Nacido en Tucumán, el 28 de noviembre de 1795, hijo de una familia de renombre y dinero, Gregorio Aráoz de Lamadrid fue uno de los personajes más representativos no sólo de las guerras civiles entre unitarios y federales, sino de las contradicciones que estas luchas generaban.
Hombre de mil batallas, comenzó con destacadas actuaciones como teniente bajo el mando del general Belgrano, en las campañas al Alto Perú, y logró en las siguientes campañas ascender hasta coronel, destacándose en la batalla de La Tablada (Tarija). Pero pronto fue, ya hacia fines de la década de 1810, encomendado bajo el mando del general Juan Bautista Bustos, para liquidar las expresiones del naciente federalismo, luego de lo cual se retiró disgustado por la guerra fratricida, siguiendo la posición que tomaba Manuel Belgrano.
Pocos años más tarde, entablaría relación con Manuel Dorrego y Juan Manuel de Rosas, y bajo la presidencia de Bernardino Rivadavia, terminaría derrocando al gobernador tucumano, en nombre de la constitución unitaria, pero montado en una antigua guerra intestina provincial. Y cuando intervino en Catamarca, encontró la resistencia del ejército de Juan Facundo Quiroga, quien lo venció en dos oportunidades, resultando gravemente herido en la primera de ellas. Con posterioridad, peleó en los ejércitos de Lavalle, pero rechazó la ejecución de Dorrego; y bajo las órdenes de Paz continuó ganando ascensos, emprendiendo feroces campañas contra los federales, entre ellas, la que lo llevaría a ocupar la gobernación de San Juan. Pero pronto recibiría duras respuestas, siendo derrotado en varias ocasiones por Quiroga y Estanislao López, y siendo forzado, en 1831, al exilio montevideano.
En 1838 regresó a Buenos Aires, y entabló una extraña relación con Juan Manuel de Rosas, aceptando su patronazgo, pero muy pronto restableciendo lanzas con Juan Lavalle, bajo la más acérrima bandera unitaria. Derrotado y nuevamente en el exilio, esta vez en Chile, fue llamado nuevamente al país, en esta oportunidad por el general Justo José de Urquiza, para luchar contra Rosas. Esto sucedió en Caseros, en 1852, pero volvió en breve a ponerse bajo la estela unitaria, en la batalla que separó a Buenos Aires de la Confederación. Falleció cinco años más tarde, el 5 de enero de 1857.
En esta oportunidad, en fecha de su nacimiento, recordamos al general que supo durante su juventud ganarse las simpatías de Belgrano y San Martín, con un fragmento de sus memorias, en que recuerda su reencuentro con Juan Manuel de Rosas, en 1838, tras su exilio en Montevideo, y la forma en que el líder porteño intentó captar su adhesión, dándole la imagen –como se lamentara el mismo Lamadrid- de un federal “sospechoso” o de un unitario “vendido”, según quien lo viera entonces.
Fuente: Gregorio Aráoz de Lamadrid, Memorias, Tomo III, Buenos Aires, W.M. Jackson Inc. Editores, 1947, págs. 303-312.
El 1° de septiembre a las 12 del día desembarqué, con sorpresa de cuantos se encontraban en la playa y capitanía del puerto y del mismo ayudante de ella, Seguí, a quien habiéndole manifestado que iba sin licencia, y preguntándole por la casa del señor ministro Arana para ir a presentarme, me dijo: “Yo iré con usted a enseñársela, que quede su familia en mi cuarto”, y marchó conmigo. Así que llegamos a la casa del ministro y le hube dicho quién era, y cómo iba, se sorprendió; pero habiéndole manifestado mis deseos de verme inmediatamente con el señor gobernador, me repuso que era preciso avisárselo primero; preguntó la casa en que iba a parar, le contesté que en lo de mi hermano don Mariano, que estaba a cuadra y media de la del señor gobernador; y preguntándole yo si volvería a saber el resultado, me dijo: “No sé si el señor gobernador le permite a usted verlo, él le mandará avisar con el general Corvalán”. Con esta respuesta me despedí y regresando a la capitanía del puerto, encontramos a la familia que venía con su hermano don Ciriaco y el mío. Así que llegamos a la casa de éste, pasé al templo del Colegio, que estaba al frente, a dar gracias a Dios por haberme restituido a mi patria y en seguida entré a ver a mi hijo que me recibió lleno de sorpresa y de gozo.
Regresado otra vez a mi casa me encontré con varios parientes y amigos a felicitarme. A la oración fui sorprendido por dos bandas de música que sonaban en la escalera de los altos, y así que concluyó la primera pieza, salí a darles las gracias, suplicándoles me dispensaran el no poderles dar ninguna gratificación por la absoluta escasez de recursos y los despedí.
Al poco rato de haber llegado a casa de mi hermano con la familia, había pasado mi señora a casa del señor gobernador a verse con su hija, la señora doña Manuelita, darle las gracias por la buena acogida que había tenido nuestro hijo en su casa, y presentarle una carta mía para su señor padre, en que le manifestaba el objeto de mi venida y ofertaba nuevamente mis servicios para sostener los derechos y la libertad de mi patria. El objeto principal de haber ido mi señora fue el temor que le asistía de que se me pusiera preso; ella regresó consolada por la señorita Manuelita, pero sin contestación a mi carta.
Al siguiente día pasé a casa del señor gobernador a saludar a la señorita su hija y saber el estado de salud de su señor padre, y en el que se hallaba su señora madre, que estaba enferma ya; fui muy bien recibido por la señorita, y me aseguró que las muchas atenciones de su señor padre no le permitían dejarse ver pero que su salud era buena, aunque no así la de su señora madre, que hacía algún tiempo ya que se hallaba gravemente enferma. Habiendo regresado a mi casa a poco rato, me encontré con varias visitas de amigos y parientes que me proporcionaron algunos auxilios pecuniarios.
Habían pasado ya nueve días de mi llegada cuando fui llamado por el señor ministro Arana, quien me dijo a nombre del señor gobernador, que había hecho muy mal en venirme sin su licencia, pues desde que él no había contestado a ninguna de las cartas, debí yo considerar que no convenía mi venida, y así permanecer en Montevideo; pero puesto que había dado ya aquel paso, me dejase estar tranquilo en mi casa y en el pueblo; agregando el ministro que recién esa noche había podido él verse con S.E. Le di las gracias y me retiré habiendo cesado desde entonces los temores de mi señora, procuré luego buscar la subsistencia de mi familia, por medio del ejercicio de panadero que había aprendido en Montevideo, y con los pocos pesos que me habían proporcionado los amigos hice un hornito y empecé a trabajar pan de leche, cuyo trabajo me daba apenas para el alimento diario; así corrió el tiempo y acabó el año 1838 sin haber logrado ver una sola vez al señor gobernador. Yo había tomado la costumbre de visitar todas las noches a las señoras doña Manuelita y su señora tía, que estaba siempre con ella.
No sé si a fines de diciembre del año 1838 o a principios de enero de 1839, se apareció en mi casa el general Corvalán con un pliego del señor gobernador rotulado para mí, como de oficio y entregado que me fue en la puerta de mi casa, se regresó sin entrar ni esperar contestación. Abro el pliego en el zaguán de mi casa y me encuentro sorprendido con diez o doce mil pesos moneda corriente, y sin una sola letra del señor gobernador. En seguida pasé a presentarlos a mi señora y después de dar gracias a Dios por este oportuno auxilio, puse una carta al señor Rosas dándole las gracias por este beneficio, y se la llevé yo mismo a su hija la señorita doña Manuelita para que se la entregara.
Llega después el carnaval, y pasando el último día por la casa del señor gobernador, me dice el centinela que se había marchado a su quinta de Palermo con sus dos hijos. En el momento fui a una caballeriza y tomando un caballo, pasé a mi casa para avisar a mi señora que me marchaba a la quinta para ver al señor Rosas, pues que en días anteriores había oído en su casa que sólo cuando salía a la quinta se le podía hablar. Marché en efecto, y lo encontré a la sombra de los ombúes de su quinta, recostado en las faldas de su hija, sobre un banco de madera en que estaba sentada, y con uno de los locos que siempre le acompañan a su lado. Así que él me vio bajar se enderezó y dándome su mano me saludó con el mayor cariño y preguntó por su comadre; en seguida pidió mate, y después de haberme convidado con algunos y tomado también, me dijo: “Vamos, compadre, a tomar un asado a la sombra de los sauces”, y marchamos con su hijo don Juan, la señorita de éste, doña Manuelita su hija, y dos locos, a uno de los cuales llamaba él el señor gobernador. Habiendo llegado a los sauces que están a los fondos de la quinta, y sobre la costa del río, se presentó luego una gran alfombra para que se sentaran las señoritas, un hermoso costillar de vaca asado en un gran asador de fierro, que se clavó entre el pasto, un cajón de burdeos y no sé qué otros platos. El señor gobernador mandó desensillar su caballo y recostado sobre su apero empezamos el almuerzo diciendo algunas jocosidades a los locos y brindándoles con vino.
Después de empezado el almuerzo llegó el coronel don Ramón Maza con una joven prima suya, y después de haber concluido, pidió a su hijo don Juan que mandara traer el bote para dar un paseo por el río, y al momento fue presentado un hermoso bote todo pintado de color punzó, en hombros de dos indios pampas, únicos sirvientes y escolta que allí había, fuera de las criadas de la casa. Al momento fue echado al agua y después de haber entrado el señor gobernador, sus dos hijas, la primera de éstas, yo y los locos, se desnudaron don Juan Rosas y el coronel Maza y metidos al agua en camisa empezaron a empujar el bote por entre los juncos que, dándoles ya el agua al pecho saltaron los dos al bote y trataron de colocar una vela que había dentro, lo cual les fue imposible a causa del fresco viento que soplaba, y tomando ambos los remos echaron a andar río arriba y con las lanchas cañoneras francesas a la vista; así que llegamos al arroyo de Maldonado, entramos por él y saltamos a tierra a las inmediaciones de un pequeño puente donde estaba esperando un capitán Calderón que cuidaba los caballos del señor gobernador y con el de silla de S. E., de tiro. Al momento se hizo fuego y calentó agua para mate, habiendo mandado desensillar su caballo mientras tanto el señor gobernador, y recostándose a sestear sobre su montura. Ya se ponía el sol mientras tomamos algunos mates, cuando se presentó una galera y un coche en busca de la comitiva, y el señor gobernador mandó que subiera la familia y dirigiéndose a mí, me dijo: “Suba usted también, compadre, que su caballo está en la quinta”.
Acomodados todos los de la comitiva en el coche y la galera, marchamos a la quinta de Palermo quedando sólo el señor Rosas recostado en su apero, el capitán teniendo de la rienda su caballo y el bote atado dentro del riachuelo o arroyo.
Como no había visto en la quinta, desde mi llegada por la mañana, tropa alguna que sirviera de escolta, ni hubiera observado allí en aquel bosque de malezas y sauces, hombre alguno, no dejé de estar cuidadoso desde que llegamos a la quinta, cerrada ya la oración, por las noticias que se de decían en Montevideo de que no salía jamás sino rodeado de su escolta por temor de ser asesinado. Eran las 9 de la noche y el señor gobernador no aparecía, y como yo había quedado con mi señora en volver temprano, me inquietaba el cuidado en que ésta estaría, por mi demora, cuando en estas circunstancias se presenta a caballo el coronel Maza y llama a su prima para llevarla en ancas al pueblo. Entonces para no perder esta proposición de ir acompañado, pues no conocía el camino, le dije a Maza: “Tenga usted la bondad de esperarme y nos iremos juntos, pues yo no soy práctico del camino”, y dirigiéndome a la señora doña Manuelita le supliqué me hiciera el gusto de disculparme de mi compadre el señor gobernador, por mi marcha sin despedirme, porque su comadre debía estar cuidadosa por haberle yo asegurado que volvería temprano. La señorita me contestó que perdiera cuidado que ella se lo prevendría a su padre y mandó que me ensillasen el caballo.
Así que trajeron mi caballo ensillado monté y marchamos con Maza, que me esperaba montado y con su prima en ancas. Serían las diez de la noche cuando llegué a mi casa y encontré a mi familia llena de terror por mi tardanza; me desmonté y al desensillar el caballo me encuentro con una testera punzó de plumas en el freno, y una cólera del mismo color en la cola de mi caballo, lo cual no había notado hasta aquel momento por la oscuridad de la noche y enseñándosela a mi señora, le dije: “Esto probablemente ha sido puesto por disposición de mi compadre y no habrá más remedio que usarlo”.
Al día siguiente era preciso hacer una diligencia a caballo y me vi precisado a poner la divisa con que había sido investido en la quinta, so pena de desagrado de mi compadre, si no la usaba. Todos los amigos que me vieron en la calle con aquellas insignias no dejaron de fijarse en mí; y creo que desde aquel momento ya entraron muchos en desconfianza haciéndome la injusticia de creerme vendido, lo que a la verdad confieso que me chocó en extremo, pues había presenciado ya algunos hechos escandalosos de la sociedad de la mashorca, como el poner moños pegados con alquitrán a varias señoritas; cortar algunas barbas a cuchillo a varios jóvenes decentes en los cafés y otros hechos por el estilo, que merecían el festejo en la tertulia de la hija del señor gobernador.
Mi posición era, pues, la más crítica, por cuanto sin merecer la confianza del gobierno, me veía precisado a concurrir diariamente a su casa y a cuantas reuniones y fiestas federales se daban; ya por no parecerle sospechoso, ya también por un efecto de gratitud, pues a más del regalo que me había mandado con el general Corvalán, siguió haciéndome dar los 50 pesos fuertes o su equivalente en papel; y más que todo por captarme la confianza del señor Rosas para que me mandara a Tucumán y alejarme de aquel círculo que ya me chocaba, y aun hacía arrepentir del equivocado concepto que tenía formado de mí tal compadre, cuando me resolví venirme de Montevideo. Entre tanto ya aparecía a los ojos de todos los amigos de la libertad y hasta los mismos de la familia, como un desertor de la causa de los principios, aunque no tenían para esto más fundamento que el verme concurrir con frecuencia a la casa de gobierno, y usar la testera y cólera punzó, que por lo general se juzgaban todos obligados por no hacerse notar por los exaltados.
En varias reuniones y fiestas federales, era yo siempre invitado para los brindis por los mazorqueros que tenían su comezón porque dijera algo contra los salvajes unitarios, lo que jamás consiguieron, hasta el extremo que un día de reunión en el teatro con motivo de los exámenes de las señoritas, y después de haber yo echado un brindis en favor del gobierno, tomó la palabra un mazorquero, y dijo: “Brindo porque mueran todos los salvajes enmascarados con capa de federales”. Sobre la marcha tomé la palabra y dije en sustancia lo que sigue: “Si a mí se alude, brindo porque llegue cuanto antes el momento de ver a los enemigos de mi patria en la plaza. Allí seré el primero en desafiar con mi espada en mano a hacer cumplir sus juramentos fantásticos a los que hacen consistir su patriotismo y amor a la federación en su desvergüenza”. Todos callaron y ninguno me replicó.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar