Winston Churchill. El hombre del puro


Fuente: Revista Hechos mundialesGrandes reportajes a la historia universal, Año 3, Nº 27, págs. 42-43.

Sir Winston Churchill es uno de los más grandes desaparecidos de la década [de 1960] y, por supuesto, una de sus más connotadas figuras.

A la cabeza del cortejo iban los Granaderos de la Guardia con sus fusiles apuntando hacia el suelo, en señal de pasar.

Ciento cuarenta y dos marinos tiraban de la cureña que llevaba el ataúd, tallado en la madera de las viejas encinas de Blenheim, donde descansaba el que fuera Primer Lord del Almirantazgo y Gobernador de los Cinco puertos.

Era el 30 de enero de 1965, y Gran Bretaña hacía un alto en su dinámico presente para despedir al hombre que durante más de sesenta años había mezclado inseparablemente su vida con la del Imperio, que ya no era.

Cinco soberanos, cinco Jefes de Estado, dieciséis Primeros Ministros, embajadores y representantes de ciento once naciones se reunieron en la Catedral de San Pablo para rendirle el supremo homenaje.

Y mientras el cortejo atravesaba esas avenidas que, como Primer Ministro, él había recorrido paso a paso durante los demoledores bombardeos de la Blitzkrieg, la nueva Inglaterra de Los Beatles, de Carnaby Street y el Arte Pop se unía a la del orgulloso Imperio para venerar, no sin algo de nostalgia, a ese hombre con mandíbulas de bulldog que, en la soledad de 1940, había prometido nada más que “sangre, sudor y lágrimas”.

Era la partida del último héroe del Imperio Británico.

Descendiente de los Duques de Marlborough, había sentido siempre como algo propio la historia de su patria, y no podía concebirse desligado de la grandeza de ese pueblo al que estaba ligado por un compromiso de muchas generaciones.

“En todo momento, de acuerdo con mi capacidad y a lo largo de los cambiantes escenarios en que nos toca actuar –había dicho–, yo he tratado de servir fielmente dos ideales que me parecen supremos: la conservación de la grandeza de Britania y su Imperio y la continuidad histórica de la vida en nuestra Isla.”

Nacido en 1874, en el Palacio Belnheim, sede de los Marlborough, ingresó al Ejército en 1894 y sirvió en Cuba, en la India y en las Fuerzas Expedicionarias del Nilo, al mando de Lord Kitchener. Como corresponsal en la guerra de los Boers inició una carrera literaria, que culminó con el Premio Nobel de Literatura en 1953.

Orador brillante, perdió más elecciones que ningún otro político; sufrió desastres y tuvo triunfos; fue alternativamente aclamado y abucheado a través de su larga carrera de hombre público. Su genio, sin embargo, necesitaba de una empresa magnífica y sobrehumana y ella llegó en 1940.

Al ser designado Primer Ministro en mayo de ese año, cuando el más horrible desastre se perfilaba sobre Inglaterra, escribió: “Sentí como si estuviera caminando con el Destino y como si toda mi vida pasada no hubiera sido más que una preparación para este momento y para este desafío”.

Y con implacable coraje, con optimismo contagioso, con ese sentido del humor que para los ingleses es el mejor estímulo, tomó el timón del barco desarbolado que era Gran Bretaña entonces y la condujo hasta la victoria final.

Sus discursos, sus frases, sus ocurrencias, fueron como un tónico para los agotados ingleses de esos años de pesadilla, y su valor físico y moral sirvió para dar la sensación de que había un jefe dispuesto a jugarse hasta el triunfo o el naufragio.

Acaso el resumen más descarnado de la situación y el cuadro que conmovió más a todo el mundo fueron los que diseñó en su discurso  del 18 de junio de 1940, en la Cámara de los Comunes: “Espero que la batalla de Inglaterra esté por comenzar. De esta batalla depende la supervivencia  de la civilización cristiana. De ella dependen nuestro propio modo de vida británico y la continuidad de nuestras instituciones y de nuestro Imperio. Toda la furia y todo el poder del enemigo deberán dirigirse contra nosotros muy luego. Hitler sabe que deberá quebrarnos en esta Isla o resignarse a perder la guerra. Si podemos hacerle frente, toda Europa podrá ser libre y la vida en el mundo podrá progresar por nuevos y soleados caminos. Pero si fracasamos, entonces todo el mundo, incluyendo a los Estados Unidos, incluyendo todo lo que hemos conocido y amado, se hundirá en el abismo de una nueva Edad de las Tinieblas, hecho  muy siniestro y acaso más eficiente por las conquistas de una ciencia pervertida. Asumamos, por tanto, nuestra responsabilidad y conduzcámonos de tal manera que si el Imperio Británico y su Comunidad de Naciones duran mil años, los hombres digan: ésta fue su hora más gloriosa”.

El Imperio Británico casi no sobrevivió a la guerra y la Comunidad Británica de Naciones cambió su estructura hasta hacerse irreconocible, pero el pueblo conducido por ese hombre en la larga noche de 1941, ciertamente marcó uno de los momentos más gloriosos en la historia del heroísmo universal.

En esto seguramente pensaban las trescientas mil personas que lo fueron a ver partir de su querido Londres, embarcado en el “Heavengore”, surcando el Támesis, como Nelson y Wellington.

El 30 de enero de 1965, la nueva Gran Bretaña miró hacia atrás no con ira, sino que con orgullo y el féretro tallado en las históricas encinas del feudo de los Marlborouhg evocó en esta actualidad desinhibida y antiheroica toda la pompa y la majestad del pasado. (…)

Fuente: www.elhistoriador.com.ar