Arturo Jauretche. La pituitaria memoriosa


FuenteLa Opinión cultural, domingo 24 de diciembre de 1972

A los 70 años de edad, luego de una intensa actividad política, periodística y ensayística, Arturo Jauretche decidió hilvanar los muchos recuerdos que atesora: el recorrido comienza con el siglo, el 13 de noviembre de 1901, en el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde nació, Lincoln. Además de El Plan Prebisch, Los Profetas del odio, Forja y la Década y El Medio Pelo en la Sociedad Argentina (algunos libros suyos que en la última década han encontrado un nuevo público, que agota frecuentemente sus nuevas ediciones) Jauretche conservó sus hábitos de gran conversador: charlas, conferencias, reportajes probaron su locuacidad y recogieron las situaciones que presenció o protagonizó y que, habitualmente, tienen algún punto de contacto con la historia cotidiana de la Argentina.

La primera parte de esos relatos llega ahora al libro, titulado De Memoria, que la Editorial Peña Lillo distribuye esta semana en Buenos Aires. Es necesario, sin embargo, hacer algunas anotaciones sobre los orígenes y características de este volumen “Supongo que hay una altura de la vida –dijo el autor a La Opinión- en que se siente el deseo de recapitularla. Lo que uno ha vivido y visto da, a través del tiempo, una versión en cierto modo novelada de lo que fue. En el prólogo aclaro que si éstas no son memorias, tampoco son testimonios, que están recogidos de otros trabajos míos. He querido explicar en este primer tomo  (De Memoria) el mundo en que nací y formé mi primera personalidad. Y lo digo así porque se me ocurre –mirando hacia atrás- que vamos dejando una estructura, que no es sólo corporal, como dejan las víboras a su cáscara. Eso sí, espero que este libro no sea cáscara endurecida y quebradiza, espero que la vida siga en él, para que lleve las imágenes de las cosas que fueron y cómo fueron, cosa que no puede llevar la verdadera historia, limitada en sus posibilidades vitales por el dato preciso y la fecha lineal”.

Queda claro, entonces que la visión que alimenta estas historias es aquella ambiental, viva, en la que operaron los acontecimientos. No siendo un testimonio lineal, De Memoria tampoco es estrictamente una autobiografía: Jauretche sostiene que éstas las escriben “los personajes de importancia, o sus ayudantes de cámara” y su eje suele ser el propio memorioso, en torno del cual giran otros hombres y los acontecimientos, para demostrar que el autor ha sido “alguien”. En este caso se ha utilizado el enfoque inverso: quien cuenta no es el centro del relato sino –casi- un espectador, claro que sensible y ávido.

“He tratado –adelantó el autor de Manual de Zonceras Argentinas- de hacer una cosa que ya resulta difícil de alcanzar según los modos tradicionales: incorporar la tradición, que fue oral, a las letras. Pues el futuro, con la desaparición del hogar patriarcal, las migraciones y los medios masivos de comunicación, ha cerrado la posibilidad de esa transmisión oral. Todavía yo alcancé algo de ella. Y mis recuerdos son, a su vez, tradición oral para quien los lea. Creo –además- que mi modo de escribir es propicio e intenta suscitar otros trabajos en los que se reviva ese lenguaje coloquial que hemos perdido: el de Sarmiento y el de Mansilla, para hablar sólo de los grandes, y que daba una filosofía a la literatura de la época, como tan acertadamente lo señaló Ramón Doll, inolvidado que escribía en este estilo”.

Esta obra ha sido pensada para ocupar tres tomos: este primero, que acaba de terminar, se titula Pantalones cortos y abarca desde su nacimiento –con menciones previas a esa fecha sobre cosas que Jauretche ha oído en su niñez- hasta los umbrales de la adolescencia. El que le seguirá habrá de llamarse, probablemente, Los años mozos y comprenderá tres capítulos:Verde, Pintón y Maduro. Su autor calcula que llegará hasta el año 1946. ‘Quedará otro –el tercero- para el país nuevo que empieza allí cuyo nombre, tan aleatorio es que lo escriba, no me atrevo a imaginar’, señala. La manera en que fue escrito De Memoria responde a la respiración que empujó los recuerdos: “Muchas cosas las tenía escritas –versos, cuentos-; fui rellenando huecos y centrándome en aquello que más me impresionó en la infancia; eran cosas vistas, pero en gran parte oídas y aquí hice de receptáculo de tradiciones orales”, explica Jauretche.

Desde esta actitud, colocado al margen o protagonizando el relato en la medida en que se necesitaba para hacer comprensible la visión, ha crecido el primer tomo. En estas páginas se adelantan algunas de sus partes: pertenecen a zonas de sus quince capítulos, que están estructuradas –a su vez- por una suma de misceláneas, cuentos, poemas, historias breves, apuntes, observaciones. Ese tejido de pequeñas pinceladas presenta al pueblo de Lincoln donde Jauretche nació, muestra a su gente, palpita la vida en una zona de frontera. Revela, además, la formación de un chico normalista, “atribulado de civilización y barbarie, lleno de dudas ante la realidad que veía, reticente” y su consecuente dicotomía. Era Jauretche con pantalones cortos, antes de descubrir dónde estaba verdaderamente la barbarie.

Esto ocurría en mis primeros años cuando ya la galera estaba en decadencia; desde el ’93 llegaba el ferrocarril al pueblo y el Pacífico tendía su línea paralela por  Vedia hacia Cuyo. La galera que recuerdo era la última y restaba como enlace entre las dos líneas férreas; para “los grandes” era sólo una muestra vergonzante de las que venían de Chivilcoy, por Chacabuco y Junín, y llegaban hasta Fuerte Gainza ya en el Meridiano V. límite con La Pampa; o del Bragado, pasando por Los Toldos de Coliqueo para arribar al pueblo.

Pertenecían a un ayer –de no más de diez o doce años atrás- que parecía remoto pues se vinculaba con el origen ya deliberadamente olvidado del pueblo.

Fuera del novedoso ferrocarril –aún había gente que se asombraba al verlo y se iba a la estación a la llegada de los trenes en un paseo de ritual- todos los medios de transporte dependían de la tracción a sangre.

Estaban los breakes o breques –y una o dos victorias-, negros y descoloridos, que hacían de coches de plaza, parados horas y horas a la sombra de los paraísos, frente al Correo y el Club Social, contrastando con los lustrosos y generalmente de colores alegres, que venían de las estancias; mayor era el contraste de los mancarrones de los primeros con las yuntas de raza y de un solo pelo que tiraban de los segundos. Había los carros de dos ruedas y altas barandas de los pasteros y los hornos de ladrillos, y grandes chatas de cuatro ruedas y de numerosos animales de relevo y una comitiva de perros toreadores; allí cargaban los fardos de pasto y las bolsas de cereales. Más chicos eran los vagones de cuatro ruedas que se ocupaban de los transportes varios de las estancias o de las casas de “ramos generales”. Americanas, sulkies y charrets completaban los rodados.

Poco compleja era la sabiduría de los chicos en materia de vehículos. Pienso en los de ahora que de oído conocen el número de revoluciones del motor y si me apuran saben el nombre del propietario, como conocen las intimidades del coche de carrera que pasa raudo, casi invisible, “visto” y siguen “viendo” con el oído. También saben cualquier cosa de aviones y están incitados en cohetería espacial.

El misterio de un coche a sangre se agotaba rápidamente: rueda, buje, llanta, rayos, eje, elástico varas, lanza…. Y muy poco más. Pero en cambio se sabía de caballos: y los de montar y de los otros… Y esto era de nunca acabar empezando por los pelos; también se sabía de aperos, herrajes, marcas.

El primer automóvil que vi en mis pagos, más tarde, fue el Mercedes colorado, enorme, a cadena adornado profusamente con bronces lustrosos –faroles, bocinas y muchas cosas más- de los Berrutti Viñas, estancieros de la zona. Esto ocurrió en General Pinto, mucho después de la galera, en casa de mis primeros, estábamos con la madre, mi tía Ceferina, cuando vimos aparecer a uno de ellos –tendría de diez a once años- que venía lonja y lonja sobre el petiso; se tiró junto a nosotros con el cuerito que le servía de montura pegado a los fundillos gritando: “¡Mama, mama! ¡El tren se ha salido de la vía y se viene para acá!

Y se vino nomás, porque enseguida pasó el Mercedes. Y no era mucha exageración lo de compararlo con el tren, como que esto ocurrió entre 1909 o 1910 y alcancé a ver ese mismo automóvil en 1918, llevando dieciséis votantes un día de elecciones. Era grande de verdad.

***

Mi pueblo nació en el centro de otro arco, a su vez centrado en Junín, pero no trazado por el río. Era una línea de fortines, más tierra adentro, adonde apuntaba la comba.

Del Bragado, a oeste, se aferraba por una de sus puntas la Tapera de Díaz, con la tribu de Coliqueo, que había estado en Cepeda con Urquiza y en Pavón con Mitre. (¿Cómo supo Coliqueo quién ganaba? ¿Pálpito de indio? ¿Más tabaco? ¿Más yeguas? No me vayan a decir que era masón y le avisaron, porque hay que ser revisionistas, pero no tanto). Mitre le dio tierras, donde su tribu se asentó pacíficamente; todavía andan los descendientes peleando por el título. Pero los avenegras son otros indios y otros malones.

Al sur de Lincoln, cinco o seis leguas, escalonados, corrían los fortines El Triunfo y Vigilancia; al oeste, en Ancalú Grande el Fuerte General Lavalle o Lavalle Norte como lo he oído llamar a mi padre y a otros de los antiguos. Hoy es General Pinto. Este era fuerte, no fortín, con destacamento y población a su medida. (Allí hay un médano, próximo a donde estaba el fuerte para arrimarse al agua, que se junta en la base de los médanos; es agua dulce, de lluvia y bien filtrada por la arena).

En ese médano jugábamos con nuestros primos, y combatíamos con las espadas de madera y los escudos de tapas de latas de Kerosene. Éramos Sandokán y Yánez; D’Artagnan, AThos, Porthos, Aramis, o Búfalo Bill, y comanches, pawnees, sioux, porque sólo los poquitos que veníamos de los primeros pobladores habíamos oído memorias de ranqueles. Vaya  a saber si esas osamentas que encontrábamos cuando el viento movía el médano, eran de ranqueles, gauchos, gringos o milicos! Más al norte de Fuerte General Lavalle, el fortín Ancalú -¿Ancalú chico?- completaba la media luna, en cuyo centro se pobló Lincoln.

La ley quería que el pueblo se fundara en otra parte, pero se fundó allí porque allí estaba el pueblo; es decir, la casa de comercio, adonde llegaban carros y carretas. Tal vez el rancho de la primera médica, y otros de reseros o domadores, que no eran mensuales. Llegaban también los carros y las volantas de las primeras estancias en tierras de concesión, y a caballo, los gauchos asentados en tierras de nadie, con sus pequeñas tropillas de casi baguales y unas pocas vacas y ovejas, y los indios con plumas y cueritos para vender. Y ese almacén y otros que le siguieron fueron “la esquina” y en ésta las fiestas con taba, cuadreras y sortija de día, y monte por las noches. Es fama que en esas ocasiones las chinas amasaban pasteles y empanadas sobre la tabla de muslo arremangándose las polleras. Yo no lo alcancé a ver por más que curioso solía meterme en las ruedas que hacen las paisanas para remediar públicamente sus necesidades. También “la esquina” era fonda para alguno que dejaba la diligencia, la galera, cuando la hubo –una lata de sardinas, salame, queso y dulce; en ocasiones chorizos y huevos fritos-.

La población la hicieron esos comerciantes y los gauchos que levantaban ranchos de chorizo, los que cortaron ladrillos, los que cavaron zanjas para cercar y armaron corrales, domaron potros, aquerenciaron rodeos, abrieron jagüeles y huellas, amansaron vacas para el ordeñe, se ayudaron en peligros comunes, pelearon con los indios y entre ellos; bolichearon, comprando y vendiendo a indios y blancos, acopiando sebo, cueros, cerdas, todo eso que se llama productos del país y muchas cosas que no lo eran, sin averiguar cómo las tenía el indio o el gaucho alzado, y vendiendo las que llegaban de Europa, como los aperos y los ponchos ordinarios, las herramientas de trabajo, las chapas canaletas y las barricas de tierra romana y también los ponchos finos que eran del país, como el azúcar y los tercios de yerba que llegaban del Paraguay.

Ya era pueblo de hecho cuando vino el agrimensor para fundarlo. En el caso de Lincoln, lo oficial es como la partida del Registro Civil; sucedió al parto. El agrimensor cayó con su teodolito, empezó a plantar estacas y banderas; miró a la gente, apuntando distintas direcciones, y fue diciendo los números y anotando en un papel. Repitió esta operación muchas veces, unas de cortos tiros; otras en tiros de leguas. Y así la tierra de nadie, o de todos, se fue convirtiendo en lotes que serían para alguien.

Era como una brujería. Así la veían los indios y los gauchos alzados que se entreveraron con las leguas en ese desierto; lo habían dominado bajo las patas de los caballos y se les iba bajo el trípode del teodolito.

Ebelot refiere que indios y gauchos odiaban al teodolito. Ellos no entenderían seguramente, esa brujería del aparato, y menos sabrían de senos y cosenos, pero conocían los efectos de las mensuras ya que poco después la tierra era adjudicada y los ocupantes estables resultaban intrusos, pues los nuevos titulares iban haciendo suya la pampa de todos. Juan Manuel Montes me ha referido que no hace aún quince años en Characato –sierras de Córdoba- estaba rectificando una línea, para un camino, cuando apareció una vieja propietaria de la zona que le apuntaba con una escopeta y señalando el teodolito le dijo: -“¡Sáqueme de aquí ese aparatito de robar tierras!”.

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Hace poco se ha instalado, cerca de Buenos Aires, un cine al aire libre, donde los espectadores entran en automóvil, reproduciendo un espectáculo que se da en los Estados Unidos. Aquella avenida Massey, con el telón delante en el medio de la calle –con el proyector en el balcón ochava de la Municipalidad- cubierta por toda clase de vehículos ocupados y jinetes pudiera dar el modelo, sin necesidad de traerlo de afuera, pero lo que no se podrá reproducir es la espontaneidad comunicativa de las risotadas, de punta a punta de la móvil platea y de la participación de espectadores, que vivían intensamente lo que ocurría en la pantalla. Era como niños, mis paisanos de entonces en el pueblo; pero niños gigantes que hacían los más duros trabajos durante todo el año y sólo tenían para reír ese momento de la fiesta patria. Y era de ver cómo se identifican con los personajes.

Muchos años más adelante he vuelto sobre esta identificación igual que la infantil, de las gentes simples, con los personajes de la pantalla o el tablado. He recogido algunas anécdotas ilustrativas que puedo reproducir porque corresponde a esa simplicidad.

Me contó Pepe Rosas que siendo juez en Santa Fe, cumplía la recorrida de las comisarías de campaña, ordenada por el Código de Procedimientos para visitar causados en ellas “demorados” como dicen ahora.

Cierta vez en Vera le trajeron un paisanito de apelativo Moreyra que había peleado. Lesiones leves. El comisario le explicó: -No es mal muchacho pero lo pierde la sangre: es hijo de Juan Moreyra.

Pepe se sonrió y dijo: -Cómo va a ser hijo de Juan Moreyra si tiene apenas 20 años y Moreyra murió hace más de cincuenta.

-No sé, contestó el comisario, pero la madre dice que es hijo de Juan Moreyra.

Ordenó Pepe que la buscara a la madre y la trajeron. Y ésta explicó:
-Vea, señor juez. Los otros dos muchachos, que son hijos de un italiano, son juiciosos y trabajadores; Juancito, también es trabajador, pero pelea. Ha salido al padre- Y aquí afirmó que era hijo de Juan Moreyra.

Pepe Rosas le contestó: -No puede ser, Moreyra nunca estuvo aquí y, además no puede ser padre de este muchacho porque murió mucho antes que éste naciera! La paisana se rechifló y, ladina, dijo: -“Si usted sabe mejor que la madre quién es el padre…”.

Pepe le buscó la vuelta preguntándole cómo lo había conocido a Juan Moreyra y la paisana lo explicó enseguida.
-Vino con un circo- dijo.

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Antes o después del “Centenario” (1910) me llevaron a Buenos Aires. De entonces tengo su olor en la nariz. Sí: Buenos Aires es un olor. ¿Será que tengo una memoria olfativa como otros la tienen auditiva o visual?

Tardé bastante en explicarme qué era “el olor de Buenos Aires”. Estábamos aún en la época de la tracción a sangre y los caballos bostezan sobre el pavimento llenándolo de bollitos frescos que un ejército de peones municipales levantaba con sus palas y escobillones, para echarlos en unos tachos con ruedas. Todavía se los ve, pero son excepcionales; entonces eran numerosos y muy característicos. Se les llamaba “Musolinos”. Si bien eran italianos en su casi totalidad, el apodo, como podría creerse ahora, no provenía del Duce, adolescente que para esa época era un “tirabombas”. Lo de “Musolinos” venía de un famoso jefe de bandidos así llamado, que en los alrededores de Roma había secuestrado algunos turistas ingleses. A su vez los británicos, que distribuían por el mundo la imagen de una Italia de canzonettas, mendigos y bandidos, propagaron su fama que se generalizó aquí con el apodo común a todos los meridionales bigotudos, fumadores de pito o toscazo, uniformados por la Municipalidad.

Muy de vez en cuando cruzaba un automóvil quemando bencina; eran coches de gran caja, coupes casi siempre; un imponente personaje –generalmente hispánico- uniformado, galoneado y de poderosos bigotes lo conducía; y en la parte de atrás iban “las damas”, de grandes sombreros, velos o chales y “los caballeros” trajeados de oscuro y con camisa de plancha y cubiertos con sus oriones o galeritas. Había también los primeros taxímetros casi exóticos entre las victorias de plaza con sus coches pintones y compadres a los que sucedieron en la decadencia, los “Mateos” de galerita”.

Descubrí que el olor porteño era la combinación de dos productos: el estiércol fresco de los caballos y el de la bencina, que me hacía desconocer aquél.

No sé si todos seremos memoriosos de pituitaria; de mí sé que hay otros olores que actúan como ayuda memoria. Así recuerdo uno que me intrigó durante mucho tiempo: era el olor de los prostíbulos que mi adolescencia vinculó, ambiguamente, con el olor misterioso del pecado y el de la medicina preventiva a base de permanganato y pomada Mescinof. En una ocasión visité a dos viejitas solteronas muy respetadas y queridas, y me puso incómodo el olor a prostíbulo que se respiraba. Recién comprendí –ab absurdum- que el olor a prostíbulo resultaba de la combinación del querosene de la estufa con los polvos y perfumes baratos lo mismo en la pieza numerada de la pupila que en la salita recatada de las solteronas.

***

Las edades separaban por tandas a los muchachos del pueblo; los mayorcitos habían sido “tirados de las patas” por Misia Cornelio Álvarez, la decana de las partes lugareñas que trabajó justo hasta terminar el siglo XIX. Yo era de los primeros de doña Jacinta, una italiana que empezó por el 900 y los más pequeños eran ya de doña Antonia, mujer relativamente joven. Después comenzaron a intervenir los médicos y el parto que había sido hasta entonces considerado un hecho normal como la cosecha de todos los años, empezó a convertirse en una enfermedad.

Aun el amor marital –y las simples expresiones de ternura- debían carecer de exhibición; eran cosas íntimas. Al lado de casa vivía un joven matrimonio porteño y cuando el marido salía para su trabajo la mujer lo acompañaba hasta la puerta: ahí se besaban.

Era de oír la indignación de mi padre si lo presenciaba; entraba a casa bufando su protesta, indignado porque “esas cosas no deben hacerse en público”. Vaya y pase que la mujer besase en público… ¡pero el hombre! Tenía que ser muy poco hombre.

No se trataba de moral; la exhibición era cosa fea, indecorosa, una debilidad… El amor era eso, una debilidad y lo correcto era disimularlo.

La actitud de mi padre no obedecía a la pudibundez de la época. Nunca lo vi besar a mi madre a la que quería entrañablemente, siendo hombre de una sola mujer, como lo he ido comprendiendo con los años. Tampoco nos besó mucho a nosotros, y no es que no nos quisiera pero –y esto es típicamente criollo- consideraba una debilidad la demostración de los afectos, que era para él cosa de gringos. Tampoco nunca me felicitó por algún éxito escolar; prefería decir: “¡estarás acomodado con la maestra!” y daba vuelta la cara enseguida para que no se le notara la emoción.

El hombre debía tener cara de póker y lo mismo en los lances de juego, en los lances de la vida había que administrar las exteriorizaciones de la alegría y el pesar. Recuerdo muy bien que en 1914 o 15 se sacó en la lotería cien mil pesos, que en aquel entonces eran casi el equivalente3 de 30.000 o 40.000 dólares y en casa, una barbaridad. Lo contó en la mesa, entre plato y plato, como quien no dice nada y pronto cortó el tema.

En el fondo todo esto era una compadrada que consistía en no compadrear.

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La mujer tenía una situación de inferioridad que los chicos percibíamos, como si ella fuera el punto vulnerable de las familias.

Así era una injuria decir “¡adiós cuñao!” y correspondía una rápida y correspondía una rápida y agresiva respuesta: “¡por tu hermana no hay cuidado!”.

Estaba implícito que el “cuñao” suponía una relación de macho con la hermana del saludado, situación tan ofensiva que sólo se equilibraba siendo el macho de la hermana del otro.

Pero paralelamente a una idea peyorativa de la mujer había otra sublimada, exclusiva para la madre, las hermanas, y “la dama de los pensamientos” de cada macho, que venían a constituir así una especie de sexo aparte nimbado de virginidad, de una pureza que lo hacía intocable. Tan intocable que hasta los que no tenían hermanas eran ofendidas con el “¡Adiós cuñao!”.

No era fácil el contacto de chicos y chicas y cuando empecé la escuela primaria, éstas, o por lo menos los cursos se separaban por sexo; en cuarto grado ya estuve en la reciente Escuela Normal, que era mixta. Con todo las relaciones entre los escolares de dos sexos no trascendían del colegio ni aun para la confección de los deberes, salvo parentesco o amistad muy íntima de los padres; los chiquilines se resistían a andar entre mujeres para no ser acusados de “manfloritas” y recíprocamente las niñas temían el dicterio de “machonas”.

No tendría yo más de ocho años cuando mi primer amor. Supongo que mi pasión fue producto de mis lecturas, más que de la atracción femenina, pues transcurrió como en un caleidoscopio imaginario en que alternaban castillos medievales, abordajes, rescates y peleas caballerescas con apasionados monólogos y donde mi personalidad cambiante pasaba de D’Artagnan a Sandokán y de Ivanhoe a los personajes de Fenimore Cooper. Nunca le hablé y ni siquiera recuerdo que me mirase pues las miradas de las chiquilinas son siempre para arriba, dirigidas a los muchachos ya mayores.

Uno de estos era el objeto de mis celos. Creo que era primo lejano de la dama de mis sueños y yo lo adornaba con todas las aptitudes de Don Juan, tanto, que años después, cuando lo conocí, ya hombres los dos, no me podía convencer de que ese papafritas que tenía delante era el “galán” irresistible que yo había supuesto.

Mis celos eran compartidos por Adolfo Castiglione, con quien habíamos constituido una especie de sociedad de lágrima y desconsuelo. Adolfo amaba a la misma niña que yo con idéntico resultado y el común infortunio nos había llevado a fraternizar de confidencia en confidencia. No había celos entre nosotros y estábamos los dos generosamente dispuestos a celebrar como propio cualquier éxito del otro. Pero no hubo oportunidad.

Nuestra amada vivía un poco lejos del centro del pueblo; y todos los días Adolfo me alzaba en la volanta del hotel de su padre cuando llevaba la ropa para lavar en las chacras y le hacíamos “la pasada” a la ingrata por la puerta de  calle, de lo que pareció no enterarse nunca.

“La pasada” es una institución amorosa pueblerina; el asomarse de la festejada y saludar implica una casi aceptación del cortejo; en cambio dar la espalda bruscamente, justo al producirse el enfrentamiento, es uno de los golpes más fuertes que puede asestarse a un pretendiente, más fuerte aun que los materiales que sabían dar los “hermanitos” de la dama.

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De más éxito que la nuestra era la pasada que hacían en General Pinto el “Petiso González”, hijo del dueño de la empresa de pompas fúnebres local, que además era ya mozo en edad de pretender y no “mocosito” como cien las chiquilinas de los chicos de la misma edad.

La novia vivía por el lado del Cementerio, circunstancia que “El Petiso” aprovechaba para tomar las riendas de la carroza una vez que ésta se aliviaba del duelo y volver al corralón pero desviando el camino para hacerle “la pasada” a su pretendida. Quedó famoso; la presencia del fúnebre, con los plumeros agitados por el viento y el brioso trote de los negros percherones, gozaba de la aprobación unánime de los vecinos que se volcaban a la calle para estimularla. Ella desde el balcón saludaba al “Petiso” con la mejor de sus sonrisas, mientras se oía el estrépito de la puerta de calle cerrada violentamente por sus hermanas que parecían no compartir la general satisfacción.

Volviendo a mi primer amor; no recuerdo cómo se extinguió, ni tampoco cómo se liquidó aquella sociedad con Adolfo, pero debe haber sido en buenos términos porque no hubo nunca dividendos que repartir –que son los que perjudican la ‘”aecto societatis”, como decimos los abogados.

Todos mis amores, que deben haber sido dos o tres más, en la niñez, en la pubertad y aun en la adolescencia, con mayor o menor fortuna nunca pasaban de miraditas –digamos mejor largas miradas- porque todos adolecieron de la misma característica en la que seguramente era yo el culpable y no las niñas: la excesiva idealización.

Era aquello que el vulgo llamaba “amor platónico” desde luego sin saber filosofía y mucho menos quién era Platón.

¿Romanticismo?

En realidad había una dicotomía que empezaba en aquel desdoblamiento entre dos órdenes de mujeres; todas, el sexo en conjunto que era considerado en menos y las idealizadas, casi inaccesibles por superiores. Así “la mujer amada” en esa idealización no podía ser rozada ni siquiera por la sospecha de un apetito material.

Pero donde existía verdaderamente una dicotomía que yo distinguía confusamente, era en el orden social, a pesar del carácter democrático e igualitario de aquella sociedad pueblerina de que se habla más adelante. El chiquilín no podía percibirlo de una manera muy concreta pero notaba la distinta consideración para las “señoras” y “señoritas” y las mujeres del rancherío de las orillas como si el juicio peyorativo para el sexo se agravara cuando la condición social era aquella de donde salían las muchachas del servicio doméstico y también –tempranamente lo supimos- las que alimentaban el clandestinaje y las actividades de las celestinas. Sin embargo, debo señalar que se estaba muy lejos del frecuente hábito en algunas viejas ciudades provincianas de tener chinitas en el segundo patio, “para que los muchachos no anden por ahí” de lo que suelen jactarse respetables matronas que viven elogiando las costumbres tradicionales, cuando los jóvenes eran respetuosos con las niñas. Una anécdota ilustrará sobre esta dicotomía social que se ha señalado y los supuestos culturales, además de los sociales en que descansaba.

Don Nicolás Fernández, comerciante del pueblo, hizo un viaje a Buenos Aires, por allá, antes del Centenario. A la vuelta en el Club y en presencia de su médico contó una aventura galante que había tenido con una francesita de un café-concert. Pocos días después debió ver al médico y éste le diagnosticó una enfermedad secreta, de las menores.
-“¡Imposible, doctor! –dijo don Nicolás-. Si yo sólo tengo relaciones con mi mujer!”

Entonces el médico le recordó su reciente aventura en el viaje a buenos Aires. Y Don Nicolás exclamó:
-“¡Pero si ésa era una señorita de sombrero!…”.

El hombre no podía vincular las enfermedades venéreas con el uso del sombrero que suponía un signo de status incompatible con las purgaciones.

***

El radicalismo como fuerza, vino después y fue arrollador. Hacia 1912, se formó una Liga Comunal, originada en la resistencia a una ordenanza impositiva, pero pronto se le vieron las patas a la sota y asomó la UCR. En 1914, los radicales celebraron con 100 bombas la victoria en Córdoba. En 1916 si bien los radicales ganaron la presidencia perdieron en Lincoln, por muy escaso margen y para aplastar a esos radicales los conservadores tiraron tres mil; una verdadera guerra de artificio. ¡Pero no les valieron! La ola los barrió y, además, ya no tenían los viejos dirigentes de principios de siglo.

Ya en 1912, yo lo notaba en la escuela. A pesar de mis once años era conservador, como mi padre, y era una minoría de uno en el grado, pues todos los chiquilines eran radicales y se me hacía duro aguantar la presión aplastante de la mayoría cargadora. Y aquí tengo un recuerdo para algún psicoanalista.

A los once o doce años yo creía que mi padre –idea común en los chicos de esa edad- era el hombre más valiente del mundo.

Un domingo hubo una gran manifestación radical; una columna de caballería venía al frente, con los jinetes de gorra blanca; la comandaba un doctor Urquiza, relativamente nuevo en el pueblo y que era la cabeza más visible de los radicales, quienes le acreditaban un valor fabuloso. La caballería se detuvo por un momento ante el comité conservador, donde los vacunos, de gorra colorada, se alineaban en la vereda; se produjo un pequeño suspenso, caracolearon algunos caballos y se oyeron vivas de los dos bandos, con el riesgo consiguiente, pues los dos grupos estaban armados como era de práctica. Afortunadamente, Urquiza ordenó seguir y no ocurrió nada.

El lunes, el recreo de la escuela hervía en comentarios y yo era el candidato de las burlas y bromas de los otros chicos. Me decían: “Urquiza les tuvo lástima a los orejudos. ¡Que si no!”

Yo que, como ya he dicho, tenía ideas propias sobre el valor de mi padre, le contesté a uno:

-“Mejor para Urquiza, porque mi viejo ya lo tenía encañonado y lo iba a voltear!

¡Para qué lo habré dicho! Allí fue la broma y la risa: ¡Pedro Jauretche volteándolo a Urquiza…! ¡Urquiza nada menos! Porque la verdad es que a las cualidades propias del médico los muchachos le sumaban toda la leyenda del apellido que entonces no se discutía, pues Grosso era la verdad revelada.

Quedé desolado. En lo ridículo que la idea les pareció a mis compañeros, tan siquiera un cotejo de “capacidad” –así se decía- de hombre, de mi padre y de Urquiza; el viejo se me derrumbó de golpe. Me sentí indefenso con mi “crédito” deshecho y, al mismo tiempo, vejado por los que se habían reído de mí y de mi padre.

Eso pasó, y mi padre no perdió nada en mi consideración; tal vez lo recoloqué en una posición no tan alta como antes pero siempre respetable.

Ahora viene lo que me hace pensar en el psicoanálisis; es que todavía me ocurre –de la última vez, no hacen diez noches- que al despertarme a altas horas, entredormido, me salta este recuerdo y sufro como de chico la humillación y el bochorno que entonces sentí.

***

Antes he hablado de ese lugar non sancto adonde los gallegos de La Cantera iba en fila india la noche del domingo, estoy hablando de “el Colorado” y “el Blanco”.

Tenían ambos –situados uno frente al otro- un barrio propio, que empezó por dos o tres boliches donde se tomaban unas copas, para llegar entonados al prostíbulo y se dejaban las armas, pro si el vigilante de guardia palpaba. Adentro, cuando los conocí –ya de pantalón largo- los dos repetían el mismo salón con sus bancos adosados a las paredes. (En esto no se parecían en nada a los fastuosos cabarets que se ven en los westerns). Las mujeres entraban y salían del salón con su pareja y la “madama “seguía con ojos vivaces el movimiento para que no “le metieran la mula” con algún “garrón” y para evitar las picardías que tramaban los mozos conocidos del pueblo, con fama de calaveras. En el “Blanco” había un viejo órgano al que un organillero manco le daba y le daba con dos tangos: El Once y Jueves. En ocasiones permitía bailar hasta con cortes, pese a la seriedad del establecimiento, como decía. (Ahora que digo tango, me salvo de que se me quedara en el tintero nada menos que Gardel).

Por 1912 o 13 oí al dúo Gardel-Razzano. Cantó en el cine-bar San Martín de Lincoln, donde se alteraban las visitas “con consumición obligatoria” con los números de variedades. En ese tiempo la pareja andaba tan tirada que pasaba los sombreros entre el público para recoger su contribución. ¡Y que no me lo venga a discutir alguno de esos “viudos de Carlitos” que andan por ahí, porque esto me lo contó Razzano confirmándome, de viejo, lo que yo vi de chico!

Volvamos al “queco”, como le decíamos para hacernos los cancheros. El personaje del queco era el cafishio, una especie de doble hombre; hombre porque se imponía a la mujer y hombre porque para conservarla tenía que imponerse a otros hombres: los del gremio. Ya de chiquilines sabíamos de su existencia porque no los mostraban sus admiradores infantiles cuando pasaban por las calles del pueblo, compadrones, vestidos a la moda juninera. Junín se destacaba en esa época por dos cosas tan opuestas como los cafishios y el gremialismo de los ferroviarios, por los talleres del Ferrocarril Pacífico. Estos constituían la única organización obrera fuerte de la zona.

Esta moda era así: chambergo de copa alta de color clarito, con cinta más oscura, que llevaba una fila de botones del color del chambergo sobre el lado izquierdo; la doble afeitada como era de rigor en un “caralisa” y el pañuelo de seda de muchos “momes”, armado en galleta, al cuello. Usaban saquito corto apretado a las caderas, chaleco de fantasía y pantalón con una campana sobre el pie; calzaban botín –no zapatos- de taco alto, de color con la capellada más clara –cuero o paño, indistintamente- y no cerrados por cordones, sino por una botonadura similar a la de la cinta del sombrero. Estos botines eran largos, puntiagudos y angostitos y obligaban a caminar como pisando huevos, poniendo el taco de un pie casi encima de la punta del otro lo que provocaba un balanceo que reforzaba la personalidad del hombre. Del “pansón” decían en Rosario, pero esto lo aprendí después.

La cintura se ceñía con un buen cinturón de cuero pero sobre él iba una faja de lana de color azul o rojo que el chaleco escondía; además de reducir el vientre y contribuir a la figura, facilitaba la colocación del revólver de seis tiros y la daga, imprescindibles.

Esa era la pinta. Después los hechos decían si se podía sostener.

En mi pueblo hubo dos famosos: “Los Pájaros” hijos de una vieja celestina que decían fue muy buena moza en su juventud, cuando los tuvo. A ella le decían “La Pájara” y de ahí el apodo de sus hijitos. El mayor, muy alto y delgado, se llamaba Bustamante –y lo tengo por hijo de un pariente lejano mío, que tampoco era de arriar con las riendas, y por eso escondió su apellido bajo el que le quedó al Pájaro-; el otro, más bajo –y que hacía de segundo al Pájaro Grande”- se llamaba Zárate y era algo achinado. A los dos los mató la partida, pero después de muchas fechorías.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar