Atahuallpa. Memoria de un dios (novela), de Daniel Larriqueta


Cuando Vasco Núñez de Balboa descubrió el Océano Pacífico, tuvo noticias sobre un imperio muy rico, ubicado en la costa. Francisco Pizarro escuchó estas versiones y logró firmar en España, en 1529, una capitulación que lo habilitaba para explorar ese misterioso reino. Era el territorio de los incas, que se encontraba por entonces en plena guerra civil entre los dos herederos del Inca: Huáscar y Atahualpa 1. La guerra terminó con la victoria de este último, pero el Imperio quedó muy debilitado.

Fue entonces cuando se produjo la llegada de Francisco Pizarro y sus hombres, que se establecieron cerca de la ciudad de Cajamarca, la residencia del emperador. En 1533 Pizarro capturó a Atahualpa. Éste cumplió su promesa de llenar dos habitaciones de oro y plata para su rescate, pero los españoles no cumplieron con su parte y el inca fue finalmente ejecutado.

Transcribimos a continuación tres capítulos de la novela Atahuallpa. Memoria de un dios, de Daniel Larriqueta, que reconstruye esta historia, rescatando las costumbres y la cultura inca y las luchas fratricidas entre hermanos que permitieron a los conquistadores aniquilar a la civilización que había logrado dominar gran parte de América del Sur durante más de tres siglos.

Fuente: Daniel Larriqueta, Atahuallpa. Memoria de un dios, Buenos Aires, Edhasa, 2014, págs. 63-78.

10

Francisco Pizarro también había pensado en el día siguiente. Se levantó, como era su costumbre, bastante antes del alba y reunió a sus principales para organizar una tropa selecta de treinta hombres de a caballo que marcharan hasta el campamento del mando inca, sometieran cualquier resistencia y trajeran prisioneros, objetos y noticias de ese real del vencido. Ordenó que se aprestara el templo del Sol para residencia permanente de Atahuallpa y encomendó a los orejones cautivos que se ocuparan de ofrecer al preso todos los elementos y respetar los ritos propios de su vida cotidiana. A cada paso era más notorio que Pizarro organizaba un espacio que Ata­huallpa ocuparía con la misma autoridad y ritual de la tradición. El Inca observaba todos los arreglos como la confirmación de su intangibilidad.

Atahuallpa no se enteró de la partida de los treinta hombres comandados por Hernando de Soto hasta el mediodía, cuando regresaron en medio de una barahúnda de gritos y órdenes cru­zadas. Era su naturaleza no mostrar interés ni sorpresa, ni curio­sidad, ni nada que desluciera su conocimiento divino. Y se había impuesto como actitud el observar, registrar y desentrañar todo lo que sucedía. Tenía siempre cerca a alguno de los dos lenguaraces, Martinillo o Felipillo, a quienes podía interrogar sin menoscabo porque mostraban una disposición sumisa. Comprendía que am­bos eran completamente fieles al interés de sus captores y sin duda reportaban al “capito” 2 el contenido de todas las conversaciones, incluso las que podía tener con las mamacunas, los orejones y los capitanes que empezaban a visitarlo. Pero sospechaba que los len­guaraces sólo entendían el runasimi, el quichua, la lengua colectiva, y cuando fuera necesario él podía deslizar en sus mensajes algunas palabras del dialecto imperial que sólo conocían ciertos nobles de alto rango. Era un recurso que se guardaría para asuntos especiales, de modo de no despertar curiosidades o sospechas.

Por ahora, lo prioritario era comprender. Le resonaban en la memoria las palabras que él mismo dijo a sus nobles, cuando ter­minó aquella visita de los barbudos a su real, la tarde anterior al choque: “mana unan changa runan caicuna”, ésta es gente imposible de entender. Ahora, en esta prisión laxa y ceremoniosa, preso en el campamento de los barbudos, conviviendo con ellos a pesar de la distancia ritual, pudiendo conversar con el jefe máximo, el capito, y contando con los intérpretes, lo esencial era entenderlos. Cada palabra y cada gesto debían ser examinados por su potente inteligencia, y se esforzaría por aprender lo más posible del idioma extranjero. Su experiencia de gobernar un imperio multicultural y plurilingüístico le había enseñado de sobra el peso de las palabras, la carga esencial que transportaban detrás de los sonidos.

El batifondo de ese mediodía era una novedad y el Inca pregun­tó por ello a Martinillo. El lenguaraz salió a la plaza a averiguar y regresó enseguida acompañado por Hernando Pizarro, el hermano del capito a quien Atahuallpa había conocido en aquella visita de la víspera del combate y que ya entonces sobresalió para su mirada por el aplomo y la apostura. Hernando le informó que regresaba el gru­po que fue a su real a recoger personas y bienes. También le dijo que habían encontrado miles de soldados pero en gran quietud, muchos de ellos se traían como prisioneros y acompañaban a otros nobles, a un centenar de mujeres del Inca, mamacunas y concubinas y un sor­prendente tesoro de piezas de oro y plata que parecían la vajilla del servicio real, y muchas joyas y piedras finas entre las que sobresalían catorce esmeraldas de gran tamaño, rutilantes. Mientras Martinillo traducía, Hernando miraba al Inca atendiendo a su reacción. No la hubo. Sólo interrumpió al lenguaraz para recalcar “¿cori?” ¿Oro? Y ante la respuesta afirmativa y aparatosa de Martinillo subrayando la alegría de los barbudos por las cantidades, Atahuallpa dejó escapar de su cara pétrea una fina sonrisa. Y Hernando lo invitó a salir a la plaza a ver el resultado de la recogida.

En el remolino de españoles gozosos e indios prisioneros el capito, adelantado y gobernador, procuraba poner orden. Lo atrajo al Inca a su lado en tanto ordenaba que los soldados cautivos fue­ran encargados de limpiar la plaza y dar sepultura a los cientos de cadáveres. Las mujeres fueron apartadas y Atahuallpa indicó cuáles eran sus hermanas, las “ñustas”, que debían turnarse cada diez días para atenderlo con el auxilio de las mamacunas. Y como Pizarro preguntara por las preferidas, el Inca señaló a las concubinas que le eran más preciadas. Durante toda la minuciosa concertación entre el vencedor y el vencido, el Inca no perdió un solo gesto de los españoles extasiados ante el río de piezas de oro que iban depo­sitando los portadores delante del capito y los otros capitanes. Y atendía las palabras, pidiéndole a Martinillo que precisara las más recurridas y sonoras, “monstruoso”, “extraordinario”, “nunca vis­to”, siempre aplicadas a las mejores piezas de oro de su ajuar. Ya sabía que los barbudos —que se hacían llamar cristianos, palabra que retuvo de inmediato— no comían oro, como suponían los primeros reportes. El detallado informe del fiel y astuto Ciquin­chara, que había terminado con el equívoco de que pudieran ser dioses, también había aclarado que los intrusos comían carne co­cida de animales y todos los alimentos vegetales de la dieta andina que se les habían alcanzado. El desproporcionado gusto por el oro sólo confirmaba la idea alternativa que meditaba el Inca: si no eran dioses, debían de ser bandoleros, ladrones entusiasmados con el brillo y la belleza de las artesanías del reino, en especial las reful­gentes de oro y plata, las esmeraldas, y las perlas que juntaban con esmero en sus alforjas. No eran tontos. Admiraban la perfección y la belleza de esas piezas de oro finísimo labradas por los mejores artesanos de las cuatro regiones del Tahuantinsuyu. Y esta escena desmedida de los cristianos acariciando las piezas, y pasándoselas unos a otros con caras de gozo, dejaba en la cuenta de la burla y la mentira los dichos sobre otros dioses y otros reyes. Lo querían amedrentar hablándole de poderes inexistentes, para apropiarse de esos tesoros de belleza, los más duraderos y resistentes, acaso para mejor transportarlos, ya que no mostraban el mismo entusiasmo por las iridiscentes y raras plumas de los adornos y vestimentas. Por algo las hermosas “yacollas”, las mantas imperiales todas tejidas con las diminutas plumas tornasoladas de los colibrís, que estaban entre el ajuar secuestrado, les fueron entregadas a las mamacunas para que él las siguiera usando, sin la menor señal de interés.

Atahuallpa había empezado a comprender, y a pergeñar los primeros pasos de su estrategia. Por lo menos creía saber el objeti­vo de los intrusos y estaba seguro de tener una respuesta. Pero eso no sería suficiente si no reunía las informaciones sobre las lealtades de sus generales y no aniquilaba a la waqa de Pachacámac. Y algo más. Sí, algo esencial. Sobre la incontenible noticia de su caída y su captura él debía hacer correr con igual o mayor resonancia la certeza de estar vivo, en la plenitud de su fuerza y gobernando, que era siempre el Sapa Inca.

Esta última reflexión terminó de ordenarle la cabeza. Él estaba en su cúspide. Desde esa altura debía seguir ordenando el reino y consolidando su autoridad. En esta aparente prisión se requería una combinación con los intrusos, conformándolos en sus deseos y teniendo las manos libres para lo demás. De todos los contra­tiempos que podían esperarse en la faena de reformar el mundo, la aparición de los barbudos era un hecho menor que a lo mejor ve­nía a fortalecer su mando. Su vida estaba asegurada, como lo volvía a comprobar a cada gesto de sus captores. Nada podían hacer estos pocos hombres, por diestros que fueren, en la inmensidad de su mundo. Sólo lograr su recompensa. ¿Para qué querrían molestarle a él en el gobierno de la gente y en su autoridad divina? El único con derecho a disputarle la eminencia y aun desear y ejecutar su muerte era su hermano Huáscar Inca, pero ya había sido derrotado tantas veces que era señal de estar abandonado por el padre Sol. Además, Huáscar estaba prisionero y él decidiría. El único riesgo era que los intrusos prefiriesen negociar con Huáscar, pero éste ya no tenía el poder y nada podría darles mejor que él. Con tiempo y astucia podría también atraer a su magnetismo a algunos si no a todos los barbudos. Incluso el capito, el viejo de barbas grises y hablar lento que ya le había mostrado tan especial buen trato. Por instinto y por ejercicio había aprendido a conocer a las personas por el aura y el fulgor de los ojos. Por eso mismo los Incas oculta­ban los ojos y no miraban de frente y castigaban a los que osaran hacerlo sobre ellos. Había visto lo suficiente en Francisco Pizarro como para saber ahora que con este hombre, que no es un dios, es posible acordar.

Necesita tiempo. Tiempo para entender y para hacerse enten­der, porque es seguro que también a los barbudos les resulta des­conocida la situación y no tienen medida suficiente de su mundo y de su poder. Tiempo para terminar los trabajos de la guerra que aún sigue latiendo en la vida de Huáscar y en las rebeldías de al­gunos pueblos recientemente asociados al imperio. Tiempo para limpiar la tierra de malos augurios y waqas vengativas. Y, por qué no, tiempo para amigarse con el viejo capitán y algunos de sus principales y atraerlos a sus trabajos imperiales con el ofrecimiento de una vida de gran privilegio dentro del reino.

¿Cómo hacerlo? Ya tenía una idea. Por el goce que había visto en esos ojos embelesados por los tesoros estaba mejor entendido el objetivo de los bandoleros. Y el oro le daría a él, a Atahuallpa, el hilo para alargar el tiempo. Era un regalo que le ofrecía el padre Sol en el servicio inesperado de su metal propio. Oro y plata. Mama Quilla también daba su parte. El cielo lo asistía. Estaba seguro de su decisión.

11

Los barbudos procuraban ordenar y contar las piezas que se ha­bían traído del campamento. Fue la ocasión para que Atahuallpa le dijera al encantado pero ceñudo Pizarro que todo eso provenía de su vajilla y que por mucho bulto que hiciera era menos de lo guardado por sus asistentes y que los soldados de Hernando de Soto no habían sabido hallar. Así, de súbito y llanamente, los dos estaban hablando de oro. Pizarro tomó el dato y al servicio de su propia estrategia de debilidad le dijo al Inca que ellos y su empe­rador distante estaban interesados en los metales preciosos. Era un modo de volver a garantizar al Inca que no había peligro para él y su mundo, porque la cuestión se reducía a los metales. Atahuallpa creía saberlo y tomó, a su vez, el puente que se le ofrecía. Hizo re­lampaguear ante la mirada de todos los circundantes la promesa de que él podía procurarles todo el oro y toda la plata que deseaban¿Cuánto?, preguntó Pizarro con calculado aplomo. El Inca trans­puso el portal hacia el recinto vecino seguido por todos y con un ademán del brazo abarcó el espacio del lugar en completo silencio. El asombro se hizo murmullo mientras los dos jefes se careaban, cada uno sumido en sus cálculos. Pizarro hizo un gesto de orden con la autoridad de la mano y, cuidando de no errar, le preguntó al Inca qué parte del bohío sería ocupada por el regalo. Atahuallpa levantó su brazo cuanto pudo para marcar un nivel, desatando otra ola de murmuración más fuerte que la anterior. A Pizarro le pa­reció muchísimo y mandó pintar de rojo el nivel indicado por el cautivo. A Atahuallpa le pareció suficiente como para los tiempos que precisaba, dos meses, y ése fue el plazo que comprometió ante la pregunta del capito. Él podía calcular de qué distancia haría traer los cargamentos de oro y plata, que de ambos metales de los dioses se trataba, para ocupar todo el lapso conseguido. El escribano real Pedro Sancho fue llamado a labrar un acta del compromiso, que firmaron los presentes capaces de hacerlo. Era un pacto de oro. Pizarro había logrado un botín y un acto de vasallaje sin prometer nada a cambio, y Atahuallpa, dos meses de reinado desde su prisión. A la mañana siguiente el Inca mandó a su hermana de turno a pe­dir permiso al capito para trasladarse a los baños del campamento porque él tenía el hábito de lavarse todo el cuerpo cada mañana. El pedido era sincero y también interesado, pues implicaba desplazarse con su ceremonial y a la vista de todos hasta un sitio bastante alejado de la prisión; tanteaba la latitud de su cautiverio. La ñusta fue a ver a Pizarro acompañada por Martinillo, que después le trajo al Inca el relato de lo sucedido.

Pizarro se sorprendió con el requerimiento pero, como no quería contrariarlo, pidió detalles. La ñusta le explicó que Ata­huallpa entraba en esas aguas tibias gracias a que resultaban de dos conductos que mezclaban lo frío y lo caliente, según ya ha­bían descubierto con admiración Hernando de Soto y su gente cuando vaciaron el real. Y que en ese baño estaría acompañado por la ñusta y otras mamacunas de servicio que eran encargadas del aseo. La escena asustó a Pizarro, que llamó en su ayuda a fray Vicente de Valverde. El azorado fraile fue categórico en prohibir el asunto porque sostenía la Santa Iglesia que la desnudez del cuerpo es blasfema, que por eso no se autoriza el baño sino en ocasiones especiales y en la mayor privacidad y que los últimos que lo habían frecuentado en España como hábito eran los moros, y que más infernal aún era que se bañara con sus mujeres. Cuando al trémulo cura se le enfrió la ira, Pizarro le pidió que entendiera su situación: el Inca tenía otra moral que él deseaba respetar hasta que lograsen convertirlo a las reglas cristianas. Y le subrayó que no estaban en situación de enojarlo por un asunto de su privanza siendo que precisaban su buen arte para mantener sosegado al país que estaban ocupando. Se quedaron en silencio. Valverde se santiguó y oró unos minutos. Y sentenció: “Sea como vos necesitáis, pero en el mayor recato, que no se difunda el pecado, y habéis de acompañarme en las conversaciones que lo antes posible hemos de tener con ese he­reje para convertirlo a la verdad y las buenas costumbres de Dios”. Pizarro agradeció la licencia y tomó el compromiso de cristianar al Inca lo antes posible.

Pero el asunto tenía otra dimensión. Le era manifiestamente imposible autorizar el traslado del Inca hasta los baños del real, con toda clase de complicaciones y peligros y dando un pésimo espectáculo de acatamiento. Encontró una solución que pretendía abarcar todo el problema: el baño estaba autorizado, no el traslado. Y Pizarro recibió de la ñusta una respuesta inesperada. El Inca se bañaría en el pequeño estanque de purificación construido a pocos pasos del templo del Sol donde estaba confinado.

Atahuallpa descifró el mensaje: complacerlo en todo, pero sin aliviar su encierro. Con esa interpretación organizaría su vida de dios y de rey de ahora en adelante. Obedecido pero prisionero. Contrasentido más contrasentido.

Valverde quería cristianar al Inca, Pizarro necesitaba interro­garlo para saber cómo se cumpliría aquella oferta fabulosa del pac­to del oro y alentarlo para ello, y Atahuallpa deseaba avanzar co­nociendo a su captor y mostrarle con detalle la fuerza y amplitud de su mando. Al mismo tiempo, cada uno aplicaba su autoridad al logro de sus fines inmediatos, de modo que el tiempo de las con­versaciones se apareaba con el tiempo de hacer.

Valverde ya había obtenido de Pizarro la orden para construir una iglesia en un costado de la plaza, usando los materiales de los mismos edificios indios y la abundante mano de obra de los cau­tivos.

Pizarro debió usar su sólida autoridad para calmar a los es­pañoles más cebados por la victoria y disponer que los indios no afectados al servicio pudiesen retornar a sus pueblos, sin nuevas represalias, como las que proponían los partidarios de matarlos o cortarles las manos. Había instruido a sus capitanes para organizar un severo orden de vigilancia, día y noche, con velas y rondas, porque era consciente de la fragilidad de su predominio y la emi­nencia del cautivo. Con el acuerdo del Inca ordenó que todos los indios que quedaban y sus jefes llevaran una cruz visible como se­ñal. Y luego de apartar las provisiones para la ciudad-campamento ordenó soltar al campo miles de llamas que no era posible vigilar. También despachó un mensaje triunfal a su retaguardia en la costa para atraer más soldados y acelerar la llegada de los refuerzos que esperaba de su socio Diego de Almagro.

Atahuallpa ya tenía mandados los primeros movimientos de su compromiso. Los correos llevaban a puntos lejanos la orden de reunir oro y plata de los reservorios y templos y que se transpor­taran a Cajamarca acompañados por los medio hermanos del Inca que tenían funciones de gobierno en provincias distantes. Las re­quisas incluían los tesoros de la gran waqa enemiga de Pachacámac. Y que todos vinieran a rendirle acatamiento. También los correos reales llevaban mensajes de confirmación y acantonamiento a sus principales generales, Chalcuchima en Jauja, Quizquiz en Cusco y Rumiñahui donde se hallase. 

12

En el recinto limpio y prolijo de la espaciosa prisión, que las ma­macunas habían engalanado con tapices y perfumado con esencias de las hierbas montañesas que prefería el Inca, los tres protagonistas se encontraron por fin a conversar con la calma que recién logra­ban. No todo sería novedad, pero tendría otro tono. Ya la noche misma de la cena desigual entre Pizarro y Atahuallpa se habían hecho aclaraciones y el Inca había recibido la primera garantía de que no sería ejecutado, “porque los cristianos, con aquel ímpetu, mataban, mas después no”.

Valverde sostenía una pequeña Biblia y en cuanto se sentaron alzó la mano para indicar silencio, se persignó, seguido por Pizarro, y oró a media voz purificando el momento y el lugar y dando la garantía de virtud para esta conversación con el gran hereje. Cuan­do terminó, Pizarro separó las manos en ademán de escuchar.

Atahuallpa inició el encuentro hablando de su poder, que tra­ducían de a tramos los tres intérpretes, Martinillo, Felipillo y el ahora agregado Francisquillo. Y avisado de que Pizarro podía tener o haber tenido trato con su hermano Huáscar Inca, se centró en confirmar su legitimidad propia.

No le costaba desgranar su relato que se interrumpía para per­mitir el trabajo de los lenguaraces. Él era el hijo del gran Huayna Cápac, el predilecto, y estaba mortificado por la soberbia de Huás­car que había desobedecido los mandatos del cielo y provocado una lucha destinada al fracaso desde el inicio, porque iba contra la armonía de la quinta pacha. Huayna Cápac culminó los traba­jos necesarios para instalar la verdad en todo el mundo, hasta las fronteras de la nada, y le había dejado el mandato de reformar ese mundo para mayor alegría de los pueblos, porque la pacificación tenía que acompañarse de obras y creaciones que permitieran ali­mentar a todos y desterrar el miedo. Los que provocaban miedo debían ser destruidos y los que estorbaban los trabajos, también. En las tierras y los pueblos de Quito estaba el vigor nuevo, porque en las otras regiones del Tahuantinsuyu todo estaba asentado y dis­puesto sin alteraciones. Éste era el mensaje que él había enviado a Huáscar para que lo apoyara y lo secundara en la vanguardia del cambio. Pero, envuelto en las mezquindades y las rencillas de las panacas del Cusco, su hermano había elegido resistir las novedades y oponerse al destino. Flojo y dubitativo, Huáscar tomó el partido de los resistentes, encerrándose en el Cusco con obstinación y des­pachando grandes ejércitos para impedirle a él cumplir su misión de reforma.

De esa manera, todo el Tahuantinsuyu estaba conmovido y sólo una definición cabal podía restablecer la serenidad. A medida que la lucha se fue enardeciendo se hizo más cierto que el Sol estaba de su parte, porque aun los mejores generales cusqueños habían sido, uno a uno, derrotados. La situación se hizo extrema, porque una victoria de Huáscar significaba romper la quinta pacha y retroceder a la anterior, que era de anarquía y desorganización, de muerte y dolor. Y él debió tomar en sus manos esta vacilación del tiempo y proceder con dureza para impedir que el tiempo retrocediera. Después de muchas muertes y de mucho daño, que Atahuallpa lloraba con el más sincero pesar, el cielo le había dado las victorias decisivas que confirmaban sus empeños y lo bien ha­bido de su mando. Todo el Tahuantinsuyu estaba ahora sometido a un solo Inca, el Sapa Inca era él. Con la derrota y la prisión de Huáscar se había cerrado la puerta que lleva al tiempo anterior, a la cuarta pacha, para alivio de todos.

Valverde interrumpió el lento y encumbrado monólogo y ob­servó: “Pero el Cusco viejo tuvo muchos hijos”, usando ese apela­tivo más fácil de decir que Huayna Cápac, nombre que los lengua­races recuperaron en la traducción.

—Todos los Incas tenemos muchos hijos —contestó Atahuall­pa—, y todos son sagrados y todos deben participar en la grandeza del gobierno, pero la consagración del cielo no toca a todos, y en su sabiduría los jóvenes deben reconocer y obedecer la primacía de uno. Los que fallan en el entendimiento o se creen con poderes que no les corresponden también deben ser sacrificados.

Valverde se persignó, y se miraron en silencio con Pizarro. Am­bos habían comprendido. Creyendo interpretar al capito, Valverde cambió el eje de la conversación.

—Nosotros hemos llegado hasta aquí por voluntad de Dios —afirmó con la voz más convincente—. Y porque su deseo es traer su mano protectora, él te puede ayudar en tu empeño de mejorar el reino y apaciguar los espíritus. —Y como captara la atención del Inca, prosiguió:— Dios no quiere tantas muertes, y sus enseñanzas están todas escritas en este libro, que se llama Biblia —dijo adelan­tando la mano izquierda que lo sostenía.

Atahuallpa miró el libro con aprensión y esperó la traducción. Entonces preguntó cómo ese libro —había retenido la palabra que repitió casi sin falla— hablaba, pues él no oía nada. Valverde se acercó al Inca, abrió la Biblia en un lugar cualquiera y recorriendo las líneas con el dedo empezó a leer lentamente. Era una ceremo­nia inesperada con los dos cristianos escuchando la palabra de su Dios y el Inca intrigado por esa relación entre las marquitas negras de las hojas que el dedo sacerdotal iba señalando y las palabras que oía. ¿Serían signos como los quipus? ¿O el hombrecito de blanco hablaba de memoria? Interrumpió la lectura para preguntar de dónde salían esas voces, y Valverde se detuvo en cada una de las letras para vocalizarlas y así formar las palabras que el lenguaraz tradujo. Con un cabeceo Atahuallpa indicó su aceptación y dio su respuesta.

—Tú ves los mensajes de tu dios en esas láminas, nosotros vemos los mensajes de nuestros dioses en el cielo. No precisamos dibujar nada, todo está allá arriba y lo podemos ver de día y de noche. Todo lo que sucede aquí está puesto en el cielo, que se mueve conti­nuamente, y nosotros sabemos así cuándo hacer cada cosa y qué voluntad tienen los dioses. En el cielo están Inti de día y Mama Quilla de noche. Y en el cielo está el gran río brillante de donde Illapa saca el agua de las lluvias, de los ríos y de los lagos. Y con sus cambios el cielo nos dice cuándo debemos sembrar y cosechar, y nos manda que hagamos las ofrendas y los sacrificios para que el cielo y la tierra se unan y así fructifique la vida.

El discurso desconcertó a Valverde, pero atinó a decir que era su Dios el que regulaba todo y estaba por encima, más allá del cielo. Atahuallpa no se alteró y con una ligera sonrisa de superioridad apuntó:

—Si tu dios ordena toda la armonía del mundo, entonces es un buen dios y no puede estar disconforme con nuestras creencias, ofrendas y celebraciones. No me molesta.

Valverde se acercó al oído de Pizarro y le murmuró: “Este he­reje es astuto”. Y retomó su tema con premura:

—Pero es Dios quien creó a los hombres, a nosotros y a ti, Sapa Inca, y si él no lo hubiera querido, los hombres no existiríamos, así es que los hombres debemos estarle agradecidos y acatar su volun­tad, todos, los hombres del común y los príncipes y los reyes, y tú tienes que obedecerle para recibir su gracia y poder gobernar con sabiduría y buenos frutos. Nosotros somos ahora sus mensajeros y te traemos su palabra para que conserves el poder y la primacía. Todo viene de Dios, y tú y tus pueblos se han de beneficiar con nuestra llegada porque traemos ese gran tesoro que hace felices a los hombres y le da sentido a la vida.

Terminó la traducción y se instaló un silencio. Estaba cada uno dentro de su saber, hasta que el Inca volvió a hablar, con un ritmo aun más lento y una voz queda.

—Los dioses han creado a los hombres —los runas, dijo—, pero no por capricho. Sin hombres la vida se acabaría. Son los runas los que unen al cielo con la tierra para producir la vida, los runas juntan las aguas del cielo con la feracidad de la Pachamama para generar las cosechas y cuidar los animales. La primera obliga­ción de los hombres es realizar estos trabajos, para eso estamos. Y así los trabajos son sagrados y los celebramos con alegría. Los dioses agradecen los festejos y los dones porque nutren la vida. Podemos olvidarnos de otros agasajos pero no de la reciprocidad de generar vida, que es lo que los dioses esperan. Y yo, el Inca, soy el encargado de vigilar que se cumplan todos los actos de la vida. Yo inicio las siembras y las cosechas, yo vigilo que se casen los hombres y las mujeres y que hagan hijos, yo impido las luchas destructivas y yo proveo los grandes trabajos en los caminos y los pueblos y los tam­bos y los pucaras, y yo comando los ejércitos que protegen la paz para que la vida continúe. Y si yo hago bien mis deberes divinos la vida florece, como florece desde mucho antes por los gobiernos sabios de mis antepasados. Tú dices que todo lo que existe lo ha creado tu dios, pero es gracias a los runas que la vida se conserva, se reproduce y se extiende hasta los confines del mundo. Mi poder es proteger y procrear a mi gente, sin lo cual la obra de los dioses se extinguiría.

El Inca se calló por la llegada de un mensajero. Pizarro hizo seña de esperar hasta que la traducción estuvo completa. Recién entonces el mensajero pudo acercarse al grupo, descalzo, con una carga sobre los hombros cumpliendo el ritual de la mocha, y luego de besar los pies del Inca entregó su información. Los capitanes responsables de guardar al cautivo Huáscar habían llegado a Anda­marca, en las cercanías de Cajamarca, trayendo al augusto prisione­ro, y esperaban órdenes del Inca. Atahuallpa no se inmutó. Pizarro sí. El capito entrevió, veloz, la importancia del mensaje y el espacio que se abría a su autoridad para confrontar a los dos hermanos y erigirse en árbitro de la discordia. Tenía muy presente la utilidad política de dividir a los contrarios, aquella táctica de todas las gue­rras y que había sido decisiva para los éxitos de Cortés en México, según sabían al dedillo todos los oficiales españoles que descubrían y conquistaban por las comarcas de estas Indias. Y sopesó al mismo tiempo el riesgo que rodeaba al prisionero Huáscar, por lo que tomó la delantera de imponer a Atahuallpa su voluntad de conocer al hermano, y algo más. Se dirigió al Inca en tono severo y rotun­do: “Os hago responsable de la vida de Huáscar, que debe ser traído a mi presencia con seguridad y premura”.

Atahuallpa dio su conformidad sin dudar y afirmando su respeto por la vida de Huáscar y el deseo de Pizarro de verlo y tratar con él. Todo lo manifestó con el aire ausente y atemporal de sus discursos, no dejando escapar el menor indicio de mudanza que Pizarro había esperado, semblanteando al Inca mientras le daban la noticia y la orden. Era el modo de Atahuallpa que Pizarro empezaba a conocer, la impavidez no le extrañó. El Inca había hecho de ese modo una máscara invariable en las conversaciones con los barbudos.

Pero lo que el jefe español ignoraba era que la noticia, con mu­chos más detalles, le había llegado al Inca antes de este mensaje for­mal, a través de la ñusta que le murmuró todos los datos mientras le ayudaba a vestirse. Era el general Chalcuchima el origen de la infor­mación secreta. Y los detalles tenían un valor superlativo. Enterado el Huáscar prisionero del ofrecimiento del gran tributo de oro y plata hecho por Atahuallpa a los barbudos, había caído en un ataque de ira delante de sus carceleros, exclamando: “Ese porro de Atahuallpa, ¿dónde tiene el oro y la plata que dará a los cristianos? ¿No sabe que todo es mío? ¡Yo se lo daré a los cristianos y a él lo matarán!”.

El reporte sobre la furia de Huáscar y las amenazas, que la ñusta transmitió con la prolijidad de la memoria inca, no había sorpren­dido a Atahuallpa, ya anoticiado de las rabietas y las crueldades de su medio hermano que de tiempo antes le habían relatado los in­formantes familiares y los espías en el Cusco. Pero esta reiteración desbocada, estando el hombre en tan penosa situación, no hizo más que confirmar su concepto estratégico de que la verdadera amena­za a su primacía no eran estos barbudos aventureros sino las fuerzas que ese hermano todavía podía convocar en su contra, aun desde el cautiverio. Y midiendo las acechanzas según estas prioridades, Atahuallpa ya había tomado decisiones internas apropiadas, colo­cando la destrucción de Huáscar prisionero en el mismo lugar que el decidido aniquilamiento de la waqa de Pachacámac. Integraban el tumulto del inframundo que debía ser aplastado lo antes posible.

Todo ese conocimiento y esa reflexión los había ocultado Ata­huallpa tras su máscara impávida mientras acordaba con Pizarro las garantías que le pedía el capito.

Pasado el episodio, Atahuallpa volvió a hablar, consciente de que le convenía tender un manto de confianza después de un asunto tan espinoso. Y se refirió a sus hermanas. Ya sabía que la más bella de todas, núbil y cimbreña, había sido protegida por Pizarro de la lasci­via de sus capitanes. Y refiriéndose a ella con inusual dulzura le dijo que se alegraba de esa protección y que había tomado la decisión de confiársela, que tuviera cuidado de ella porque le valía mucho. También el viejo capitán se ablandó con el gesto y pronunció por primera vez delante del Inca el nombre que le había dado a la prin­cesa Quispe Cusi y que recordarían los tiempos: Inés Huayllas.

Referencias:

1 El nombre del Inca puede escribirse de diversas formas: Atahualpa, Atahuallpa, Atabalipa o Atawallpa. En este sitio nos referimos a él como Atahualpa, con una sola «l». El autor del libro del que reproducimos algunos fragmentos, sin embargo, utiliza la grafía Atahuallpa, que hemos respetado a lo largo de la transcripción.
2 En alusión a Pizarro.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar