Autor: Felipe Pigna
Uno de los primeros contrabandistas seriales porteños fue un lusitano llamado Bernardo Sánchez, más conocido como Bernardo Pecador o “hermano Pecador”. El hombre era un auténtico maestro en las artes del enriquecimiento y amasó una considerable fortuna. “Nadie veía los desembarcos de negros esclavos, ningún oficial revisaba las permisiones ni inquiría en los costales de harina exportada. Todos sabían que era el Hermano Pecador quien untaba la mano de los funcionarios, pero nadie, y mucho menos los clérigos, se atrevían a acusar a un hombre de tan gran religiosidad”.1
A su muerte, la banda de contrabandistas portugueses quedó al mando de Diego de la Vega, que había entrado clandestinamente a Buenos Aires con su mujer, Blanca Vasconcelos.
En su manzana, delimitada por las actuales Alsina, Moreno, Balcarce y Defensa, y en su chacra de Barracas atracaban directamente los barcos para descargar esclavos y mercaderías. Para entonces ya dominaba el tráfico con el Brasil y Portugal, y tenía agentes en Lisboa, Londres, Río de Janeiro, Flandes, Lima, Angola y todo el interior de la región del Río de la Plata.
Don Diego, en compañía de su pariente Diego de León, Juan de Vergara, el capitán Mateo Leal de Ayala y el tesorero de la Hacienda Real, Simón de Valdez, idearon una organización conocida como El Cuadrilátero, que se transformaría en la banda de contrabandistas más grande de toda la América española, lo que no era poca cosa.
El objeto de esta sociedad era precisamente ejercer este lucrativo tráfico clandestino. En algo más de tres años introdujeron alrededor de 4.000 “piezas” (como los negreros llamaban a los hombres, mujeres y niños capturados en África para explotarlos en América), obteniendo una ganancia de más de dos millones de ducados. Sus maniobras se ajustaban a la norma que disponía que todo contrabando requisado debía ser rematado de inmediato.
Cumpliendo religiosamente con tal requisito, en cuanto llegaba un contrabando, los miembros de la pandilla se encargaban de denunciarlo, de manera que enseguida los negros se ponían a la venta pública. Ninguna oferta podía sobrepasar el precio básico de la ley, unos 100 pesos plata, y el que hacía una oferta que lo sobrepasara, si no era de la banda, perdía la plata y hasta la vida. Los desdichados negros eran vendidos luego en Potosí por varias veces la suma que habían pagado los delincuentes. Los confederados no descuidaron tampoco otros aspectos legales y enviaron a España al brillante abogado Antonio de León Pinelo, para cerciorarse de que estaban actuando “dentro de la ley”. Pinelo confirmó desde Madrid que todo era “legal”.
El encargado de organizar estas subastas, a las que Vergara y sus socios comenzaron a llamar “contrabando ejemplar”, era el tesorero real Simón de Valdez.
El tesorero llegó al puerto de Buenos Aires en febrero de 1606, tomó posesión de su cargo el 13 de marzo y fue aceptado por el Cabildo el 3 de abril. Al día siguiente se presentó en sociedad: en la casa de los oficiales reales, frente al Fuerte, se enfrentó a puñaladas con el contador de la Real Hacienda, Hernando de Vargas.
Simón de Valdez no vino solo. Lo acompañaba Lucía González de Guzmán, que, según dicen los documentos, “no es su esposa legítima”. La Guzmán llegará a ser una activa participante de la banda y así se convertirá en adelantada de tantas mujeres de funcionarios por venir. Entre sus actividades, Lucía adoraba ostentar sus riquezas. Después de un tiempo, sus gustos se habían refinado tanto, que sólo iba a misa si se hacía conducir por sus esclavos en silla cubierta, con estrado y cojines de ricas telas.
En 1610, don Diego de la Vega logró que el Cabildo porteño le concediese la calidad de vecino, demostrando que “hacía nueve años que tenía casa poblada y haciendas de mucha importancia en la ciudad”. Por aquel entonces, su socio Juan de Vergara había comenzado a ocupar cargos en la administración local y poco a poco fue transformándose en uno de los mayores terratenientes de la región, exportador de ganado y productor agrícola, utilizando gran cantidad de esclavos, indios alquilados y encomendados.
En aquel mismo año de 1610 la sociedad del Cuadrilátero decidió diversificar sus negocios: instaló el casino más importante del Río de la Plata, con juegos, naipes, dados, ajedrez, “truques” (una especie de billar) y “mujeres enamoradas”, donde también se bebía a discreción. Esta casa estaba ubicada en la esquina de las actuales calles Alsina y Bolívar y era propiedad de Simón de Valdez y de su socio Juan de Vergara. El crecimiento y la impunidad de las actividades de los confederados alarmaron finalmente a Negrón, que inventó un procedimiento para expulsar a los portugueses, esta vez no como “portugueses ilegales” –como lo había propuesto Hernandarias–, sino como judaizantes. Pero el Tribunal de la Inquisición en Buenos Aires tenía como notario precisamente al mismísimo líder de la banda, Juan de Vergara, así que el proyecto quedó demorado en el Consejo de Indias.
La apertura parcial del puerto incrementó el contrabando y los de Lima consiguieron que un oidor de la Audiencia de Charcas, don Francisco de Alfaro, se hiciera presente para evaluar la situación. Inició su viaje de inspección –una especie de intervención federal– a fines de 1610 y entró por el Tucumán para dirigirse luego a Buenos Aires en 1611. El 26 de junio de ese año dictó una serie de medidas para combatir el comercio ilícito.
Con este aval, el gobernador Negrón dictó una disposición que le costaría la vida: ordenó que las subastas de cargas ilegales por “arribadas forzosas” se hiciesen previa tasación del gobernador y a su “justo precio”. El 26 de julio de 1613 murió repentinamente.