La Revolución Argentina había llegado para quedarse. Este era el pensamiento de gran parte de los hombres de armas que habían derrocado al gobierno constitucional de Arturo Illia, en 1966. Pero la censura, la represión en las universidades, el cercenamiento de toda actividad política y la aplicación de una política económica liberal que sólo beneficiaba a los grupos económicos más poderosos echaron por tierra los objetivos militares.
A ello se sumaba la creciente actividad insurreccional y guerrillera en el país. El Cordobazo, la aparición de Montoneros y las Fuerzas Armadas Revolucionarias, entre otros, dieron por tierra con las ambiciones de Onganía, primero, y de Roberto Levingston -su sucesor-, que no pudieron evitar que “la hora del pueblo” siguiera abriéndose camino.
El nuevo presidente de facto, general Agustín Lanusse, entonces comandante en jefe del Ejército, asumió el 26 de marzo de 1971. Pertenecía a una familia tradicional y de fortuna, vinculada al negocio agropecuario, y había participado en el intento golpista contra Perón de 1951, lo que le valió su encarcelamiento hasta el final del gobierno peronista.
No obstante ello, sabía Lanusse que los planes originarios de la “Revolución Argentina” habían cambiado. Fue entonces que anunció el Gran Acuerdo Nacional, inició un proceso de apertura política, incluyendo la legalización del Partido Justicialista, y llamó a elecciones. Pero nunca imaginó que el peronismo ganaría aquellos comicios con margen suficiente como para imponerse nuevamente. Eso ocurrió el 11 de marzo de 1973, convirtiendo a Lanusse en el último dictador del malogrado proyecto de Onganía.
Años más tarde, Lanusse escribió sus memorias, donde además de intentar exculparse, admitió los errores del proyecto del cual fue el último representante. Reproducimos en el aniversario de su asunción como presidente de facto un extracto de aquellos pasajes en donde hace alusión al momento en que Aramburu fue secuestrado por Montoneros.
Fuente: Alejandro Lanussse, Mi testimonio, Editores Laserre, Buenos Aires, 1977.
«Durante tres años, el país estuvo gobernado con cierta facilidad. Siempre presenta dificultades el ejercicio del poder pero, en última instancia, el mecanismo imaginado en 1966, funcionaba aparentemente en forma aceptable y no encontraba verdaderas resistencias (…) Los militares hablábamos de Revolución Argentina -como quien habla de la Revolución Americana o de la Revolución Francesa- y creíamos haber engendrado a un gobierno ordenado, prudente, honesto, que traía importantes progresos al país (…) Pero el 29 de mayo, comenzó a ser puesto a prueba todo el esquema vigente (…) Cuando llegó la hora, se desplomaron a un mismo tiempo muchos de los supuestos con que habíamos venido pensando y trabajando. Pudo verse, entonces, que nadie creía en la inocencia de las Fuerzas Armadas en cuanto a la acción de gobierno, y nadie suponía haber dado una suerte de voto implícito en favor de quien se desempeñaba como primer magistrado. La sociedad argentina es verdaderamente compleja. La total anulación de la vida política normal no podía, a lo largo de tres años, haber producido otra cosa que distorsiones, anomalías y síndromes patológicos en la vida de una comunidad donde predominan las clases medias (…) los jóvenes que no pudieron hacer política pretendían, infructuosamente, desarrollarla en las aulas y en los locales partidarios. Terminaron atorando de política a las distintas instituciones del país, incluyendo la Iglesia Católica. El gobierno presentaba el rostro de la inmutabilidad y la inflexibilidad. ¿Cómo asombrarse entonces que nadie buscara influir sobre él, corregirlo, cambiarlo? Apareció una oposición dura, agresiva y, a poco de andar, violenta. Al país se le enseñaba a burlarse de los políticos, considerándolos como inocuos por definición, criterio perniciosamente arraigado en muchos hombres de las Fuerzas Armadas. (…) El 29 de mayo es el instante crítico que marca el fracaso político de la Revolución Argentina (…) Su legitimidad estaba en el orden, orden que expresaba, en la teoría oficial, un consenso pasivo, y aún para algunos entusiastas, un plebiscito cotidiano. El 29 de mayo quedó en claro que el tantas veces invocado consenso pasivo, si alguna vez existió, había desaparecido. La novedad podía entenderse o no. Pero lo grave es que se comprendía a plazos.»
Alejandro Lanusse
Fuente: www.elhistoriador.com.ar