Autor: Felipe Pigna
En 1533 Carlos V regresó a España tras permanecer por dos años en Alemania. Desde el Perú le llegaron buenas noticias junto con varias toneladas de plata y oro. El botín era producto, por una parte, del secuestro y posterior asesinato de Atahualpa por Francisco Pizarro y sus secuaces. El Inca había cumplido sobradamente con el rescate exigido por sus raptores, consistente en dos habitaciones repletas de plata y dos colmadas de oro, pero fue cruelmente torturado y asesinado por los portadores de la civilización occidental. El resto del botín estaba compuesto por lo producido por los robos, saqueos a templos, y la conversión en lingotes de centenares de maravillosas obras de arte, a las que los conquistadores calificaban de “símbolos demoníacos de la idolatría”.
Nada de esto preocupaba al emperador que sólo encontraba motivo de alegría en el incremento ilegítimo de las arcas reales en épocas en las que el absolutismo estimulaba la confusión entre los dineros del Estado y los propios.
A aquellos que gustan de las profecías, las maldiciones, “el que las hace y las paga” y esas cosas tan lejanas a las variables históricas, podríamos decirles que sí, que efectivamente, de muy poco le sirvió a Carlos V el dinero mal habido, que España siguió siendo un país pobre, sin industrias, atrasado y que el 80% del capital aportado por el tesoro americano fue dilapidado por los sucesivos gobiernos españoles en las famosas guerras llamadas impropiamente de religión. Porque si bien el origen del conflicto que envolvió al Imperio que gobernaba Carlos V fue religioso (la Reforma Protestante y su expansión en Europa), el verdadero trasfondo era económico y tenía que ver con uno de los postulados del luteranismo, que predicaba que la Iglesia debía desprenderse, por las buenas o por las malas de todas sus propiedades. Lutero y sus continuadores encontraron en Alemania el entusiasta apoyo de la mayoría de los príncipes que componían el Imperio, que vieron en la disputa teológica una extraordinaria oportunidad para quedarse con los millonarios bienes del Papa de Roma ubicados en sus territorios.
Carlos no dejaba de ser el nieto de los Reyes católicos y debió hacerse cargo de la defensa de los intereses de un papado que había sido muy generoso con España allá por los años de Alejandro VI Borgia.
Las interminables “guerras santas”, que terminarán involucrando a toda Europa, eran una sangría inagotable para las arcas españolas y le imprimían a la política de expansión y exploración un ritmo febril en busca de nuevas fuentes de financiamiento de las aventuras imperiales de los Habsburgo. Ya en 1529 Carlos le había tenido que vender Las Molucas al rey de Portugal por apenas 350.000 ducados.
Al emperador le preocupaba seriamente el hecho de que, a pesar de todos lo intentos por frenar a los portugueses en Atlántico Sur, en 1532 el almirante Martín Alfonso de Sousa había logrado penetrar en el Río de la Plata, colocando en sus orillas monolitos con símbolos representativos de la corona de Portugal y anotando en su diario de viaje: “Es la más hermosa tierra que los hombres hayan visto y la más apacible que pueda ser. Yo traía conmigo alemanes e italianos y hombres que habían estado en la India y franceses: todos estaban espantados de la belleza de la tierra; y andábamos todos pasmados, que no nos acordábamos de volver… No se puede decir ni escribir las cosas de este río y las bondades de él y de la tierra”. El dato confirmado por sus espías lo decidió a enviar a una persona de su absoluta confianza en carácter de adelantado para tomar posesión, conquistar y fundar fortalezas y pueblos en dicha región.
La elección recayó en don Pedro de Mendoza. Mendoza estaba muy lejos de ser un don nadie, como la mayoría de sus colegas en esto de adelantarse. Era un noble granadino emparentado con el Arzobispo de Toledo, la diócesis más importante y rica de España. Se había educado en la corte, primero como paje del heredero del trono de España; y luego como de “Gentilhombre del Emperador”. Participó en la campaña de Italia que culminó con el saqueo de Roma. Las malas lenguas lo acusaban de haberse enriquecido con robos sacrílegos efectuados bajo la apariencia de botines de guerra de los prelados vencidos.
Don Pedro firmó el 21 de mayo de 1534 una capitulación en la que el emperador lo llamaba “mi criado y gentil hombre de mi casa (…) que os ofrecéis de ir a conquistar y poblar las tierras y provincias que hay en el río de Solís que algunos llaman de la Plata”.
Allí también, como era usual, se fomentaba el secuestro: “Si en vuestra conquista o gobernación se cautivara o prendiere algún cacique o señor, que de todos los tesoros, oro y plata, piedras y perlas que se hubieren de él por vía de rescate, se nos dé la sexta parte de ello y lo demás se reparta entre los conquistadores…”.
En ese mismo acto le asignó un sueldo de dos mil ducados de oro por año y dos mil ducados “de ayuda de costa para hacer la dicha población y conquista”, pero le aclarabann muy bien que “estos cuatro mil ducados han de ser pagados de las rentas y provechos a Nos pertenecientes en la dicha tierra”.
Se ve que no era mucho, porque como el resto de los aventureros tuvo que buscar financiamiento externo. Firmó contratos privados con los Wesler y los Neithart, poderosos banqueros alemanes y flamencos cercanos al emperador Carlos que ya habían hecho negocios con la conquista de Venezuela sin arriesgar el pellejo.
Pocos meses después la corona decretará un curioso reparto de América del Sur en 4 franjas paralelas de unas 200 leguas –alrededor de 1.000 kilómetros– cada una, que corrían de norte a sur y atravesaban todo el continente: la primera empezaba a la altura de la actual Ecuador, se llamaba Nueva Castilla y correspondía a Francisco Pizarro; la segunda iba desde el Sur del Perú hasta el Norte de la Argentina, se llamaba Nueva Toledo y le tocaba a Diego de Almagro; la tercera, Nueva Andalucía, abarcaba la mitad Norte de la Argentina y era la de Pedro de Mendoza; la cuarta y última empezaba a la altura de Mar del Plata y se extendía hasta Santa Cruz; no tenía nombre y su titular, Simón de Alcazaba, murió antes de poder hacerse cargo de las tierras.
Mendoza le encargó al maestre de campo Juan de Osorio que reclutara la tripulación. No le resultó difícil conseguir hombres a los que se les prometía participar de la conquista de un rico imperio en el que los lingotes de oro y plata hacían las veces de ladrillos.
Todo estaba listo pero don Pedro estaba casi listo en más de un sentido. Una sífilis mortal, que había adquirido durante la seguidilla de violaciones en las que participó durante el saqueo de Roma, lo tenía postrado y así estaría por más de un año. Las llagas de Don Pedro se multiplicaban al ritmo de las ansiedades de los inscriptos para el viaje y los apuros del emperador que ya estaba buscando un reemplazante cuando Mendoza decidió hacerse a la mar a pesar de todo.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar