Un recreo de El Historiador para estas vacaciones

"El arte del descanso es una parte del arte de trabajar." Así sostenía el escritor estadounidense John Steinbeck, ganador del premio Nobel de Literatura, y autor de obras como Al este del Edén, Las uvas de la ira y De ratones y hombres.

Algunos de los grandes descubrimientos de la historia tuvieron lugar durante los ratos de ocio. Famosa es la anécdota que cuenta cómo Arquímedes descubrió el principio de la hidrostática mientras tomaba un baño. Hierón II de Siracusa había encargado a un orfebre la confección de una corona de oro. Desconfiado, el tirano le encargó al matemático griego que determinara si el artesano sólo había utilizado oro o había realizado fraude agregando otro metal. La observación de cómo se desbordaba el agua cuando se introdujo en la bañera le sirvió a Arquímedes de inspiración para resolver el acertijo. Cuentan que, embargado de la emoción, corrió desnudo por las calles de Siracusa gritando “¡Eureka! ¡Eureka!”, que en griego antiguo significa “¡Lo he encontrado!”

Newton, por su parte, descubrió la Ley de Gravedad cuando una manzana cayó sobre su cabeza mientras dormía la siesta debajo de un árbol.

En esta nueva edición de nuestra Gaceta Estival, seguimos acompañándolos con artículos para disfrutar en los ratos de ocio. Recordamos el día de los enamorados con una  carta que escribiera Carlos Marx a su mujer luego de 13 años de casados, mostrando un costado poco conocido del tan venerado como denostado inspirador del comunismo. También encontrarán artículos sobre el carnaval y otros recuerdos de tiempos pasados.

Agradecemos, como siempre, a nuestros lectores veraniegos que, lejos del calendario escolar, continúan alentándonos y estimulándonos en nuestra misión de difundir y disfrutar nuestro pasado.

Felipe Pigna

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12 DE OCTUBRE

Esta entrega de Historias de nuestra historia, colección pensada escrita y dirigida por Felipe Pigna, te contamos los hechos que rodearon la llegada de los europeos a América y el inicio de la Conquista.

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Rosas prohíbe el carnaval

Desde los tiempos de la colonia, las celebraciones de carnaval eran esperadas con verdadero fervor popular. Era un tiempo de juego y desenfreno en el que se “arrojaban a la calzada los estiramientos convencionales”. Claro que estas fiestas cosecharon también enconados detractores, como el párroco de la iglesia de San Francisco que en 1773 consideró que el baile de máscaras era pecaminoso y dictaminó que debía negárseles la absolución sacramental a todos aquellos que asistían a la fiesta de carnaval.

Las máscaras y los bailes no eran la única diversión. Pronto se popularizaron los juegos de agua. Ésta se arrojaba desde las azoteas, en forma de baldazos o dentro de huevos de avestruz o de gallina. Los huevos, en ocasiones, eran arrojados cocidos, lo que dejaba varios jugadores contusos. En 1820 los juegos de carnaval dejaron a varios lesionados, lo que motivó serias advertencias policiales.

Para evitar los desbordes, Rosas dispuso en 1836 que el carnaval se realizara con las puertas de las casas cerradas. Pero la medida no logró evitar los atropellos y, en 1844, Rosas prohibió el carnaval en todas sus manifestaciones. Reproducimos a continuación el decreto prohibiendo esta celebración y un fragmento de un artículo publicado en El Mercurio de un nostálgico Sarmiento rememorando los carnavales de su terruño.

Fuente: Enrique Horacio Puccia, Breve historia del carnaval porteño, Buenos Aires, Municipalidad de Buenos Aires, 1974, págs. 34-38.

Prohibición de los festejos de carnaval

“¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes unitarios! Departamento de Gobierno, Palermo de San Benito, febrero 22 de 1844, año 35 de la Libertad, 29 de la Independencia y 15 de la Confederación Argentina. Las costumbres opuestas a la cultura social y al interés del Estado suelen pertenecer a todos los pueblos o épocas. A la autoridad pública corresponde designarles prudentemente su término”.

“Con perseverancia ha preparado el Gobierno, por medidas convenientes, estos resultados respecto de las dañosas costumbres del juego del carnaval en los tres días previos al miércoles de ceniza; y considerando:

“que esta preparación indispensable ha sido eficaz por los progresos del país en ilustración y moralidad;

“que semejante costumbre es inconveniente a las habitudes de un pueblo laborioso e ilustrado;

“que el tesoro del Estado se grava y son perjudicados los trabajos públicos;

“que las elaboraciones en todos los respectos sufren por esta pérdida de tiempo en diversiones perjudiciales;

“que redundan notables perjuicios a la agricultura y muy señaladamente a la siega de los trigos;

“que se perjudican las fortunas particulares y se deterioran y ensucian los edificios en las ciudades por el juego en las azoteas, puertas y ventanas;

“que la higiene pública se opone a un pasatiempo del que suelen resultar enfermedades;

“que las familias sienten otros males por el extravío indirecto de sus hijos, dependientes o domésticos:

“Por todas estas consideraciones, el gobierno ha acordado y decreta:

Art. 1°: Queda abolido y prohibido para siempre el Carnaval.

Art. 2°: Los contraventores sufrirán la pena de tres años destinados a los trabajos públicos del Estado, y si fuesen empleados públicos, serán, además, privados de sus empleos.

Art. 3°: Comuníquese, publíquese, e insértese en el Registro Civil. Rosas. Agustín Garrigós”.

Con esta resolución quedó sellada por largo lapso la suerte del carnaval. A los porteños que amaban sanamente las diversiones, les quedaba el consuelo de leer subrepticiamente la nota aparecida en El Mercurio de Santiago de Chile el 10 de febrero de 1842, en la cual Sarmiento –su autor- exiliado a la sazón, tras atacar con su espíritu combativo al “carnaval de Rosas”, recordaba entre nostálgico y jovial aquellas jornadas anteriores al advenimiento del régimen federal.

“¿Quién ha olvidado aquella alegría infantil –escribía Sarmiento- en que haciendo a un lado la máscara que las conveniencias sociales nos fuerzan a llevar en el largo transcurso de un año mortal, se abandonan a las inocentes libertades del Carnaval?”.

“¿Quién es que no ha saboreado en aquellos tiempos felices, el exquisito placer de vengarse de una vieja taimada que nos estorbaba en los días ordinarios, el acceso al oído de sus hijas, bautizándola de pies a cabeza con un enorme cántaro de agua, y viéndola hacer horribles gestos, y abrir la desmantelada y oscura boca, mientras los torrentes del no siempre cristalino líquido descendían por  su cara y se insinuaban por entre sus vestidos? ¿Quién no se ha complacido contemplando extasiado las queridas formas que hasta entonces se substraían tenaces al examen, viéndolas dibujarse a despecho del empapado ropaje, en relieves y sinuosidades encantadoras?¿Quién que tenga necesidad de decir dos palabras a su amada, no echa de menos aquella obstinada persecución con que separándola del grupo de las que hacían acuática defensa del carnaval, la seguía por corredores, pasadizos y dormitorios, hasta cerrarle toda salida, y verla al fin escurriendo agua, y con las súplicas más fervientes, pedir merced al mismo con quien antes no la había usado ella, y dejarse arrancar acaso un pequeño favor como precio de la capitulación acordada?”.

“¡Oh, felices tiempos de nuestros padres! Tiempos de inocencia y de festiva folganza, en que si no era permitido dar el brazo a las señoritas, ni dirigirles desembozadamente tiernos cumplidos, había tres días al año en que todo el mustio aparato de la terca etiqueta y gravedad española, cedían a impulsos de torrentes de agua que en todas direcciones se cruzaban, y que servían a ablandar los corazones de las esquivas y desdeñosas beldades… ¡Días de verdadera igualdad y fraternidad, en que no había puerta cerrada, ni necesidad de más títulos ni pasaportes para presentarse en una casa, que la provisión de agua ligeramente saturada de colonia o lavanda, y en los que le daban la bienvenida con un duraznazo o un jarro de agua!”.

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Marx enamorado

Carlos Marx, aquel notable intelectual que teorizara y predicara la liberación final del proletariado internacional, muchas veces endiosado o calumniado, ha dejado su semblante serio, deshumanizado, en su retrato más difundido. Sin embargo, como todo hombre, de carne y hueso, tuvo su costado sensible y románticoAnte su fiel amigo, Friedrich Engels, llegó a admitir: “...mi espíritu está en gran parte absorbido por  el recuerdo de mi esposa, que fue la mejor parte de mi vida”.

¿Quién fue aquella mujer que acaparó el amor de Marx? Era ni más ni menos que Jenny von Westphalen, hija de una aristocrática y reaccionaria familia prusiana, a la que había conocido en su infancia y con quien había mantenido una intensa amistad, hasta que se comprometieron en 1836, para finalmente casarse en 1843, cuando Marx tenía 25 años y ella, 28. Tuvieron siete hijos, de los cuales sólo tres –todas mujeres- superaron los treinta años.

De Marx, se dijo que fue un pésimo marido, “incapaz de llevar el presupuesto familiar”. No faltaban razones. A raíz de las persecuciones, los exilios y la intensa actividad militante, la familia debió soportar las peores miserias, apenas subsanadas por algún ingreso propio y los aportes de buenos allegados. Además, Marx había caído en las tentaciones de la infidelidad, llegando incluso a tener un hijo que crió su amigo Engels.

Sin embargo, sus cartas de amor, tardíamente conocidas, descubrieron un costado largamente ignorado. Tal había sido el desconocimiento, que su hija Eleonor llegó a escribir que “no hay leyenda más graciosa que la que pinta a Marx como persona dura, sombría e intratable”. Eleonor sostuvo  que su padre había sido “el hombre más vivo y jovial de cuantos he conocido, con un derroche de humor y alegría de vivir rebosante, con una sonrisa contagiosa e irresistible; el más amable y delicado y sensible de los camaradas...” y no dejaba de hablar del amor de sus padres: “Durante toda la vida Marx no sólo amó a su mujer, sino que estuvo enamorado de ella. Tengo delante de mí una apasionada carta de amor, que parece escrita por un joven de 18 años...”.

Es justamente esta carta, a la que hace referencia Eleonor Marx, la que acercamos en esta oportunidad para homenajear a los enamorados de febrero. Jenny falleció el 2 de diciembre de 1881. Poco más de un año después, la acompañó el gran inspirador de las luchas comunistas de las décadas posteriores.

Fuente: Marx-Engels. Collected Works, Vol. 40, London, Lawrence and Wishart, 1983, pág. 54. [Traducción de www.elhistoriador.com.ar]

Carta de Carlos Marx a Jenny von Westphalen

34 Butler Street, Greenheys, Manchester, 21 de junio de 1856

Querida mía:

Te escribo otra vez porque me encuentro solo y porque me apena conversar contigo siempre sin que lo sepas ni me oigas, ni puedas contestarme. Aunque tu retrato es malo, me sirve perfectamente, y ahora entiendo cómo es que aun los retratos menos lisonjeros de la madre de Dios, las “vírgenes negras”, tienen  sus más celosos admiradores, y más admiradores aun que los buenos retratos. Por lo menos, ninguno de aquellos oscuros retratos de las “vírgenes negras” ha sido tan besado, ninguno mirado con tanta veneración y adorado como la foto tuya, que aunque no es lóbrega, sí es sombría y de ninguna manera refleja a su querido, encantador, besable y dulce rostro. Pero al poner en derecho lo que los rayos del sol mal han representado, descubro que mis ojos, estropeados por la luz del quinqué y el humo de tabaco, son capaces de verte no sólo en sueños, sino también en la realidad. Y allí estás, delante de mí, grande como en la realidad, y te puedo levantar con mis brazos y te beso el cuerpo entero, y  caigo sobre mis rodillas delante de ti y lloro: “Querida, te amo”, y te amo de veras, con el amor más grande que jamás se haya sentido en los páramos de Venecia. Falsa y asquerosamente, el mundo forma imágenes superficiales. ¿Quién de mis muchos calumniadores y enemigos de lengua venenosa alguna vez me ha reprochado por hacer el papel de galán en un teatro de segunda categoría? Y es verdad. Si los sinvergüenzas hubiesen tenido algo de ingenio, habrían trazado el cuadro: por un lado, “las relaciones productivas y sociales” y, por el otro, yo mismo a tus pies. Debajo habrían escrito: “Contemple este cuadro y el otro”. Pero estúpidos son esos sinvergüenzas y estúpidos permanecerán, en seculum seculorum [para toda la eternidad].

La ausencia momentánea hace bien, pues vistas de cerca, las cosas  parecen demasiado iguales para que podamos distinguirlas. Hasta las torres, vistas de cerca, parecen enanas, mientras que lo pequeño y lo cotidiano,  cuando lo tenemos delante, crece en demasía. Lo mismo ocurre con las pasiones. Los pequeños hábitos, en la cercanía, cuando los sentimos encima, toman forma pasional, y desaparecen tan pronto como su objeto escapa a nuestra vista. Y las grandes pasiones, a las que la cercanía del objeto convierte en pequeños hábitos, se  agigantan y cobran de nuevo su forma natural por el efecto mágico de la  lejanía. Eso es lo que sucede con mi amor. Basta que te alejes de mí simplemente cuando te sueño, y en seguida me doy cuenta de que el tiempo sólo le ha servido para lo que el sol y la lluvia sirven a las plantas; para crecer.  Mi amor por ti, en cuanto te alejas de mi lado, se revela como lo que es, como un gigante en el que se concentra toda la energía de mi espíritu y todas las  fuerzas de mi corazón. Vuelvo a sentirme hombre, porque siento una gran pasión, y la variedad en que nos embrollan el estudio y la cultura moderna, y el  escepticismo con el que inevitablemente enfrentamos todas las impresiones subjetivas y objetivas, tienden a hacernos a todos pequeños y débiles, y  quisquillosos e indecisos. Pero el amor, no por el hombre feuerbachiano, ni por el metabolismo de Moleschott, ni por el proletariado, sino el amor por  la amada, el amor por ti, vuelve a hacer hombre al hombre.

Reirás, mi corazón querido, y te preguntarás “¿por qué esta retórica de repente?”. Pero si yo pudiese presionar tu pecho dulce contra el mío, yo quedaría mudo y no pronunciaría ni una palabra. Ya que no puedo besarte con mis labios, lo haré con mi lengua y mis palabras. Yo podría, en verdad, aun armar versos, de los Libros sobre las penas alemanes, al estilo del Libri Tristium  de Ovidio. Él, sin embargo, sólo había sido desterrado por el Emperador Augusto; en cambio, yo he sido desterrado de usted, y eso es algo que Ovidio no podría entender.

Hay, en verdad, muchas mujeres en el mundo, y algunas de ellas son hermosas. ¿Pero dónde más encontraré una cara de la cual cada gesto, cada arruguilla aún, logre recordarme las mejores y más dulces memorias de mi vida? En tu dulce rostro puedo aún leer mis infinitas penas, mis irreemplazables pérdidas, pero cuando beso tu dulce cara alejo mi dolor. “Enterrado en sus brazos, revivido por sus besos” -en tus brazos, así es, y por tus besos- y dejen a los brahmanes y a los pitagóricos conservar su doctrina de la reencarnación, y al cristianismo su doctrina sobre la resurrección. (...)

Adiós mi querido corazón. Mil besos para vos, y para los niños también, de

Tu Carlos.

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Las porteñas de la calle del Cabildo

Durante cinco meses, cada sábado, los porteños de los años de 1837 y 1838 tuvieron la oportunidad de leer una revista de interés general, informándose sobre cuestiones literarias, filosóficas y estéticas, en notas llenas de humor, realismo y crítica.

Quien comandó las punzantes plumas de los 23 números de La Moda, Gacetín semanal de Música, de Poesía, de Literatura, de Costumbres, fue ni más ni menos que Juan Bautista Alberdi; y entre sus compañeros de redacción se encontraban jóvenes de la denominada Generación del 37 que concurrían asiduamente al Salón Literario de Marcos Sastre, entre ellos, Juan María Gutiérrez, Rafael Corvalán y Vicente Fidel López.

Espejada en la cultura progresista europea (combatiendo el tradicionalismo español), La Moda aspiraba a formar las costumbres porteñas, apuntando especialmente a niñas y jóvenes.

La revista ocupaba la mayor parte de sus páginas en cuestiones que entonces muchos calificaron de frívolas, pero su fin, hacia mediados de abril de 1938, tuvo tanto que ver con el escaso éxito comercial como con la desconfianza que terminó despertando el gacetín en el gobierno rosista, pues no pocos de sus intelectuales comenzaban a formar parte del bloque opositor.

Pero aunque la revista realizara ocasionales intervenciones políticas, gran parte de sus artículos ensayaban frescos de la cotidianeidad porteña. Entre ellos, uno como el que publicamos en esta gaceta. El verano porteño y sus mujeres del año 1938, descritos desde la calle del Cabildo, denominada oficialmente así hacia fines del siglo XVIII, anteriormente llamada Villota y Victoria, hasta llevar finalmente, ya en el siglo XX, el nombre del dos veces presidente radical, Hipólito Yrigoyen.

Fuente: La Moda. Gacetín semanal de música, de poesía, de literatura, de costumbres, N° 2, Buenos Aires, noviembre 25 de 1837, Editor responsable Rafael J. Corvalán, Imprenta de la Libertad; en Academia Nacional de la Historia. La Moda, Gacetín…. 1838 (reimpresión facsimilar) Buenos Aires, Guillermo Kraft LTDA, 1938, págs. 83-84.

El verano del 38 ha sido saludado ya por las porteñas, en faz de un cielo puro, en las bellas noches de la calle del Cabildo: ¡dos horas de ilusión y de poético embargo! El continuo triscar del zapato mujeril, el hablar melódico, el sonreír armonioso de las bellas, el murmullo de los laureles retóricos que el galanteo deposita a sus plantas produce una armonía inexplicable que aturde dulcemente los sentidos. En aquellos momentos, puede uno olvidarse de que es desgraciado, aun siéndolo cuando es posible. Hemos dicho las bellas, y a propósito; porque no hay feas en la calle del Cabildo. La noche es mujer; también lo es la luz,  y parece que asociadas se ha encargado la una de alumbrar lo bello, y la otra de esconder lo feo.

No debe ir a la calle del Cabildo quien quiera vivir apasionado: perderá su fe y sacará exhausto el pecho; comúnmente es lo que se gana, desconsuelo. El corazón ha sido allí mil veces arrebatado, y otras mil abandonado. La belleza es un torrente que precipita y derroca la belleza. Las sensaciones, agolpan, se baten y perecen. ¿Qué queda en la memoria? –una música confusa de sonrisas, de palabras dulces, de nombres simpáticos, un caos de figuras angélicas, de actitudes de formas graciosas que se resuelven y cruzan en todo sentido, dejando en el alma una impresión vaga que la substrae igualmente a la desgracia y a la felicidad.

Nunca las porteñas son más graciosas; y es porque no intentan serlo; su fácil peinado, su ligero traje, su franco y noble porte, les da más que nunca aquella rara gentileza que los extranjeros las han concedido sobre todas las mujeres del mundo.

Cuando la luna, cual otra belleza argentina, asiste a estos rendez-vous de sus amigas, que nuevo encanto! Era de creerse que su luz de amor, como toda luz, marchitase sus prestigios; pero al contrario, es más completa la ilusión: la luz de la luna es como la luz de la poesía: luz de seducción y de mentira; promete la verdad y da la belleza; nos ofrece mostrar mujeres, y nos hace ver ángeles. Oh! En aquellas noches alegres, las porteñas con sus ropas iluminadas, con sus caras pálidas como la Diosa de las estrellas, no se diría sino que son ángeles escapados del cielo.

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El gaucho del siglo XIX, visto por Carlos Darwin

El gaucho, protagonista singular de nuestra pampa, adquirió durante el siglo XIX características bien definidas. Hábil jinete, su vida estaba ligada a la cría de ganado vacuno y a la utilización de su cuero. Solitario, de vida seminómade, realizaba casi todas sus actividades a caballo, animal que en ocasiones era toda la riqueza que el gaucho poseía. Tamangos, chiripá, sombrero, poncho, boleadoras y cuchillo eran su vestuario habitual.
 
Su alma indómita no logró adaptarse al nuevo sistema económico que supuso el paso de la ganadería a la agricultura. Con el correr del siglo, el gaucho sería perseguido y obligado a formar parte de los ejércitos. Sin embargo, su vida quedaría retratada en innumerables relatos. A continuación transcribimos un fragmento bastante poco halagüeño sobre nuestros gauchos del diario del naturalista Carlos Darwin, quien visitó esta región en la primera mitad del siglo XIX.

Fuente: Carlos Darwin, Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo en el navío de S. M. Beagle; en El Gaucho a través de los testimonios extranjeros  1773-1870, Buenos Aires, Emecé, 1947, págs. 30-31..

Aspecto, sentimientos y creencias del gaucho

Al anochecer hicimos alto en una pulpería o tienda de bebidas. Durante la noche vinieron numerosos gauchos a beber licores y a fumar puros; su continente atrae sobre manera la atención; por lo general son altos y bien formados, pero llevan en el semblante cierta expresión de orgullo y sensualidad. Usan con frecuencia bigote y cabellera negra rizada, que les cae por la espalda. Con sus trajes de brillantes colores, grandes espuelas, que suenan en los talones, y cuchillos sujetos a la cintura, como daga (y usados a menudo), parecen una raza de hombres muy diferente de lo que podría esperarse de su nombre de gauchos o simples campesinos. Excesivamente corteses; pero mientras os hacen una inclinación demasiado obsequiosa, parecen dispuestos a degollaros si la ocasión se presenta.

Durante los últimos seis meses he tenido ocasión de observar un poco el carácter de los habitantes de estas provincias. Los gauchos o campesinos son muy superiores a los que residen en las ciudades. El gaucho se distingue invariablemente por su cortesía obsequiosa y hospitalidad; jamás he tropezado con uno que no tuviese esas cualidades. Es modesto, así respecto de sí propio como por lo que hace a su país, y a la vez animoso, vivaracho y audaz.

Por otra parte, es menester decir también que se cometen muchos robos y se derrama mucha sangre humana, lo que debe atribuirse como causa principal a la costumbre de usar el cuchillo. Da pena ver las muchas vidas que se pierden por cuestiones de escasa monta. En las riñas, cada combatiente procura señalar la cara de su adversario cortándole en la nariz o en los ojos, como con frecuencia demuestran las profundas y horribles cicatrices. Los robos son consecuencia natural del juego, universalmente extendido, del exceso en la bebida y de la extremada indolencia. En Mercedes pregunté a dos hombres por qué no trabajaban. Uno me respondió, gravemente, que los días eran demasiado largos; y el otro, que por ser demasiado pobre. La abundancia de caballos y profusión de alimentos hacen imposible la virtud de la laboriosidad. Además, hay una multitud de días festivos; y como si esto fuera poco, se cree que nada puede salir bien si no se empieza estando la luna en cuarto creciente; de modo que la mitad del mes se pierde por estas dos causas.

La policía y la justicia carecen de eficacias. Si un hombre pobre comete un asesinato y cae en poder de las autoridades, va a la cárcel y tal vez se le fusila; pero si es rico y tiene amigos, puede estar seguro de que no le seguirán graves consecuencias. Es curioso que hasta las personas más respetables del país favorecen siempre la fuga de los asesinos; creen, al parecer, que los delincuentes van contra el gobierno y no contra el pueblo.  Un viajero no tiene otra defensa que sus armas de fuego, y el hábito constante de llevarlas es lo que impide la mayor frecuencia de los robos.

El carácter de las clases más elevadas e instruidas que residen en las ciudades participa, aunque tal vez en grado menor, de las buenas cualidades del gaucho; pero recelo que las acompañen con muchos vicios que el último no conoce. La sensualidad, la mofa de toda religión y corrupciones de índole diversas no dejan de ser comunes.

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