Alejandra Pizarnik, una vida de poemas y pesadillas, por Felipe Pigna

Ya en 1956 era una chica poco convencional: llevaba el pelo corto, se vestía de forma andrógina y su vida sexual era intensa.

Escribía en forma obsesiva. Lo que no quiere decir que escribía mucho sino que había temas a los que volvía una y otra vez: la infancia perdida, el silencio, la sexualidad desbordada, la locura y la muerte, como amenaza y como promesa.

Haber sido una artista precoz con trastornos psiquiátricos y haberse suicidado joven fueron condimentos esenciales para alimentar el ideal romántico y transformarla en un mito. Pero ella era de carne y de lágrimas, intensa y sanguínea, y su poesía está tremendamente viva.

Flora Alejandra Pizarnik nació el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, provincia de Buenos Aires. Sus padres, un matrimonio de judíos polacos, habían llegado a la Argentina donde tuvieron primero a Myriam y dos años después a Alejandra. También fue en estas tierras donde se enteraron de que los nazis habían asesinado a sus familias.

Alejandra todavía usaba el “Flora”, hablaba con acento europeo y había empezado a estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires cuando a los 19 años publicó La tierra más ajena, su primer libro de poesía.

El epígrafe comienza diciendo: “¡Ah! El infinito egoísmo de la adolescencia…”, con lo que da dos claves que marcarán toda su obra: el autor de la cita es Arthur Rimbaud, otro poeta maldito que como ella murió muy joven, y la adolescencia, que será la etapa a la que Pizarnik se iba a aferrar, tratando de eternizarla.

Fue en esos primeros años cuando aparecieron los complejos por su tartamudez, su acné y la obsesión por la gordura que la llevó a tomar pastillas. Alejandra combinaba las anfetaminas con los barbitúricos y al tiempo se hizo adicta, por lo que saltaba de la euforia a la depresión, y padecía feroces insomnios.

Después de un tiempo dejó la universidad y empezó a tomar clases de pintura con Juan Batlle-Planas. Tenía talento también para ese arte, pero la poesía marcaba sus días y en 1956 publicó La última inocencia. El libro está dedicado a quien era su psicoanalista y fue su amor platónico durante varios años.

Para entonces, ya era Alejandra, una chica nada convencional, que llevaba el pelo corto, se vestía de forma andrógina y había empezado a relacionarse con otros poetas y artistas. Su vida social, amorosa y sexual bordeaba los excesos, y sería así casi siempre, excepto el último año en el que el dolor psíquico pudo más.

Pizarnik leía sin parar, tenía un humor corrosivo y era puro impulso y franqueza, lo que la llevaba a amar con furia, en esos días al poeta colombiano Jorge Gaitán Durán, cuya muerte en un accidente aéreo le dejó marcas.

En 1960 se fue por cuatro años a París, donde pasó hambre y se deprimió, pero donde también escribió, trabajó como traductora, publicó en revistas literarias, tomó clases en la Sorbona, y se relacionó con escritores franceses y latinoamericanos. Entre ellos Octavio Paz, que iba a prologar su libro Árbol de Diana, y con Julio Cortázar  y Aurora Bernárdez, que además de sus amigos fueron su familia.

Alejandra volvió a Buenos Aires, donde publicó Los trabajos y las noches (1965).