Autor: Ricardo Halac, La Opinión cultural, domingo 10 de diciembre de 1972.
Los grandes satíricos de “Caras y Caretas” a “Crítica” – 1900-1920
A principios de este siglo el periodismo argentino contaba con un importante elemento que lentamente había llegado a la plenitud de su expresión: la caricatura. Herederos de una tradición que grandes publicaciones satíricas del siglo XIX –como El mosquito y Don Quijote– practicaron, los caricaturistas eran codiciados por diarios y revistas. Su trabajo se consideraba de manera singular, ya que a través de sus trazos ellos podían decir, con imágenes, lo que las palabras muchas veces no alcanzaban –o no podían- expresar.
Fue primero en Caras y Caretas, que contaba con una envidiable impresión, luego en P.B.T., Última hora y Crítica por último, donde la caricatura señoreó –durante las dos primeras décadas de este siglo- en lo que quizá pueda llamarse su época de oro en la Argentina. No sólo los equipos gobernantes eran satirizados sin miramientos: los dibujantes mantenían una distancia crítica frente a la sociedad en general, y ponían su imaginación al servicio del esclarecimiento de las distintas conductas humanas. En un estilizado dibujo de Arno, la mujer de un parvenu –la lógica antecesora de la señora gorda- le dice a su marido en una exposición: “No te quedes mucho delante de ese cuadro que te pueden tomar por el pintor galardoneado”. En otro dibujo –que con ligeras modificaciones aparece repetido varias veces en esa época- conversan dos jóvenes aristócratas. “¿De qué vives ahora?”, pregunta uno. “De la pluma”, responde el segundo. “¿Escribes novelas?, insiste el primero sorprendido. “No, cartas a mi tío pidiéndole dinero”.
Los grandes caricaturistas intuyeron las frágiles bases sobre las que se asentaba la opulenta sociedad argentina de principios de siglo, y no tuvieron miramientos al retratar las actitudes sociales de quienes creían que, con la venta de granos y carnes, el país alcanzaría el bienestar de las grandes potencias. Hay miles de ejemplos que desnudan los prejuicios sociales. “¡Doctor, corra usted! –clama un distinguido terrateniente en una caricatura ubicada en casa del médico-. Mi hijo se ha tragado una moneda de dos centavos!”. “Pues, vaya una pérdida para apurarse tanto”, responde el facultativo.
Los caricaturistas son el lujo de las publicaciones de entonces. En sus trazos se evidencia también el sano humor, ese gran humor, sutil y profundo, que es una de las características de nuestra idiosincrasia. Caras y Caretas, por ejemplo, tenía una sección llamada “La caricatura extranjera”, donde se reproducían los mejores dibujos de las más importantes publicaciones europeas. El público de entonces –y el actual, a la distancia- podía cotejar, parangonar y comprender que, a nivel de agudeza e imaginación, los argentinos Arno, Pelele, Zavataro, Redondo, Rojas o Silva estaban al nivel de los mejores extranjeros.
El 31 de diciembre de 1914 Crítica decide reproducir algunos de los mejores dibujos del año y con tal motivo publica un inesperado y curioso manifiesto. Bajo el título “El humorismo de Crítica”, anota: Se ha dicho que la caricatura es la expresión moderna de la sátira. Su eficacia cáustica, residiendo principalmente en la alteración del detalle ridículo, en el abultamiento de la fealdad física o en la revelación del vicio moral, de las personas o las cosas, ofrece sin duda a la ironía, al ataque o a la censura, el medio más eficaz y certero de expresar aquello que ninguna otra forma de la emisión del pensamiento permite o tolera. Así –continúa- el periodismo moderno, tan maniatado a los convencionalismos o las limitaciones de esa decantada libertad de imprenta de que se hace gala en los países civilizados, ha visto en la caricatura el precioso, colaborador para el cual no hay trabas de lenguaje en los cánones académicos, ni artículos condenatorios en las leyes de defensa social o de reglamentación de imprenta.
“Crítica” –dice en otro tramo- nació a la luz pública armada caballero de la opinión, bajo esos auspicios que los dibujantes simbolizan con el cruce de un lápiz y de una pluma. Estos últimos, señala, habrían conseguido llevar a ese secreto presentimiento de los públicos cultos, la expresión de una verdad que, por prudencia, calla la pluma y por higiene, disimula el consenso popular. Luego enumera a los dibujantes que merecen adjetivos especiales. Así, a continuación del famoso Alonso, se habla de Pedro de Rojas, llamado “comentarista ácido del Kaiser” y de los alemanes de la Primera Guerra Mundial; de Málaga Granet, “el psicólogo de crayón”; de Matteldi, “el italiano lírico y valiente”; de Nicanor Álvarez Díaz, español de Oviedo, ya conocido popularmente como Alejandro Sirio, que merece el cumplido de ser “original y nebuloso”; y aparecen los más jóvenes: Soldati “el rosarino imberbe”, y Silva “que cose a máquina sus dibujos y calumnia a rayas cuanta cara crió Dios a su imagen”.
Estos elogios son, por cierto, merecidos. Toda la época, con sus ilusiones y falsedades, desfila por la pluma audaz de los caricaturistas. Las oleadas de inmigrantes, las confusiones que vivían en la gran ciudad, están retratadas con acierto. Dos italianos, se encuentran en una esquina. “Dígame, amigo –pregunta uno- ¿qué calle e‘questa?” “Calle… Prohibido escupir por la vereda”, responde el otro. Y luego se despiden: “Grazie…, servitore…”.
Hay una caricatura que puede tomarse como anticipatorio crítica a la sociedad de consumo. Un porteño le pregunta a un vigilante: “¿Cuáles son los tranvías que van a Barracas?”. “Todos estos que están pasando”, le señala el guardián del orden. “Pues hace una hora que miro –objeta el primero- y todos dicen: Chocolate Águila, Hierro Quina, Bisleri, Jabón Reuter y Cigarrillos Ideales”.
La guerra del 14 altera las cosas. Las noticias de los frentes de batalla inundan las primeras páginas. Modifican el humor europeo, que se sigue reproduciendo aquí. En un chiste inglés, una lady va al mercado: “Carnicero –dice- lo que ayer le dio usted a mi chica era, sin duda, carne de caballo; el estofado salió tan duro que apenas se podía clavar el tenedor en la salsa”. Otro es más directo sobre el tema. En un hospital de Francia, un oficial pasa revista a los inválidos. “Vamos, hombre –le dice a un herido-, no es nada. Se te irá como vino”. “¡Diablos! –responde el soldado-; pues vino con la explosión de una granada, mi comandante”.
El humor porteño fue evolucionando en el período de la guerra. El auge del radicalismo modificó los valores conservadores, creando nuevas opciones. Por un lado comenzó –a través de la caricatura- la glorificación del arrabal: aparecieron dibujos de los reos, de las minas, de las esquinas de barrio. Por otro lado, se observa que los dibujos estilizados, románticos y escapistas de Sirio empiezan a hacer escuela. Algunos resquicios de la antigua fuerza crítica permanecen, aunque débilmente. Caras y Caretas publica en 1918 el dibujo de un raterito que ataca a un transeúnte con una pistola diciéndole: “¡Venga el reloj!”, el atacado, muy finamente, le contesta: “Perdone usted. Lo empeñé hace tres días; pero le prometo que lo desempeñaré enseguida y se lo mandaré a casa”.
No hace mucho, en una exposición de dibujos originales de la revista Caras y Caretas, el recientemente fallecido José Antonio Ginzo –el célebre Tristán de La Vanguardia– tuvo palabras de elogio para aquellos que se llamaron Mayol, Cao, Arnó, Alonso, Zavattaro, Friedrich, Málaga Granet, Giménez, Sirio, Eduardo Álvarez, Macaya, Huego, Columba, Centurión, López Naguil, Larco, Valdivia, Rechain, Redondo, Linaje, Peñalba, Parpagnoli, Caballé y todos los anónimos que se escuchaban bajo el nombre de “Polimani”; muchos de los cuales luego se diseminaron por otras publicaciones. Vivieron años heroicos –dijo Tristán- sirvieron causas nobles y justas. Jamás vendieron su lápiz y su talento. Por el contrario, marcaron a fuego al mandón de turno, desinflaron medianías, pusieron una nota de gracia en la caliente política criolla y muchas veces, se adelantaron al juicio de la posteridad, revelando los rastros verdaderos, la falla psíquica, el otro yo que siempre se trata de ocultar.
Algo parecido dice el especialista Amadeo Dell’ Acqua en un reciente estudio. En la caricatura política argentina habla de la “subconsciente sabiduría que regula la labor del dibujante caricaturista y que tiende a señalar valientemente, y sin tapujos, los defectos y errores de los hombres”.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar