Nacido en Buenos Aires el 19 de julio de 1764, primero entre ocho hijos de un médico veneciano, estudió de chico con los jesuitas y luego fue enviado al tradicional Colegio Montserrat de Córdoba, donde conoció a muchos de los futuros revolucionarios.
Estudió filosofía y estaba pronto a ordenarse en el sacerdocio, pero la muerte de su padre le permitió cambiar de rumbo y partió hacia Charcas para estudiar leyes. De regreso a Buenos Aires, comenzó una activa participación en la política colonial que le ganó la enemistad de los comerciantes y regidores españoles, primero en el Consulado, y luego en el Cabildo.
Luego de la corta vida de sus pioneros proyectos periodísticos, como el Telégrafo Mercantil, consciente como pocos de una nueva identidad que nacía en el pueblo rioplatense, participó del rechazo a la invasión inglesa y, tras la invasión napoleónica a España, compartió con Belgrano el proyecto de lograr la emancipación con una monarquía constitucional encabezada por la Infanta Carlota.
Finalmente, Castelli, primo y amigo de Manuel Belgrano, fue uno de los máximos conspiradores cuando llegó Mayo de 1810. En aquellos días, fue comisionado para intimar al virrey Cisneros a que cesara en su cargo y, el decisivo 22 de mayo, fue el encargado de defender la posición patriota en las sesiones del Cabildo. Por esto y mucho más, fue llamado «el orador de la revolución».
Nombrado vocal de la Primera Junta, fue el encargado de reprimir la contrarrevolución de Santiago de Liniers en Córdoba y no le tembló el pulso a la hora de ordenar su ejecución. Luego se le encomendó la misión de ocupar el Alto Perú, junto al Ejército del Norte, donde impuso un gobierno revolucionario, liberando a los pobladores nativos de los servicios personales y de la esclavitud, y fusilando a varios funcionarios reales.
Hacia mediados de 1811, fue vencido por las fuerzas realistas en Huaqui. A su regreso a Buenos Aires, el Triunvirato lo procesó y encarceló, aunque el juicio nunca llegó a su fin. Un año más tarde, moriría de un fulminante cáncer de lengua, el 12 de octubre de 1812. Lejos de todo optimismo, cerraba sus días con aciagas palabras: «si ves al futuro dile que no venga».
Reproducimos en esta oportunidad el prefacio a la primera edición de Castelli, el adalid de Mayo, elogioso estudio que publicó hacia 1949 el historiador paraguayo Julio César Chaves, quien definió al comprometido patriota en virtud de su amplio conocimiento de todos los aspectos y rincones de la vida colonial como un “hijo legítimo del Plata”.
Fuente: Julio César Chaves, Castelli. El adalid de mayo, Buenos Aires, Ediciones Leviatán, 1957 (Segunda Edición), págs. 17-21.
Prefacio a la primera edición
Juan José Castelli Villarino ha nacido en la ciudad indiana. Es tipo netamente americano; en sus venas confluyen las dos grandes riadas propulsoras del destino continental: ya han pasado siglos desde que algunos de sus mayores se arraigaron en tierra santiagueña; otros han llegado hace poco, desde Venecia, por el mar. Puede amar ardientemente pero sin prejuicios la tierra donde vio la luz.
Las aulas del Colegio de San Ignacio le vieron de niño; en los claustros del Monserrat de Córdoba estudió de adolescente, y en San Francisco Xavier de Charcas graduóse de doctor in ultroque jure.
Vive en Buenos Aires los años que siguen. Al correr de ellos, ocupa posiciones, obtiene triunfos, gana reputación. Letrado, su bufete es el primero de la capital; es secretario interino del Real Consulado, regidor en el Cabildo. Es un hombre culto, estudioso, que está al cabo de las corrientes filosóficas que agitan al mundo.
En pocos años ha avanzado, ha llegado hasta donde un criollo puede avanzar y llegar bajo el régimen colonial. Tiene hogar feliz, sólida posición económica, justa fama, buena opinión pública. La valía le ha abierto todos los caminos que conducen al éxito, al triunfo, al amor. Entonces –cuando a los hombres de su edad y de su tiempo, la vida ha cerrado ya toda perspectiva-, Juan José Castelli formó en la gran milicia. “Fue –dice un biógrafo- de los primeros que en el Plata concibieron el heroico proyecto de redimir a América.” En la noche colonial forjó su pensamiento un ideal, el más grande y el más puro que pudiera concebir un americano. A su servicio puso el fuego de su alma, las vibraciones de su energía, la claridad de su inteligencia. Persiguió ese ideal por todos los caminos, a través de todas las vicisitudes, sin un solo desmayo, sin un solo desfallecimiento, sin una sola renunciación.
Perteneció a la generación de doctores que concibió el proyecto de independencia y luchó por él. Precursores, héroes civiles cuya obra recogieron y coronaron los capitanes de la emancipación. Cien doctores cuya verdadera historia todavía no ha sido contada. ¡Cien doctores que nacieron sin patria, pero que murieron con ella y por ella!
Castelli integra y acaudilla en el Plata el núcleo de los iluminados soñadores que siguió un firme derrotero hacia las estrellas.
Su actuación en el proceso revolucionario culmina en su alegato de la Causa Reservada… sosteniendo que “España ha caducado” y reivindicando para las comunidades americanas frente a la crisis dinástica el derecho a formar su gobierno y a decidir su destino.
Abierta la crisis del año X pasa a actuar en un terreno bañado de luz. Es –al decir de Cisneros- “el principal interesado en la novedad”. En el debate del Cabildo Abierto es el orador de los patriotas, y en la Primera Junta, el vocal decano. Actúa en el gobierno con ímpetu de revolucionario y con visión de estadista. Pero pronto debe dejar Buenos Aires. La revolución está en peligro: tiene que cumplir un mandato inexorable, unir su nombre al drama de Cabeza de Tigre, para salvarla.
Elegido vocal representante en el ejército auxiliador se pone a la cabeza de las legiones que marchan al Alto Perú, triunfan en Suipacha, y expulsan a las fuerzas reaccionarias del virrey de Lima. En tal carácter, tiene que imponer los ideales revolucionarios en el bastión colonial del Alto Perú. En meses, en días, en horas de incesante, de nerviosa acción, reorganiza el ejército, da nuevas bases a la administración pública, fomenta la educación, aplasta las tentativas reaccionarias. Al mismo tiempo, pregona por los dos Perú los ideales de la revolución. En manifiestos, proclamas y arengas, sostiene la soberanía del pueblo y los derechos del hombre; fustiga a los déspotas, y con la fe del cruzado, muestra sobre su cota de malla la venera forjada en el fuego de la gran capital del sur.
Córdoba, Tucumán, Potosí, Charcas, Cochabamba, Oruro y La Paz ven pasar bajo arcos de triunfo, sobre alfombras de flores, entre aclamaciones de pueblos y vocinglería de campanas, al heraldo de los tiempos nuevos, al adalid de Mayo.
Electrízanse a su paso los unos, tiemblan los otros, porque él tiene no sólo el verbo que ilumina sino también el rayo que mata. Para unos, su verbo es mensaje de gloria; para otros, Apocalipsis. Su espíritu es acero toledano que hiende el ambiente con cambiante retiemblo de metal. Es adversario que no pide ni da cuartel. Hay en él un odio al enemigo, una decisión inquebrantable, una energía indomable, un amor a toda prueba por la libertad y por la democracia.
Ruge a su paso la calumnia –Moloch de próceres. Concentran en él su fuego las baterías reaccionarias, pero él sabe recorrer la ruta de la gloria con el paso de los predestinados.
Ya llega al final de su carrera. El 25 de mayo de 1811 lo encuentra junto al Titicaca. Y allí festeja el aniversario de la revolución “que hizo estremecer a los enemigos del hombre”. Frente a las legiones de la patria, entre un mar de banderas y de bayonetas tendidas bajo el sol de mayo, proclama que el indio es nuestro hermano y decreta la total y definitiva supresión de todos los tributos.
Y pocos días antes ha afirmado que “la América del Sur debe formar una sola gran familia”, y que los representantes de todas sus regiones tenían que congregarse en una augusta asamblea para fijar las bases de una confederación.
Pero ya va cayendo la noche; violando un pacto sagrado, el ejército realista ataca sorpresivamente al patriota y lo vence en la pampa de Huaqui. Castelli asiste a la disgregación del ejército vencedor en Aroma y en Suipacha. Ha comenzado su vía crucis, que debe recorrer coronado de laureles y de espinas. Relevado en su alto cargo es detenido y enjuiciado. Cébanse en él, el odio y la injusticia. Amargado muere en plena madurez, el 12 de octubre de 1812, en esta Buenos Aires, ciudad de sus ensueños y de sus amores.
Por doquier triunfa la reacción, y América es casi totalmente reconquistada por el españolismo. Sólo en el Plata –fortín de Moreno y de Castelli- tremola la bandera de la revolución, que por cierto ya no será arriada jamás.
Pierde la revolución todo su empuje. Olvídase el ideal de una transformación completa en lo político, en lo social, en lo económico. Desvanécese el sueño de los próceres como un chiporroteo de pavesas; son negados sus caudillos por los iconoclastas y los heresiarcas, y la generación de Mayo abandona el proscenio sin coronar sus proyectos, ni completar su obra y entra en las sombras para esperar el veredicto de la historia.
No se cuenta a Castelli entre esos héroes privilegiados que gusta forjar la fantasía, héroes cuyos errores se callan y cuyas flaquezas se ocultan. Muy por el contrario poco estudiado y mal juzgado, soporta el juicio adverso de los historiadores bolivianos que tienen con él –como se ha anotado- una verdadera obsesión, y cuya sindéresis ejerce positiva influencia dentro de la historiografía argentina.
Con el aporte de nuevos documentos, el examen sereno de los hechos, y relacionando el proceso revolucionario porteño con el alto-peruano, creemos ofrecer una contribución modesta al mejor conocimiento de un capítulo apasionante de la historia del Plata. Muévese en ese capítulo el protagonista de este libro, con sus aciertos y sus errores, sus virtudes y sus flaquezas, sus grandezas y sus miserias; pero como tipo acabado y definido de una generación. Engrandece su vida con la fe con que abrazó una causa y la decisión con que la sirvió. La historia, que olvida y desprecia a los indiferentes, ama y glorifica a los paladines cualquiera sea la insignia que siguieron. Porque toda causa es noble, toda bandera es santa, cuando se lucha por ella con pasión y con lealtad.
Y de Castelli hay que hablar como quería Martí de Bolívar, “teniendo una montaña por tribuna, entre rayos y relámpagos, con el despotismo descabezado a los pies, y un manojo de pueblos libres en el puño”.
Y bien está evocar estas vidas predestinadas, como lección perenne y constante llamamiento a las nuevas generaciones. En estas horas de desconcierto espiritual y moral es menester volver nuestros ojos a los hombres de Mayo cuyas ideas e ideales cobran hoy actualidad. Con ser fieles a su pensamiento encontraremos el rumbo seguro, y brillará ante nuestros ojos el lucero que ha de guiarnos a una América digna por libre, humana por justa, grande por fuerte.
Entonces, sólo entonces, nuestra América habrá encontrado su camino de Damasco.
Buenos Aires, agosto de 1941 – marzo de 1944.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar