Alberdi y la costumbre de andar del bracete entre hombres


Juan Bautista Alberdi, el inspirador de la Constitución Nacional y uno de los más grandes pensadores argentinos, nació en Tucumán el 29 de agosto de 1810. Fallecida su madre en el parto, quedó al cuidado de su padre, don Salvador Alberdi, hasta que también falleció, cuando el pequeño tenía 11 años. Fueron sus hermanos mayores los que buscaron los medios para que continuara sus estudios en Buenos Aires.

Así, con 14 años, ingresó en el Colegio de Ciencias Morales, donde fue compañero de Vicente Fidel López, Antonio Wilde y Miguel Cané, hasta que logró ser sacado de la institución, disgustado por la severa disciplina y castigos corporales, lo que no impidió que continuara por sí mismo sus estudios en letras, filosofía y música.

Con Juan Manuel de Rosas convertido en el hombre de poder en Buenos Aires, en 1831, el joven Alberdi ingresó a la Universidad de Buenos Aires, para estudiar leyes, pero terminó su carrera en Córdoba y luego viajó a Tucumán. Fue Juan Facundo Quiroga quien le ofreció costearle un viaje a Estados Unidos, para conocer y aprender de aquella experiencia, pero desistió poco antes de partir. Prefirió quedarse en Buenos Aires, donde formó parte de la joven generación intelectual del ’37.

Por entonces, comenzó a difundir su pensamiento sobre la situación nacional en libros como Fragmento Preliminar para el estudio del Derecho y en medios como La Moda. Mantuvo una posición ambigua, que enojó tanto a antirosistas como a los leales al gobernador bonaerense, pero fue más fuerte la censura gubernativa, que lo llevó a exiliarse a Montevideo, dejando en Buenos Aires un hijo recién nacido y varios amores inconclusos. Entonces, tomaría una franca postura de oposición.

París, Santiago de Chile, Río de Janeiro fueron sus próximos destinos, pero pasaría los 17 años siguientes en Valparaíso, ejerciendo la abogacía, el periodismo y el estudio profundo de las leyes de Europa y Estados Unidos, lo que le permitiría escribir con rapidez las “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”, luego del triunfo de Urquiza sobre Rosas, aportando al líder entrerriano un proyecto de Constitución para el país, que daría sustento al Acuerdo de San Nicolás que sancionó la Constitución de 1853. Alberdi serviría al gobierno de la Confederación como encargado de negocios ante los gobiernos de Francia, Inglaterra, el Vaticano y España. Viviría en Francia los siguientes 24 años.

Despedido por el vencedor de Pavón, el general Bartolomé Mitre, de quien dijo «el mitrismo es el rosismo cambiado de traje”, Alberdi apoyó la causa paraguaya durante la guerra de la Triple Alianza. Recién hacia 1879 volvería, como candidato a diputado nacional, gracias a un acuerdo entre el general Julio A. Roca y el presidente Nicolás Avellaneda, pero atacado por una sucia campaña de prensa encabezada por Mitre, regresaría a Francia, donde fallecería el 19 de junio de 1884.

Sus reflexiones políticas, económicas y sociales son una parada ineludible en la historia del pensamiento argentino. Pero Alberdi también se divertiría con cuestiones menos sesudas. Hacia finales de 1837, junto a sus amigos Gutiérrez, Vicente Fidel López y Carlos Tejedor,  publicó una revista de apariencia frívola, La Moda, de música, literatura, costumbres y poesías, firmando numerosos artículos con el seudónimo Figarillo, uno de los cuales reproducimos a continuación.

Fuente: Juan B. Alberdi, Recuerdos de viaje y otras páginas, Buenos Aires, Eudeba, 1962, págs. 109-111.

El bracete

Jamás he gustado de andar del bracete con hombres; ni llevar, ni que me lleven; he tenido que hacerlo como se tiene que hacer mil cosas en la sociedad con una voluntad de mozo de café. Otra cosa es con las damas; con ellas todo contacto es una ganga para nosotros, y con tal que ellas convengan, sea o no para bien, por nuestra parte jamás hay embarazos. Respecto de las señoras viejas, ya la cosa muda de semblante; ya uno se vuelve razonador y frío, y a menos que no concurran graves y justas causas, nadie les ofrece ni el brazo.

Me he puesto a buscar el origen del bracete: investigación que sin duda no me rebaja de mi pequeña dignidad filosófica: ¡se han escrito tantos volúmenes sobre menos interesantes cosas! ¿Contiene toda la filosofía española más importantes pesquisas?

No he podido arribar a nada de positivo: me he perdido en hipótesis, la menos inverosímil de las cuales es que sin duda el bracete, como las sociedades y las cadenas humanas, es hijo de la debilidad. Con semejante origen sólo es legítimo el bracete piadoso y no el bracete urbano: o más bien, el bracete es esencialmente piadoso y no urbano: es un apoyo acordado a la impotencia: es el bracete que una joven linda y desgraciada –la Italia- exige del mundo europeo para escapar del fango austríaco. Fuera de estos casos, con un gandul, es risible; con una dama es un pretexto.

Pero si el origen del bracete es impenetrable, los efectos son visibles. Es como el amor, según Pascal, en que la causa es un no sé qué, y los efectos son espantosos; unas veces feos, otras veces amargos. Por la primera razón habría yo podido causar espanto paseando del bracete el otro día. Salí con un hombre muy alto: debe saberse que yo nada tengo de gigante. Y como según los fisiologistas, los hombres altos no son los más advertidos, se tomó la vereda y me dejó colgando de su brazo, como queda siempre la gente chica que se mete con la gente grande. Dábamos la izquierda a la pared y cada vez que se descubría parecía que saludaba con su sombrero y conmigo; porque era de los que van repartiendo saludos como bendiciones episcopales. También era de los que fuman por la calle, y a cada sorbo, yo y el cigarrillo subíamos a un mismo tiempo. Como todavía nos topamos en las veredas como en todas las direcciones de nuestro orden social, unas veces tenía que descender yo solo, de la vereda y quedar como tente-en-el-aire; y otras que quedarme detrás de él, pegado a la pared, en cuenta de faldón de su levita, o como esos muchachos que van colgados de la zaga de un carro. Traía bastón mi compañero, y le traía colgado en el mismo brazo en que me traía colgado a mí también; de modo que el bastón y yo íbamos en las mismas camorras en que viven dos mujeres que penden de un mismo hombre. Mi compañero no tenía oído, y no había forma de igualar el paso: a más de esto, daba unos trancos enormes, y para igualarlo con mis piernas de cabrito, tenía que tranquear como esos negritos tambores que se quieren abrir para igualar el paso de la tropa. Cuando caíamos en un mal empedrado, o en un suelo desparejo, comenzábamos a barquinearnos como un navío y un lanchón en un día de marejada; y por supuesto quien perdía era el de menor tonelaje. ¿Teníamos que abrirnos para pasar algún charco? Él no necesitaba: todo charco era chico para mi Rodas, y le salvaba muy fresco de un solo tranco, mientras que yo tenía que arrastrarme por el barro como el muchacho de una carreta. –Sí, iba diciendo yo para mí, ¡puede ser que me vuelvas a pescar otra vez! (y la metáfora es exacta, porque no dejaba yo de parecer un pescado pendiente de un brazo) ¡no te dé cuidado! Y desde entonces, ni mi gigante, ni señora, ni vieja, ni hombre, ni nadie vuelve a cazarme del brazo.

Estos son los efectos ridículos del bracete: también los tiene amargos; y son todos aquellos que dimanan de una primera tentación provocada por el contacto eléctrico de una joven, en medio de una sociedad en que la conquista de una niña es una empresa que a ningún caballero causa horror. Pero hoy tengo el humor risueño y no estoy para cuadros amargos.

En cuanto al bracete con los hombres, estoy lejos de pedir que se abandone. En ese punto cada uno es dueño de hacer lo que le dé la gana, me dirán con razón. Pero también soy dueño de escribir en esa parte lo que me dé la gana, contestaré con no menor razón; y no habrá por eso novedad por una ni otra parte.

Figarillo (seudónimo de Alberdi)

Fuente: www.elhistoriador.com.ar