La vida en blanco y negro


Fuente: Felipe Pigna, 1810. La otra historia de nuestra Revolución fundadora, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2010, págs. 149-153.

Todavía hoy, en más de un texto escolar, es posible leer que en el Río de la Plata la mayoría de los esclavos se dedicaba “sólo” a tareas domésticas o eran vendedores ambulantes (como restándole importancia a su papel en la economía de entonces) y que eran “mejor tratados” que sus hermanos de desgracia en otros rincones de América, al punto de que muchos de ellos “recibían” su libertad de parte de sus amos. Los estudios que se han hecho sobre la emancipación de esclavos muestran que, entre 1776 y 1810, el 60 por ciento de los casos se debió a la compra de su libertad, por sí mismos o por otros, no por “bondad” de sus amos. En el otro 40 por ciento, lo que más abundan son los casos de “negras” y “negros” que, tras décadas de yugar como tales, ya estaban demasiado desgastados, enfermos o “viejos” (45 o 50 años de edad, por ejemplo) para seguir siendo provechosos, y a sus amos les resultaba una “carga” el tener que mantenerlos, caso que era muy frecuente en las “libertades” otorgadas en los testamentos. 1

Las tareas domésticas incluían no sólo cocinar, limpiar y ordenar, sino que eran parte del sistema de producción de bienes de consumo en una sociedad anterior al desarrollo de la industria: confeccionar ropa, atender la huerta, preparar conservas, entre una gran variedad de actividades. Eso, sin contar, que en muchas de estas economías domésticas el esclavo era un proveedor fundamental de ingresos, como veremos a continuación.

Uno de los datos que saltan a la vista, pero a los que pocas veces se les presta la atención suficiente, es que hasta bien entrado el siglo XIX gran parte de la actividad artesanal y del comercio ambulante en ciudades como Buenos Aires era realizada por población de origen africano. Aunque había libertos entre ellos, muchos seguían siendo esclavos.

La contracara era que esto daba la posibilidad, es cierto, de ir formando un peculio o pequeño ingreso propio con el saldo de los ingresos que excediese el “jornal” que debían pagar a sus amos. Ese peculio, duramente ahorrado, permitía, a los más afortunados, comprar algún día su libertad y, posteriormente, ayudar a la emancipación por compra de parientes y allegados. Sin embargo, no se trataba de algo tan sencillo como suena. En primer lugar porque en la mayoría de los casos el “esclavo estipendiario” debía valerse totalmente por su cuenta. Su “libertad condicional” significaba que debía proveer por sí mismo a sus necesidades, además de pagar el jornal al patrón. Hay que tener en cuenta que los esclavos que trabajaban en estas condiciones (salvo el caso de muy buenos artesanos con mayor demanda en su oficio, como era el caso de algunos sombrereros, sastres y ebanistas) cobraban de sus empleadores menos que sus compañeros libres, lo que justamente era una de las claves de todo el sistema. Asimismo, los amos siempre pretendían un mayor tributo de sus esclavos y cuando no lo obtenían, les aplicaban duros castigos que llegaban al encierro y los azotes. Estas disputas a veces terminaban en causas judiciales, como la de Tiburcio López de Heredia contra su esclavo, el barbero Manuel, al que denunciaba por “ladrón”, ya que de 26 personas que afeitaba por orden suya, “sólo le contribuye lo que pagan seis”. 2

El caso más dramático es quizás el que se nos suele “vender” más teñido de rosa (o de celeste y blanco, dada la ocasión) en las celebraciones escolares: el de las mazamorreras y las vendedoras de empanadas. Es habitual que, con algún pregón gracioso como el “Mazamorra caliente / para las viejas sin dientes”, se nos pinte a estas vendedoras ambulantes como morenas o pardas felices y dicharacheras, formando parte de ese cuadro costumbrista que nos muestran como las plazas y mercados de entonces.

La realidad era bastante más cruel. La mayoría de las mazamorreras eran esclavas que, con la venta de su dulce preparación a base de maíz blanco pisado cocido en agua, azúcar y leche, debían aportar su “jornal” a sus amos, y con el resto que podía llegar a quedarles debían acumular, monedita a monedita, el precio de su propia libertad. Ahora bien, el precio de un esclavo sano en la Buenos Aires de 1810 no bajaba de los 250 pesos fuertes 3, mientras que una porción de mazamorra vendida en la calle rondaba la módica cifra de un cuartillo, unos 0,03 pesos 4. Deducidos los “jornales” del amo, los costos de producir la mazamorra y su propia manutención, una esclava debía vender decenas de miles de porciones, a lo largo de muchísimos años, para alcanzar la meta de ser libre.

Por este motivo no debe sorprender que en los expedientes de la época sean frecuentes las denuncias contra las mazamorreras por ejercer una profesión bastante más lucrativa: la prostitución. Reiteradamente, ante los alcaldes de barrio, que cumplían, entre otras, la función de policía por cuenta del Cabildo, se denuncia a morenas que, con la cobertura de vender mazamorra, arreglaban “a plena luz del día” citas con sus posibles clientes para horas más tranquilas y con menos miradas indiscretas. El pequeño cementerio que funcionaba junto al convento de Santo Domingo en Buenos Aires, hasta 1820, era un lugar habitual de esos encuentros nocturnos.

La doble moral que condenaba a las mazamorreras a prostituirse y luego las denunciaba por “impúdicas” también nos ha oscurecido el significado de su tan famoso pregón: daba la casualidad que muchas de ellas eran esclavas de viudas, por lo que la referencia a las “viejas sin dientes” en más de un caso era un alusión personal.

Referencias:
1 Lyman Johnson, “La manumisión de esclavos en Buenos Aires durante el virreinato”, en Desarrollo Económico, Vol. 16, Nº 63, Buenos Aires, 1976.
2 Ibídem, pág. 319.
3 Unidad de medida de la moneda de plata.
4 Un cuartillo era la cuarta parte de un real que, a su vez, era la octava parte de un peso. Es decir, un cuartillo era, expresado en decimales, el equivalente a 0,03125 pesos.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar