Fuente: Harvey Robert, Los Libertadores: La lucha por la independencia de América Latina 1810-1830. Traducción Aguilar, Carmen. 2002. RBA. Barcelona. págs. 224-225.
Estimado general:
Le escribiré no sólo con mi franqueza natural sino con la que exigen los grandes intereses de América.
Los resultados de nuestra entrevista no son los que yo tenía previstos para dar un final rápido a la guerra. Por desgracia, estoy completamente convencido de que o bien usted no ha estimado sincero mi ofrecimiento de servir a sus órdenes con las tropas a mi mando, o mi persona le resulta molesta. Las razones que usted adujo –que su tacto no le permitiría nunca darme órdenes y que, aunque ése fuera el caso, el congreso colombiano no lo autorizaría a separarse del territorio de Colombia- no me han parecido muy plausibles.
La primera se contradice por sí sola. En cuanto a lo que a la segunda se refiere estoy convencido de que, si usted expresara sus deseos, encontraría aprobación unánime, puesto que el objetivo es terminar la campaña que iniciamos y en la cual estamos comprometidos, con su cooperación y la de su ejército, y de que el honor de llevarla a termino recaería en usted y en la república que usted preside.
No se deje caer en engaños, general. Las noticias que usted tiene sobre las fuerzas realistas son erróneas: entre el Alto y el Bajo Perú suman más de 19.000 veteranos, que pueden reunirse en dos meses. El ejército patriota, diezmado por las enfermedades, no estará en condiciones de mandar al frente a mas de 8.500 soldados, gran parte de ellos reclutas rasos. La división del general Santa Cruz (cuyas bajas según él mismo me dice no han sido reemplazadas a pesar de su insistencia) experimentará considerables pérdidas en su larga marcha por tierra, y no contribuirá en nada en esta campaña.
La división de 1.400 colombianos que usted esta mandando hará falta para guarnecer El Callao y mantener el orden en Lima. En consecuencia, sin el respaldo del ejército que usted dirige, la operación planeada a través de los puertos (Guayaquil, etc.) no tendrá las ventajas que podrían esperarse, a menos que fuerzas poderosas puedan arrastrar al enemigo a cualquier otra parte. Y, de esa manera, la lucha se prolongará indefinidamente. Digo indefinidamente porque estoy convencido de que sean cuales sean las dificultades de guerra actual la independencia de América es irrevocable. Pero también estoy convencido de que la prolongación de la guerra será la ruina de los pueblos y es un deber sagrado de los hombres, en cuyas manos descansa su destino (el de América), evitar que continúen sus males.
Sea como sea, general, mi decisión está irrevocablemente tomada. He convocado al primer congreso de Perú para el día 20 del mes próximo y, al día siguiente de su instalación, me embarcaré rumbo a Chile, convencido de que mi presencia es el único obstáculo que le impide a usted venir a Perú con el ejército a sus órdenes. Para mí habría sido el colmo de la felicidad terminar la Guerra de la Independencia a las órdenes del general a quien América debe su libertad. El destino ordena otra cosa y debemos resignarnos a él.
Como no tengo duda de que el gobierno peruano que se establezca cuando yo me haya ido solicitará la cooperación activa de Colombia y de que usted no podrá negarse a tan justa demanda, le mandaré una lista de todos los oficiales cuya conducta, tanto militar como privada, pueda recomendar a usted.
El general Arenales quedará al mando del ejército argentino. Su honestidad, su coraje y sus conocimientos lo hacen merecedor de todas las consideraciones que usted tenga con él.
Nada diré de la anexión de Guayaquil a la Republica de Colombia. Permítame, general, decir que no creo sea de nuestra incumbencia decidir asunto tan importante. Al terminar la guerra lo habrían decidido los respectivos gobiernos, sin los conflictos que ahora pueden resultar para los intereses de los nuevos estados de Sudamérica.
Le he hablado, general, con franqueza; pero los sentimientos expresados en esta carta quedarán enterrados en el más profundo silencio. Si se conocieran, los enemigos de nuestra libertad podrían aprovecharse de los motivos de nuestros pesares; los intrigantes y ambiciosos sembrarían la discordia.
Con el mayor Delgado, portador de esta carta, le envío una escopeta y un par de pistolas, junto con mi caballo, que le ofrecí en Guayaquil. Acepte, general, este souvenir de su más ferviente admirador.
Con estos sentimientos y la esperanza de que usted tenga la gloria de poner fin a la guerra de la independencia de Sudamérica, su seguro servidor:
José de San Martín