Los siete locos se anticipa en este texto que la revista Don Goyo publicó en 1926. El empleado que iba a llamarse Erdosain es aquí una insólita versión de San Antonio.

Antaño, el hombre que quería crear méritos y fama de santidad abandonaba los inocentes placeres del siglo, para ir a fosilizarse en el desierto, donde la compañía de las bestias carnudas le hablaba de los pavorosos misterios de la Providencia.

Hogaño, el hombre que quiere crear méritos y fama de santidad, debe dejar la hermosa tranquilidad de los campos, para comenzar su viacrucis en los infinitos recovecos de la ciudad. Y si busca empleo, créalo el neófito, ganará la palma del martirio. Serán su guía de tribulación los avisos de los diarios, y antesalas del infierno, las hediondas tiendas con nombres de “Agencias de colocaciones”. Aprenderá allí, entre acatarrados ganapanes y sucias maritornes, la humildad necesaria para ser discípulo de Cristo. Y si de veras cree que el Paraíso es concedido a los mansos y a los simples, debe tomar el puesto de pinche de oficina en una empresa con varios nombres incomprensibles, o entregarse, si, por especial favorecimiento el Diablo quiere probarle, al pavoroso trabajo de cobrador de cuentas.

Creo, y hasta los Santos Padres me acompañan en esta suposición, que pocos sacrificios llegan tan directamente al cielo y enternecen con más eficacia a Dios Padre que las heroicidades de un tenedor de libros y las malandanzas de un cobrador.

Un tenedor de libros es un mártir ultramoderno. Abandona la belleza de los días iluminados para sumergirse en una especie de catacumbas aéreas de yeso y cemento armado, donde a la luz artificial de lámpara eléctrica amontona números, pero de una forma tal, que podría confundírsele con un algebrista que se ha vuelto loco. Sin embargo, el hombre no está loco. Asienta, asienta cuentas, y con una parsimonia tal, que allí me las den todas.

Si bien es cierto que no hay Nerones que conviertan al “catacumbero” en antorcha viva, hay en cambio jefes que son de la talla de un Calígula y de la pinta de un Herodes, tremendos jefes con bigotes “a la” norteamericana y suela de goma en las pezuñas del alma, jefes tortuosos e inquisidores como alguaciles del Número, y que al primer error le zampan a uno una reprimenda avinagrada, y al quinto error lo echan a la calle.

Y tan eficaz es para el mártir tenedor libresco ésta,  esta vida de sumisión al Número, a la Hora y al Jefe, que en el término de pocos años se convierte en un muerto que camina.

La sustancia cerebral, si es que la tenía, le ha quedado enjuta a fuerza de ascetismos y asientos; las ideas, ¡oh!, las ideas se le han evaporado escuchando las suelas de goma del jefe que venía, y el que en su juventud tuvo ciertos cascabeles o ciertas pretensiones de aventurero y travieso, quédase más sosegado que buey cansino.

Y no pedir más, que es pedir gollerías.

A la inversa, el cobrador de cuentas es un ser mítico, algo fantástico por la vida perdularia que sobrelleva, y las múltiples tentaciones que soporta, tentaciones que lo equiparan a un Santo de los méritos y las fatigas de San Antonio.

¿Comprenden ahora ustedes?

Un cobrador es un ser maravilloso, un ángel barbado y con traje desteñido, pero en la esencia un ángel, un ángel sudoroso, cuya vida transcurre atribulada por las lides de cobranza y las grescas con almaceneros, ferreteros o tenderos, gente de sonrisa larga y dinero corto.

Al revés del tenedor de libros, el cobrador tiene que ser por excelencia un azotacalles, una semiespecie de judío errante, un pirata del clima y de las estaciones tórridas y frígidas, un estoico de las distancias, un virtuoso de la paciencia, porque, vea usted, hay almaceneros que le dicen a usted, mostrándole un rollo de dinero:

-Pues hombre, hoy no le pago a usted, porque va a venir a cobrar fulano y mengano…

Y el cobrador sonríe… y sale, sí, señor, sale, porque no salir, lo único que le quedaba que hacer, era romperle siete costillas a ese platado animal.

Créanlo ustedes, decir cobrador es enumerar todas las virtudes activas y pasivas de un solo sustantivo.

¡Lo que no puede decirse de un cobrador! Sus ropas, ropas deshechas por el roce, huelen a santidad. ¿A ustedes no se les ha ocurrido nunca mirar los botines de un cobrador? ¿Y el sombrero, el sombrero con un dedo de grasa pascual del cobrador? ¿Y los deformados cuellos y las ignominiosas corbatas de un cobrador? Oh, eso es un poema, un poema que causaría envidia a la austera pobreza de los Hermanos de la Orden Tercera de San Francisco.

¡Quizás nunca se dio en un hombre tan desencuadernado de aspecto, tal armonía de pobreza evangélica!

En efecto; un cobrador pregona, con su figura, su historia de hambre y fatigas. Y su aspecto, como el de los santos y profetas que en los festines se presentaban a aterrorizar a los reyes, su aspecto espanta a los taberneros, ponen lívidos a los mercaderes, y no hay tratante que soporte con serenidad, la presencia de este hombrecillo maltrecho, cuya figura recuerda la quiebra y el ejemplo del camello al que le será más fácil pasar por el ojo de una aguja que al rico por las puertas del paraíso.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar