Fuente: Revista Brecha, 22 de noviembre de 1996, “Con José Pedro Barrán. La historia y el otro”, por Roger Geymonat.
La ilusión de objetividad, el pecado del anacronismo y la incapacidad de autocrítica son para José Pedro Barrán algunos de los peligros del ejercicio del historiador. Las reacciones que su reflexión sobre estos temas han generado en el medio hacen que la teoría de la historia entre en el debate intelectual e ideológico del Uruguay de hoy.
El 11 de octubre, en el marco de un encuentro entre investigadores e historiadores realizado en el CLAEH 1, el profesor José Pedro Barrán reflexionó sobre los modos de hacer la historia con una mirada crítica que refirió a su propia obra. Sus palabras no tardaron en provocar malentendidos y desacomodos intelectuales. En el Congreso de la Asociación de Profesores de Historia del Uruguay, realizado el 9 y 10 de noviembre, los efectos de sus declaraciones publicadas en las páginas políticas de un medio de prensa motivaron una serie de preguntas que, en ocasiones, adoptaron el carácter de interpelación. Barrán señaló la descontextualización de que habían sido objeto sus reflexiones aunque ratificó, en esencia, lo expresado en aquel encuentro. Pero la «polvareda» que en el ambiente de los historiadores nacionales levantaron estos desencuentros es historia «dura», historia «blanda». Creo que hay dos tipos de historia. La «dura», erudita, muy apegada al documento, a menudo también poco imaginativa, y la otra -a veces no tan apegada al documento- más ensayística, más «blanda», que tiene la virtud de generar hipótesis para ser utilizadas por la investigación «dura» pero que si no se es muy cuidadoso corre el riesgo de favorecer el «talenteo». La historia cada vez más está hecha por profesionales y a veces, desgraciadamente, escrita sólo para profesionales. Requiere por un lado un conocimiento muy intenso de metodologías muy sofisticadas y por el otro el dominio de un background de aspectos teóricos cada vez más imponente. Hoy en día, el historiador tiene la obligación de ser lo más erudito posible.
Hay que partir de la interdisciplinariedad, de la integración. La historia ya no puede, o quizás nunca pudo, bastarse a sí misma. Si releemos El siglo de Luis XIV, de Voltaire, es posible darse cuenta de que el hombre miraba más allá de la propia historia de su época y recurría a visiones del saber conexas al saber histórico, desde la filosofía al derecho. Resulta evidente que allí no hay sólo historia.
La especialización no quiere decir que ya no sean posibles las historias «globales», las obras de síntesis: Hobsbawm, Halperin prueban lo contrario, y, pese a que puedan dejar muchos flancos, para el especialista son imprescindibles porque permiten miradas aéreas, globales, que ayudan a establecer hipótesis imposibles de otra forma.
El «pecado» del anacronismo.
La historia es siempre un diálogo con el pasado, y de esa forma se transforma en un diálogo con el «otro», con los muertos, con otra cultura, con otra época, con una radical alteridad.
Por supuesto que el historiador no es neutro, pero en realidad debería utilizar a ese «otro» para estudiarse a sí mismo. La clave del estudio de los demás, la utilidad -o la aparente utilidad- del estudio de los demás está en que permite, a través de la comparación, advertir las características de tu propia época, de tu propia cultura. Eso sólo es posible mirando al «otro». No identificándose con él. Es rechazándose un poco a uno mismo que se puede ver al «otro», y valorar las características y la legitimidad que ese «otro» tiene, entenderlo y a la vez entenderse como cultura y sociedad en funcionamiento. Eso es lo que hace, por ejemplo, cierta clase de antropología.
El primer pecado que comete el historiador, y del cual debe alejarse porque es el que más lo cerca y más lo puede confundir, es el del anacronismo: asignar a la otra época, al «otro» precisamente, sus propios intereses, su propia visión del mundo. Si el historiador no advierte esa alteridad esencial comete de inmediato pecado de anacronismo, y eso es lo peor que le puede suceder. Entonces, por ejemplo, si pertenece a una izquierda ideologizada, verá a Artigas como el reformador de las estructuras agrarias, equiparable con Fidel Castro; si pertenece a una derecha ideologizada, Artigas será un hombre que buscaba ordenar el caos productivo y poner en vereda al gaucho, haciéndolo un productor; si se trata de un ferviente demócrata, lo convertirá en un hombre que sólo dijo «mi autoridad emana de vosotros y cesa ante vuestra presencia soberana»; si fuera un historiador revisionista tradicional, Artigas será el adalid de la Patria Grande; Objetividad, subjetividad y otras contaminaciones. No me cabe duda de que una historia totalmente objetiva es sólo una ilusión. El historiador no puede evadirse de su tiempo. En alguna medida, eso siempre lo condiciona. Lo condicionan su cultura, su género, su pertenencia a un grupo o clase social, y le cuesta comprender lo que está fuera de esa cultura, de esa clase, de ese género. Pero estas limitaciones pueden ser utilizadas de tal manera que enriquezcan el análisis. Por ejemplo, yo nunca entendí bien el problema, el drama íntimo que puede significar en una cultura el control de la natalidad hasta que leí la reflexión de una historiadora francesa que hablaba del «miedo en el vientre».
Esa reflexión manifiesta una visión de una historia de interioridades que sólo puede darse por pertenencia a un género. Como, probablemente, sólo pueda darse a través de una historia de género, en este caso. Una cosa son las limitantes, de las que hay que ser muy consciente, y otra utilizar o hacer historia políticamente ideologizada, porque de esa forma la comprensión de la realidad es prácticamente imposible. Veamos un ejemplo: la historia del movimiento sindical que en 1960 escribió Francisco Pintos tiene una gran importancia, sea porque en muchos aspectos es una investigación pionera o por la valiosa información que contiene, pero se trata de un trabajo muy flechado. Ese tipo de enfoques impide realmente observar la riqueza del movimiento sindical de la época; peor aun, impide también entender el presente, en el que también el movimiento obrero es muy rico en diversidad de planteamientos, no es monolítico, como en parte pretendía demostrar Pintos en su historia. Si se estudia la historia del movimiento sindical como lo ha estado haciendo, por ejemplo, Zubillaga, se advierte que ya en el 900 hay una diversidad ideológica…
Los intelectuales y la autocrítica.
Hacer autocrítica en Uruguay parece una tarea muy difícil para los intelectuales. Ello es así porque están muy marcados, muy rotulados, política, ideológica y hasta estéticamente. Cualquier cambio, cualquier acentuación, cualquier pequeña modificación en ese rótulo puede llevar a ser descalificado, señalado como una «traición». Eso es muy grave, porque en realidad debería suponerse que la función de un intelectual es justamente la crítica, la de la sociedad pero también la de sí mismo: yo diría que eso es lo mínimo que se le puede pedir a un intelectual sincero.
Esa rotulación lleva a que muchas veces se confunda la autocrítica que uno hace a su modo de ver científico con una autocrítica a sus ideas políticas. Lo cual no necesariamente va de la mano: que uno critique lo que hizo hace 30 años no significa que haya cambiado de ideas políticas. Por otro lado, se supone también que en 30 años las opiniones políticas de uno deben haber cambiado en algo. Yo pienso que las mías son un tanto diferentes. Ya no creo que la revolución sea sólo el cambio de las estructuras económicas y sociales. Es eso, pero también otra cosa, que en la década del sesenta no advertía con tanta claridad. Probablemente, hoy sospeche que la revolución no se hace en un día o en un año, y que no se resuelve con un levantamiento armado contra el orden establecido. Probablemente, hoy pueda sostener que se hace cotidianamente combatiendo algunas cosas del orden mental establecido, de la intolerancia vigente, que impiden un ejercicio pleno de la libertad, y que se dan tanto en la derecha como en la izquierda. A mi juicio, también es evidente que el concepto de izquierda, de revolución y de cuestionamiento del orden establecido no es el mismo que hace unas décadas. Entonces, una historia de izquierda no es sólo una historia que cuestiona el orden económico-social. Es también una historia que cuestiona un orden de valores. La revolución no es hoy sólo ocupar un latifundio improductivo. Puede ser también dar a la mujer el derecho a usar su cuerpo, legalizando el aborto; o admitir como militante a un homosexual. Puede ser en última instancia legitimar al diferente. Diría más, debe ser. La revolución debe ser la posibilidad de admitir la diferencia, y el cuestionamiento del orden establecido en una diversidad de planos que no son sólo el económico, social y político. Todo esto implica necesariamente el cuestionamiento de uno mismo…
El uruguayo, en general, es muy conservador, quiere ver las cosas en su sitio. Ver a alguien que insinúa que algo de lo que hizo debería ser revisado provoca desacomodos. Eso siempre altera, da inseguridad, y el uruguayo no quiere inseguridades: no las quiere en el plano social, ni en el económico, ni en el ideológico. Todo lo que lo altere desde cualquiera de esos ángulos va a ser considerado «peligroso» y estigmatizado. Todo lo que signifique cuestionar de alguna forma los lugares ideológicos que se deberían ocupar permanentemente, desacomoda, obliga a pensar, a pensar de nuevo, y eso genera mucha inseguridad.