Fuente: Felipe Pigna, Fragmento del Capítulo 1 del libro Al gran pueblo argentino salud, Buenos Aires, Planeta, 2014.
“Porque las ansias que los españoles tuvieron por ver cosas de su tierra en las Indias han sido tan bascosas y eficaces, que ningún trabajo ni peligro se les ha hecho grande para dejar de intentar el efecto de su deseo”
Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios Reales de los Incas.
Desde la Antigüedad, la vid ha ido echando raíces y entretejiéndose en el territorio y la historia de lo que hoy denominamos Occidente. Cantado por vates y poetas hasta nuestros días, el vino, la bebida elaborada mediante la fermentación de sus frutos, tuvo dioses propios como Dionisos, en la mitología griega, y Baco, entre los romanos, y sobrevivió al Imperio: ya alejado de los misterios eleusinos y de los excesos de las fiestas bacanales, se transformó en la “sangre de Cristo”. Ocupó así un lugar central dentro de las ceremonias del catolicismo, la nueva religión que iba a definir en buena medida la cultura de esta región del mundo: los cánones de su liturgia exigen que para la Eucaristía, el sacramento esencial de la misa, la hostia esté hecha exclusivamente de harina de trigo y que el vino sea “natural de vid”, sin aditamentos ni sustitutos.
Así, pues, no es de extrañar la relevancia que cobró la introducción de esta especie en los primeros años de la conquista y colonización de América, esa alianza estratégica entre la cruz y la espada. Junto con el trigo y el olivo, alimentos básicos para entonces de la dieta de los súbditos de Castilla, la vid formaba un grupo de cultivos considerados no solo fundamentales para establecer en las aún no consolidadas colonias costumbres propias de España, sino como parte insustituible de los sacramentos que hacían de ellos fieles católicos.
Si bien en América del Norte existían especies silvestres autóctonas, que llevaron a que el navegante vikingo Leif Eriksson bautizase Vinland (tierra del vino o de viñas) al norte de Terranova, la vitivinicultura de nuestro continente se inició y desarrolló en verdad a partir de la Vitis vinifera, originaria del Viejo Mundo, que casi desde el comienzo de la conquista trató de implantarse en lo que para Colón eran las “Indias”. En su segundo viaje, en 1493, el “Almirante de la Mar Océano” llevó a la isla de Santo Domingo “unos poquitos sarmientos”,1 que aunque a la larga no prosperaron, fueron el inicio de los intentos que, medio siglo después, tendrían por resultado las diversas viticulturas indianas.
Al mismo tiempo que muchas plantas americanas –como la papa, el tomate, el maíz y el pimiento, entre otras– se transportaban a Europa para probar allí su cultivo, los Reyes Católicos y Carlos I promovieron con decisión los ensayos para introducir en sus colonias especies europeas, consideradas, como vimos, esenciales para la vida de sus súbditos. Así lo demuestra, por ejemplo, una real cédula de Carlos I, de 1531, que ordenaba a la Casa de Contratación de Sevilla, encargada de autorizar y supervisar los viajes y el comercio, “que de aquí en adelante, todos los maestres que fueren a nuestras Indias, que lleven cada uno en su navío la cantidad que les pareciere de plantas de viña y olivos de manera que ninguno pase sin llevar alguna cantidad”.2 Sin embargo, a pesar de la voluntad real, los esfuerzos con las uvas no siempre daban resultado. En las Antillas y las costas caribeñas del continente –la “Tierra Firme” que abarcaba buena parte de América Central, Colombia y Venezuela–, las condiciones no fueron favorables; tampoco las vides llevadas a México permitieron en un principio la producción de vino. En cambio, para la década de 1540 ya había viñas plantadas en el Perú, que luego servirían para su introducción en Chile y el Alto Perú, la actual Bolivia.
La producción de vino se expandió a varias comarcas peruanas, particularmente hacia el sur, en las zonas de Ica, Pisco y Arequipa. Con el tiempo, se extendería a Nazca –que según el cronista Guamán Poma tenía, a comienzos del siglo XVII, “lo mejor del vino de todo el reino comparado con el vino de Castilla”–3 y a la zona de Moquegua que adquiriría auge produciendo para el rico mercado de Potosí, que también promovería la implantación de viñas en tierras altoperuanas, como en Mizque y Santa Cruz de la Sierra. Desde allí, las vides fueron llevadas a Chile, donde adquirió gran difusión.
Ya en 1551, unos diez años después de la fundación de Santiago de Chile y cuando estaba todavía en curso la firme resistencia de los pueblos originarios, Pedro de Valdivia mencionaba que tanto allí como en La Serena había consumo de uvas locales. Cuatro años después, un bando del Cabildo santiaguino ordenaba comprar la producción de los particulares para elaborar dos botijas de vino, destinado a la celebración de las misas.4 Como vemos, la Iglesia y la vitivinicultura continuaban aún, y continuarían por bastante tiempo más, férreamente imbricadas. Tanto que difícilmente se podría explicar de otro modo la llegada de las vides a lo que en la actualidad es el territorio argentino.
Por el camino de Santiago
Santiago del Estero fue fundada con ese nombre en 1553 por Francisco de Aguirre, enviado desde Chile por el mismo Pedro de Valdivia, luego de forzar a los hombres de Juan Núñez del Prado, provenientes del Alto Perú, a abandonar el cuarto asentamiento de la ciudad de Barco, establecida una media legua (unos 2,5 km) al sur de la actual capital santiagueña.
En 1556 el núcleo de españoles establecidos en la futura “madre de ciudades”, conformaban una pequeña aldea que aún no contaba con un sacerdote que se encargase de los oficios religiosos. Los vecinos decidieron entonces ir a buscar uno a Chile, de cuya jurisdicción dependían.5 Los documentos mencionan a cinco conquistadores que, a fines de ese año, emprendieron la aventura; en cambio, como es habitual en estos casos, no registran a los guías y porteadores indígenas que fueron con ellos y, sin los cuales, el recorrido hubiera resultado imposible.
Tres décadas después, en un documento presentado para “demostrar los notables servicios prestados” por Santiago del Estero “en el descubrimiento y conquista de la comarca del Tucumán”, un testigo recordaba que ese viaje se hizo “con grandísimo riesgo de sus personas por ser todo lo más camino por tierra de guerra, de caminos asperísimos de cordilleras nevadas de grandísimos fríos e despoblados y este testigo lo sabe porque lo caminó cuando fue a Chile y así sabe que es un camino de todo extremo e peligroso, donde vio este testigo gran suma de indios muertos helados enteros sin corromperse ellos ni los vestidos por el gran frío e lo propio había gran suma de caballos muertos que se le murieron a don Diego de Almagro cuando fue al dicho reino de Chile”.6
Luego de atravesar los territorios de lules y calchaquíes, “tierras de guerra” para los conquistadores hispanos, y cruzar la cordillera de los Andes, la comitiva llegó a comienzos de 1557 a La Serena, en la costa del Pacífico, donde logró mucho más que su objetivo inicial. A su regreso, los vecinos de Santiago del Estero trajeron con ellos a un religioso, fray Juan Cidrón o Cedrón,7 y además “semillas de algodón e plantas de viña”, que resultaron “de mucho provecho […] porque en la tierra no había más [cultivos que] de sólo máiz”.8
Esta es la referencia documental más antigua que ha quedado sobre la llegada de la vid al actual territorio argentino, que luego tendría otras vías de acceso, desde Chile pero también desde el Atlántico y el Alto Perú.
A medida que desde Santiago del Estero se fueron fundando las ciudades de la antigua Gobernación del Tucumán,9 la vid comenzó a difundirse por el actual Noroeste y centro de la Argentina. Ya en el siglo XVII había producción de vinos y aguardientes en La Rioja y Córdoba; más tarde, según la tradición, las viñas llegarían a Salta, de la mano de los jesuitas que introdujeron sarmientos desde el Perú y el Alto Perú.
Aunque no se conoce la fecha exacta, la vid también se introdujo en lo que era la avanzada de la conquista española en el este de América del Sur, el Paraguay. Es posible que se la haya traído por vía del Atlántico y tal vez atravesando lo que hoy es el sur del Brasil,10 y posteriormente quizá también del Alto Perú, donde a partir de vides provenientes del Perú se había iniciado su cultivo.11 Asunción cumpliría en el Litoral un papel similar al de Santiago del Estero en el Noroeste, como “madre de ciudades”. Hay constancias de que para 1573 –el mismo año de la fundación de la ciudad de Córdoba, desde Santiago, y de la de Santa Fe, desde Asunción– el Paraguay producía unas 6000 arrobas de vino. Medio siglo después, en 1627, las 127 viñas registradas alrededor de Asunción contaban con 1.778.000 plantas, y el vino que se elaboraba con sus uvas abastecía a las ciudades del Litoral.12 Sin embargo, algunas décadas después esa producción decayó, e incluso en el Paraguay se consumían vinos de Cuyo, esa región que durante siglos pareció haber sido preparada para albergar y hacer crecer la vid.
Referencias:
1 Memorial de Colón a los Reyes Católicos, elevado por medio de don Antonio de Torres, citado por Maurín Navarro, Contribución al estudio de la vitivinicultura argentina, Instituto Nacional de Vitivinicultura, Mendoza, 1967, pág. 13.
2 Citado por Maurín Navarro, op. cit., pág. 13.
3 Felipe Guamán Poma de Ayala, Nueva Crónica y Buen Gobierno (Transcripción, prólogo, notas y cronología de Franklin Pease García), Biblioteca de Ayacucho, Caracas, 1980, tomo II, pág. 393. En su ponderación, Guamán Poma da un dato que muestra que se había superado ya la falta de vino blanco que lamentaba pocos años antes el Inca Garcilaso: “vino dorado clarísimo suave olorosos y de uvas como mollares [cerezas] y las dichas mollares blanquísimo tamaño como ciruelas”.
4 Edgardo A. Díaz Araujo, La vitivinicultura argentina – I. Su evolución histórica y régimen jurídico desde la conquista a 1852, Universidad de Mendoza – Editorial Idearium, Mendoza, 1989, pág. 16.
5 Hasta 1563, cuando el rey Felipe II y su Consejo de Indias decidieron que la Gobernación del Tucumán dependiese políticamente del Virreinato del Perú y judicialmente de la Audiencia de Charcas, la jurisdicción sobre el actual Noroeste argentino estuvo en disputa entre los conquistadores provenientes del Alto Perú (la actual Bolivia) y de Chile.
6 Respuesta del testigo Juan Cano en la “Información levantada por el procurador del Cabildo de Santiago del Estero, don Alonso Abad, entre los vecinos, destinada a demostrar los notables servicios prestados por dicha ciudad en el descubrimiento y conquista de la comarca del Tucumán”, documento del Archivo de Indias reproducido por Roberto Levillier, Gobernación del Tucumán. Correspondencia de los Cabildos en el siglo XVI, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1918. La mención a los caballos de la entrada de Diego de Almagro (de 1535) es interesante, entre otros motivos, porque sugiere que el cruce de la cordillera se habría realizado por el paso de San Francisco, entre el actual territorio catamarqueño y la chilena Copiapó.
7 El testigo Cano lo llama Cidrón (“Información levantada por el procurador…”, cit.), aunque fuentes posteriores lo mencionan como Cedrón. Tampoco hay acuerdo en cuanto a qué orden pertenecía. Según Emilio Maurín Navarro (op. cit., pág. 18) era mercedario.
8 “Información levantada por el procurador…”, cit.
9 En líneas generales, abarcaba la mayor parte del territorio de las actuales provincias de Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Jujuy, Catamarca, La Rioja y Córdoba.
10 Hasta bien entrado el siglo XVI, una de las rutas seguidas para ir a Asunción desde Europa llegaba por el océano hasta Santa Catalina y, desde allí, emprendía el duro camino terrestre. Fue el trayecto emprendido, en 1542, por Álvar Núñez Cabeza de Vaca y, trece años después, por doña Mencia Calderón, “la Adelantada”, entre otros.
11 Si bien cerca de La Paz habían comenzado a cultivarse vides en la década de 1550, su difusión al resto del territorio altoperuano se realizó a partir de la de 1570, época en la que ya había producción de vino en el Paraguay. Véase Daniel W. Gade, “Vitivinicultura andina: difusión, medio ambiente y adaptación cultural”, Treballs de la Societat Catalana de Geografia, nº 58, 2005, pág. 76-80.
12 Efraín Cardozo, “Historia del Paraguay desde su autonomía en 1618 hasta la Revolución de 1810”, en Roberto Levillier (dir.), Historia Argentina, Plaza y Janés, Buenos Aires, 1968, tomo II, pág. 1165.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar