Carlos Pellegrini, crítico del régimen político restrictivo


Carlos Pellegrini, el precursor de las ideas industrialistas en Argentina y el presidente que tuvo que afrontar la crisis de 1890, nació en Buenos Aires el 11 de octubre de 1846, durante los últimos años del período rosista. Hijo de un ingeniero italiano, Pellegrini aprendió a leer y a escribir –incluso en francés e inglés- en su casa. Tanto aprendizaje de idiomas hizo que años más tarde fuera conocido –por su particular acento- como «el gringo».

Soldado de la Guerra del Paraguay y periodista de La Prensa, pudo finalizar sus estudios de leyes con una tesis dedicada al “derecho electoral”. Crítico del régimen político censitario, trabajó todavía joven en la Subsecretaría del Ministerio de Hacienda y, años más tarde, ya conectado al Partido Autonomista de Adolfo Alsina, ingresó a la legislatura bonaerense y, poco después, en 1873, resultó electo diputado nacional. Tan destacada era su oratoria que el diputado José Manuel Estrada llegó a decir a un colega: “si usted no me entiende, le pediré al diputado Pellegrini que se lo aclare como él solo sabe hacerlo».

Ocupó el Ministerio de Guerra durante la presidencia de Avellaneda, debiendo enfrentar en 1880 la rebelión autonomista de Carlos Tejedor. Luego fue senador nacional e impulsor del proyecto del puerto ideado por el ingeniero Madero. No dejó nunca de pensarse parte de una elite dirigente destacada, para la cual fundó –junto a viejos amigos- el Jockey Club.

Elegido vicepresidente en 1886, debió hacerse cargo de la presidencia cuando Miguel Juárez Celman salió eyectado de la primera magistratura en 1890. Habiendo logrado los créditos suficientes para afrontar los pagos externos, Pellegrini intentó normalizar la crítica situación monetaria y financiera a través de la creación de la Caja de Conversión y del Banco de la Nación Argentina. Con apenas 46 años, cumplió su mandato el 12 de octubre de 1892 y recién tres años más tarde regresó al ruedo político, al resultar electo senador nacional.

En un país crecientemente industrializado, con una clase obrera cada vez más activa y una población urbana en ascenso, pero restringida en sus derechos políticos, Pellegrini se destacaba como un hombre del régimen oligárquico con ideas reformistas. Consideraba que la reforma electoral era una necesidad impostergable, y así lo manifestó en repetidas ocasiones. En 1906, fue electo diputado pero al poco tiempo cayó gravemente enfermo y tras un mes de lenta agonía falleció el 17 de julio de ese año.

Recordamos las palabras que pronunciara en marzo de 1906 ante el Congreso de la Nación, poco antes de su fallecimiento, donde criticaba sin ambages el régimen político imperante, del que decía no era “ni representativo ni republicano ni federal”, aludiendo al fraude, a la falta de independencia de los cuerpos legislativos y al uso generoso de la intervención a las provincias por parte del Poder Ejecutivo.

También se refería a la necesidad de votar favorablemente la amnistía para los radicales, quienes liderados por Hipólito Yrigoyen, se habían levantado el 4 de febrero de 1905. Se preguntaba en aquella oportunidad: “¿Qué es lo que diremos al pueblo que protesta y reclama? No sé si acaso lo colocamos en la terrible disyuntiva de ser sometido o rebelarse”.

Esta postura reformista, impulsada también por otros miembros de la elite gobernante, conscientes de que la prosperidad alcanzada podía peligrar de no atenderse los reclamos de la oposición, como José Figueroa Alcorta y Roque Sáenz Peña, terminaría por corporizarse en febrero de 1912 con la sanción de la Ley 8.871, conocida como Ley Sáenz Peña, que estableció el sufragio universal, secreto y obligatorio y el sistema de lista incompleta.

Fuente: José Landa, Hipólito Yrigoyen visto por uno de sus médicos, Buenos Aires, Editorial Propulsión, 1958, págs. 314-315.

Tenemos una nación independiente, libre, orgánica y vivimos en paz; pero nos falta algo esencial: ignoramos las prácticas y los hábitos de un pueblo libre y nuestras instituciones escritas son sólo una promesa o una esperanza. El artículo 1° de la Constitución dice que la República adopta la forma de gobierno representativa, republicana y  federal, y la verdad real y efectiva es que nuestro régimen en el hecho no es representativo ni es republicano ni es federal.

No es representativo porque las prácticas viciosas, que han ido aumentando día a día, han llevado a los gobernantes a constituirse en los grandes electores, a substituir al pueblo en sus derechos políticos y electorales, y este régimen se ha generalizado de tal manera, ha penetrado ya de tal modo en nuestros hábitos, que ni siquiera nos extraña, ni nos sorprende; hoy, si alguien pretende el honor de representar a sus ciudadanos, es inútil que se empeñe en conquistar méritos y títulos; lo único que necesita conquistar es la protección o voluntad del mandatario.

No es republicano porque los cuerpos legislativos formados bajo este régimen personal no tienen la independencia que el sistema republicano exige; son simples instrumentos manejados por sus manos creadoras.

No es federal porque presenciamos a diario cómo las autonomías de las provincias han quedado suprimidas. Acaso necesito recordar a esta Cámara un ejemplo clásico, que todos hemos presenciado en esta capital hace apenas unos meses.

Algo se discutía en las antesalas de la Presidencia –época de F. Alcorta- y en los conciliábulos de los ministerios en la Capital Federal; ¿qué? La gobernación de una provincia. Surgían candidatos un día y eran vetados al día siguiente para ser reemplazados por nuevos…, y la prensa daba diariamente la alternativa de la discusión y de la lucha…; y allá, allá había un pueblo que veía jugarse aquí su destino y elegirle un gobernador sin que tuviera derecho de hablar, ni de protestar, recordando, tal vez, en medio de su grandeza presente, otra época de pobreza, en que hubiera saltado como una pantera herida, si un núcleo de porteños hubiera pretendido en esta ciudad de Buenos aires imponer un gobernador a la provincia de Santa Fe.

Cuando reprochábamos la revolución política, cuando combatíamos la anarquía, muchos revolucionarios bien intencionados nos decían: “Cuando se cierran todas las puertas, cuando se desoyen todas las reclamaciones, cuando nos vemos privados de todas nuestras libertades, cuando no tenemos a quien recurrir ¿qué se hace?, ¿cuál es la situación que se le crea para un ciudadano?” Nos era difícil contestar, pues la verdad es que con elecciones como ésta y con despachos como el de la comisión, ¿cuál es la situación que se crea? ¿Qué es lo que diremos al pueblo que protesta y reclama? No sé si acaso lo colocamos en la terrible disyuntiva de ser sometido o rebelarse.

Y bien, señor presidente, lo que el país entero expone en estos momentos es un gran anhelo de paz y de orden.

Yo digo: ¿No estamos conspirando contra ese anhelo nacional, no estamos atentando contra la paz pública, si cerramos los ojos y nos tapamos los oídos para no ver ni oír, hasta poder aceptar el hecho consumado por escandaloso y fraudulento que sea? ¿Y en nombre de qué? En nombre de la solidaridad del fraude….

Mañana vendrá a esta Cámara una ley de perdón –la amnistía de los revolucionarios del 4 de febrero de 1905-; nosotros la vamos a discutir y la vamos a votar, y si alguno de los amnistiados nos pregunta: ¿Quién perdona a quién? ¿Es el victimario a la víctima o la víctima al victimario? ¿Es el que usurpa los derechos del pueblo o es el pueblo que se levanta en su defensa?… ¿Cuál sería la autoridad que podríamos invocar para dar estas leyes de perdón, para hacer estos actos de magnanimidad y de generosidad? ¿Y quién nos perdona a nosotros?

Mañana acudirá aquí el señor Presidente de la República y desde esa alta tribuna proclamará ante la faz del país su programa de paz y de reacción institucional, el mismo que nosotros defendemos. Y si alguien se levanta en este momento y pregunta. ¿Y de qué manera se va a realizar ese programa? ¿Es acaso cobijando todas las oligarquías y aprobando todos los fraudes y todas las violencias, es acaso arrebatando al pueblo los derechos y cerrando las puertas a toda reclamación?

Se asegura que la mayoría de esta Cámara es ministerial. Creo que lo es y me felicito que lo sea, porque así facilitará la tarea de los poderes públicos. Pero entonces pregunto yo a esa mayoría: ¿Qué es lo que entiende por prestar su apoyo político al presidente de la República? ¿Acaso ir a recibir órdenes a la Casa Rosada para determinar su actuación en la Cámara?

No; ésas son las viejas prácticas humillantes. No; ésas son las tradiciones y las costumbres del incondicionalismo que no coexisten con la independencia de los poderes, ni se concilian con su dignidad.