Fuente: Revista Conducta al servicio del pueblo, N° 1, agosto de 1938, págs. 41-42.
Hubo un tiempo en que cierto meridiano intelectual dio mucho que hablar. Se discutió en todos los tonos bajo el comando de qué cronómetro debíamos poner a horario nuestras metáforas. Se apostrofó a los habitantes del meridiano de en frente con verdadera saña de meridionales. Pero a nadie se le ocurrió pensar en la importancia de los paralelos en la literatura; y sin embargo yo creo que la latitud poética, tiene muchísima más importancia que la longitud.
El hemisferio austral tiene mala suerte literaria; cierto es que la cultura es mucho más reciente en él; pero así y todo hay que reconocer que los escritores que habitamos entre el Polo sur y el Ecuador, jamás alcanzaremos la fama de nuestros vecinos de arriba.
Y como ejemplo evidente de ello, aquí tenemos el libro de Norah Lange Cuadernos de Infancia publicado el año pasado. Si ese mismo libro hubiera salido de la prensa de Oslo o de Budapest, de Leipzig, y no digo nada de París, actualmente sería un libro tan famoso en todo el mundo como La Historia de San Michele de Axel Munthe, con el que tiene más de un punto de semejanza.
Pero ha sido publicado en Buenos Aires, y debe conformarse con un éxito casi aldeano, ya que pocos más que los habitantes de una aldea somos en número los lectores y compradores de libros porteños.
Paciencia. Tenemos que compensar a Norah por la escasez de sus lectores, con la intensidad de nuestras lecturas; porque libros como el suyo son para releerlos con insistencia, ya que su aparente sencillez en la superficie, encierra un fondo de limpidez inalcanzable.
Se ha dicho que poeta es el que se conserva siempre niño. Eso es absurdo. El que se conserva siempre niño no es poeta sino un retardado. Lo que hay es que el hombre común –el hipotético e inexistente hombre común– es un ser canibalesco y autófago, que se va devorando a sí mismo: el niño devora al infante, el adolescente al niño, el hombre maduro al adolescente y el viejo al hombre maduro. En cada etapa no sobrevive sino el último devorador.
El poeta, por el contrario, se sobrevive, y aun convive consigo mismo; no mata a sus sucesivos seres, sino que los alberga en su interior y conversa con ellos. El poeta no es que permanezca siendo niño: es hombre maduro cuando llega a la edad precisa; lo que tiene es que lleva a su infancia viva en su alma, y habla con el niño que él fue como con un hermanito menor. El hombre común, en cambio, oye contar las cosas de su infancia, como si se refirieran a otra vida, a otro ser, a un antepasado suyo al que no tuvo ocasión de conocer y cuyas experiencias, por lo tanto, no enriquecen su acervo espiritual. Y cuando el poeta es una mujer, y lleva en su interior viva a la niña que fue, el fenómeno es más maravilloso aun, porque ella no lo siente como a una hermanita menor, sino como a una hija que duerme en su seno.
Celebremos pues, el parto lírico de Norah Lange que ha dado a luz esta hijita de cabellos de fuego, que nos ha dado su propia infancia con ese gesto sencillo y santo de las madres que parece que no dan nada cuando dan su vida, cuando se dan ellas mismas.
La infancia de Norah Lange, ya no es sólo suya, porque en sus recuperados días en sus gestos resucitados, en sus juegos y en sus sueños, se reconocerán los días de miles de sus futuros sueños, los juegos, los gestos y lectores y especialmente lectoras. Eucarístico activo del auténtico poeta, que llama a la mesa del libro a todos sus lectores y les dice: leed; esta es mi alma; soñad: este es mi sueño.
La prosa matinal de Norah Lange, traslúcida, recién lavada, se abre de par en par a todos los espíritus. Una niña de cinco años puede entender este libro, porque está hecho con la sustancia de su propia realidad.
Lo he comparado incidentalmente con La Historia de San Michele de Munthe. Reconozco que la comparación no deja de ser un tanto arbitraria, y que me sería difícil documentarla razonablemente. Pero siento esa semejanza. Acaso sea la sangre nórdica de ambos autores. Tal vez su amor a los animales, sus sentimiento de la naturaleza. En todo caso, puedo decir que la poesía está más desceñida, más en su casa en el libro de Nora.
Y para que veáis si exagero, os haré gracia de más argumentos. Me quedaré callado y dejaré que sea la misma Norah quien defienda su propia causa, transcribiendo esta página de su libro:
Frente a nuestra quinta existían varias casas y un rancho, cuyas paredes de barro, deshilachadas y llenas de parches, apenas lograban mantenerlo en pie. A ese rancho llegó cierto día un matrimonio tan sumido en la miseria que, al refugiarse en él, ni siquiera tenía donde sentarse, hasta que la madre le envió ropa, comida y dos hamacas de mimbre. La mujer rara vez salía del rancho y, en esas ocasiones las divisábamos desde lejos, agachada, los hombros siempre cubiertos por una vieja pañoleta. Después nos enteramos de que se hallaba tuberculosa y que el marido apenas conseguía juntar unos centavos haciendo pequeños trabajos de carpintería.
Una tarde supimos que Andrea agonizaba, y cunado circuló la noticia de que había muerto, vimos que el marido llamaba a la puerta del jardín. Supusimos que querría algunas flores más, pero sólo venía a pedir un alfiler de gancho para abrocharse el cuello de la camisa. Le parecía indecente velarla con la garganta descubierta y era el único cambio de indumentaria que podía costearse frente a la muerte de su mujer.
Nos pareció terrible que solo pidiera un alfiler de gancho.
Cuando mi padre fue a verlo, lo encontró solo en la pieza, de pie ante el cadáver que él mismo había envuelto en una sábana y acostado dentro de su cajón. Dos velas ordinarias iluminaban la cabecera. La luz salía a la calle por la ventana derruida y se llenaba de polvo.
A la mañana siguiente, muy temprano, oímos unos martillazos. Era el hombre del rancho que cerraba el cajón. Lo imaginamos solo en el cuarto, trabajando como de costumbre, poniéndose algunos clavos en la boca, mientras colocaba la tabla sobre el cuerpo tan conocido y miserable.
Antes del mediodía, un carro de la municipalidad se llevó el cajón.
No creo que ninguna pobreza me haya tocado tanto desde entonces.
Esta forma esquemática –que es la auténtica técnica del recuerdo–, esta sencillez de idioma, esta desnudez de adjetivos, esta falta absoluta de floripóndicas frondosidades, y lo que es más raro aún tratándose de una mujer que revive su propio pasado: esta limpieza de todo sentimentalismo dan a este libro calidad de único en nuestra literatura.
No se crea que el patetismo del párrafo transcripto, de tan auténtico sentimiento humano es exclusivo en la obra que comento. Tampoco se suponga que es el único tono. La riqueza de matices es maravillosa, y va desde el humorismo finísimo con que perfila la silueta de la profesora inventora de un catastrófico método pedagógico para inculcar normas morales a base de rotura de floreros, hasta la delicadeza conmovida que colorea con los desvaídos tonos de una estampa inglesa el pasado siglo al evocar el recuerdo de Miss Whiteside, su primera institutriz.
¿Y con qué simplicidad realiza el milagro de transmitirnos y de hacernos aceptar como lógicas esas fantasías infantiles que parecen a primera vista infalibles? Por ejemplo cuando nos describe cómo veía el perfil “por dentro” de las personas, y cómo se imaginaba a ella misma instalada en ese perfil:
“El ingeniero Bok, de barba cuadrada y rojiza, requería un sacrificio mayor. Debía de instalarme cabeza abajo, para que mis cabellos formaran la barba”. Y por ejemplo también, el juego de pisar las tres baldosas del patio de la calle Tronador, el paso pequeño que unía a los dos primeros, y el paso alargado para tocar la última…
“Cuando murió Esthercita, lo recuerdo aún hoy, me dirigí a la cocina para servir café. Las tres baldosas vinieron a mi encuentro a través de las lágrimas. Pensé que el paso corto y el alargado pudiesen conferirme un aire de pirueta de juego, inadecuado para ese momento. Miré hacia atrás para cerciorarme de que nadie me veía y pequé con los ojos nublados de lágrimas”.
Así proceden, así viven los niños. Así esta niña de ígneos cabellos que ha encontrado el camino de regreso a la infancia desde el alma de Norah lange; esta niña que tú, lector, debes sentar a tu mesa y albergar en tu casa entre tus hijos que la verán llegar como una hermanita.