La estrategia polémica de Las ciento y una (de Sarmiento), por Julio Schvartzman

El 15 de febrero de 1811 nació en San Juan Domingo Faustino Sarmiento. Fue maestro rural, escritor y político. Fundó escuelas. Dirigió el diario El Zonda, aparecido el 20 de julio de 1839. Entre sus obras se destacan Facundo, Recuerdos de Provincia y Educación Popular. Tras la victoria federal de 1831 emigró a Chile. Fue gacetillero del ejército de Justo José de Urquiza e intervino en la batalla de Caseros.

En su libro Argirópolis, de 1850, dedicado a Urquiza, había planteado un proyecto para crear una confederación en la cuenca del Plata. Más tarde se enemistó con el líder entrerriano y mantuvo fuertes polémicas con políticos y escritores de su tiempo, como Juan Bautista Alberdi, con quien no coincidía en apoyar a Urquiza. Esta polémica se expresó a través de sus libros. Alberdi escribió Complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina y Cartas Quillotanas y Sarmiento le respondió con Las ciento y una y Época preconstitucional y Comentarios a la Constitución de la Nación Argentina. Compartimos aquí un artículo sobre esta polémica entre dos de las más destacadas figuras del siglo XIX.

Fuente: Diario Clarín, Jueves 8 de septiembre de 1988.

El 24 de febrero de 1852 Sarmiento pone fin a una utopía personal, a su camino del oro. Es decir, al camino por el cual, siguiendo la huella de Domingo de Oro, había pretendido ilustrar déspotas. Tentativa destinada al fracaso: imposible “enderezar” (así sea con cartas) a Urquiza, cuyo nombre le había parecido en Argirópolis, menos de dos años atrás, “la gloria más alta de la Confederación”. El déspota, al parecer, no deseaba recibir ilustración o, al menos, pretendía elegir a sus dadores.

Entonces, sin requerir consejo de nadie –según le cuenta a Mitre– se extraña de la realidad argentina, elige un nuevo exilio chileno.

El país que deja atrás se desgarra. Acuerdo de San Nicolás, Congreso Constituyente, director supremo, cuestión de aduanas, cuestión capital: las distintas respuestas buscan dirimirse en el campo de batalla. El 11 de septiembre se produce el levantamiento alsinista. El 1º de diciembre el coronel Hilario Lagos pone sitio a Buenos Aires.

Esto, en la Argentina. En Chile, donde Sarmiento pretende capitalizar su antiguo exilio antirrosista, se encuentra con Alberdi, que está haciendo campaña en favor de Urquiza. Nace así, con los primeros meses del ’53, correlato de la guerra argentina, “una feroz polémica extraterritorial. Sus textos principales son las Cartas sobre la prensa y la política militante en la República Argentina, seguidas poco después por Complicidad de la prensa en las guerras civiles de la República Argentina, escritas por Alberdi en Quillota (y publicadas en adelante juntas, como Cartas quillotanas); y entre ambas Las ciento y una de Sarmiento, escritas en Yungay. Trabajos periódicos, circulan como folletos y remiten a artículos de los diarios de Valparaíso y de Santiago, los mismo diarios que traen despachos sobre el enfrentamiento entre Buenos Aires y la Confederación. En Santa Fe, entretanto, sobre las Bases de Alberdi se redactaron los borradores de la Constitución.

Alusión vs. Injuria

Cada polemista reivindica la correspondencia de su discurso con las circunstancias de su enunciación, quedando estas mismas circunstancias sometidas a controversia. Sin embargo, en última instancia, Sarmiento elige un lugar (típicamente panfletario) desde el cual todo desajuste con su tiempo resulta una prueba más de la justicia de su causa.

Para Alberdi, liquidado Rosas, se vive una época de paz. La prédica de Sarmiento en Chile, obra de barbarie literaria, es una rémora rosista. El Restaurador despellejaba a sus opositores; Sarmiento, gaucho malo de la prensa, saca el pellejo a sus rivales. La tipología pastoril desplegada en Facundo para interpretar a la Argentina de Rosas se revierte ahora para caracterizar a su propio autor.

“En la paz octaviana de que me habla –ironiza Sarmiento– mueren mis amigos de Frac y sus amigos de chiripá. Eso se llama guerra. ‘Se pelea: peleamos’.”

La contigüidad más que etimológica de la guerra con su expresión verbal, la polémica, funda, en Sarmiento, junto con una escritura, su moral: “Las palabras que se lanzan en la prensa se hacen redondas al cruzar la atmósfera y las reciben en los campos de batalla otros que los que las dirigieron”.

Pólvora y tinta, entonces. La palabra de uno y el cuerpo de los otros. Pero ¿y el propio cuerpo de los polemistas?

La divergencia sobre las condiciones de la enunciación es reimplantada, por Sarmiento, desde una perspectiva privilegiada, cenital, metapolémica, desde donde estudia su estrategia –que legitima– y la del adversario –que descalifica–.

Las Cartas quillotanas privilegian un sistema de alusiones y una retórica argumentativa.

Las ciento y una desencadenan una poética de la injuria. Consciente de la diferencia, Sarmiento la atribuye, en el otro, al predominio de la vía indirecta, sesgada, propia de la pusilanimidad y la hipocresía; y en cuanto a su propio texto, a una ira sagrada, a un acaloramiento quizá desdichado pero sin duda virtuoso, a un cuerpo que se expone a las heridas y a un ánimo que se expone al juicio de Dios y de los hombres. Una vez más, moral y escritura. Contra el cálculo, la espontaneidad. Usted corrige, yo improviso.

Alberdi dice: la injuria es delito; yo no saco un pie de la ley.

Sarmiento dice: no hay ley, porque no hay autoridad; la autoridad saldrá del campo de batalla. Y activa el disparador de su descomunal maquinaria injuriante.

Un Alberdi posible

Mientras que Alberdi presenta sus cartas como la “bibliografía” crítica de la Campaña en el Ejército Grande (lo cual lo lleva a erigir un laborioso sistema de citas textuales localizadas con precisión), las cartas de Sarmiento, libres de la sujeción a la ley, también se liberan de la sujeción al orden de la prosa adversaria, que se vuelve materia prima sometida a un proceso de experimentación discursiva. Si la lógica argumentativa del otro se arma con bloques sólidos y estructurados, Las ciento y una rompen esa unidad, construyen un collage, cambian el contexto de las citas, agotan sus múltiples sentidos, hasta formar matrices verbales con las que producen no los textos reales de Alberdi, sino sus textos posibles.

El panfleto, como denuncia, exhuma la contrata de Alberdi (editor-periodista) con el gobierno de Chile, en 1847, por la que vende fáusticamente su escritura por “poquísima plata”. El panfleto, como experimentación, imagina (genera) una contrata de Alberdi (abogado-diplomático) con el gobierno de la Confederación argentina, por la cual obtiene la embajada a cambio de su campaña urquicista, y antisarmientina, en Chile.

Una técnica afín cambia los títulos de las obras de Alberdi en falsos lapsus que pretenden descubrir, por ese medio, las motivaciones ocultas de los actos (incluso verbales) del otro.

También la cronología se subvierte y, con ella, la relación causa-efecto, en una nueva refutación del tiempo: Alberdi “principió en agosto a combatir los folletos que yo había de escribir en octubre y que sin él no hubiera escrito”.

Profeta

Alberdi dice: usted no puede opinar sobre el vencedor de Caseros porque no es militar ni hombre de Estado; es periodista, no abogado; no tiene ciencia, que no es infusa; no sabe.

Sarmiento aprovecha la oportunidad para escribir, otra vez, su autobiografía. Se afirma y se niega, alternativamente, periodista. Militar, exhibe su foja de servicios. Pero en cuanto a profesión, despreciando el título de Alberdi pero también poniéndolo en duda, se asume maestro de escuela con altanera humildad, lo que le da acceso a un nuevo lugar desde donde enunciar. Desde allí, sancionará al mal alumno. Alberdi no sabe restar, tiene mala letra, anda flojo en latines, ignora la mitología clásica.

No soy hombre de Estado –aparenta conceder Sarmiento–, pero lo seré algún día. Pasa revista a las condiciones requeridas. En el momento en que las nombra, las realiza. Y entre esas condiciones, dos notables, que le sobran: la voluntad de serlo y el don de anticiparse a los hechos, la videncia profética. Él vio, cuando nadie, la tormenta revolucionaria de 1848 en Europa. Él vio, antes de muchos, la caída de Rosas. Y sigue viendo. Ve que, en veinte años, Alberdi no será nada.

Alberdi recurre a una médium, a una sonámbula, para tratar infructuosamente de ver el porvenir. Sarmiento no necesita médium: él es la sonámbula y a la vez el magnetizador. Combina “El entierro prematuro” (de Alberdi) con las virtudes mesméricas de “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”. No necesita mediaciones. No necesita consejos y ya, comprobada la sordera de Urquiza, no quiere darlos. Contra la expectativa iluminista de ilustrar déspotas, ahora quiere fundir ambos términos –el despotismo y la ilustración– en el hombre de Estado que habrá de ser, que ya está siendo, él mismo.

Fondo común

Alberdi lee en los textos de su antagonista el cuestionamiento de un orden. Sarmiento es hombre de prensa y “la prensa, como el proscenio, desarrolla la vanidad, que es enemiga del secreto, y sin el secreto se puede gobernar por una hora de asonada al populacho de la calle, pero no una república”.

Populacho de la calle, canalla que apedrea, en las ciudades de Europa, a los reyes: Alberdi delimita un campo ideológico conservador, defendiendo un orden que el demagogo viene a perturbar. Se pone ciceroniano: “Hasta cuándo, Sarmiento, piensa usted vivir peleando y combatiendo”. A la catilinaria, Sarmiento opone una epístola moral; sobre el sedimento local de la represión del desborde popular europea del ’48, disputa el mismo campo ideológico; enrostra al otro populismo, adulación de la barbarie de la campaña, de gauchos, rotos, cholos, rancheros. Ambos dibujan así el fondo ideológico común que posibilita toda polémica y que esta polémica, pese a su virulencia y por contrapartida, no hace más que consolidar.

Centro y periferia

En 1853, todavía, Alberdi habla desde un centro, que entonces es Entre Ríos y la Confederación. En 1853, todavía, Sarmiento habla desde una periferia, desde un punto descentrado y móvil que posibilita su malabarismo verbal, su ubicuidad espiritual, su guerra de guerrillas panfletaria.

Después del ’53, progresivamente, esos lugares se desplazan. Alberdi, del centro precario a la periferia permanente. Sarmiento, de la ocasional periferia al centro del país liberal.

Pólvora y tinta. La pólvora estallará en la guerra del Paraguay y la tinta se expandirá como un manchón sobre ella en El crimen de la guerra.

La polémica del ’53 se asordina, las injurias sarmientinas se aquietan y de toda la serie queda un epíteto que resuena aún en el ’80 y después: Alberdi traidor.

Un balance

El éxito  de la polémica es, para Sarmiento, haberla provocado. Haber logrado, con Alberdi, lo que no fue posible con Urquiza. Haber creado un contradiscurso a su medida, forzando al otro, que evitaba la confrontación directa, a escribir el nombre Sarmiento –aun para negarlo–, dando lugar a la contrarréplica. Este es su balance: al escribir la Carta de Yungay a Urquiza, “lo ponía (a usted, Alberdi) en la pendiente que lo llevaba fatalmente a Quillota”.

Consciente de la trampa, Alberdi cierra la polémica saliendo del juego, hablando de otra cosa, escribiendo otra cosa que el nombre de su par, de su doble, de su antagonista: “Tengo dos obras serias entre manos –anuncia en la segunda tanda de las Quillotanas– en que no se habla de vos, y ese será vuestro tormento”.