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Año 9 · Número 15 · Enero de 2019, ISSN 1851-5851 - Una publicación de www.elhistoriador.com.ar, dirigida por Felipe Pigna ÍndiceEl parte policial en el que se basó Juan Manuel Blanes para pintar “Un episodio de la fiebre amarilla”Era enero de 1871 y comenzaba el peor brote de fiebre amarilla que vivió Buenos Aires. La peste acabó con la vida de 14.000 personas, aproximadamente... Bouchard. Halcón de los mares, corsario de la libertad, por Miguel Ángel de MarcoHipólito Bouchard nació n enero de 1780 en Bormes, cerca de Saint Tropez, Francia. Desde muy pequeño se incorporó a la marina y en 1809 El cruce de los Andes en aeroplano, por Carlos Francisco BorcosqueEn enero de 1817 José de San Martín emprendió el cruce Los Andes desde Mendoza con su Ejército dispuesto a liberar Chile. La práctica del beso ceremonial a través de los años
Compartimos aquí una simpática nota sobre la costumbre del beso protocolar a través de los años.
Crítica de Eduardo González Lanuza al libro Cuadernos de infancia de Norah LangeCompartimos una crítica literaria a Cuadernos de infancia de Norah Lange, realizada por Eduardo González Lanuza, aparecida en la revista Conducta en 1938.
Era enero de 1871 y comenzaba el peor brote de fiebre amarilla que vivió Buenos Aires. La peste acabó con la vida de 14.000 personas, aproximadamente un 8% de la población, en general habitantes pobres de los barrios bajos. Todo parece indicar que los mosquitos que transmiten la enfermedad llegaron en un barco procedente de Asunción del Paraguay junto con los combatientes que volvían de la guerra y encontraron muchos sitios propicios para reproducirse en los innumerables charcos y pantanos de las zonas cercanas al puerto, ensañándose particularmente con las barriadas populares de San Telmo y Monserrat. Los primeros casos se dieron en casas de inquilinato. Pronto la enfermedad se extendió y llegó causar más de 500 muertos en un mismo día. Aquella tragedia quedó plasmada en el cuadro “Un episodio de la fiebre amarilla”, del pintor uruguayo Juan Manuel Blanes, que refleja con dramatismo los estragos de aquel flagelo. En la obra, un pequeño niño se apoya sobre el pecho de su madre, que yace sin vida en el suelo de la habitación. Dos hombres contemplan conmovidos la escena sin darse cuenta que en la semipenumbra el padre de la criatura también yace muerto. El cuadro, que se expuso en el viejo Teatro Colón de Buenos Aires el 8 de diciembre de 1871, causó gran impresión. Casi todos los porteños tenían muertos que llorar a causa de la epidemia. Compartimos en esta ocasión una de las fuentes que utilizó Blanes para componer la obra, el parte policial del Comisario Lisandro Suárez donde relata la escena descubierta por un sereno en la madrugada del 17 de marzo de 1871. El pintor oriental incluyó en la escena a Roque Pérez, presidente de una comisión popular para combatir la enfermedad, y el doctor Argerich, ambas víctimas fatales de la enfermedad que combatieron con denuedo. Fuente: Leandro Ruiz Moreno, en La peste histórica, citado en Miguel Ángel Scenna, “Diario de la Gran Epidemia”, Revista Todo es Historia, Año 1, Nº 8, diciembre de 1967, pág. 21. Marzo 17 de 1871 Al señor jefe de policía: A la una de la madrugada de hoy, el sereno de la manzana 72, Manuel Domínguez, notó que la puerta de la calle Balcarce número 384 estaba abierta. En cumplimiento de su deber, llamó, y visto que no se le contestaba, entró, y encontró a una mujer muerta, con una criatura de pecho mamándole. Entonces, éste recogió al niño y pasó palabra al ayudante, don José María Sáenz Peña, quien remitió al niño a ese departamento. En la mañana de hoy, el que firma fue a la indicada casa y encontró el cadáver tirado en el suelo, encima de un colchón. Según los informes que he podido conseguir, esta mujer fue traída ayer en un carro a la citada casa. Dicen que se llama Ana Bristiani, italiana, y que tiene su marido enfermo en la Boca del Riachuelo, pero que no saben dónde. La casa en que ha fallecido esta mujer se halla abandonada; por tanto, tan pronto como se saque el cadáver, cerraré la puerta hasta tanto se presente el marido de ésta, para ponerlo en posesión de algunas cosas que hay, si bien de poco valor. Hipólito Bouchard nació n enero de 1780 en Bormes, cerca de Saint Tropez, Francia. Desde muy pequeño se incorporó a la marina y en 1809 llegó a Buenos Aires en un barco francés, pocos meses antes del comienzo de la Revolución de Mayo. Bouchard pronto simpatizó con las ideas expresadas por el sector más radical de la Junta, liderado por Mariano Moreno, y puso sus conocimientos navales a disposición de la revolución. El gobierno lo nombró segundo comandante de la recientemente creada flota nacional. En 1813 participó del combate de San Lorenzo junto a José de San Martín. Dos años más tarde, se sumó a la campaña de guerra de corso dirigida por Brown comandando la corbeta Halcón. En octubre de ese año, pudieron apresar fragatas españolas y bloquear y atacar el puerto de El Callao. Siguieron viaje y atacaron las fortificaciones cercanas a Guayaquil. En 1816, volvieron a bloquear la entrada al puerto de El Callao y hundieron la fragata española Fuente Hermosa. Pero la etapa más novelesca de la vida de Bouchard estaba por comenzar. En el primer aniversario de la declaración de Independencia, el 9 de julio de 1817, Bouchard partió al mando de la fragata La Argentina en un raid de dos años durante los cuales liberó esclavos, combatió contra los piratas filipinos, suscribió acuerdos con el rey de Hawái y golpeó las posesiones españolas de California. Comparto con ustedes un fragmento del prólogo de la biografía del temerario marino francés que escribió Miguel Ángel de Marco, que narra las extraordinarias aventuras del “halcón de los mares”, que hizo tremolar la bandera nacional alrededor del mundo. Fuente: Miguel Ángel de Marco, Bouchard. Halcón de los mares, corsario de la libertad, Buenos Aires, Editorial Emecé, 2018, págs. 9-12. En los ya lejanos días de mi niñez y adolescencia, cuando los padres estimulaban el hábito de la lectura en sus hijos y existía una biblioteca por aula en casi todas las escuelas, sobresalían, entre las obras que frecuentábamos, las de la célebre colección Robin Hood. Un mundo de personajes reales y ficticios se desplegaba ante nuestros ojos: a las versiones libres de clásicas sagas, se agregaban las biografías noveladas de figuras prominentes de la historia. Varias se referían a personajes notables del pretérito argentino, pero dos eran mis favoritas: Guillermo Brown, el almirante de bronce, y Bouchard, el corsario. Gracias a aquellos libros nació tempranamente mi interés por el pasado naval argentino, que se convirtió en pasión cuando llegaron a mis manos los textos precursores de Bartolomé Mitre, Ángel Justiniano Carranza y muchos otros después. Con el paso de los años, mis investigaciones en los archivos españoles me permitieron abordar múltiples documentos vinculados con la lucha entre patriotas y realistas en los mares y cursos fluviales de la parte austral del continente. Sin embargo, mi reencuentro con Bouchard se produjo en el año 1988, como integrante de la plana mayor de la fragata ARA Libertad, que por orden del entonces presidente Raúl Alfonsín había abandonado los itinerarios tradicionales para tocar remotos puertos del lejano Oriente. Luego de cruzar el Canal de Panamá, sin duda menos riesgoso que el Cabo de Hornos que habían tenido que sortear nuestros corsarios, tocamos Acapulco, y enseguida Monterrey. El cruce de los Andes en aeroplano, por Carlos Francisco BorcosqueEn enero de 1817 José de San Martín emprendió el cruce Los Andes desde Mendoza con su Ejército dispuesto a liberar Chile. Las tropas patriotas se enfrentaron con las realistas el 12 de febrero de aquel año en la Batalla de Chacabuco. Fue la primera victoria del Ejército de los Andes, y la llave para ocupar Santiago. El país vecino declaró su independencia al año siguiente. Un siglo más tarde, el piloto chileno Dagoberto Godoy recorrió el camino inverso, realizando el primer vuelo en aeroplano sobre la Cordillera de los Andes. El avión, que había despegado del sur de Santiago, logró aterrizar en Mendoza el 18 de diciembre de 1918. Compartimos aquí un artículo publicado tras aquel logro. Fuente: Carlos Francisco Borcosque, “El cruce de los Andes. Hablando con el teniente Godoy” en Revista Caras y Caretas, N° 1058, 11 de enero de 1919. Godoy, el teniente Godoy, es el “hombre del día”, o el “hombre de hoy”, como dijo ya un poeta ramplón de esos que se acoplan a la cola de los héroes. Un grande hombrecito, pequeño de estatura, ha sido quien ha cumplido después de tantos años de ensayos, de fracasos, de esfuerzos y de sacrificios de argentinos y chilenos, la hazaña de cruzar la mole de los Andes a bordo de un avión, y por su parte más alta, conquistando un triunfo que marca, quizá, el paso más grande la aviación actual. Con un entusiasmo delirante –delirante puede llamarse a una multitud que se lanzó íntegra a las calles, rompiendo cordones policiales– -pisoteándose, empujándose por ver al pequeño héroe, recibió Santiago al hombre que, como dijera Belisario Roldán, en un discurso, “lanzó la primera mirada que las cumbres vieron venir de más alto que ellas mismas”. Inútil hacer crónica de agasajos y congratulaciones. Hay premios, fiestas, medallas, ascensos y mil cosas más con que el ejército, el gobierno, las cámaras y el pueblo han manifestado su entusiasmo. El teniente Godoy, como buen militar, ha sido reacio a todo reportaje y a toda ostentación. Nada o casi nada ha declarado –como nada dijera antes de su tentativa– y, por lo tanto, tenía yo especial interés en enviar algo de lo que él dijera, para Buenos Aires, donde tanto piloto hay que ha soñado con triunfo semejante. Y logré, felizmente, entrevistarle. La práctica del beso ceremonial a través de los añosCompartimos aquí una simpática nota sobre la costumbre del beso protocolar a través de los años. Fuente: Revista Caras y Caretas, N° 1058, 11 de enero de 1919, pág. 6. Es práctica generalmente seguida por los soberanos en sus visitas de Estado, cambiar estrecho abrazo seguido por un sonoro beso, que, en muchas ocasiones, está muy lejos de nacer al calor de los afectos particulares o de las meras simpatías personales. Ese beso, no es, en efecto, sino una ceremonia más del complicado ritual cancilleresco, un símbolo que indica al profano en esas prácticas de la diplomacia, la igualdad de rango de las personas que de él hacen uso ante la mirada curiosa de la galería. De ahí que únicamente se besen en sus encuentros los soberanos entre sí, y nunca soberanos y príncipes, o reyes y presidentes de repúblicas. Tan solo ha habido, en la larga serie de visitas regias registradas de veinte años a esta parte, una excepción a esa práctica: el beso dado por el zar Nicolás II al presidente Faure, cuando éste último llegó a Petrogrado, y que repercutió en todas las cancillerías europeas con alarmantes sonoridades democráticas, puesto que hasta entones el saludo de ceremonia entre un monarca y un presidente de gobierno republicano se había limitado a un apretón de manos, sin más requisitos afectivos. Esto del beso oficial, del beso fríamente ceremonioso, que ningún parentesco tiene con el beso engendrado por el cariño, es achaque antiguo. En la antigua Grecia, los iniciados en los misterios de Eleusis se besaban en señal de hermandad y de coparticipación de conocimientos, práctica que heredaron los primeros cristianos y que llevaban a cabo en sus místicos ágapes hasta que Inocencio III la prohibió para evitar escándalos. Crítica de Eduardo González Lanuza al libro Cuadernos de infancia de Norah LangeCompartimos una crítica literaria a Cuadernos de infancia de Norah Lange, realizada por Eduardo González Lanuza, aparecida en la revista Conducta en 1938. Fuente: Revista Conducta al servicio del pueblo, N° 1, agosto de 1938, págs. 41-42. Hubo un tiempo en que cierto meridiano intelectual dio mucho que hablar. Se discutió en todos los tonos bajo el comando de qué cronómetro debíamos poner a horario nuestras metáforas. Se apostrofó a los habitantes del meridiano de en frente con verdadera saña de meridionales. Pero a nadie se le ocurrió pensar en la importancia de los paralelos en la literatura; y sin embargo yo creo que la latitud poética, tiene muchísima más importancia que la longitud. El hemisferio austral tiene mala suerte literaria; cierto es que la cultura es mucho más reciente en él; pero así y todo hay que reconocer que los escritores que habitamos entre el Polo sur y el Ecuador, jamás alcanzaremos la fama de nuestros vecinos de arriba. Y como ejemplo evidente de ello, aquí tenemos el libro de Norah Lange Cuadernos de Infancia publicado el año pasado. Si ese mismo libro hubiera salido de la prensa de Oslo o de Budapest, de Leipzig, y no digo nada de París, actualmente sería un libro tan famoso en todo el mundo como La Historia de San Michele de Axel Munthe, con el que tiene más de un punto de semejanza. Pero ha sido publicado en Buenos Aires, y debe conformarse con un éxito casi aldeano, ya que pocos más que los habitantes de una aldea somos en número los lectores y compradores de libros porteños. Paciencia. Tenemos que compensar a Norah por la escasez de sus lectores, con la intensidad de nuestras lecturas; porque libros como el suyo son para releerlos con insistencia, ya que su aparente sencillez en la superficie, encierra un fondo de limpidez inalcanzable. |