Fuente: Revista Crítica Nº 38, «Como procesaba la Inquisición», por Maurice Soulie, 20 de julio de 1935.
La Inquisición de España, esa importante figura sangrienta que fue el poder regulador del reino hasta fines del siglo VIII y estuvo a menudo mas alto que los reyes, ha terminado por entrar en el dominio de las leyendas populares. Leyendas horribles de procesos secretos y de torturas.
La verdad es, sin embargo, diferente. La Inquisición española cometió atrocidades, es cierto. Pero tiene ciertas excusas fundadas en la necesidad de unidad política y religiosa. La Inquisición fue el arma sangrienta de un gobierno monárquico y católico, y, seguramente a menudo pasó los límites, pero es probable que sin ella España no hubiera existido.
El proceso de ese tribunal no era, por otra parte, tan arbitrario como se cree comúnmente, aunque es cierto que no por eso dejaron de aplicar los suplicios a todos aquellos que se sospecha no estaban con la religión.
Las denuncias eran recibidas en la sede del Santo Oficio. Se mantenían secretas. Los teólogos que formaban parte de la Inquisición examinaban esas denuncias y decidían si eran justificadas y merecían que se les diera continuación. En caso afirmativo, el presunto culpable era arrestado y encerrado en la prisión de la Inquisición.
La instrucción del proceso se hacía sin su conocimiento.
Los acusados no tenían derecho a tener abogado, porque dado que eran enemigos de la religión católica, hubiera sido necesario que el abogado abogase contra Dios. Solamente estaban autorizados a recibir el consejo de un jurista que no formaba parte del personal de la Inquisición. Los acusados eran interrogados en sus celdas y luego sometidos a la tortura para que confesaran.
Los suplicios más comunes eran: El suplicio del agua y el del fuego. El acusado sometido a la tortura del agua estaba acostado con la cabeza más baja que los pies. El verdugo le introducía en el fondo de la garganta un pedazo de género fino mojado, uno de cuyos extremos le cubría la nariz, y luego echaba agua gota a gota con el fin de impedirle respirar. Sucedía a menudo, que al final del interrogatorio, cuando el verdugo retiraba el pedazo de género, éste estaba empapado de sangre de los vasos rotos por los esfuerzos que había hecho el desgraciado para poder respirar.
Antes de aplicar el suplicio del fuego, el verdugo frotaba los pies del paciente con aceite o tocino, y lo ponía delante de la llama, de modo que sus pies se agrietaban por la penetración de la grasa hirviendo.
Después de un plazo que variaba entre seis meses a seis años, se hacía la censura definitiva de las piezas del proceso, y los Inquisidores redactaban el juicio que el acusado solo debía conocer el día del auto de fe.
Sin embargo, el acusado era a veces admitido a escuchar la lectura del proceso hecho contra él y responder sobre ciertos puntos. Pero generalmente esta licencia sólo era una trampa para poner al prisionero en contradicción con lo que había dicho en su primer interrogatorio varios meses o varios años antes.
En el primer grado de culpabilidad, el acusado era declarado suspecto “ad cautelan”, y en segundo grado, “delevi”. En estos dos casos debía pronunciar la fórmula de abjuración de rodillas en el coro de la iglesia, y luego hacer penitencia según los ritos habituales.
Los herejes, considerados impenitentes, eran conducidos al auto de fe para oír sentencia. Si ésta era favorable, eran condenados a ser estrangulados y luego quemados. Si era desfavorable, debían ser quemados vivos. Los condenados eran entonces muñidos del sambenito y les cubrían la cabeza con una mitra de tela gris, llamada coroza. El sambenito era una especie de largo escapulario que llegaba hasta las rodillas, generalmente de lana amarilla. Si el condenado había abjurado antes de su condena, el sambenito sólo llevaba una cruz verde en el pecho y en la espalda; si era muy suspecto y había sido condenado a ser estrangulado antes de ser quemado, el sambenito y la coroza estaban cubiertos de llamas rojas inclinadas; si el condenado impenitente debía ser quemado vivo, las llamas eran derechas, y diablos rojos las atizaban.
El auto de fe no era más que la lectura pública de las sentencias, y no como se cree comúnmente, los suplicios, que se ejecutaban en uno de los barrios de la ciudad, en el Quemadero.
El auto de fe era una de las ceremonias más importantes de la vida española. La víspera, los familiares del Santo Oficio recorrían a caballo las calles, precedidos de un alguacil y de heraldos portadores de una proclamación que leían en alta voz.
Esta se componía de dos artículos. El primero prohibía que, hasta la ejecución de la sentencia en el auto de fe, nadie en la ciudad hiciera uso de armas ofensivas o defensivas, bajo pena de excomunión mayor; el segundo prohibía la circulación de carrozas, literas, caballos o mulas, por las calles donde debía levantarse el cadalso.
El día de la ejecución, las calles estaban, desde el alba, negras de gente que esperaba la salida de los prisioneros. Primero aparecía el Dominicano, llevando la cruz parroquial; luego dos filas de penitentes, que con las espaldas desnudas se flagelaban, después venía el fiscal del Santo Oficio llevando el estandarte de damasco rojo con el escudo negro y blanco de la Orden del San Domínico y las armas reales bordadas en oro, y de la Inquisición.
Detrás del fiscal desfilaban los prisioneros a doce pasos uno de otro. Estaban cubiertos con el sambenito y la coroza con llamas derechas e inclinadas, según fueran condenados a ser quemados vivos o ser estrangulados antes de ser quemados. Los impenitentes y los blasfemadores estaban amordazados y tenían las manos atadas, los reconciliables llevaban un sambenito gris con dos cruces verdes y un gorro puntiagudo de tela gris.
Los prisioneros debían escuchar la misa ante un altar colocado ex profeso, y luego un predicador trataba de inducirlos a la contrición por medio de un largo sermón.
Después de la lectura de las sentencias, el arzobispo daba la absolución eterna a los reconciliados, que eran conducidos inmediatamente a la prisión. Los otros, los condenados a muerte, eran conducidos al Quemadero.
Allí, los que debían ser estrangulados eran entregados a los cuidados del verdugo, que pasando una cuerda alrededor del cuello del paciente la ajustaba más o menos rápidamente, según lo que hubiera que hacerlo sufrir. Mientras tanto, los condenados a ser quemados vivos se retorcían en las llamadas y aullaban de dolor delante del monje, que les presentaba un crucifijo. Durante toda la ejecución, los religiosos de las congregaciones rezaban en voz alta y cantaban himnos. Algunos esperaban que por milagro un condenado pudiera escapar a las llamas, para recogerlo, cuidarlo y convertirlo.
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