Kennedy versus Jruschov. La guerra de las letras contiguas, por George Ayache


El 8 de noviembre de 1960, el candidato demócrata John Fitzgerald Kennedy, derrotaba contra todo pronóstico al republicano Richard Nixon. Los pocos años que lo tuvieron como primer mandatario estadounidense y líder del mundo occidental fueron quizás los más complejos de toda la historia contemporánea, tanto que, amenazados por una posible guerra nuclear, su par soviético, Nikita Kruschev[1], aseguró que en una próxima contienda bélica, los sobrevivientes envidiarían a los muertos.

Apenas asumido, Kennedy tomó una de las decisiones más lamentadas de su vida: la invasión a Cuba, que decidió en gran manera el rumbo del gobierno de la isla hacia la influencia soviética. Al poco tiempo, intervendría en Vietnam, se desataría la crisis de Berlín -que daría origen a la construcción del fatídico muro- y, meses más tarde, debería hacer frente a la “crisis de los misiles”.

Era octubre de 1962 cuando cobró forma, como nunca antes, la posibilidad de una inminente guerra atómica. Tras varios días de máxima tensión, Kennedy y Kruschev sellaron una necesaria tregua, se instaló una línea telefónica “caliente” entre Washington y Moscú y se reanudaron las conversaciones sobre reducción de armamentos.

Compartimos aquí un capítulo del libro de Alexis Brézet y Vincent Trémolet de Villers, Grandes rivales de la historia, titulado “Keneddy versus Jruschov. La guerra de las letras contiguas”, de Georges Ayache, sobre aquella sucesión de episodios, uno de los momentos de mayor tensión que experimentó el mundo durante el siglo XX. El libro aborda otros duelos emblemáticos que hicieron historia, entre ellos, Churchill y Hitler, Alejandro I y Napoleón, Gorbachov y Yelstin, Alejandro Magno y Darío, Enrique VIII y Tomás Moro, y Stalin y Trotsky. 

Fuente: Alexis Brézet y Vincent Trémolet de Villers, Grandes rivales de la historia, Buenos Aires, El Ateneo, 2018, pág. 411-434.

Es el duelo que mejor encarnó la Guerra Fría, el más aterrador, porque entrañaba el fantasma del enfrentamiento con armas atómicas. Fue, también, el arquetipo de la aguda crisis entre potencias modernas de envergadura similar. Los dos adversarios, Nikita S. Jruschov y John F. Kennedy, se oponían en todo: en su clase social, su temperamento y su ideología. Sus personalidades antagónicas, así como la lógica misma de su rivalidad, deberían haber conducido a una guerra abierta, que muchos deseaban en Moscú y también en Washington. Sin embargo, el hecho de que compartieran la voluntad de conjurar el holocausto nuclear desembocaría, de un modo insospechado, en una especie de connivencia objetiva, animada por el sentido de la responsabilidad. Paradójicamente, de esa pulseada nacerá una etapa de sosiego.

En el otoño de 1960, cuando se lanza la campaña por la elección del trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, el Kremlin no expresa públicamente ninguna preferencia entre los dos can­didatos en liza: el republicano Richard M. Nixon y el demócrata John F. Kennedy.

No es lo que acostumbra hacer, aunque, por otra parte, la suerte parece estar echada. La mayoría de las encuestas, en consonancia con los diplomáticos destinados en Washington, señalan a Nixon, vicepresidente en ejercicio, como el gran favorito. Un anticomu­nista duro, muy presente en el seno del Comité de Actividades Antiamericanas (House Un-American Activities Commitee) a fines de 1940. Así pues, el Kremlin no puede «votar a Nixon», quien suma una circunstancia agravante: es un auténtico «hijo del pue­blo», que ha escalado posiciones por mérito propio. No obstante, el candidato republicano es uno de esos adversarios ideológicos que adoran en silencio los apparatchiks: reconocible como una caricatura, transparente y, por ende, previsible.

Nikita Serguéievich Jruschov, el sucesor de Stalin después del intermedio Malenkov-Bulganin, siente por Nixon la ruda compli­cidad de los viejos espadachines. Como a él, el maniqueísmo sim­plista y la perspectiva de buenas peleas como las de antaño no lo intimidan. En la Exposición Nacional Estadounidense, desarrollada en el Parque Sokolniki de Moscú durante el verano de 1959, Nixon había exaltado en las narices de Jruschov y sus acólitos la superio­ridad del sistema capitalista ante una nube de periodistas. Con aire socarrón, había herido el orgullo del líder soviético presentándole una cocina estadounidense modelo. El debate frente las cámaras de televisión fue encendido, pero, a pesar de los avances de Jruschov, el californiano había sabido contrarrestar los golpes.

Con Nixon como presidente de los Estados Unidos, el poder soviético tendría ante él a un tipo duro, difícil pero realista: en otras palabras, la promesa de un contrato largo –de cuatro o, más probablemente, de ocho años– para insultar con calma al impe­rialismo estadounidense en nombre del proletariado y de los opri­midos de la tierra, según la expresión consabida.

 

JFK, un completo desconocido

No sucede lo mismo con Kennedy, que resulta ser sorpren­dentemente mediático y deja que la prensa divulgue por su cuen­ta bastante información. ¿Pero qué se sabe en realidad de ese senador nacido en Massachusetts, con fama de playboy? Nada demasiado significativo, excepto que es un poco joven para ser presidente –tiene apenas cuarenta y tres años, todo un récord, excepción hecha de Teddy Roosevelt a comienzos del siglo–, segu­ramente demasiado joven según los criterios de un Kremlin con tendencia gerontocrática, para el que juventud es sinónimo de inexperiencia. También es rico, muy rico, gracias a su padre, que ha amasado una fortuna colosal en la banca, con la especulación bursátil e inmobiliaria, la industria del cine y, más recientemente, en tiempos de la Prohibición, el contrabando de alcohol.

 

Además, dicen que ese padre, Joe Kennedy, moldeó la carrera de su hijo. Él mismo fue embajador ante la corte de St. James a fines de la década de 1930, aunque era ferozmente pacifista y aislacionista, y muchas veces mostró abiertamente su admiración por el régimen nazi y por el Führer.

«Jack» (diminutivo de John) toma el relevo familiar después de que su brillante hermano mayor, Joe Jr., muere en la guerra. Más complejo que su hermano, más insaciable que su padre, ese auténtico producto de las élites patricias formadas en Harvard hubiera sido muy bienvenido en el Partido Republicano. Pero él era demócrata, como sus padres y sus abuelos, así como la ma­yoría de los habitantes de Massachusetts, dignos descendientes de irlandeses. Ese hijo de su papá con aires de diletante era un hombre apuesto y un mujeriego empedernido. Frecuentaba el Senado sólo de vez en cuando: a los indigestos informes parla­mentarios, prefería sin dudar la vida fácil, los yates, Palm Beach y Las Vegas. Incluso, según se rumoreaba, la diabólica compañía de Frank Sinatra. No hacía mucho, Kennedy había manifestado una discreta simpatía por Joe McCarthy, un amigo de la familia, aunque sin llegar a comprometerse políticamente.[2] También se había hecho conocido por sus posiciones anticolonialistas agre­sivas, sobre todo contra Francia, en Indochina y más tarde en Argelia. En líneas generales, eso es todo.

Las fichas de la KGB, más exhaustivas, consignaban que el es­tado de salud de Kennedy era deplorable y que había estado varias veces al borde de la muerte. Sufría diversas alergias, problemas digestivos recurrentes, una malformación dorsal y, sobre todo, la enfermedad de Addison, ese trastorno poco frecuente de las glán­dulas suprarrenales, que no producen la cantidad de hormonas suficiente, y se traduce en astenia, dolores corporales, pérdida de peso, hipotensión arterial e hiperpigmentación, que solo podía cal­mar con antibióticos y grandes dosis de cortisona y de novocaína. Si el votante hubiera conocido de antemano ese secreto médico, indudablemente el mejor guardado de los Estados Unidos, Kennedy no hubiera tenido la menor oportunidad de acceder a la Casa Blanca.

Así pues, el Kremlin asiste, perplejo, a la paliza que Kennedy le da a Nixon en los debates televisados. En particular, cuando miente con el aplomo de un zorro viejo sobre el «missile gap«, el supuesto retraso militar tecnológico de los Estados Unidos frente a la Unión Soviética. Pero la perplejidad se convierte en franca sorpresa cuando, en noviembre de 1960, Kennedy gana las elecciones por un pelo.

Los dirigentes rusos eran conocidos por su pragmatismo. Aceptan a John F. Kennedy como presidente, aun cuando a Nikita Jruschov, que es el polo opuesto, no le encanta la idea. Le parece sobrevalorado, excesivamente inflado por ciertos medios de co­municación indulgentes que, durante su ceremonia de investidu­ra, llegaron incluso a representar cuidadosamente la actuación de Kennedy en el Pacífico como si fuera necesario convencer al mundo entero de su valentía y de su experiencia.[3] Un hombre que podría pincharse como una burbuja ante la mínima tensión o di­ficultad. Se preguntaba cómo los estadounidenses podían haberlo elegido como sucesor de un presidente que era un perro viejo en el oficio y, sin duda alguna, un verdadero héroe de guerra.

Jruschov está convencido de que sabrá, llegado el caso, poner en su lugar a ese mocoso inexperto. El ruso es de la generación de Eisenhower y sabe lo dura que puede ser la vida. En su juventud trabajó como herrero en la región minera de Donbás. Más tarde ya como comisario político durante la guerra civil, envió sin vacilar a una multitud supuestamente contrarrevolucionaria ante un pelotón de ejecución. Aprobó las grandes purgas de los años treinta y participó en la heroica batalla de Stalingrado.

Sobre todo, ese hombrecito robusto, embutido en trajes mal cortados, que es la caricatura misma del mujik, logró sobrevivir a Stalin: una especie de hazaña, pues se necesitaba astucia y cultura política para seguir perteneciendo al entorno del amo de la Unión Soviética… incluso para seguir viviendo. Jruschov también fue lo suficientemente artero como para sobreponerse a jerarcas tan poderosos en el seno del Partido Comunista y del aparato estatal soviéticos, como Malenkov, Bulganin, Mólotov y sobre todo el siniestro Beria. Jefe del NKVD, la temible policía secreta de Stalin, y considerado el hombre fuerte del régimen después de la muerte del «padrecito de los pueblos», Lavrenti Beria fue detenido durante  una reunión del Politburó, en junio de 1953, y luego ejecutado.

Los comienzos de la presidencia de Kennedy parecen confirmar los análisis del Kremlin, así como las burdas impresiones de Jruschov. La nueva administración demócrata da muestras de un amateurismo preocupante en abril de 1961 durante la invasión de Playa Girón/Bahía de Cochinos, en Cuba, que acaba siendo un fracaso monumental. Es cierto que Kennedy no es el responsable directo de esa operación organizada en secreto por la CIA para derrocar a Fidel Castro y que el presidente Eisenhower había aprobado un año antes.

A menos de 200 kilómetros de la costa de Florida, Cuba siempre fue especial para los Estados Unidos por su condición de coto vedado y de protectorado. A lo largo de la historia, los estadou­nidenses se vieron tentados a anexarla a su territorio en más de una oportunidad. Desde la guerra de 1898 contra España, Washington ocupa Guantánamo, una pequeña parcela de terri­torio arrendado al Estado cubano, que alberga una base militar. Si hay un lugar ideal donde aplicar la célebre Doctrina Monroe y el Corolario Roosevelt, ese lugar es, sin lugar a dudas, Cuba.

Con Castro instalado en La Habana desde enero de 1959, la Revolución se arraigó y, en un punto, también el comunismo en América. El folklore local latinoamericano de los barbudos afi­cionados a los habanos se convirtió pronto en una amenaza po­tencial para la seguridad de los Estados Unidos. Las agencias de inteligencia le garantizaron a Kennedy que aquella operación era confiable. Unidades cubanas anticastristas que hasta hace poco habían apoyado al ex presidente Fulgencio Batista pasaron varios meses en los campos de entrenamiento de Florida ensayando la operación. Por su parte, Alien Dulles, director de la CIA, prometió una victoria intachable.

Así fue como Kennedy avaló la invasión, que acabó siendo una absoluta catástrofe, pues el ejército castrista aniquiló a las tropas de desembarco. Peor aún, ante semejante humillación y faltando a la palabra que había dado personalmente, Kennedy prohibió que la armada y la fuerza aérea intervinieran en apoyo de los anticas­tristas, que fueron abandonados a su trágico destino.

Para los dirigentes del Kremlin, había quedado demostrado que el nuevo presidente no tenía el poder de decisión, ni el estóma­go para afrontar las situaciones adversas. Incluso se vio obligado a humillarse al pedirle al propio Richard Nixon que lo aconseja­ra sobre las consecuencias políticas del fiasco cubano. La revista Life publicó una foto de los presidentes Kennedy y Eisenhower en Camp David, saliendo de una reunión. El contraste no favorecía a Kennedy: se lo veía azorado al lado del hombre mayor, más sereno y relajado. El alumno y el maestro. Y pensar cuánto se había alabado a su equipo de whiz kids, niños prodigio presuntamente infalibles: McGeorge Bundy, Bob McNamara, Walt Rostow y Artliin Schlesinger, que se jactaban de su estilo académico Ivy League y se disponían a darle lecciones al mundo entero.

El impromptu de Viena

Desde su llegada a la Casa Blanca, Kennedy desea reunirse con Jruschov. Las relaciones entre Washington y Moscú están en su peor momento desde el incidente del U-2, el avión estadouni­dense que fue derribado en mayo de 1960 mientras sobrevolaba los Urales. El incidente, que revestía especial gravedad, frustró la cumbre de los Cuatro Grandes en París, bajo la égida del general de Gaulle, el presidente francés.

Postergado a pedido de Washington a raíz de las dificultades con la cuestión cubana, el encuentro bilateral Kennedy-Jruschov se programa para comienzos de junio en Viena. Desde el principio, representa un duelo en la cumbre. El líder soviético se preparó para la ocasión. La prensa internacional lo apoda «Sr. J» («Mr. K», por su transliteración del ruso en inglés), y arrastra una reputación de rusticidad mezclada con cierta picardía campechana. Su imagen, más familiar que la de Stalin para la opinión pública occidental, está marcada por sus repentinos cambios de humor, su triviali­dad agresiva y su gusto por la provocación. Jruschov es el hombre que apostó que la Unión Soviética superaría económicamente a los Estados Unidos a fines de los sesenta. A decir verdad, también es quien más se identifica con la coexistencia pacífica y con el deshie­lo Este-Oeste. Es el nuevo rostro de la Unión Soviética, tal vez más agradable, seguramente más astuto, pero totalmente imprevisible.

No obstante, hay quienes se preguntan, siguiendo los pasos del primer ministro británico, el muy conservador Harold Mac-millan, «cómo ese obeso vulgar, con sus ojos de cerdo y su catarata ininterrumpida de palabras puede ser el jefe, el aspirante a zar de millones de personas». Así se evocan sus salidas intempestivas, so­bre todo ese memorable día de octubre de 1960, en plena Asamblea General de la ONU, cuando se saca uno de sus zapatos para gol­pear la mesa, furioso porque el presidente no le dio la palabra.

En Viena, Jruschov tiene cuentas que saldar con una adminis­tración estadounidense arrogante que, en tiempos de Eisenhower, ni siquiera creyó oportuno disculparse por el incidente del U-2. Esa administración lo había humillado una vez más en septiem­bre de 1959, durante su viaje a los Estados Unidos. En lugar de permitirle visitar Disneyland, como había anunciado que era su deseo, el vicepresidente Nixon lo había arrastrado a un paseo en helicóptero. Habían volado sobre lujosas mansiones californianas con piscinas hollywoodenses, cuyos propietarios, según decía Nixon, eran ciudadanos corrientes. Además, el líder soviético se muere de ganas de cerrarle el pico a ese Kennedy, ¡más joven que su propio hijo!: su elegante desenvoltura y su estilo glamoroso le parecen fuera de lugar. Incluso le ponen los pelos de punta. ¿Acaso no acaba de presentarse ante los periodistas en París, don­de se detuvo camino de Viena, como «el hombre que acompaña a Jackie Kennedy»?

Vengativo, Jruschov desembarca en la capital austríaca ava­lado por un poder que, a pesar de todo, comprende que es frágil. Su política económica, sobre todo la agrícola, es un fiasco, y en el Kremlin aprecian cada vez menos sus caprichos y sus bufona­das, Jruschov sabe que irán por él. Quienes aguardan su hora, escondidos entre las sombras, no dudarán, llegado el momento, en hacerle pagar la desestalinización y su célebre informe de fe­brero de 1956, donde repudia el culto a la personalidad, en el XX Congreso del Partido Comunista.

Así las cosas, al líder soviético le urge obtener una victoria en política exterior para que la rodina, esa patria que ya no es una paria rodeada por un «cordón sanitario», sino una superpotencia al nivel de los Estados Unidos, se gane el respeto internacional. ¿O no ganó la guerra contra el nazismo pagando un precio mucho más alto que los otros Aliados? Incluso lideró la conquista espa­cial al lanzar en 1957 el primer satélite artificial, el Sputnik, alre­dedor de la tierra. Más aún: tres semanas antes envió al espacio a Yuri Gagarin, el primer hombre que realizó un vuelo orbital. La hazaña tuvo el efecto de un rayo. ¿Qué puede envidiarle al sistema capitalista un país tan avanzado en tecnología de punta?

También Kennedy necesita mucho un éxito en política exterior. Aconsejado por expertos sovietólogos del calibre de Charles Bohlen, George Kennan e incluso Llewellyn Thompson, al presidente esta­dounidense le interesa sobre todo descubrir qué opinión tiene de él el otro bando. Averell Harriman, otro diplomático especialista en el Kremlin, que participó en la Conferencia del Atlántico en 1941 al lado de Franklin D. Roosevelt, le sugirió que consultara a de Gaulle cuando pasara por París. Durante la cena a la luz de las velas en la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles, el general será directo: “Dé por seguro que intentará intimidarlo, pero no le haga caso y tómelo en solfa. No se rebaje y aprenda a conocerlo. Sobre todo, recuerde que sigue estando acomplejado por su origen campe­sino… y que tiene ojos para ver la diferencia entre su esposa y la señora Kennedy”.

Unos días más tarde, el 3 y el 4 de junio de 1961, tiene lugar la cumbre bilateral. Más de 1500 periodistas del mundo entero acu­den a Viena. Evidentemente, no pueden asistir al enfrentamiento a puertas cerradas, cuyo primer round se desarrolla en el salón de música de la Embajada de los Estados Unidos, a dos pasos del fron­doso Liechtenstein Park, donde reina un clima especialmente tenso.

En un principio, Kennedy intenta distender el ambiente ala­bando cortésmente las cualidades de Andréi Gromyko, el jefe de la diplomacia soviética: «Mi mujer dice que Gromyko parece tan gentil y tan amable que ha de ser un buen hombre». Pero hace falta más para ablandar a Jruschov, quien se vuelve un instante hacia el interesado, cuyo rostro impasible a lo Buster Keaton era célebre en el mundo entero, antes de lanzarle a Kennedy una mi­rada más burlona que nunca: «¿De veras? En nuestro país, hay quienes dicen que Gromyko se parece a su Nixon…».

Con cierta malicia, Jruschov rememora su primer encuentro con el senador Kennedy en el año 1959, en Washington, durante la Comisión de Asuntos Exteriores: «Guardo el recuerdo de un joven prometedor». Impávido, Kennedy, que tiene los recursos del actor, le responde: «Debió de hacerse mayor desde entonces».

Se terminan las gentilezas. El líder soviético obsequia entonces a su interlocutor el número de comediante de provincia que mon­ta desde hace tanto tiempo: alterna bruscamente la calidez con la frialdad, la seducción fingida y el gesto falsamente iracundo, con el índice vengador apuntando al otro. La intimidación es su tono favorito, aún más sabiendo que ni siquiera en los Estados Unidos Kennedy está a salvo. Al día siguiente de la aventura de Bahía de Cochinos, el dueño del Dallas Morning News, E. M. Dealey, osó incre­par al presidente durante una cena en la Casa Blanca: «Son dema­siados los que piensan en nuestro país que, en lugar de montar un caballo, usted conduce el triciclo de Caroline». Recordemos, también, la advertencia premonitoria del ex presidente Truman a Kennedy poco antes de las elecciones presidenciales de noviembre de 1960: “Senador, ¿está usted absolutamente seguro de que está prepara­do para el país o de que el país está preparado para tenerlo como presidente en enero de 1961? Me preocupa mucho la situación que debemos encarar en el mundo… por eso necesitamos al fren­te del país a un hombre con la mayor madurez y la máxima ex­periencia. ¿Le puedo pedir que sea paciente?”

No podía haber sido más despectivo.

Sin embargo, en Viena, según él mismo reconoce, Kennedy deja que Jruschov lo regañe como si fuera un niño. La reunión pronto se convierte en un diálogo de sordos. JFK desea cerrar un tratado de prohibición de ensayos nucleares. Pero el ruso se niega a hablar en serio de la cuestión y prefiere hacer énfasis en los obstáculos que subsisten. En cambio, le da una lección sobre marxismo y el sentido de la historia. Para ir al grano, exige un acuerdo que reconozca los dos Estados alemanes y solucione de­finitivamente la cuestión de Berlín. Es un punto irrenunciable de la diplomacia soviética de la posguerra.

El antiguo Reich está dividido de facto en dos Estados: la Repú­blica Federal de Alemania (REA), nacida de la reunión de tres grandes zonas de ocupación -estadounidense, británica y fran­cesa- y la República Democrática Alemana (RDA), de obediencia comunista. No obstante, el asunto de Berlín sigue estando en sus­penso. Incluso la antigua capital, aunque enclavada por completo en la RDA, está dividida en cuatro sectores de ocupación, los tres occidentales y el soviético.

En 1948, Stalin creyó que podía hacer caer Berlín Oeste, el sector que ocupaban las fuerzas occidentales, imponiéndole un bloqueo con el objeto de aislarla por completo de la RFA. La Nor­teamérica de Truman respondió estableciendo un puente aéreo tan eficaz que el dictador se vio obligado a admitir su derrota al año siguiente levantando el bloqueo. Además, ese fracaso tuvo como consecuencia la división formal de Alemania en dos Esta­dos diferentes.

Una década más tarde, Jruschov intentó pasar la dura prueba de Berlín Oeste, que definía como un «tumor canceroso» que solo podía ser erradicado, según su parecer, mediante una «operación quirúrgica». Con este propósito, había lanzado un ultimátum so­lemne a los occidentales en noviembre de 1958. Como su prede­cesor, el presidente Eisenhower tampoco cedió al chantaje: ambas partes acabaron negociando una tregua en septiembre del año siguiente, en Camp David, mientras se aguardaba una cumbre cuadripartita, que jamás tendría lugar.

Con Kennedy, bis repetita. Para los soviéticos, urge llegar a un acuerdo, pues temen que Alemania se rearme y que la RFA aca­be convirtiéndose en una potencia nuclear. Aún queda pendiente, siempre y sobre todo, Berlín. La antigua capital, principal escenario de la Guerra Fría, es indudablemente el lugar que resume con ma­yor crueldad la considerable disparidad económica entre el Este y el Oeste. Y a Moscú, esa vidriera, que pone en ridículo toda la pro­paganda comunista, le resulta cada vez más inaceptable.

En la Cumbre de Viena se desarrollarán escenas muy extra­ñas, hasta en los jardines de la Embajada estadounidense, donde se sigue discutiendo animadamente. El comportamiento de los dos líderes contrasta enormemente. Se lo hace notar a Kennedy uno de sus asesores más cercanos, Dave Powers. El presidente es­tadounidense no puede evitar un comentario mordaz: «¿Qué está esperando? ¿Que yo también me quite el zapato y le pegue con él en la cabeza?».

Cuanto más agresivo se muestra Jruschov, más reserva guar­da Kennedy, mientras intenta descubrir hasta dónde es capaz de llegar su rival y evalúa, a pesar de todo, la posibilidad de enta­blar a la larga un diálogo más ponderado. Pero el soviético en­tiende el silencio del estadounidense como una señal de debilidad y exacerba su combatividad. Al final, «Mr. K» reitera sus exigen­cias blandiendo el espectro de la guerra si los occidentales se nie­gan a firmar un tratado que permita la cesión de Berlín Oeste a Alemania del Este. Las últimas palabras de Kennedy ilustran el estancamiento al que han llegado las discusiones: «Entonces, se­ñor presidente, habrá guerra. Será un invierno glacial».

Al salir de la reunión, todo sonrisas ante las cámaras, el Sr. J procura mostrarse amable y relajado. En reunión informativa, ante un pequeño grupo de fieles en la Embajada soviética, revela lo que realmente piensa: «Es muy joven, aún no lo suficiente­mente duro. Demasiado inteligente y demasiado débil». Cree que ha hundido a su adversario, pero es un juicio ingenuo. ¿Acaso Kennedy no reconoció abiertamente que sus dos países ya se encuentran en igualdad de condiciones en el ámbito nuclear?

Por su parte, Kennedy parece agotado. Se desploma en un sofá y cuando James Reston, periodista de The New York Times, le pregunta si ha sido difícil, le responde: «Más que eso, Scottie. Nunca antes hice algo tan difícil» y luego agrega con un suspiro: «Sencillamente me aniquiló». Al parecer, JFK también le dijo a su hermano Bobby que negociar con Jruschov era «como negociar con papá. Dar todo sin recibir nada a cambio».

En su defensa, hay que decir que ese día Kennedy hizo esfuerzos sobrehumanos para no perder el control. Unos minutos antes del encuentro con el líder soviético, para aliviar el horrible dolor de espalda que sufría, el doctor Max Jacobson, alias «Dr. Feelgood», es­pecialista en cócteles milagrosos de anfetaminas para las estrellas de Hollywood depresivas, le suministra una inyección intravenosa. Nadie sabe a ciencia cierta qué contiene, pero la verdad es que lo deja casi flotando.

La Cumbre de Viena no solo fue infructuosa, sino que acre­centó las posibilidades de un conflicto entre las dos superpo-tencias. A pesar de ello, Kennedy concluye que Jruschov está alardeando y solo busca poner a prueba su determinación. No iniciará una guerra por Berlín, ni siquiera por Alemania del Este. Solo un loco sería capaz de hacerlo. Y no piensa que sea un loco, sino un excéntrico que presume de su fuerza para intimidar. Aun así, se arrepiente de no haber sabido plantársele a tiempo y de permitir que creyera que, tarde o temprano, haría concesiones sobre Berlín.

Por su parte, Jruschov deberá admitir que Kennedy no dio el brazo a torcer en el asunto de Berlín. Todavía no. Habrá que forzar el destino. Ese presidente no tiene el temple de sus predecesores. Será un bocado fácil.

En agosto de 19 61, el ruso cree que ha llegado el momento. La perspectiva de un tratado de paz que zanje el asunto de Alemania entre las cuatro grandes potencias, la columna vertebral de la diplo­macia soviética en Europa, naufraga para siempre. Ante semejante fracaso, no queda más remedio que huir hacia adelante. La situa­ción se ha puesto incluso más sensible con la ola de emigración del Este al Oeste, que no tiene precedentes y desacredita el régimen de la RDA. Esa ola incontrolable transita por Berlín: cerca de 50.000 alemanes del Este han pasado por allí en menos de dos semanas.

Entonces, Jruschov deja las manos libres al líder de Alemania Oriental, el muy estalinista Walter Ulbricht, para que emprenda la construcción del futuro Muro de Berlín. La iniciativa resultará un verdadero desastre para la propaganda soviética y para la imagen de Moscú en el mundo. Unos metros cúbicos de hormigón corona­dos por un alambrado y levantados a toda prisa bastan para arrui­nar la visión de un paraíso soviético que reflotan los turiferarios del «deshielo» y sus complacientes enlaces en Occidente.

Kennedy no emite opinión sobre el «Muro de la Vergüenza», como lo llamarán las autoridades de Alemania Occidental. En Mos­cú, y también en Washington, los «duros» y los maximalistas ven un signo de debilidad en esa falta de reacción. ¿Es cobardía o au­tocontrol excesivo? El presidente norteamericano, que es realista, dirá que los soviéticos no tenían otra opción: «El muro no es una excelente solución, pero es tremendamente mejor que la guerra».

Con la misma sangre fría se actuó en el incidente sucedido en el Checkpoint Charlie, el más célebre paso fronterizo berlinés en­tre el Este y el Oeste, cuando tanques soviéticos y estadounidenses estuvieron frente a frente durante varias horas. Un solo disparo involuntario habría podido transformar ese cara a cara amena­zante en una catástrofe irreparable.

Una confrontación al borde del abismo

En el Kremlin, la situación no es tan transparente como en la Casa Blanca. Aunque ejerce un gobierno personalista, Jruschov debe negociar con las altas esferas del Estado y del Partido Comu­nista, así como con esos pilares insoslayables que son la KGB y el ejército. Ha perdido poder al no haber logrado resolver el asunto alemán, ni encauzar la economía soviética. Incluso ya no es creí­ble cuando se jacta de que su país es estratégicamente superior a los Estados Unidos. Kennedy acaba de reconocer que el famoso «missile gap», que esgrimió exitosamente ante Nixon, en realidad nunca existió… sino a favor de los estadounidenses. Jruschov solo puede fanfarronear de que las fábricas de armamento soviéti­cas producen misiles balísticos «como salchichas». Así pues, es muy poco probable que, en un futuro, Washington ceda ante un chantaje que también es un engaño. Salvo que se intente una ma­niobra insensata y peligrosa, en la que se arriesgue todo.

Jruschov decide llevar a cabo esa improbable jugada a princi­pios de 1962, en Cuba, poniendo en marcha la operación Anádyr (el nombre de una ciudad rusa), cuyo objetivo es instalar en la isla varias decenas de miles de soldados soviéticos, misiles SS-4 y SS-5 y submarinos, con el pretexto de impedir una invasión estadou­nidense. Sin embargo, el Kremlin sabe que, aunque no renuncia­ron a eliminar a Castro, los estadounidenses no están dispuestos a lanzarse a una nueva aventura como la de Playa Girón. Para Moscú, el blanco sigue siendo Berlín. Y Cuba, desde ese punto de vista, puede representar una excelente moneda de cambio.

En octubre de 1962, los soviéticos rematan su dispositivo en­viando a Cuba varios buques de carga con misiles nucleares, pro­tegidos por submarinos de ataque procedentes de la península de Kola, en el norte de Rusia occidental. Es entonces cuando la vigilancia aérea norteamericana descubre el pastel.

Una crisis política de trece días, de una intensidad dramática, es­talla al día siguiente, el martes 16 de octubre. El despliegue de misiles soviéticos en Cuba es sencillamente inaceptable para Washington.[4] El SS-4 Sandal, uno de los de alcance medio, puede llevar una oji­va nuclear de 3 megatones -casi doscientas veces la potencia de la de Hiroshima- y recorrer una distancia de 2100 kilómetros. De allí que el espectro de una amenaza tan mortal como permanente pese no solo sobre la cercana Florida, sino también sobre una parte de la Costa Este. Una amenaza tanto más grave porque esos misiles no pueden ser detectados con la anticipación suficiente como para ga­rantizar la respuesta inmediata que exige la política de disuasión.

A pedido del presidente Kennedy, los responsables estadouni­denses extreman las precauciones durante varios días para que no se haga público. La magnitud y la naturaleza del peligro indican que no se trata de un simple malentendido y, por lo tanto, no puede abordarse con una estrategia diplomática clásica. Es difícil definir qué hacer.

Completamente decidido a no cometer errores que puedan acarrear consecuencias trágicas, Kennedy organiza en el acto una estructura específica de gestión de crisis, el Comité Ejecutivo o ExComm, que reúne a los principales funcionarios civiles y mi­litares de la administración. El presidente rechaza de plano la propuesta de los «halcones» del ejército y del Pentágono, que su­gieren una solución militar a la crisis antes de que el adversario pueda lanzar un primer ataque nuclear: el bombardeo de los lu­gares donde se encuentran emplazados los misiles y, acto seguido, el derrocamiento de Fidel Castro. Demasiado simple, demasiado radical, aun cuando la amenaza se cierne sobre unos 80 millones de civiles estadounidenses.

Kennedy no es capaz de proponer otra alternativa, por lo que pronto es tildado de indeciso y de pusilánime. Entre quienes lo juzgan con más severidad se encuentran el general Curtís LeMay, jefe de la fuerza aérea, y sobre todo el ex secretario de Estado Dean Acheson: «El padre de Kennedy era un flojo que se acobardaba ante cualquier demostración de fuerza. Esperemos que la política de apaciguamiento no sea una tara hereditaria. Me temo que la falta de carácter sí lo es».

En realidad, John F. Kennedy no es un pusilánime ni un inde­ciso. Cuenta con el apoyo de Dean Rusk y Robert McNamara, jefes de la diplomacia y del Pentágono, respectivamente. Después del duro golpe que significó Bahía de Cochinos, tiende a desconfiar de las afirmaciones perentorias de ciertos militares a los que les en­canta jugar al Dr. Insólito,[5] como demuestran sus palabras: «Estos militares tienen una ventaja: si hacemos lo que quieren que ha­gamos, ninguno de nosotros estará vivo después para decirles que estaban equivocados». Le preocupa, también, el sentimiento de infalibilidad que proporciona la hybris ligada a la decisión políti­ca y sabe que, en el contexto del equilibrio del miedo, todo error puede ser fatal.

Sobre todo, Kennedy desconfía profundamente de las inten­ciones de los soviéticos y del insensato riesgo que asumieron. Para él, solo una cosa es segura: los misiles rusos fueron emplazados en Cuba, pero el objetivo es Berlín. Desde ese punto de vista, puede hacerse otra lectura de la crisis, no tan simple como la de una provocación descarada que insta, de un modo mecánico, a una es­calada de violencia. ¿Quién sabe si, al actuar de este modo, los soviéticos no temen realmente que los Estados Unidos lancen un ataque nuclear preventivo contra la Unión Soviética? ¿Y si Cuba no representa más que un medio de presión para resolver a su favor el asunto alemán, que no encuentra solución desde el final de la guerra? En un caso como en el otro, es necesario actuar con prudencia y cuidado.

En Moscú, Jruschov también sufre presiones intensas y con­tradictorias, que se suman al estrés propio de la gestión de cri­sis. También él tiene sus «palomas» y sus «halcones». En el seno del Politburó, cuenta con poderosos adversarios conducidos por Mijaíl Súslov, considerado el ideólogo del Partido. Los círculos mi­litares no se quedan atrás. Tienen el viento a su favor desde que el propio Jruschov oficializó la doctrina Sokolovski, que establecía que, en caso de conflicto con Occidente, la guerra sería nuclear y, entonces, la Unión Soviética debería ser la primera en lanzar un ataque preventivo.

El 22 de octubre, Kennedy pronuncia un discurso televisado, en el que anuncia la presencia de los misiles y decreta el bloqueo a Cuba. Es un término medio inteligente entre la acción y la pasivi­dad. Jruschov, que temía un ataque estadounidense a los silos nu­cleares cubanos, e incluso una invasión a la isla, se siente relajado con esa decisión: si Kennedy no declara la guerra ya, está claro que no la declarará jamás. Así pues, multiplica sus apariciones públicas, donde se lo ve aparentemente distendido, como si no pasara nada, e incluso va al Teatro Bolshói a aplaudir al cantante estadounidense Jerome Hiñes.

A diferencia de Jruschov, el presidente estadounidense va en serio. Lo prueba al dar la orden de interceptar los barcos que po­drían violar el bloqueo. Entonces, el Kremlin comienza a hervir: ante la opinión pública internacional, los estadounidenses están por ganar el pulso que con gran imprudencia propuso Moscú. Hasta en el ámbito diplomático, el representante Adlai Stevenson ridiculiza a su homólogo soviético Valerian Zorin el 2 5 de octubre en la tribuna del Consejo de Seguridad al demostrar, con el apoyo de documentos fotográficos, la existencia de los misiles soviéticos que el Kremlin intentaba negar contra toda evidencia.

A pesar de todo, Kennedy deja la puerta abierta a un pacto, para brindar a los soviéticos la oportunidad de salvar las aparien­cias. Después de un intercambio epistolar ya no está tan seguro de que Jruschov siga controlando la situación en su país y ambas partes logran llegar a un acuerdo: los soviéticos aceptan retirar sus misiles de Cuba a cambio de la promesa de los estadouniden­ses de no invadir la isla y de llevarse sus misiles Júpiter emplaza­dos en Turquía.[6]

Corresponderá al secretario de Estado Dean Rusk poner punto final a este episodio de una intensidad dramática inusitada. Por una vez, dejará de lado su legendaria prudencia al exclamar: «Está­bamos mirándonos a los ojos y creo que el contrario pestañeó».

Paradójicamente, a ese enfrentamiento de una tensión extre­ma seguirá un período de calma duradero entre los dos países, simbolizado por la instalación de un «teléfono rojo» (hot line). Asimismo, Kennedy pondrá en marcha una estrategia de apaci­guamiento y de conciliación hacia la Unión Soviética, como de­muestra su discurso de junio de 1963 en la American University, en el que reconoce el sufrimiento del pueblo soviético durante la Segunda Guerra Mundial, al tiempo que rinde homenaje a sus triunfos. «Mr. K» admite que se trata del mejor discurso de un pre­sidente estadounidense después de Franklin D. Roosevelt y, unas semanas más tarde, negocia el tratado de prohibición parcial de ensayos nucleares.

Destinos contrarios

Durante los mil días que duró su presidencia, John F. Kenne­dy, junto con su homólogo soviético, Nikita S. Jruschov, fue el protagonista estelar de una obra que se desarrolló sobre un esce­nario totalmente expuesto a la opinión pública internacional, cuya fuerza dramática solo puede compararse con el suspenso casi hitch-cockiano de algunos actos.

En ese escenario, los «J» y «K» fueron objetivamente cómpli­ces, a punto tal de abandonar la escena casi al mismo tiempo, con unos meses de diferencia. Sin embargo, tanto las personalidades de los dos hombres como sus respectivas trayectorias eran dema­siado distintas como para que el destino los hiciera converger más de lo conveniente.

Cuando la crisis de Cuba concluyó, Kennedy le dijo a su herma­no Bobby, en ese tono flemático que le era tan propio: «Esta noche debería ir al teatro». El presidente hacía alusión a Abraham Lin­coln, que había sido asesinado en el Teatro Ford, en Washington, en el momento en que podía disfrutar del fin de la Guerra de Se­cesión y, al mismo tiempo, de su victoria. El final de Kennedy sería tan brusco como el de Lincoln, pero en Dallas, un día de noviembre de 1963. Nunca más había vuelto a encontrarse con Jruschov después de la Cumbre de Viena. Pero su mano a mano había concluido en octubre de 1962, y en el Kremlin ya a nadie se le ocurría tomar a la ligera al estadounidense.

John F. Kennedy deja la escena como un héroe. En la Emba­jada de los Estados Unidos en Moscú, Nina Petrovna, la esposa de Jruschov, firmará llorando el libro de condolencias. Una semana más tarde, la viuda del presidente Kennedy escribirá a Jruschov una carta de agradecimiento de un tono tan conmovedor como inesperado: “Usted y él eran adversarios, pero aliados en su firme voluntad de salvar al mundo de su destrucción. Se respetaban y podían entenderse… los grandes hombres saben que es necesario mo­derarse y contenerse; los pequeños, a veces, se dejan llevar por el miedo y el orgullo. Si solo fuera posible que en el futuro los grandes hombres pudieran seguir haciendo sentar a los peque­ños en torno a una mesa para conversar, antes de comenzar a pelear…”

Jruschov acabará sus días de un modo más prosaico, un día de septiembre de 19 71, jubilado y olvidado por todos. Siete años antes había sido destituido sin miramientos por uno de esos gol­pes de palacio que eran la especialidad del Kremlin desde hacía siglos. En verdad, su carrera había llegado a su fin al día siguien­te de la crisis de Cuba. En el fondo, las virtudes de hombre de Estado demostradas por Kennedy -pragmatismo, sangre fría y determinación- habían acentuado indirectamente las caren­cias de Jruschov en su dramático duelo. El joven había alzado vuelo hacia la posteridad mientras que el viejo luchador no sabía que acababa de librar su última batalla.

Referencias:

[1] En otros artículos de www.elhistoriador.com.ar, hemos utilizado la grafía Kruschev. En este texto, sin embargo, decidimos respetar el estilo original del texto, excepto en la introducción donde mantenemos el estilo del sitio.
[2] Obsesionado por perseguir comunistas, el senador de Wisconsin Joseph McCarthy había presidido un subcomité de investigaciones que, en un pri­mer momento, enfocó su acción en la comunidad universitaria y los medios de comunicación. Sin embargo, con el correr de los años, cometió el error de atacar a los funcionarios del Departamento de Estado y, más tarde, al ejército y al Departamento de Defensa. A partir de entonces, McCarthy fue considerado un personaje peligroso: el Senado votó una moción de censura en su contra y lo separó de su cargo en el subcomité. Ese voto arruinó su carrera política. El día en que el Senado censuró a McCarthy, Kennedy se encontraba, convenientemente, hospitalizado…
[3] Durante la parada organizada en ocasión de su investidura había desfilado una reproducción en cartón piedra de la lancha torpedera estrella, el PT-109, que Kennedy había comandado durante la Guerra del Pacífico y en el que había descollado en agosto de 1943: un destructor japonés había hundido la patrullera y Kennedy, a pesar de estar gravemente herido en la espalda, había salvado de ahogarse a uno de sus hombres y logrado llevar a su tripulación a tierra.
[4] Eran misiles de alcance medio mrbm (de un radio de acción de entre 1000 y 3000 kilómetros) y misiles de alcance intermedio. (coma) irbm, dos veces superior al de los primeros.
[5] Dr. Insólito, o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba (Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb) es una película dirigida por Stanley Kubrick (1964). (N. de la T.).
[6] La retirada de misiles norteamericanos se producirá varios meses más tarde y será mantenida en secreto durante mucho tiempo, lo que afianzará la impresión de una victoria de JFK.