La noche de las corbatas. Cuando la dictadura silenció a los abogados de los trabajadores (fragmento), por Felipe Celesia y Pablo Waisberg


Entre el 6 y el 8 de julio de 1977 once personas fueron secuestradas en Mar del Plata por el Ejército Argentino, junto con cómplices civiles. Seis de ellas todavía están desaparecidas. La mayoría de ellos eran abogados laboralistas. Los mismos secuestradores fueron quienes bautizaron el operativo como “La Noche de las Corbatas”. Los abogados tenían como objetivo común la defensa de los derechos de los trabajadores. Ninguno de ellos tenía vínculo con la lucha armada ni una militancia orgánica activa.

Además de repasar las biografías de los abogados, los secuestros y las detenciones en uno de los centros clandestinos del país, el libro del que reproducimos aquí un fragmento, intenta echar luz sobre  las causas por las cuales la dictadura persiguió a abogados laboralistas que no tenían vinculación con la lucha armada. En este sentido destacan la intervención directa de la dictadura en la disputa sobre la distribución del ingreso en Mar del Plata. Pablo Waisberg, uno de sus autores, señaló que un mes después del golpe de Estado de 1976, se modificó y cercenó la Ley de Contrato de Trabajo, cuyo compilador principal fue Norberto Centeno, uno de los abogados desaparecidos en Mar del Plata y explicó que “La Noche de las Corbatas fue llevar al territorio, a la calle, aquella reforma legislativa que se había hecho en los escritorios”.

Felipe Celesia, también autor del libro, destacó la participación civil en este operativo y señaló: “Estos abogados trabajaban por los más desprotegidos y tenían un código ético muy firme, de defensa de los trabajadores y sus organizaciones. De esa forma, subvertían el orden cultural que la burguesía marplatense pretendía imponer”

Autor: Felipe Pigna

La Cueva
En la década de 1970, cualquier visitante que llegaba a Mar del Plata por la Ruta 2 podía ver a la izquierda el ingreso a la Base Aérea Militar y, sobre el paisaje de pinos y eucalip­tos, vislumbrar una estructura metálica que sostenía antenas. Nada extraño tratándose de una instalación militar. Pero la anomalía estaba fuera de la vista, bajo tierra, en los cimientos de los radares militares.

En ese lugar plácido y bucólico, primera visión de una ciudad cultural y económicamente preparada para el ocio y el entretenimiento, se encarceló, se torturó y se mató por razones políticas. Desde el golpe de marzo de 1976 hasta fines de 1978, el lugar se convirtió en «La Cueva» y así quedó bautizada.

La dictadura militar organizó la represión y el genoci­dio dividiendo el país en zonas, subzonas y áreas. La Cueva formaba parte del área 151, que abarcaba los municipios de General Pueyrredón, General Alvarado, Lobería, Necochea y San Cayetano. El área 151 estaba dentro de la subzona 15, que también incluía General Lavalle, General Madariaga, Mar Chiquita y Balcarce. La subzona 15, a su vez, integraba la zona 1, que agrupaba Buenos Aires (salvo municipios del sur), La Pampa y Capital Federal, todo ello bajo el dominio del general Carlos Suárez Masón.

En Mar del Plata se montaron cinco centros clandestinos de detención o «lugar de reunión de detenidos», como los llamaban los represores: la Escuela de Suboficiales de Infan­tería de Marina (ESIM) —junto al faro—, la Base Naval de la Armada —Playa Grande—, el Cuartel Central de Bomberos, el destacamento policial de Batán y la Base Aérea Militar, donde estaba ubicada La Cueva.

Al comienzo de la dictadura, La Cueva estaba abandona­da y ocupada por alimañas. En mayo de 1976, bajo la excusa de dar cobijo a las tropas del Ejército que patrullaban la zona, el jefe de la Base, comodoro Ernesto Agustoni, cedió el viejo radar al coronel Pedro Barda, jefe del GADA 601. El lugar fue limpiado y acondicionado como centro clandestino: una sala de tortura —en la antigua sala de máquinas del radar—, seis celdas, cocina, baño y una línea telefónica. El equipo del dispositivo represivo incluyó «colimbas» —mayormente con acento del Litoral— para la custodia de los detenidos, miembros del Ejército para secuestrar y torturar y cuadros de Inteligencia de la Fuerza Aérea para interrogar. Según testimonios de los sobrevivientes, la llegada de prisioneros y las sesiones de tortura ocurrían los días de semana. Los fines de semana se relajaban los controles y era cuando se perpetraban los abusos sexuales y las violaciones.

En La Cueva el instrumento de tortura era la picana eléctrica. Los «interrogatorios», como llamaban los militares al suplicio, ocurrían siempre en la sala de máquinas, donde aún se mantenían los motores usados en su antigua función. Sobre una mesa de madera previamente mojada, acostaban a la víctima, la ataban con goma de cámara de auto y le aplica­ban la picana sobre genitales, axilas, tráquea, párpados, boca y todo lugar que se les antojara doloroso. No siempre, pero sí a menudo, la picana era acompañada de golpes de puño u objetos y quemaduras con cigarrillos. Los gritos desgarrado­res del torturado, a su vez, se extendían sobre el resto de los detenidos y completaban un círculo increíblemente perverso. La amenaza de la muerte próxima y los simulacros de fusila­miento eran otros recursos para atormentar a los detenidos.

Los carceleros y torturadores no tenían nombre, solo seudónimo: Charly, Papi, Mario, Pan de Dios, Pibe, Walter, Colorado, Chancho. Ninguno quería ser identificado.

Por lo general, en La Cueva el día empezaba a las 6 de la mañana, cuando los detenidos eran obligados a limpiar sus celdas con aserrín. A las 8 se producía el cambio de guardia. Al mediodía los detenidos ingerían el primer alimento, cinco horas después tomaban mate cocido y a las 20 cenaban. Rara vez les permitían lavarse, pero cuando tocaba eran uno o dos minutos bajo agua fría.

La tortura llegaba a la noche; durante el día eran gol­peados por los guardias, por aburrimiento, para intimidar o por sadismo. Los detenidos estaban siempre atados y con capuchas de fieltro negro. Las capuchas tenían un orificio en la boca, tapado por una lengüeta del mismo material, y elástico en el cuello. El número de la capucha, bien visible en el frente, se convertía en la identidad de los detenidos. No se la podían sacar bajo ninguna circunstancia, salvo cuando iban al baño y eran los guardias los que se encapuchaban.

Cativa Tolosa
El responsable operativo de La Cueva era el suboficial prin­cipal de la Fuerza Aérea Gregorio Rafael Molina, de notable parecido con el actor de origen lituano Charles Bronson, que solía interpretar a policías o militares brutales. Molina funcionaba como jefe del sistema de confinamiento, en la división entre torturadores y carceleros, pero el verdadero jefe del centro clandestino, al menos cuando estaba, era el teniente primero Fernando Cativa Tolosa.

El teniente hacía honor a su nombre de gaucho malo comandando la patota que secuestraba a las víctimas y to­mando para sí la tarea de torturarlas. Tolosa solía dormir en el Casino de Oficiales de la Base Aérea, pared de por medio con detenidos que no eran torturados, aquellos que solían quedar en libertad luego de que los militares comprobaran que no tenían vínculo con las «organizaciones subversivas» o habían delatado a sus compañeros. Desde el Casino, el teniente organizaba su trabajo como represor.

El 8 de octubre de 1976, como era habitual, Tolosa se levantó temprano y se dispuso a seguir con la cacería. Pero ese día ocurrió algo inesperado: una de las detenidas especiales del Casino le aseguró que podía entregarle al «Pájaro» Raúl del Monte, un militante montonero que las fuerzas armadas querían atrapar hacía tiempo. Tolosa dio crédito a la oferta y salió a rastrear al Pájaro junto a un oficial y a un suboficial de la base.

Llegaron hasta la parrilla Real Madrid, en Rivadavia y avenida Jara, en el barrio Don Bosco. En la puerta, la monto­nera delatora reconoció el Fiat 128 celeste de su ex compañe­ro y le avisó al teniente. Tolosa trazó un plan en el momento: entraría, pediría una gaseosa y confirmaría si ahí estaba Del Monte. Luego ingresarían los otros dos y lo detendrían los tres juntos para evitar sorpresas. Eran las 13.45.

Adentro, el Pájaro almorzaba con su compañero Ignacio «Panda» Suárez. Pero Del Monte nunca andaba «regalado» y cumplía con celo las medidas de seguridad, una de las cuales decía que no había que dar la espalda a la puerta en los lugares públicos. Mientras comía, el Pájaro miraba hacia la entrada.

A Cativa Tolosa lo precedían su fama y sus bigotes grue­sos, inconfundiblemente marciales. Apenas entró en la parri­lla, el Pájaro y el Panda lo reconocieron y no dudaron: sacaron una pistola 9 milímetros y una 45 y vaciaron los cargadores. El teniente alcanzó a sacar su arma y también pudo disparar, pero ya era tarde, le habían pegado seis tiros y se moría.

Cuando escucharon las detonaciones, los aviadores en­traron en apoyo de Tolosa, pero también fue tarde para ellos. El oficial disparó una ráfaga de ametralladora e hirió a cinco parroquianos totalmente ajenos al enfrentamiento. Los dos jóvenes montoneros se habían fugado por el fondo con un Falcon y un Peugeot que robaron en la retirada.

La muerte de Cativa Tolosa tuvo impacto en los cen­tros clandestinos de la zona. Los represores endurecieron el maltrato a los detenidos y aumentaron la brutalidad de las torturas para dar con los matadores de Cativa Tolosa, pro­movido post mortem a capitán, el grado inmediato superior.

Los abogados
Del grupo de abogados secuestrados, los primeros en llegar a La Cueva fueron Jorge Candeloro y su mujer, Marta Gar­cía. La pareja había sido secuestrada por la Policía Federal el lunes 13 de junio de 1977 y diez días después habían sido trasladados a Mar del Plata. Ambos operativos —secuestro y traslado— fueron pedidos desde el GADA 601.

El jueves 23 de junio llegaron a La Cueva muy golpeados y maltratados. «A las pocas horas de estar ahí en La Cueva se produce un gran despliegue. Suena antes el teléfono, luego una bocina de coche indica su llegada y tres golpes en la puerta de acceso, gente que baja las escaleras siempre co­rriendo. Desde ese momento tales movimientos serían para mí, y el resto de los prisioneros, la señal de que llegaban los torturadores», recordó Marta.

Ese primer día, Marta escuchó los gritos de su marido en la mesa de tortura. Luego le tocó a ella. Les aplicaron picana y los asfixiaron con una bolsa. En los días siguientes, Marta fue violada dos veces por Molina, mientras se repetía la rutina de torturarlo primero a su esposo y luego a ella. Pero el martes 28 se alteró el orden.

En medio del interrogatorio a Marta, lo trajeron a Jorge para que fuera testigo de su sufrimiento. Gritando sobre las voces de los torturadores, Jorge dijo:

—¡Querida, te amo! ¡Nunca pensé que podrían meterte a vos en esto!

Los torturadores se enfurecieron y empezaron a pica­nearlo. A Marta la desataron y la regresaron a su celda. Si­guieron torturando a Jorge con saña. Desde la celda, Marta escuchaba los gritos mientras pensaba que era mejor morir que pasar por ese horror indescriptible. «De pronto se oyó un grito desgarrador, penetrante. Aún lo conservo en mis oídos. Nunca podré olvidarlo: fue su último grito y de golpe el silencio», evocó.

Hubo corridas en busca de alcohol para intentar reanimar a Candeloro pero ya era tarde, estaba muerto. Los represores retiraron el cuerpo y uno de ellos le dijo a Marta a los gritos que se lo habían llevado «de paseo» y que volverían. «Es mejor que pensés a ver si sabes algo…», la amenazó.

Al día siguiente, Marta fue torturada con menos violen­cia. No le preguntaron por las actividades políticas y profe­sionales de su esposo, sino que le mencionaron nombres de profesores y directivos de la Facultad de Humanidades, donde Marta había sido docente, para que dijera si los conocía o no. La picana fue menos intensa y más espaciada en esa sesión. «Todo ese último interrogatorio aparece para mí como muy incoherente, era algo así como preguntar cualquier cosa, para ver si por casualidad podía aparecer algo, y podría implicar­me a mí en alguna actividad», evaluó Marta casi siete años después de aquel momento trágico.

La noche
El miércoles 6 de julio, una semana después de la muerte de Candeloro, hubo un movimiento inusual en La Cueva: llegaron los abogados Raúl Alais, Manuel Arestín y Norberto Centeno.

Alais insistía con que no podía respirar, que padecía si­nusitis, que lo dieran vuelta porque atado y boca abajo se ahogaba. Los guardias desoyeron sus ruegos, lo golpearon y lo trataron de maricón. Con Alais acentuaron el aislamiento y no lo dejaron salir de su celda durante todo el cautiverio. Por alguna razón desconocida, suponían que era un hombre muy peligroso, cuando en realidad desconocía la violencia.

Marta se cruzó con él en la cocina. A Raúl le habían provocado una úlcera sangrante en la pierna. Los represo­res le ordenaron curarlo pero Marta se desmayó. Antes de desvanecerse, escuchó la voz gruesa e inconfundible de Alais que le pedía que, si salía, la avisara a la Negra que estaba allí. Arestín llegó bañado en su propia sangre por un corte profundo en el cuero cabelludo. En el secuestro había perdido los anteojos y no veía nada. Desesperado, pedía un médico y decía que si no lo curaban se iba a desangrar. Finalmente, alguien lo asistió y le suturó la herida sin anestesia. Salvador se sentía muy mal y se quejaba todo el tiempo de un mareo persistente. Horas después de su llegada, uno de los tortu­radores le ordenó a Marta que lavara la camisa de Arestín, manchada con sangre, y una toalla que habían usado para contener la hemorragia, que tenía dos alas entrecruzadas y la inscripción «Fuerza Aérea».

Pero el más confundido y afectado era Centeno, que no podía entender qué ocurría y quiénes lo habían secues­trado. En los tormentos, los represores le decían que eran montoneros, se definían peronistas y le cantaban la marcha. Durante toda la noche se escucharon los quejidos agónicos de ese laboralista de 50 años, reconocido en todo el país y en foros internacionales, al que los torturadores llamaban despectivamente «el viejo».

Al día siguiente, después de una sesión de picana, deshi­dratado por las descargas eléctricas, Centeno pidió agua. Los torturadores le ordenaron a Marta que le acercara líquido. Ella había aprendido que se debía aguantar la sed tremenda que provoca la picana; sabía que la combinación entre el agua y la energía eléctrica que queda en el cuerpo podía provocar un colapso cardíaco. Centeno estaba tirado en el piso, Marta mojó su vestido y se lo puso en los labios. Él le preguntó quiénes eran. Ella ensayó una respuesta tranquilizadora que el abogado apenas pudo procesar, porque lo llevaron de nuevo a la mesa de tortura.

El corazón de Centeno no resistió las descargas y dejó de latir. Marta escuchó que arrastraban el cuerpo por el pasillo de La Cueva y percibió el golpe del cadáver contra la puerta de su celda. El nombre de Centeno volvió a aparecer en La Cueva una mañana en que los represores subieron el volumen de la radio para escuchar el informativo que daba cuenta del hallazgo del cuerpo del abogado en medio de un «enfrentamiento con subversivos». Todos oyeron sus festejos porque se habían «tragado» la mentira. Como refuerzo de la operación de desinformación, los militares enviaron a los diarios locales un comunicado firmado por Montoneros en el que se adjudicaban los secuestros y los justificaban con razones políticas.

Dos días después de la llegada de Alais, Arestín y Centeno, trajeron a Carlos Bozzi, a Tomás Fresneda y a su mujer em­barazada, Mercedes. Ya era viernes por la noche y las torturas se hacían de lunes a viernes. Al día siguiente, Tomás y Carlos, encapuchados, fueron llevados a una de las habitaciones que funcionaban como celdas, donde se reunieron con otros dos hombres. Carlos no recuerda haber escuchado de qué habló Tomás con ellos pero sabe que eran dos hombres porque vio dos pares de zapatos. Después, Tomás le dijo a Bozzi que eran «amigos» de ellos y que los «iban a ayudar». El martes, Carlos fue separado de Tomás y ya no volvió a estar con él. Fue man­tenido cautivo durante varios días: estuvo bien alimentado, utilizó baños limpios y no fue torturado físicamente, más allá de algunos golpes durante el primer tramo de su secuestro.

En cuanto a Tomás, la situación y la tortura lo afectaron mentalmente. Deliraba y veía guardias en su celda cuando no los había. La confusión que sufría lo hizo quitarse la capucha frente a los represores, una falta gravísima en el régimen interno. En represalia, lo apalearon largo rato con listones de madera.

La búsqueda
La desaparición de los letrados sacudió la ciudad. La comisión directiva completa del Colegio de Abogados de Mar del Plata se reunió una hora y media después del secuestro de Raúl Alais y su socio, Camilo Ricci, y por unanimidad decidieron declararse en «sesión permanente» y gestionar una entrevista con el jefe de la subzona militar 15, coronel Pedro Barda. El estupor y la preocupación de los colegiados no dejaría de crecer los días siguientes, cuando fueron desapareciendo Arestín, Centeno, Fresneda y su socio, Bozzi.

Los secuestros habían sido, de alguna manera, anticipados. Eso lo sabía Raúl Begue, quien desde 1975 hacía gestiones por los abogados detenidos en representación de la Federación Ar­gentina de Colegios de Abogados (FACA). Esa tarea lo llevó a mantener encuentros con el coronel Marco Cúneo, con quien fue ganando cierta confianza. En una reunión de fines de 1976, Cúneo le preguntó «insistentemente» por la Gremial de Aboga­dos y por Centeno. Y eso fue lo que, en marzo de 1977, Begue le transmitió a Centeno, que no le dio mucha importancia y dijo que «tenía cierta protección». En una de esas reuniones, Cúneo le mostró a Begue «una especie de memorándum» donde varios abogados habían definido a Centeno como «pernicioso ideológicamente en el ámbito de la CGT y que financiaba a Montoneros». Begue vio que la lista de informantes incluía a los abogados Fantoni, Cincotta y Demarchi.

Cuando Barda recibió a los abogados, les dijo que no sabía nada pero envió una comisión militar al Colegio. El objetivo era «recabar información» sobre las desapariciones, «transmitir la preocupación de las fuerzas militares» y ase­gurar que se estaba realizando una «amplia investigación» para determinar dónde estaban los profesionales que él tenía presos en La Cueva.

Cuando Centeno apareció muerto, el presidente del Co­legio, Reyniero Bernal, fue a reconocerlo a la morgue con el vicepresidente del Colegio, el socialista Rubén Junco y un antiguo asociado y amigo de la víctima, Carlos Scagliotti. Junco recordó que «estaba morado e hinchado, había sufrido un derrame masivo. La mujer nos había dicho que, por sus problemas de salud, si le ponían una capucha se iba a morir». El médico que le practicó la autopsia, Rene Baillieau, fue to­davía más gráfico: «Era una bolsa de huesos, estaba castigado físicamente terriblemente, con fracturas múltiples».

Increíblemente, y contra toda evidencia, la versión de los militares según la cual los montoneros habían sido los matadores de Centeno había ganado crédito entre algunos directivos del Colegio, entre ellos, el propio Bernal. La veraci­dad o falsedad de esa tesis provocó algún conflicto al interior de la institución, pero todos concurrieron al entierro, la tarde del miércoles 13 de julio, en el Cementerio Parque.

Unas ciento cincuenta personas se acercaron al sepelio, gran parte de ellas abogados, y también muchos dirigen­tes gremiales. El cortejo fúnebre ocupó varias cuadras y se necesitaron dos carrozas para transportar las coronas y las ofrendas florales. No hubo gritos ni exteriorizaciones, solo un pesado silencio cortado de tanto en tanto por algún sollozo. «El temor, la inseguridad, el peligro ondulante, pa­recieran haber ganado las calles de Mar del Plata, sin que avizoremos el regreso del orden y si es cierto que vivimos días difíciles, no nos explicamos, empero, esa ronda que va desde el secuestro a la muerte, por causas que no cono­cemos, aisladas de las que nos enseñaron para juzgar a los hombres», leyó el representante de los abogados, con la voz entrecortada por la emoción.

Los marplatenses buscaron desde el primer día la inter­vención en el episodio de la Federación Argentina de Colegios de Abogados (FACA), el mayor órgano de representación de letrados, para que presionara al gobierno militar y aparecieran sus asociados. Los desaparecidos de Mar del Plata era, sin duda, el caso más resonante en la agenda de la FACA pero no el único: en todo el país había desapariciones y asesinatos de abogados.

Después de enterrar a Centeno, la comisión directi­va del Colegio partió rumbo a la Casa Rosada para tratar de reunirse con el ministro del Interior, el general Albano Harguindeguy. Finalmente los recibió el subsecretario de Asuntos Institucionales, el coronel José Ruiz Palacios, junto al director de Asuntos Jurídicos, Juan Miguel Bargalló Beade. Los miembros de la FACA fueron planteando los casos uno por uno y pidieron una audiencia con el presidente de facto, Jorge Rafael Videla. Junco recordó que Ruiz Palacios, ante cada nombre que se mencionaba, refería la supuesta filiación política del desaparecido. «Comunista», «maoísta», «leninista», «trotskista», catalogaba el militar, según su particular saber y entender. Cuando mencionaron a Candeloro, el coronel negó tener registros, pero la delegación marplatense se guardaba un as en la manga para sacar al militar de su libreto. Mientras Jorge estuvo detenido en la comisaría federal en Neuquén, Nicolás, su padre, le llevó comida y una muda de ropa. En el pantalón usado que se llevó, Nicolás encontró el comprobante policial por los efectos personales que le habían retenido a su hijo cuando lo detuvieron. Ese documento probaba que Candeloro había sido detenido por la Policía Federal y que estaba en poder del Estado argentino.

—¿Y esto? ¿De dónde lo sacaron? —preguntó con evi­dente desagrado el coronel Ruiz Palacios.

Pocos días después, el jefe de la Policía Bonaerense y uno de los más brutales represores de la dictadura, Ramón Camps, viajó a Mar del Plata y mantuvo una larga entrevista con el juez penal de turno, Rodolfo Morales Ridecos, sobre el episodio y sus consecuencias.

El final
Candeloro y Centeno murieron en la tortura. Arestín, Alais y Fresneda también quedaron severamente afectados física y psicológicamente por los tormentos y las condiciones inhu­manas de detención. Se desconoce el destino final de ellos, como tampoco se sabe qué ocurrió con la mujer de Fresneda, Mercedes, y el hijo o hija que llevaba en el vientre, con cinco meses de gestación.

La última persona que vio con vida a los abogados, Marta García de Candeloro, fue trasladada a fines de ese julio fatídico a la comisaría cuarta. Allí se pierde la pista de las corbatas. Es probable que hayan sido arrojados al mar desde aviones militares. 

Fuentes

Los detalles sobre el centro clandestino de detención La Cue­va se tomaron de la declaración de Marta García de Can­deloro ante la Conadep el 9 de abril de 1984. También se utilizaron los testimonios de Gustavo Soprano, Rubén Junco,

Néstor Fació, María Esther Martínez Tecco y otros en el juicio contra Gregorio Molina (expedientes número 2086 y 2277). La reunión de Fresneda y Bozzi con sus captores en La Cueva fue relatada por Bozzi en entrevista con los autores y en distintas declaraciones judiciales.

La muerte de Cativa Tolosa se reconstruyó con el in­forme interno de Prefectura Naval y los testimonios de Luis Rafaldi y Eduardo Soares.

Las gestiones de los abogados y la reunión en el Mi­nisterio del Interior se documentaron con las actas de las reuniones de la comisión directiva del Colegio de Abogados, en entrevista con Rubén Junco y con los diarios El Atlántico del 13 de julio de 1977 y La Capital del 14 de julio de 1977.

Las gestiones iniciadas en 1975 por Raúl Begue, en re­presentación de la FACA, fueron detalladas por él durante su declaración del 7 de mayo de 2001, realizada ante el Tribunal Oral en lo Criminal Federal de Mar del Plata, en el marco de los Juicios por la Verdad.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar