«Nos enteramos, en medio de una multitud de comentarios entusiastas, que cualquier ciudad de mediana importancia puede ser totalmente arrasada por una bomba del tamaño de una pelota de fútbol. Los diarios norteamericanos, ingleses y franceses se extienden en elegantes disertaciones sobre el porvenir, el pasado, los inventores, el costo, la vocación pacífica y los efectos bélicos, las consecuencias políticas y aun la índole independiente de la bomba atómica. En resumen, la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo.” Así se refería Albert Camus a la explosión de la bomba atómica que aquel 6 de agosto de 1945 dejó perpleja a la humanidad. Ese díabombarderos estadounidenses lanzaron sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la primera bomba atómica, causando la muerte de unas 140.000 personas.
A continuación reproducimos un fragmento del libro Hiroshima, de John Hersey, un corresponsal de guerra de la revista Time, que en 1946 publicó un ensayo sobre seis sobrevivientes que cubría con vívidos detalles un período de sus vidas que iba desde momentos antes del estallido de la bomba, el instante exacto de la detonación y los días y meses que siguieron a la catástrofe. Cuarenta años después, el autor volvió a Japón y añadió un capítulo final al desgarrador ensayo sobre el destino de aquellas víctimas del odio y la destrucción.
A través de las vivencias de estos protagonistas involuntarios, el autor aborda tanto los efectos inmediatos de la bomba, las secuelas dejadas en las víctimas y en su descendencia, la destrucción de la ciudad y los desastres naturales que el estallido desató, como la censura impuesta por las fuerzas aliadas, quienes prohibieron sistemáticamente en Japón toda mención de la bomba en publicaciones científicas japonesas.
Fuente: John Hersey, Hiroshima, Buenos Aires, Editorial Debate, 2015, pág. 37-38 y 50-51.
En el tren que llegaba a Hiroshima desde el campo (donde vivía con su madre), el doctor Terufumi Sasaki, cirujano del hospital de la Cruz Roja, recordaba una desagradable pesadilla que había tenido la noche anterior. La casa de su madre estaba en Mukaihara, a cincuenta kilómetros de la ciudad, y llegar al hospital le tomó dos horas en tren y tranvía. Había dormido mal toda la noche y se había despertado una hora antes de lo acostumbrado; se sentía lento y levemente afiebrado, y llegó a pensar en no ir al hospital. Pero su sentido del deber finalmente se impuso, así que tomó un tren anterior al que tomaba casi todas las mañanas. El sueño lo había asustado particularmente porque estaba relacionado, por lo menos de manera superficial, con cierta actualidad molesta. El doctor tenía apenas veinticinco años y acababa de completar su formación en la Universidad Médica de Oriente, en Tsingtao, China. Tenía su lado idealista, y le preocupaba la insuficiencia de instalaciones médicas de la región en que vivía su madre. Por su propia iniciativa y sin licencia oficial alguna había comenzado a visitar enfermos de la zona durante las tardes, después de sus ocho horas en el hospital y cuatro de trayecto. Recientemente se había enterado de que la multa por ejercer sin licencia era severa; un colega al cual había consultado al respecto le había dado una seria reprimenda. Él, sin embargo, había seguido haciéndolo. En su sueño estaba junto a la cama de un paciente, en el campo, cuando irrumpieron en la habitación la policía y el colega al que había consultado, lo agarraron, lo arrastraron afuera y lo golpearon con saña. En el tren se había casi decidido a abandonar el trabajo en Mukaihara, convencido de que sería imposible obtener una licencia: las autoridades sostendrían que ese trabajo entraba en conflicto con sus labores en el hospital de la Cruz Roja.
Pudo conseguir un tranvía tan pronto como llegó a la terminal. (Después calcularía que si hubiera tomado el tren de siempre esa mañana, y si hubiera tenido que esperar algunos minutos a que pasara el tranvía, habría estado mucho más cerca del centro al momento de la explosión, y probablemente estaría muerto.) Llegó al hospital a las siete y cuarenta y se presentó ante el cirujano jefe. Pocos minutos después subió a una habitación del primer piso y obtuvo una muestra de sangre de un hombre para realizar un test de Wassermann. Los incubadores para el test estaban en un laboratorio del tercer piso. Con la muestra en la mano izquierda, sumido en esa especie de distracción que había sentido toda la mañana —acaso debida a la pesadilla y a la mala noche que había pasado—, comenzó a caminar a lo largo del corredor principal hacia las escaleras. Acababa de pasar junto a una ventana abierta cuando el resplandor de la bomba se reflejó en el corredor como un gigantesco flash fotográfico. Se apoyó sobre una rodilla y se dijo, como solo un japonés se diría: “Sasaki, gambare!”, “¡Sé valiente!”. Justo entonces (el edificio estaba a 1.508 metros del centro) el estallido irrumpió en el hospital. Sus lentes volaron; sus sandalias japonesas salieron disparadas de sus pies. Pero aparte de eso, gracias a donde se encontraba, no sufrió daño alguno.
El doctor Sasaki llamó a gritos al cirujano jefe, corrió a buscarlo en su oficina y lo encontró terriblemente herido por los vidrios. La confusión en el hospital era espantosa: tabiques pesados y trozos del techo habían caído sobre los pacientes, las camas habían sido volteadas, había sangre en las paredes y en el suelo, los instrumentos estaban por todas partes, los pacientes corrían de aquí para allá, gritando, y otros yacían muertos. (Un colega que trabajaba en el laboratorio al cual se dirigía el doctor Sasaki estaba muerto; un paciente al cual el doctor Sasaki acababa de dejar, que poco antes había tenido un miedo terrible a contraer la sífilis, estaba muerto.) El doctor Sasaki era el único doctor en el hospital que no estaba herido.
El doctor Sasaki, convencido de que el enemigo solo había alcanzado el edificio en el cual se encontraba, consiguió vendas y comenzó a envolver las heridas de los que estaban dentro del hospital; mientras tanto, afuera, en Hiroshima, ciudadanos mutilados y agonizantes comenzaban a dar pasos vacilantes hacia el hospital de la Cruz Roja, dando inicio a una invasión que haría que el doctor Sasaki se olvidara de su pesadilla por mucho, mucho tiempo.
(…)
La suerte que corrieron los doctores Fujii, Kanda y Machii —y, puesto que sus casos son típicos, la que corrió la mayoría de los médicos y cirujanos de Hiroshima—, con sus oficinas y hospitales destruidos, sus equipos dispersos, sus cuerpos incapacitados en grados diversos, explicó por qué no se atendió a muchos ciudadanos heridos y por qué muchos que habrían podido salvarse murieron. De ciento cincuenta doctores en la ciudad, sesenta y cinco fallecieron, y los demás resultaron heridos. De 1.780 enfermeras, 1.654 murieron o estaban demasiado graves para trabajar. En el hospital más grande, el de la Cruz Roja, solo seis doctores de treinta eran capaces de trabajar, lo mismo que solo diez enfermeras entre más de doscientas. El único médico ileso del personal de la Cruz Roja fue el doctor Sasaki. Tras la explosión, se dirigió a toda prisa al almacén para buscar vendajes. Como todas las que había visto mientras corría por el hospital, esta habitación estaba en total caos: botellas de medicina despedidas desde las estanterías y rotas, ungüentos salpicados sobre las paredes, instrumentos desparramados por todas partes. Cogió varios vendajes y una botella de mercurocromo que no estaba rota, volvió junto al cirujano jefe y le vendó sus heridas. Entonces salió al corredor y comenzó a atender a los pacientes heridos, a las enfermeras y a los doctores. Pero cometía tantos errores que tomó un par de lentes de la cara de una enfermera herida, y, aunque solo compensaban parcialmente los defectos de su visión, eran mejor que nada. (Habría de depender de ellos durante más de un mes.)
El doctor Sasaki trabajaba sin método, atendiendo primero a los que tenía más cerca, y pronto notó que el corredor parecía llenarse más y más. Mezcladas con las excoriaciones y las laceraciones que la mayoría de los pacientes había sufrido, el doctor empezó a encontrar quemaduras espantosas. Se percató entonces de que empezaban a llegar del exterior avalanchas de víctimas. Eran tantas que el doctor comenzó a postergar a los heridos más leves; decidió que lo único que podía hacer era evitar que la gente muriera desangrada. Poco después había pacientes acuclillados sobre el suelo de la sala, en los laboratorios y en todas las otras habitaciones, y en los corredores, y en las escaleras, y en el zaguán de entrada, y bajo la puerta cochera, y sobre las escaleras de piedra del frente, y en la entrada y en el patio, y a lo largo de varias manzanas en ambas direcciones de la calle. Los heridos ayudaban a los mutilados; familiares desfigurados se apoyaban los unos en los otros. Muchos vomitaban. Numerosas alumnas —algunas de aquellas que habían salido de sus clases para trabajar en la apertura de corredores cortafuegos— llegaban al hospital arrastrándose. En una ciudad de 245.000 habitantes, cerca de cien mil habían muerto o recibido heridas mortales en un solo ataque; cien mil más estaban heridos. Al menos diez mil de los heridos se las arreglaron para llegar al mejor hospital de la ciudad, que no estaba a la altura de semejante invasión, pues tenía solo seiscientas camas, y todas estaban ocupadas. En la multitud sofocante del hospital los heridos lloraban y gritaban, buscando ser escuchados por el doctor Sasaki: “Sensei”, “¡Doctor!”. Los más leves se acercaban a él y le tiraban de la manga para que fuera a atender a los más graves. Arrastrado de aquí para allá sobre sus pies descalzos, apabullado por la cantidad de gente, pasmado ante tanta carne viva, el doctor Sasaki perdió por completo el sentido de la profesión y dejó de comportarse como un cirujano habilidoso y un hombre comprensivo; se transformó en un autómata que mecánicamente limpiaba, untaba, vendaba, limpiaba, untaba, vendaba.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar