Crítica (y reivindicación) de la universidad pública, por Eduardo Míguez


(Introducción)

En el centenario de la Reforma Universitaria, Eduardo Míguez aborda en este libro diversas problemáticas actuales de la educación superior argentina. Desde los mecanismos de ingreso a la universidad y la articulación con la escuela media, hasta la oferta de carreras, su duración y su vínculo con el mercado laboral. Desde las cifras de deserción, los criterios de asignación de recursos, la participación estudiantil y el gobierno universitario, hasta el vínculo entre el sistema universitario y la producción y transferencia de nuevos conocimientos al medio social y productivo

El autor también repasa las experiencias que han tenido éxito en otros países, como la dedicación exclusiva de los docentes a la enseñanza o los altos niveles de capacitación docente (medidos por posgraduación o por producción científica).

Es un ensayo, como dice su autor, “una reflexión genérica, que se basa en una experiencia amplia y variada”, que se propone discutir los problemas de fondo de la educación superior de la Argentina y los mecanismos para comenzar a superarlos.

Fuente: Eduardo Míguez, Crítica (y reivindicación) de la universidad pública, Buenos Aires, Editorial Siglo XXI, págs. 9-27.

La universidad estatal argentina no está en crisis. Desde 1984 hasta la fecha ha experimentado un crecimiento sólido en cantidad y calidad. Hay muchas más universidades, muchos más alumnos en ellas, y la calidad de la educación impartida ha mejorado en la mayoría de las áreas. Las con­ducciones de las casas de estudio son conscientes de que hay problemas –»desafíos», en el lenguaje de las instituciones de evaluación–, pero estos no impiden que, a su modo, las universidades argentinas satisfagan las necesidades de educación superior de la sociedad.

Si bien todo esto es cierto, también lo es que resulta insuficiente. La Argentina es un país no desarrollado; habría que decir con más propiedad que está «en vías de subdesarrollo», para parafrasear inversamente el eufemismo de los años sesenta. Los historiadores económicos, no sólo de la Argentina, hemos discutido largamente las razones que explican que una de las economías que en el primer tercio del siglo XX estaba entre las más ricas del mundo se encuentre hoy en el pelotón de los países que, sin ser pobres, carecen de los equilibrios y la pujanza de lo que llamamos desarrollo. Y lo peor es que no sólo no logra un avance en términos relativos que le permita alcanzar a los países desarrollados (lo que los economistas llaman «converger»), sino que, dentro del grupo de los que podríamos llamar los «poco desarrollados», va perdiendo posiciones. Si muchos años después de su momento de gloria todavía seguía siendo por bastante margen el país más rico de América Latina, hoy eso ha quedado atrás. Mientras que en 1970 el PBI per cápita argentino era un 77% mayor que el promedio de Brasil, Chile, Colombia, México, Perú y Uruguay, en 2010 era sólo un 16,5% mayor, y pasó del primer al tercer lugar, detrás de Chile y Uruguay. Convergencia latinoamericana, pero más por el fracaso argentino que por el éxito de los vecinos; o, en todo caso, un poco de ambos.

Aunque no es este el lugar para plantear esta discusión, resulta claro que en la Argentina dejar que las cosas «sigan su curso» es asegurarnos un progreso inferior al de los demás países. Es decir, que no haya una mejoría en nuestros índices de pobreza y de indigencia, que no se reduzca la mortalidad infantil y que la expectativa de vida sea menor que lo esperable, que la educación y la salud no estén a la altura de las posibilidades que brindan las nuevas tecnologías y que las condiciones materiales de vida no mejoren tanto como podrían, todo lo cual, como siempre, afecta mucho más a los que menos tienen. Que el crecimiento de nuestro país ni siquiera se acerque al promedio de América Latina equivale a condenar a los sectores menos favorecidos a estar, en términos relativos –y, en cierta forma, también absolutos–, cada vez peor. Si bien la universidad no es responsable de esta situación, tampoco contribuye, tal como está, a revertirla. Por eso, aunque no puede decirse que esté en crisis, es una universidad para el subdesarrollo.

Si observamos lo que ha ocurrido en la Argentina, se hace evidente que subdesarrollo no es igual a pobreza. La pobreza consiste en carecer de lo necesario para llevar una vida acorde a las expectativas individuales y colectivas. El subdesarrollo es la incapacidad para generar las condiciones que permitan satisfacer esas necesidades. Un país puede ser pobre, y sin embargo poseer o adquirir las habilidades necesarias para progresar, y eventualmente dejar de serlo. No sería correcto llamar subdesarrollados a esos países. Es el caso de países ricos devastados por la guerra (como Alemania o Francia en 1945) o de países que, siendo pobres, encontraron el camino del crecimiento, como Japón a comienzos del siglo pasado y los llamados «tigres asiáticos» unas décadas atrás.[1]

Desde luego, Alemania y Francia contaban con los recursos humanos, la cultura y las experiencias pasadas de instituciones que propiciaban su desarrollo. Pero las experiencias de los países que se han ido sumando al progreso, y de los que avanzan hacia allí, muestra algo esencial: no es la falta de recursos lo que impide que una nación crezca y mejore su calidad de vida, sino su mal uso. Si se optimiza el aprovechamiento de los recursos disponibles, es posible superar las limitaciones de manera paulatina. No es fácil. Las naciones pobres tienden a hacer un uso inadecuado de sus recursos, y eso contribuye al círculo del subdesarrollo. Para progresar, por tanto, hace falta romper ese círculo vicioso y encontrar la forma de hacer el mejor uso posible de los medios de que se dispone.

La universidad resulta central en este punto, por dos motivos. Por un lado, porque experimenta la mala utilización de recursos en su propio seno. Lo que ha ocurrido en la sociedad argentina ha ocurrido también en su universidad. Ha progresado, pero lo ha hecho en menor medida que las uni­versidades de otras naciones, se ha distanciado cada vez más de las mejores del mundo y ha perdido hasta cierto punto ese lugar de referencia latinoamericana de que gozaba hasta hace unas décadas. Por supuesto, algunas facultades de la Universidad de Buenos Aires (UBA), y otros centros de excelencia dispersos a lo largo de todo el país siguen ocupando un lugar destacado en la región. Pero el conjunto del sistema ha ido quedando a la zaga del mundo, y de no revertir su situación, su camino de deterioro relativo no se detendrá. Y no porque carezca de los recursos humanos o financieros, sino por el mal uso que hace de ellos. Este es el tema central del presente libro.

El otro motivo es que si el subdesarrollo consiste en un uso inadecuado de los recursos disponibles, nadie mejor que la universidad para contribuir a superar ese problema. La educación desempeña un papel crucial en el bienestar de un sistema social, y la educación se renueva de arriba hacia abajo. No es posible tener buenas escuelas primarias si no se dispone de buenos maestros, y no es posible contar con ellos sin buenos profesores. Una buena formación de los sectores profesionales, científicos, técnicos y docentes es clave para resolver el atraso en relación con las otras naciones. Obviamente, no todo depende de ellos; también es necesario que la sociedad aproveche los recursos que la universidad esté en condiciones de brindar. Pero si la propia universidad no puede garantizar eso puede al menos aprovechar al máximo sus potencialidades para poner a disposición de la sociedad los mejores graduados posibles, los conocimientos científicos y técnicos de avanzada, la asistencia más efectiva para el desarrollo. Ese es el verdadero desafío para el sistema universitario de gestión pública: contribuir a romper el círculo vicioso y potenciar el crecimiento, para tratar de recuperar el dinamismo perdido, para funcionar como un agente importante del desarrollo y no como un factor más del estancamiento.

Los problemas de la universidad argentina conciernen al sistema y no a cada institución en particular, aunque, por supuesto, cada universidad tiene sus propias dificultades. En la década de 1990 se instaló en nuestro sistema universitario la cultura de la evaluación de las instituciones, y la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (Coneau), el Ministerio de Educación, el de Ciencia y Técnica (Mincyt), y seguramente otras instancias, así como las propias universidades, han evaluado una y otra vez su funcionamiento en diferentes dimensiones. La Coneau realiza diferentes tipos de evaluaciones; por un lado, acredita las carreras de grado consideradas de interés público (la acreditación es un requisito obligatorio para estas carreras, y consiste en certificar estándares mínimos), y acredita y categoriza las carreras de posgrado. Por otro, evalúa la calidad institucional general de las universidades, requisito indispensable para habilitar a las privadas y obligatorio para las públicas, que, sin embargo, carece de consecuencias operativas. El Ministerio de Educación evalúa las carreras a las que otorga reconocimiento y los programas especiales que implementa. El Mincyt tiene un Programa de Evaluación Institucional (PEI) al que se acogen las universidades en forma voluntaria. A través de él, evalúa el desarrollo de la función de investigación y apoya la implementación de planes de mejoramiento. Las evaluaciones institucionales de la Coneau, y en algunos aspectos las del Mincyt, ofrecen un diagnóstico básico de la situación de las universidades examinando diferentes dimensiones (la investigación, el desarrollo tecnológico y la innovación en el caso del Mincyt), y son un valioso aporte para detectar los problemas o desafíos que debe enfrentar la institución.[2]

Es frecuente leer en esas evaluaciones –yo mismo lo he escrito en los informes– que determinada institución no está mal en tal o cual aspecto –porcentaje de deserción, duración de las carreras, cantidad de docentes con posgrado o nivel de dedicación– con relación al sistema. Y cuando se evalúa una institución individual, es justo señalarlo así, porque para medirla es necesario tener un parámetro, y sólo el resto del sistema puede serlo. Una comparación internacional diría algo muy diferente, pero sería inadecuado pedirle a una institución en particular que haga por sí sola lo que el sistema universitario argentino es incapaz de hacer. Los problemas son inherentes al sistema como tal, por lo que lo que cada institución haga en forma individual es insuficiente para abordarlos.

Esta situación no es un secreto para nadie. En las numerosas experiencias de evaluación en que he participado, muchos de mis colegas evaluadores, que son, al igual que yo, integrantes de las comunidades universitarias, y que han tenido o tienen cargos de alta responsabilidad en ellas, a partir de trayectorias y perspectivas diferentes, coinciden plenamente en el diagnóstico, o al menos en la detección de algunos de estos problemas. Desde luego, no todas son coincidencias, pero en general elaboramos informes en los que, de manera explícita o tácita, acordamos en un amplio conjunto de criterios básicos. Numerosos programas generales para el con­junto del sistema, o específicos de cada universidad, apuntan a resolver algunas de las limitaciones que señalaremos. Pero aunque podamos llevar a cabo acciones fragmentarias en nuestras instituciones para mejorar en tal o cual aspecto, los rasgos básicos del sistema, esos que consideramos poco convenientes, se reproducen y no se modifican. El presupuesto universitario crece, la cantidad de instituciones se amplía, la oferta académica se diversifica, los programas de posgrado se multiplican, pero la media de las universidades argentinas continúa estando lejos de poder hacer un aporte significativo como agente de cambio y desarrollo.

Si bien a título individual hay universidades que están en condiciones de aportar en este sentido mucho más que la media del sistema, no parece factible que en las universidades públicas pueda llevarse a cabo de manera individual en un período razonable la mejora sistemática y creciente de los indicadores básicos que expresan las limitaciones de desarrollo. Vale decir, no parece factible que los problemas estructurales del sistema universitario argentino puedan ser resueltos por la mejora de cada institución en particular. La mejora exige un cambio profundo del conjunto del sistema. Y para llevarlo a cabo, es necesario ante todo un diagnóstico de los problemas y algunas ideas para comenzar a buscar soluciones integrales para el conjunto, y no simples programas parciales de mejoramiento, que en su marco y en el mediano plazo logran cambiar muy poco.

Una experiencia parcial y limitada, llevada a cabo hace ya más de dos décadas, pone de manifiesto que programas centrales dirigidos a cambios institucionales pueden tener cierto efecto aun sin avasallar la autonomía de cada universidad. Luego de la creación de la Secretaría de Políticas Universitarias, la Coneau y otros instrumentos de cambio en las univer­sidades, hubo un importante aggiornamento en las instituciones de educación superior. Muchos de los criterios hoy generalizados (aunque escasamente practicados) se difundieron a partir de ese momento. El programa de transformaciones, sin embargo, se agotó rápidamente y no ha tenido nuevas manifestaciones; o, para ser preciso, las que han persistido han sido muy débiles y sus efectos, muy limitados. No se trata de proponer un determinado sistema universitario ya conocido. Lo que debería estar en consideración es cómo abordar los grandes problemas estructurales de la universidad argentina. Problemas sobre los que, como veremos, hay importantes consensos y puntos a debatir. Lo que ha faltado desde enton­ces ha sido la decisión política de avanzar en el mejoramiento integral del sistema universitario argentino sobre la base de lineamientos claros y con objetivos precisos. Cuando evaluamos universidades individuales, les pedimos que desarrollen su plan de mejoramiento, y que para ello establezcan metas precisas y concretas. El sistema, sin embargo, si bien acuerda sobre ciertos objetivos, ha demostrado ser incapaz de avanzar hacia ellos en forma definida –objetivos tales como lograr que la amplia mayoría de los integrantes de sus plantas docentes tengan estudios de posgrado, una alta dedicación a la docencia y buena producción científica en investigación, y disminuir la deserción y la relación entre la duración media real de las carreras y las previstas en los planes de estudios–.

Desde luego, esto no es ni casualidad, ni cinismo, ni impericia. Podemos estar de acuerdo en que deberíamos incrementar, por ejemplo, la cantidad de docentes con alta dedicación y bajar la proporción del gasto en personal (dos objetivos no contradictorios, pero tampoco fáciles de conciliar). Sin embargo, cuando las universidades reciben un incremento de presupuesto, las personas que lideran las instituciones, aunque a título individual compartan este criterio y lo apliquen en la evaluación de otras instituciones, terminan asignando la mayor parte de los recursos nuevos de manera tal que la proporción del gasto en personal se mantiene muy alta respecto del gasto total, y el porcentaje de «exclusivos»[3] sigue casi igual que antes del incremento. Esto se vincula con la estructura y la dinámica de las instituciones, y no con la ineptitud o mala voluntad de las autoridades. Con el fin de afrontar esta situación, los organismos presupuestarios suelen asignar fondos para programas específicos, por ejemplo, para exclusivizaciones.[4] Pero cuando se evalúa el resultado, se observa que otras instancias y mecanismos diluyen los efectos de estos programas, y la estructura general no se modifica de manera sustancial.

Rasgos generales de nuestro sistema universitario[5]

Aunque no es la intención de este trabajo realizar un análisis cuantitativo de nuestro sistema universitario, quizá sea útil ofrecer una idea general al lector que no esté familiarizado con él. La Argentina es, por tradición, un «país de clase media» y, como tal, su sistema universitario es relativamente grande. Según el Censo 2010, un 15,2% de la población mayor de 18 años ha completado estudios universitarios o asiste a ese nivel educativo (esta proporción trepa a más del 50% en un país como los Estados Unidos). Al igual que en el mundo, y en especial en América Latina, el número de estudiantes universitarios entre las personas de 18 a 30 años ha crecido de manera muy marcada en este siglo (un 50% entre 2000 y 2013), lo que implica un aumento a un ritmo bastante mayor que el de la población en general (al 2,2% anual entre 2010 y 2014, casi el doble del estimado para el total de la población). Ese crecimiento es más rápido en la universidad privada (3,4% anual en esos años) que en la pública (1,8% anual en igual período). En 2010, sobre 1,72 millones de estudiantes universitarios, 352.000 asistían a instituciones privadas (el 20,5%); en 2014, sobre 1,87 millones, lo hacían 403.000 (el 21,5%).

En 2016 había en total 51 universidades nacionales (lle­gan a 56 en el presupuesto 2018), número que incluye algu­nas instituciones atípicas, como la Universidad Tecnológica Nacional (UTN), una institución con múltiples sedes disper­sas en todo el país y con un rango de oferta académica es­pecífico (ingenierías), y la Universidad de las Artes (UNA), también  con una oferta específica, con sede en Buenos Aires. La mayoría, sin embargo, son universidades territoriales, que más allá de la amplitud o limitación de su oferta, aspiran a satisfacer las necesidades educativas de una región específica.

El sistema ha ido aumentando en número de manera regular y desordenada, como se especificará más adelante, ya que no lo ha hecho según un plan sino a partir de iniciativas particulares, originadas en los territorios. En términos geográficos, muchas universidades (tal vez la mayoría) funcionan con diversas sedes, en general relativamente próximas entre sí, o en el marco de una misma provincia, municipio o conjunto de municipios, y ofrecen diferentes carreras en distintas localidades o repiten en ellas parte de su oferta. Varias nuevas universidades han surgido de la autonomización de algunas de las subsedes.

Como es previsible, el Área Metropolitana de Buenos Aires concentra la mayor cantidad relativa de instituciones. Además de la UBA, la UNA y tres sedes de la UTN en la capital y otras tres en localidades cercanas, otras 13 universidades funcionan en la región, y dos más, La Plata y Lujan, en un radio de unos 60 kilómetros. Varias de esas casas son relativamente nuevas y están en proceso de organización. El resto de las universidades funciona en localidades de diverso tamaño. Todas las capitales provinciales cuentan con su universidad nacional (Resistencia y Corrientes comparten la misma, que une ambas orillas del Paraná), y hay muchas establecidas en localidades intermedias, que en general rondan los 100.000 habitantes (la universidad en la localidad más pequeña, sin duda, es la Universidad de Comechingones, recientemente establecida en Merlo, San Luis –una ciudad que no llega a los 20.000 habitantes–, puesto que antes correspondía a la de Chilecito, La Rioja, cuya población asciende a 50.000), aunque varias tienen subsedes en otras localidades, y abarcan una población mayor.

Como es natural, el tamaño de las instituciones es muy desigual. En 2016 había casi un millón y medio de estudiantes en el conjunto de las universidades nacionales argentinas, de los cuales el 23% estudiaba en la UBA (poco menos de 350.000), el 8% en Córdoba y otro tanto en La Plata (unos 120 000 en cada una), mientras que Rosario y Tucumán tenían algo menos del 6% y 5% respectivamente (80.000 y 70.000). La UTN es más grande que ellas, con 86.000 estudiantes, pero, como vimos, distribuidos en un amplio espacio geográfico. Esas son las universidades que suelen considerarse grandes. Hay otro conjunto –Nordeste (Resistencia-Corrientes), Litoral (Santa Fe), Cuyo (Mendoza), Salta, Comahue (Neuquén-Río Negro), Mar del Plata y algunas de las más antiguas del conurbano (La Matanza, Lomas de Zamora, Quilmes)– que reúnen entre 25.000 y 50.000 estudiantes, y sumadas alcanzan una proporción similar a la de Buenos Aires. Por último, el conjunto de las universidades pequeñas, que en pocos casos superan los 20.000 alumnos, suman entre todas un número similar. Así, el sistema aparece dividido, en cuanto a su matrícula, en cuatro partes más o menos iguales: la UBA, las otras universidades grandes, las medianas y las pequeñas. Como veremos, los números de matrícula deben ser tomados sólo a modo indicativo, ya que en buena medida son hipotéticos. Pero como eso no varía mucho entre instituciones, las proporciones reales no son tan diferentes. Si se toma por parámetro el número de graduados, más allá de variaciones que pueden responder a causas específicas, las proporciones también tienden a ser similares.

El sector de gestión privada es decididamente menor, aunque muestra una tasa de crecimiento más acelerada que la del estatal. Según el Anuario de estadísticas universitarias 2013, las 50 universidades privadas y los 13 institutos universitarios[6] tenían casi 400.000 estudiantes ese año, un 28% de la matrícula de las estatales. Existen, además, cinco universidades provinciales, en general bastante pequeñas.

Uno de los problemas de la universidad argentina es la tasa de graduación. La información disponible no brinda un indicador simple y claro de esta variable, ya que en los datos se mezclan fenómenos distintos. Conocemos el número de ingresantes cada año (unos 320.000 en 2013 para todas las universidades nacionales), el número total de estudiantes (en torno a 1,44 millones ese año) y el número de graduados para cada universidad (algo más de 80.000 en el conjunto). Pero la relación entre estas cifras se ve afectada, en primer lugar, por la  diferente duración de las carreras. Las estadísticas disponibles tienden a incluir en la misma categoría graduados de carreras «de grado» (que son las carreras «normales», como Ingeniería, Medicina, Contador Público), que en general tienen una duración prevista de entre cinco y seis años, y de las llamadas «de pregrado», carreras cortas como tecnicaturas, en general de dos o tres años de duración. Por otro, estas duraciones «teóricas» de las carreras, como veremos, no son realistas, y la media de alumnos tarda bastante más de un 30% adicional en recibirse. Pero además, bastante más de un 50% de los ingresantes abandona antes de completar sus estudios.

Una investigación sobre este problema,[7] que comparó los ingresantes de un año con los graduados cinco años más tarde en una misma carrera, señaló que en promedio el número de graduados en 2007 fue poco más de un 20% de los ingresantes de 2002, y los de 2012, un 27,5% de los ingresantes de 2007. Pero es probable que no se trate de las mismas personas; una considerable cantidad de los egresados en 2007 habrían ingresado mucho antes de 2002, y los de 2012, antes de 2007. Por otro lado, los estudiantes de pregrado, que posiblemente tiendan a desertar menos y a cumplir mejor los tiempos previstos, mejorarían la tasa de graduación, lo que puede en parte explicar la marcada diferencia en la performance de diferentes universidades (en 2012, cuatro universidades graduaban menos del 11% de su matrícula de cinco años atrás, mientras que tres estaban entre el 40 y el 50%; la amplia mayoría se ubicaba entre el 11% y el 30%). En todo caso, la cifras revelan el problema de la deserción (los datos de Fanelli sugieren cifras de entre el 70% y el 80%), que analizaremos más adelante.

En lo que respecta al financiamiento, es complejo evaluar la inversión en educación superior en la Argentina. Según el presupuesto 2016, el total destinado a las universidades nacionales era de unos 50.000 millones de pesos, que según la cotización del propio presupuesto, representaban unos 4.700 millones de dólares, pero si se tiene en cuenta la cotización de mercado del dólar en ese momento, la cifra era considerablemente menor. La asignación de ese presupuesto no es estrictamente proporcional al tamaño de las universidades, lo que implica que existen desigualdades significativas. En promedio, el presupuesto 2016 implicaba una inversión de unos 3.100 dólares por alumno –según el dólar oficial–,[8]pero mientras que la universidad de La Matanza no llegaba a los 1.700, la de San Juan, históricamente muy bien financiada, llegaba casi a los 6.500; las de La Pampa y Cuyo (Mendoza) estaban en el orden de los 5.500 y la del Centro de la Provincia de Buenos Aires (Unicen o Uncpba, que abarca Tandil y región) rondaba los 5.000, para citar algunos ejemplos de universidades relativamente «caras». En general, por «economías de escala», las grandes universidades estaban entre las más «económicas» en relación con su tamaño, con valores de entre los 2.300 (UBA) y los 3.000 dólares (Rosario) por estudiante.

Carecemos de análisis similares para años más recientes. Los datos disponibles indican que, como porcentaje del PBI, la inversión universitaria, que era del 0,53 en 2003 y había alcanzado el 1,03% en 2012, bajó al 0,76% en el presupuesto para 2016 aprobado en setiembre de 2015, en tanto el presupuesto para 2018 la estimaba en 0,9% en 2017, y proyectaba el 0,8% para 2018.[9] Eso nos estaría dando una media aproximada de unos 3.300 dólares por estudiante a valores corrientes del dólar.

Ahora bien, ¿cómo resulta esa inversión en términos internacionales? Un estudio sobre Uruguay realizado en 2004 señalaba: “Es necesario tener en cuenta que los sistemas educativos, fundamentalmente a nivel superior, son heterogéneos en cuanto a la participación del sector público y a la modalidad de financiamiento. Sin embargo, si se consideran los casos de Argentina, México y Costa Rica, que son similares a los de Uruguay, salvo Argentina en el nivel terciario, la proporción de recursos públicos que Uruguay destina a la educación es baja en términos comparados”.[10]

Los datos que justifican la afirmación muestran que la inversión por estudiante, en relación con el ingreso per cápita, era de sólo el 17,8% en la Argentina, contra el 24,6% en Uruguay, el 35% en México, el 46% en Costa Rica y el 48,5% en Brasil. En el mundo desarrollado, las variaciones no eran menores: un 21,5% en España, cerca de un 30% en Francia y el 69% en Dinamarca.

Lo primero que debe destacarse es que, tal como señala la cita, los sistemas de financiamiento universitario son muy dispares, y eso hace difíciles las comparaciones internacionales. Pocas naciones basan el grueso de su sistema universitario en el presupuesto público nacional; de allí la comparación de Uruguay con la Argentina, Costa Rica y México. La otra consideración es que estos datos se presentan en relación con la riqueza de cada sociedad; en términos absolutos la inversión en España era similar a la de Brasil, y bastante más del doble de la Argentina, que no llegaba ni al 10% de la danesa. En todo caso, la Argentina y Uruguay mejoraron mucho su financiación universitaria desde entonces (ambos afectados en aquellos datos por la crisis de 2001), y en la actualidad el costo financiero por estudiante en la única universidad estatal uruguaya, que tiene alrededor de 150.000 alumnos, no difiere demasiado de universidades equivalentes del otro lado del Plata. En Brasil, en cambio, la situación es muy diferente. Muchas de las mayores y mejores universidades dependen de los estados, y no del gobierno federal, que sin embargo financia más de 100 universidades en todo el país. La inversión por estudiante allí también es muy desigual, pero mientras que en la Argentina y Uruguay tiende a estar en el orden de los 3.000 o 4.000 dólares por estudiante, en Brasil más que duplica esas cifras. La diferencia se genera en buena medida, como veremos, en las estructuras de las plantas docentes y los mejores salarios en Brasil. La que tal vez sea la universidad más prestigiosa de ese país, la de San Pablo (USP), tenía en 2014 un presupuesto de casi 1.600 millones de dólares, y unos 60.000 estudiantes, lo que implica que el estado de San Pablo invierte unos 26.600 dólares por cada estudiante de esa universidad.[11]

Las cifras de la USP pueden sorprender. Pero las diferencias son menores si tenemos en cuenta que la tasa de graduación de esa universidad es superior al 75%. Si el gasto por estudiante es 8,5 veces superior al de la universidad argentina, la diferencia en el costo por graduado, siendo aún muy importante, es la mitad, es decir, cuatro veces mayor. Esto es así porque si la inversión media por estudiante en la universidad estatal argentina está en el orden de los tres mil y tantos dólares, la inversión media por graduado trepa hasta casi 57.000 dólares según los datos de 2016. En algunas universidades, que no son precisamente las más prestigiosas, iguala el costo de un graduado de la Universidad de San Pablo.

La diferencia, naturalmente, emerge de la prolongación de los estudios y de la deserción. Si la tasa de graduación fuera del 75% y la duración efectiva de las carreras la prevista en el plan, el costo por graduado no debería exceder en mucho los 20.000 dólares (un número no tan distante del de las universidades más «eficientes» en 2016: Rosario, Lomas de Zamora y La Matanza estaban entre los 22.000 y los 31.500 dólares). Pero esa es una forma poco realista de ver las cosas, ya que buena parte de la matrícula es en realidad ilusoria, pues incluye alumnos que no llegan a aprobar ni un par de materias de sus planes de estudios. Si tenemos esto en conside­ración, el costo medio por estudiante estaría en el orden de los 5.000 dólares, y las universidades más caras aproximarían sus costos por estudiante a los de las universidades federales más «caras» de Brasil. Pero no vale la pena seguir especulando. Antes bien, tratemos de entender cómo funciona este sistema y por qué lo hace de esa manera.

Un diagnóstico de las dificultades de la universidad argentina, de aquello que le impide ser un agente de cambio y crecimiento, no puede detenerse sólo en sus manifestaciones. Debe además reflexionar sobre las causas. Y, en la medida de lo posible, proponer caminos para avanzar en la búsqueda de soluciones. Es esto lo que nos proponemos en este ensayo –vale la pena subrayarlo, este texto es un ensayo–. Contamos, por fortuna, con estudios más precisos sobre la evolución y el estado de la educación superior en la Argentina, con textos documentados, producto de serias investigaciones. Este trabajo se distancia de ellos en su propósito, en la medida en que lo que busca, más que reconstruir un panorama exhaustivo, es poner en discusión algunos problemas centrales del sistema universitario argentino. Problemas bien conocidos por las conducciones universitarias. No hace falta analizar cifras de deserción o porcentajes de docentes con alta dedicación para saber que estos son problemas decisivos. Desde luego, obviar las cifras puede conducir a imprecisiones, e incluso a injusticias, ya que los datos duros pueden permitir identificar instituciones cuyo rendimiento en algún aspecto específico sea mejor que lo que se observa en la generalidad del sistema. Pero no es nuestro propósito considerar a las instituciones en forma individual. De hecho, las referencias particulares se harán con el solo fin de destacar aspectos positivos.

Este libro se propone discutir los problemas de fondo de la universidad argentina y los mecanismos para comenzar a superarlos. Aquello que las comisiones de evaluación tienen siempre presente pero omiten en sus recomendaciones, porque no tendría sentido pedirle a una institución en particular que haga algo que, dadas las circunstancias, está fuera de su alcance. Tal propósito surge de la experiencia acumulada a lo largo de toda una vida. Me crié en una institución de educación superior (particular, por cierto, pero que en muchos aspectos era similar a otras facultades),[12] y ya como militante estudiantil, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, me interesé por la mejora de la universidad, a la que siempre consideré mi destino. Desde chico, a través de mi padre, tuve vínculos con otros sistemas universitarios, y mis estudios de posgrado en Oxford acentuaron y expandieron esa perspectiva.

Cuando regresé a la Argentina, en 1981, con mi flamante doctorado, tuve un precoz baño de realidad. Mi primer empleo fue en una universidad pequeña, desquiciada –especialmente en el área de ciencias sociales– por una estructura autoritaria y excluyente. Al inicio de la transición democrática, y con apenas 33 años, me tocó intentar normalizar la Facultad de Humanidades de la Uncpba. Junto con mis colegas en esa tarea, forzados por complejas circunstancias, intentamos administrar fondos escasos para mejorar la enseñanza, discutir el diseño de las plantas docentes, buscar apoyo estudiantil para compensar la presión de docentes hostiles,[13] incorporar recursos humanos con los exiguos fondos adicionales que pu­diéramos conseguir o atraerlos para que participasen en los concursos, etc.

Inicié allí una larga carrera de gestión universitaria, que siempre acompañó mi labor de docente-investigador. Además de decano normalizador, en la Uncpba fui integrante del consejo superior, director de departamento e instituto de investigación, secretario de ciencia y técnica y vicerrector. Pudimos intentar muchas reformas, en especial como decano y desde estos dos últimos cargos. Los éxitos y los fracasos determinaron los límites de lo que se podía lograr. Como veremos más adelante, una onda renovadora atravesó la universidad argentina a mediados de los años noventa, y ella hizo posible muchas de las iniciativas de cambio que tuvieron lugar dentro de las instituciones. Cuando esa corriente se extinguió, también las posibilidades de transformación desde dentro se hicieron más remotas.

Parte de esa transformación fue la creación de instituciones que tenían por objetivo evaluar y mejorar el sistema universitario. Probablemente por mi experiencia en gestión, fui convocado con regularidad a participar en las comisiones del Fondo para el Mejoramiento de la Calidad Universitaria –el Fomec, que financiaba proyectos presentados por las universidades con miras a mejoras en equipamiento, formación de posgrado, planta docente, etc.–, donde la evaluación de proyectos nos ponía en contacto con la realidad de las casas de altos estudios. Más tarde participé en varias evaluaciones institucionales de la Coneau, que me permitieron ver un mapa integral de diversas instituciones universitarias. Ya en el siglo XXI, el Mincyt desarrolló su propio programa de evaluación y mejora de las actividades, y cuando se incluyó a las universidades nacionales, también tuve la suerte de participar en varias evaluaciones. Si algo tienen en común estas experiencias, es la seriedad y responsabilidad con la que en general se lleva a cabo la labor, así como la destacable solidez de los jóvenes que integran (o integraron, en el caso de Fomec) los equipos técnicos de las instituciones. Así, quienes hemos participado en ellas hemos aprendido mucho en el proceso. Aunque ligado más estrictamente a la investigación, mi trabajo en la coordinación de área en la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica así como la integración de comisiones en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y la Fundación Antorchas también me permitieron conocer el sistema académico argentino.

Por lo demás, apasionado por la vida universitaria, he adquirido experiencia en el sistema a partir de numerosas actividades. Además de la Uncpba, en la que trabajé desde mi primer cargo universitario, y la Universidad de Mar del Plata, donde ingresé por uno de los primeros concursos de la nor­malización y aún permanezco, trabajé en varias universidades públicas y en algunas privadas, y en una de estas últimas integré el Consejo Directivo. Siempre he mantenido relación con mi alma mater, «Filo» de la UBA, y he recorrido un gran número de universidades públicas del país como profesor invitado, jurado de concursos, evaluador, asesor, etc. He tenido bastante contacto con autoridades universitarias –incluyendo exbecarios míos que han sido decanos, rectores o secretarios de universidad–, y he tratado de aprender de ellos y sobre sus instituciones. Y en los viajes por el mundo que los académicos solemos hacer, visitando otros sistemas de educación supe­rior, siempre me interesé por su funcionamiento.

Así, en el trasfondo de este libro hay mucha información y reflexión. Desde luego, nada de lo que digo compromete ni a los organismos que en alguna ocasión integré o asesoré, ni a las instituciones en las que he trabajado o con las que he colaborado, o en cuya evaluación participé. Es un ensayo, una reflexión genérica, que se basa en una experiencia amplia y variada, y en información básica que rara vez será traída a colación, porque no es ese el propósito de esta obra.

Para desarrollarlo, me resultó útil el modelo de los análisis institucionales que ponen en práctica los organismos de evaluación, consistente en desplegar los diversos aspectos de la dinámica universitaria; aquí tomaremos esos lineamientos para ordenar nuestra consideración del sistema. En el primer capítulo abordamos sus formas institucionales y mecanismos administrativos. Incluimos además el tema de la infraestruc­tura porque, como se verá, carece en este texto de la entidad suficiente como para ser tratado de manera independiente.

El segundo capítulo tiene un orden diferente al resto. En tanto los otros se vertebran en torno a temas claramente definidos, aquí abordamos una variedad de políticas adoptadas por nuestro sistema público. Su reunión es algo arbitraria, pero se trata de algunos de los fundamentos tanto materiales como simbólicos de nuestro sistema, y es útil tenerlos en cuenta al comienzo de nuestro trabajo, para referirnos a ellos en los capítulos posteriores. Comenzamos por las que clásicamente se definen como funciones de la universidad: docencia, investigación y extensión; pero como las dos primeras merecen capítulos específicos, aquí nos centramos en la tercera. A continuación, abordamos uno de los temas más controvertidos: sus mecanismos de financiación y su gratuidad. Un tercer aspecto, en parte vinculado con el segundo, es la internacionalización, tanto por la recepción de estudiantes externos, como por la integración de nuestro sistema con otros países. Otro punto es el de los mecanismos de ingreso y la articulación con la escuela media. Por último, el capítulo aborda el problema de la ampliación del sistema universitario mediante la creación de nuevas instituciones, o de centros universitarios dependientes de otras casas. Como se ve, aquí se consideran temas variados y sólo parcialmente vinculados entre sí, pero que resultan muy significativos en la evolución de nuestro sistema universitario.

Los capítulos restantes tienen un ordenamiento más sistemático. El tercero trata de la programación académica; la oferta de carreras, su duración y su vínculo con el mercado laboral. El cuarto, sobre los cuerpos docentes de la universidad pública, en tanto el quinto aborda el vínculo entre nuestro sistema universitario y la producción y transferencia de nuevos conocimientos al medio social y productivo.

En el sexto capítulo, incluimos una breve reflexión sobre las universidades privadas, que apunta a mostrar que su notable expansión en los últimos años no parece ofrecer una vía de solución a los problemas del sistema nacional estatal. Finalmente, en un capítulo final, volvemos sobre varios de los problemas desarrollados en el texto para poner a discusión ideas que buscan mejorar diversos aspectos de nuestras universidades.

Referencias:

[1] ¿Se sumará Chile a los países comprendidos en esa definición? Ojalá lo haga; es un tema abierto. Como también lo es el estatus de países como España y Portugal, que, con dificultades, se han ideo aproximado al desarrollo bajo la tutela europea.
[2] Luego de un largo proceso, los informes finales se hacen públicos en los sitios web de esas instituciones.
[3] Profesores que se dedican a la docencia a tiempo completo.
[4] Ampliación del tiempo que un docente dedica a su trabajo en la universidad.
[5] Las cifras de esa sección fueron tomadas en su mayoría del Boletín del Centro de Estudios de la Educación Argentina (CEA) de la Universidad de Belgrano, nº 48, mayo de 2016, disponible en www.rlcu.org.ar/recursos/E_0000046_008_cea_numero_48.pdf, del Anuario de Estadísticas Universitarias 2013, de la Secretaría de Políticas Universitarias (SPU), disponible en informaciónpresupuestaria.siu.edu.ar/DocumentosSPU/Anuario_2013.pdf, y de una versión preliminar de “La educación superior universitaria en Argentina. Situación actual y contexto”, también desarrollado en el marco de la SPU, con la que entré en contacto gracias a la gentileza de Carlos Pérez Rasetti.
[6] Para ser considerada una universidad, una institución debe cumplir ciertos requisitos, en especial  la variedad de su oferta académica. Los institutos universitarios ofrecen en general un limitado número de carreras en torno a una única especialidad.
[7] Ana García de Fanelli, “La cuestión de la graduación en las universidades nacionales de la Argentina: Indicadores y políticas públicas a comienzos del siglo XX”, Propuesta Educativa, nº 43, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Buenos Aires, junio de 2015, págs. 17-31.
[8] En términos reales, es probable que no superara los 2.500 dólares.
[9] Los datos de 2016, en el Boletín del Centro de Estudios de la Educación Argentina, op. Cit.,; los posteriores, en la Ley de Presupuesto 2018. Estas variaciones representan sobre todo los cambios en los niveles salariales docentes y de personal de apoyo en un contexto de alta inflación, ya que aproximadamente el 90% del presupuesto universitario tiene ese destino.
[10] Gabriel Oddone y Marcelo Perera, “Educación superior en Uruguay: descripción y financiamiento”, noviembre de 2004, disponible en www.cinve.org.uy/wp-content/uploads/2013/01/educacion-superior-en-uruguay.pdf.
[11] Los datos de la Universidad de San Pablo están disponibles en uspdigital.usp.br/anuario/AnuarioControle?lang=en#.
[12] Mi padre fue profesor y luego rector de la Facultad Evangélica de Teología (luego Instituto Superior de Estudios Teológicos); mi familia vivió en la institución hasta que yo fui mayor.
[13] Fue decisión del gobierno de Raúl Alfonsín que la renovación de las plantas docentes, de ocurrir, se realizase a través de concursos. Compartía esta política, ya que no se podía pretender tener una universidad democrática si la selección de docentes se llevaba a cabo de manera más o menos arbitraria por las nuevas autoridades. Esto, sin embargo, nos obligó a una compleja transición, en la que buena parte de los docentes se manifestó en franca oposición.