12 de Febrero de 1946
Llego a vuestra presencia con la emoción que me produce sentirme confundido entre este mar humano de conciencias honradas; de estas conciencias de criollos auténticos que no se doblan frente a las adversidades, prefieren morir de hambre antes que comer el amargo pan de la traición.
Llego a vosotros para deciros que no estáis solos en vuestros anhelos de redención social, sino que los mismos ideales sostienen nuestros hermanos de toda la vastedad de nuestra tierra gaucha. Vengo conmovido por el sentimiento unánime manifestado a través de campos, montes, ríos, esteros y montañas; vengo conmovido por el eco resonante de una sola voluntad colectiva; la de que el pueblo sea realmente libre, para que de una vez por todas quede libre de la esclavitud económica que le agobia. Y aún diría más: que le agobia como antes le ha oprimido y que si no lograra independizarse ahora, aún le vejaría más en el porvenir. Le oprimiría hasta dejar a la clase obrera sin fuerzas para alcanzar la redención social que vamos a conquistar antes de quince días.
En la mente de quienes concibieron y gestaron la Revolución del 4 de Junio estaba fija la idea de la redención social de nuestra Patria. Este movimiento inicial no fue una «militarada» más, no fue un golpe «cuartelero» más, como algunos se complacen en repetir; fue una chispa que el 17 de octubre encendió la hoguera en la que han de crepitar hasta consumirse los restos del feudalismo que aún asoma por tierra americana.
Porque hemos venido a terminar con una moral social que permitía que los trabajadores tuviesen para comer sólo lo que se les diera por voluntad patronal y no por deber impuesto por la justicia distributiva, se acusa a nuestro movimiento de ser enemigo de la libertad. Pero yo apelo a vuestra conciencia, a la conciencia de los hombres libres de nuestra Patria y del mundo entero, para que me responda honestamente si oponerse a que los hombres sean explotados y envilecidos obedece a un móvil liberticida.
No debemos contemplar tan sólo lo que pasa en el «centro» de la ciudad de Buenos Aires; no debemos considerar la realidad social del país como una simple prolongación de las calles centrales bien asfaltadas, iluminadas y civilizadas; debemos considerar la vida triste y sin esperanzas de nuestros hermanos de tierra adentro, en cuyos ojos he podido percibir el centelleo de esta esperanza de redención.
Por ellos, por nosotros, por todos juntos, por nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos debemos hacer que, ¡por fin!, triunfen los grandes ideales de auténtica libertad que soñaron los forjadores de nuestra independencia y que nosotros sentimos palpitar en lo más profundo de nuestro corazón.
Cuando medito sobre la significación de nuestro movimiento, me duelen las desviaciones en que incurren nuestros adversarios. Pero mucho más que la incomprensión calculada o ficticia de sus dirigentes, me duele el engaño en que viven los que de buena fe les siguen por no haberles llegado aún la verdad de nuestra causa. Argentinos como nosotros, con las virtudes propias de nuestro pueblo, no es posible que puedan acompañar a quienes los han vendido y los llevan a rastras, de los que han sido sus verdugos y seguirán siéndolo el día de mañana. Los pocos argentinos que de buena fe siguen a los que han vendido la conciencia a los oligarcas, sólo pueden hacerlo movidos por las engañosas argumentaciones de los «habladores profesionales». Estos vociferadores de la libertad quieren disimular, alucinando con el brillo de esta palabra, el fondo esencial del drama que vive el pueblo argentino.
Porque la verdad verdadera es esta: en nuestra Patria no se debate un problema entre «libertad» o «tiranía», entre Rosas y Urquiza; entre democracia y totalitarismo. Lo que en el fondo del drama argentino se debate es, simplemente, un partido de campeonato entre la «justicia social» y la «injusticia social».
Quiero dejar de lado a los provocadores a sueldo; a las descarriadas jovenzuelas que en uso de la libertad han querido imponer el uso del símbolo monetario en el pecho de damas argentinas cuya imposición rechazaban en uso de la propia libertad; a los pocos estudiantes que han creído «descender» de su posición social si se solidarizaban con el clamor de los hombres de trabajo, sin reflexionar que únicamente su «trabajo» será lo que en el futuro llegará a ennoblecer su paso por la vida; quiero también dejar de lado a los resentidos, a cuantos creyéndose seres excepcionales creían que el favor y la amistad personal podían más que el esfuerzo lento y constante de cada día y el espíritu de sacrificio ante los embates de la adversidad; quiero dejar de lado todo lo negativo, lo interesado, lo mezquino, para dirigirme a los hombres de buena voluntad que aún no han comprendido la esencia de la revolución social, cuyas serenas páginas se están escribiendo en el Libro de la Historia Argentina, y decirles: «Hermanos: con pensamiento criollo, sentimiento criollo y valor criollo, estamos abriendo el surco y sembrando la semilla de una Patria libre, que no admita regateos de su soberanía, y de unos ciudadanos libres, que no sólo lo sean políticamente sino que tampoco vivan esclavizados por el patrón. Síguenos; tu causa es nuestra causa; nuestro objetivo se confunde con tu propia aspiración, pues sólo queremos que nuestra Patria sea socialmente justa y políticamente soberana».
Para alcanzar esta altísima finalidad no nos hemos valido ni nos valdremos jamás de otros medios que aquellos que nos otorgan la Constitución (para la restauración de cuyo imperio empeñé mi palabra, mi voluntad y mi vida) y las leyes socialmente justas que poseemos o que los órganos legislativos naturales nos otorguen en lo futuro. Para alcanzar esta altísima finalidad no necesitamos recurrir a teorías o métodos extranjeros; ni a los que han fracasado ni a los que hoy pretenden imponerse, pues como dije en otra oportunidad, para lograr que la Argentina sea políticamente libre y socialmente justa, no basta con ser argentinos y nada más que argentinos. Bastará que dentro del cuadro histórico y constitucional el mecanismo de las leyes se emplee como un medio de progresar, pero de progresar todos, pobres y ricos, en vez de hacerlo solamente éstos a expensas del trabajador.
En el escaso tiempo que intervine directamente en las relaciones entre el capital y el trabajo, tuve oportunidad de expresar el pensamiento que regiría mi acción. Fueron señalados los objetivos a conseguir y expuestas con claridad las finalidades que nos proponíamos. En este plan de tareas y en las motivaciones que le justifican, recogióse el clamor de la clase obrera, de la clase media y de los patronos que no tienen contraídos compromisos foráneos. Y aún añadiré que éstos no tuvieron inconveniente en acompañarnos mientras creyeron que nuestra dignidad podía corromperse entregándoles la causa obrera a cambio de un cheque con menor o mayor número de ceros, tanto más cuanto mayor fuese nuestra felonía. Pero se equivocaron de medio a medio, porque ni yo ni ninguno de mis leales dejó de cumplir los dictados de la decencia, de la hombría y de la caballerosidad. Ligada nuestra vida a la causa del pueblo, con el pueblo compartiremos el triunfo o la derrota.
Las consecuencias ya las conocéis. Comenzó la «guerra» de las solicitadas; siguió la alianza con los enemigos de la Patria; continuó la campaña de difamación, de ultrajes, y de mentiras, para terminar en un negocio de compraventa de políticos apolillados y aprendices de dinamiteros a cambio de un puñado de monedas.
No tengo que deciros quiénes son los «sindicarios señorones» que han comprado, ni «los Judas que se han vendido». Todos los conocemos y hemos visto sus firmas puestas en el infamante documento. Quiero decir solamente que esta infamia es tan sacrílega como la del Iscariote que vendió a Cristo, pues en esta sucia compraventa fue vendido otro inocente: el pueblo trabajador de nuestra querida Patria.
Y advertí que esto, que es gravísimo, aún no constituye la infamia mayor. Lo incalificable, por monstruoso, es que los «caballeros que compraron a políticos» no se olvidaron de documentar fehacientemente la operación para sacarle buen rédito al capital que invertían. Seguros de que hacían una buena operación financiera, la documentaron bancariamente para que el día de mañana, si resultaran «triunfantes» sus gobernantes títeres, los tendrían prisioneros y podrían obligarlos a derogar la legislación del trabajo e impedir cuanto significara una mejora para la clase trabajadora, bajo amenaza de publicar la prueba de su traición.
Una tempestad de odio se ha desencadenado contra los «descamisados» que sólo piden ganarse honradamente la vida y poder sentirse libres de la opresión patronal y de todas las fuerzas oscuras o manifiestas que respaldan sus privilegios. Esta tempestad de odios se vuelca en dicterios procaces contra nosotros, procurando enlodar nuestras acciones y nuestros más preciados ideales. De tal manera nos han atacado que si hubiéramos tenido que contestar una a una sus provocaciones, no habríamos tenido tiempo bastante para construir lo poco que hemos podido realizar en tan escaso tiempo. Pero debemos estarles agradecidos porque no puede haber victoria sin lucha. Y la victoria que con los brazos abiertos nos aguarda, tendrá unas características análogas a la que tuvo que conquistar el gran demócrata norteamericano, el desaparecido presidente Roosevelt, que a los cuatro años de batallar con la plutocracia confabulada contra sus planes de reforma social, pudo exclamar después de su primera reelección, en el acto de prestar juramento el día 20 de enero de 1937: «En el curso de estos cuatro años, hemos democratizado más el poder del gobierno, porque hemos empezado a colocar las potencias autocráticas privadas en su lugar y las hemos subordinado al gobierno del pueblo. La leyenda que hacía invencibles a los oligarcas ha sido destruida. Ellos nos lanzaron un desafío y han sido vencidos».
Creo innecesario extenderme en largas disquisiciones de índole política. La historia de los trabajadores argentinos corre la misma trayectoria que la libertad. La obra que he realizado y lo que la malicia de muchos no me ha dejado realizar, dice bien a las claras cuáles son mis firmes convencimientos. Y si nuestros antecedentes no bastan para definirnos, nos definen, por interpretación inversa, las palabras y las actitudes de nuestros adversarios. Con decir que en el aspecto político somos absolutamente todo lo contrario de lo que nos imputan, quedaría debidamente establecida nuestra ideología y nuestra orientación. Y si añadimos que ellos son lo contrario de lo que fingen, habremos presentado el verdadero panorama de los términos en que la lucha electoral está entablada.
Tachar de totalitarios a los obreros argentinos es algo que se sale de lo absurdo para caer en lo grotesco. Precisamente han sido las organizaciones obreras que me apoyan, las que durante los últimos años han batallado en defensa de los pueblos oprimidos contra los regímenes opresores, mientras que eran (aquí como en todas partes del mundo, sin excluir los países que han hecho la guerra, salvo Rusia) la aristocracia, la plutocracia, la alta burguesía, el capitalismo, en fin, y sus secuaces, quienes adoraban a las dictaduras y repelían a las democracias. Seguían esta conducta cuando pensaban que las dictaduras defendían sus intereses y las democracias los perjudicaban, por no ser un muro suficiente de contención frente a los avances del comunismo. Si mis palabras requiriesen una prueba, podría ofrecerla bien concluyente en las colecciones de los diarios de la oligarquía que ahora se estremecen ante cualquier presunto atentado a las esencias democráticas y liberales, pero que tuvieron muy distinta actitud cuando el problema se planteaba en otros pueblos. Y si la prueba no fuese todavía categórica, remitiría el caso el examen de la actuación, de los partidos políticos que han gobernado en los últimos tiempos, y cuyos pronombres, actuando de vestales un tanto caducas y mucho recompuestas, quieren ahora compatibilizar sus alardes democráticos puramente retóricos con la realidad de sus tradicionales fraudes electorales, de sus constantes intervenciones a los gobiernos de las provincias, con el abuso del poder en favor de los oligarcas y en contra de los desheredados.
¿Dónde está, pues, el verdadero sentimiento democrático y de amor a las libertades, si no es en este mismo pueblo que me alienta para la lucha? No deja de ser significativo que los grupos oligárquicos disfrazados de demócratas, unan sus alaridos y sus conductas a esos mismos comunistas que antes fueron (por el terror que les inspiraba) la causa de sus fervores totalitarios, y a quienes ahora dedican las mejores de sus sonrisas. Como es igualmente espectáculo curioso, observar el afán con que esos dirigentes comunistas proclaman su fe democrática, olvidando que la doctrina marxista de la dictadura del proletariado y la práctica de la Unión Soviética (orgullosamente exaltada por Molotov en discursos de hace pocos meses) son eminentemente totalitarias. Pero, ¡que le vamos a hacer! Los comunistas argentinos son flacos de memoria y no se acuerdan tampoco que cuando gobernaban los partidos que se titulan demócratas, ellos tenían que vivir en la clandestinidad, y que sólo han salido de ella para alcanzar la personería jurídica cuando se lo ha permitido un gobierno, del cual yo formaba parte, pese a la incompatibilidad que me atribuyen con los métodos de libertad.
El contubernio al que han llegado es sencillamente repugnante y representa la mayor traición que se ha podido cometer contra las masas proletarias. Los partidos comunistas y socialistas que hipócritamente se presentan como obreristas pero que están sirviendo a los intereses capitalistas, no tienen inconvenientes en hacer la propaganda electoral con el dinero entregado por la entidad patronal. ¡Y todavía se sorprenden de que todavía los trabajadores de las provincias del norte, que viven una existencia miserable y esclavizada, en beneficio de un capitalismo absorbente que cuenta con el apoyo de los partidos, que frecuentemente dirigen los mismos patrones (recuerdo con tal motivo a Patrón Costas y a Michel Torino), hayan apedreado el tren en que viajaba un conglomerado de hombres que, en el fondo, lo que quieren es prolongar aquellas situaciones! Usando de una palabra que a ellos les gusta mucho, podríamos decir que son los verdaderos representantes del continuismo; pero del continuismo con la política de esclavitud y miseria de los trabajadores.
Hasta aquí me he referido a vuestra posición netamente democrática. Permitidme aludir, siquiera sea brevemente, a la mía. No me importan las palabras de los adversarios y mucho menos sus insultos. Me basta con la rectitud de mi proceder y con la noción de nuestra confianza. Ello me permite aseverar, modestamente, sencillamente, llanamente, sin ostentación ni gritos, sin necesidad de mesarme de los cabellos ni rasgarme las vestiduras, que soy demócrata en el doble sentido político y económico del concepto, porque quiero que el pueblo, todo el pueblo (en esto sí que soy «totalitario»), y no una parte ínfima del pueblo se gobierne a sí mismo y porque deseo que todo el pueblo adquiera la libertad económica que es indispensable para ejercer las facultades de autodeterminación. Soy, pues, mucho más demócrata que mis adversarios, porque yo busco una democracia real, mientras que ellos defienden una apariencia de democracia, la forma externa de la democracia. Yo pretendo que un mejor estándar de vida ponga a los trabajadores, aún a los más honestos, a cubierto de las coacciones de los capitalistas; y ellos quieren que la miseria del proletariado y su desamparo estatal les permita continuar sus viejas mañas de compra y de usurpación de las libretas de enrolamiento. Por lo demás, es lamentable que a mí, que he propulsado y facilitado la vuelta a la normalidad, que me he situado en posición de ciudadano civil para afrontar la lucha y que he despreciado ocasiones que se me venían a la mano para llegar al poder sin proceso electoral, se me imputen propósitos inconstitucionales, presentes o futuros. Y es todavía más lamentable que esas acusaciones sean hechas por quienes, a título de demócratas, no saben a qué arbitrio acudir o a qué militar o marino volver los ojos para evitar unas elecciones en que se saben derrotados, no porque vaya a haber fraude, sino porque no lo va a haber, o, mejor dicho, porque ya no tienen ellos a su disposición todos los elementos que antes usaban para ganar fraudulentamente los comicios. Vienen reclamando desde hace tiempo elecciones limpias, pero cuando llegan a ellas, se asustan del procedimiento democrático.
Por todas esas razones no soy tampoco de los que creen que los integrantes de la llamada Unión Democrática han dejado de llenar su programa político -vale decir, su democracia como un contenido económico-. Lo que pasa es que ellos están defendiendo un sistema capitalista con perjuicio o con desprecio de los intereses de los trabajadores, aún cuando les hagan las pequeñas concesiones a que luego habré de referirme; mientras que nosotros defendemos la posición del trabajador y creemos que sólo aumentando enormemente su bienestar e incrementando su participación en el Estado y la intervención de éste en las relaciones del trabajo, será posible que subsista lo que el sistema capitalista de libre iniciativa tiene de bueno y de aprovechable frente a los sistemas colectivistas. Por el bien de mi Patria, quisiera que mis enemigos se convenciesen de que mi actitud no sólo es humana, sino que es conservadora, en la noble aceptación del vocablo. Y bueno sería, también, que desechasen de una vez el calificativo de demagógico que se atribuye a todos mis actos, no porque carezcan de valor constructivo ni porque vayan encaminados a implantar una tiranía de la plebe (que es el significado de la palabra demagogia), sino simplemente porque no van de acuerdo con los egoístas intereses capitalistas, ni se preocupan con exceso de la actual «estructura social», ni de lo que ellos, barriendo para adentro, llaman «los supremos intereses del país», confundiéndolos con los suyos propios.
Personalmente, prefiero la idea defendida por Roosevelt (y el testimonio no creo que pueda ser recusado) de que la economía ha dejado de ser un fin en sí mismo para convertirse en un medio de solucionar los problemas sociales. Es decir, que si la economía no sirve para llevar el bienestar a toda la población y no a una parte de ella, resulta cosa bien despreciable. Lástima que los conceptos de Roosevelt a este respecto fueran desbaratados por la Cámara… y por la «Antecámara»…, es decir, por los organismos norteamericanos equivalentes a nuestra Unión Industrial, Bolsa de Comercio y Sociedad Rural. Y conste, asimismo, que Roosevelt distaba mucho de ser, ni en lo social ni en lo político, un hombre avanzado.
Por eso, cuando nuestros enemigos hablan de democracia, tienen en sus mentes la idea de una democracia estática, quiero decir, de una democracia sentada en los actuales privilegios de clase. Como los órganos del Estado y el poder del Estado, la organización de la sociedad, los medios coactivos, los procedimientos de propaganda, las instituciones culturales, la libertad de expresión del pensamiento, la religión misma, se hayan bajo su dominio y a su servicio exclusivo, pueden echarse tranquilos en brazos de la democracia, pues saben que la tienen dominada y que servirá de tapaderas a sus intereses. Precisamente en esa situación está basado el concepto revolucionario marxista y la necesidad que señalan de una dictadura proletaria. Pero si como ha sucedido en la Argentina y en virtud de mi campaña, el elemento trabajador, el obrero, el verdadero siervo de la gleba, el esclavizado peón del surco norteño, alentado por la esperanza de una vida menos dura y de un porvenir más risueño para sus compañeras y para sus hijos, sacuden su sumisión ancestral, reclaman como hombres la milésima parte de las mejoras a que tienen derecho, ponen en peligro la pacífica y tradicional digestión de los poderosos y quieren manifestar su fuerza y su voluntad en unas elecciones, entonces, la democracia, aquella democracia capitalista, se siente estremecida en sus cimientos y nos lanza la imputación del totalitarismo. De este modo llegaríamos a la conclusión de que el futuro Congreso representará un régimen democrático si triunfan los privilegios de la clase hasta ahora dominante y que representará un régimen dictatorial si, como estoy seguro, triuntan en las elecciones las masas de trabajadores que me acompañan por todo el país.
Más no importan los calificativos. Nosotros representamos la auténtica democracia, la que se asienta sobre la voluntad de la mayoría y sobre el derecho de todas las familias a una vida decorosa, la que tiende a evitar el espectáculo de la miseria en medio de la abundancia, la que quiere impedir que millones de seres perezcan de hambre mientras que centenares de hombres derrochan estúpidamente su plata. Si esto es demagogia, sintámonos orgullosos de ser demagogos y arrojémosles al rostro la condenación de su hipocresía, de su egoísmo, de su falta de sentido humano y de su afán lucrativo que va desangrando la vida de la Nación. ¡Basta ya de falsos demócratas que utilizan una idea grande para servir a su codicia! ¡Basta ya de exaltados constitucionalistas que sólo aman la Constitución en cuanto les ponga a cubierto de las reivindicaciones proletarias! ¡Basta ya de patriotas que no tienen reparo en utilizar el pabellón nacional para cubrir averiadas mercancías, pero que se escandalizan cuando lo ven unido a un símbolo del trabajo honrado!
Nuestra trayectoria en el terreno social es igualmente clara que el político. Desde que a mi iniciativa se creó la Secretaría de Trabajo y Previsión, no he estado preocupado por otra cosa que por mejorar las condiciones de vida y de trabajo de la población asalariada. Para ello era menester el instrumento de actuación y la Secretaría de Trabajo y Previsión resultó un vehículo insuperable a los fines perseguidos. La medida de la eficacia de la Secretaría de Trabajo y Previsión nos la da tanto la adhesión obrera como el odio patronal. Si el organismo hubiese resultado inocuo, les tendría sin cuidado y hasta es posible que muchos insospechados fervores democráticos tuvieran un tono más bajo. Y es bien seguro que muchos hombres que hasta ayer no ocultaron sus simpatías hacia las dictaduras extranjeras o que sirvieron a otros gobiernos de facto en la Argentina, no habrían adoptado hoy heroicas y espectaculares posiciones seudodemocráticas. Si el milagro de la transformación se ha producido, ha sido sencillamente porque la Secretaría de Trabajo ha dejado de representar un coto cerrado sólo disfrutable por la plutocracia y por la burguesía. Se acabaron las negativas de los patronos a concurrir a los trámites conciliatorios promovidos por los obreros; se puso in a la amistosa mediación de los políticos, de grandes señores y de poderosos industriales, para lograr que la razón del obrero fuese atropellada. La Secretaría de Trabajo hizo justicia estricta, y si en muchas ocasiones se inclinó hacia los trabajadores, lo hizo porque era la parte más débil en los conflictos. Esta posición espiritual de la autoridad es lo que han tolerado los elementos desplazados de la hegemonía que venían ejerciendo, y esa es la clave de su oposición al organismo creado. A eso es lo que llaman demagogia. Que el empleador burle al empleado, representa para ellos labor constructiva de los principios democráticos; pero que el Estado haga justicia a los obreros, constituye pura anarquía.
Creo que en esa subversión de las partes en conflicto se encuentra la verdadera obra revolucionaria que hemos realizado y que por su efecto psicológico tiene mayor valor y más amplia trascendencia que todas las demás. Esa es la causa de que todos los arranques se dirijan contra la Secretaría de Trabajo y por eso el empeño de destruirla. No a otra cosa obedecen los rugidos de satisfacción que han lanzado el capitalismo, su prensa y sus servidores cuando en una reciente sentencia la Suprema Corte de la Nación ha declarado la inconstitucionalidad de las delegaciones regionales. Porque la verdad es que esa decisión adoptada pocos días antes de las elecciones trata de asestar un rudo golpe a la Secretaría de Trabajo y Previsión y constituye un primer paso para deshacer las mejoras sociales que lograron los trabajadores. El respeto a las decisiones judiciales no excluye el derecho de comentar y de discutir sus fallos, mucho menos cuanto mayores sean las innovaciones que se hagan a la libertad y a la democracia. Ya llegará, pues, el momento de discutir cuáles son las competencias que en relación al derecho del trabajo corresponden a la nación y cuáles las que son atributo de las provincias. Hasta será fácil demostrar -por opinión de tratadistas muy del gusto oligárquico- que la Suprema Corte, tan rigorista y tan equivocada en esta ocasión respecto a las facultades de aplicación de las leyes del trabajo, ha consentido y aprobado que la nación venga invadiendo desde hace muchos años la protesta legislativa de las provincias. Y conteste que esta parte encuentro acertada su posición, porque las normas del trabajo que tienden a la internalización deben ser nacionales. Lo que no admito es la dualidad de criterio, cuya motivación no me interesa de momento. Si alguien quiere encontrar la aplicación, tal vez la halle en una obra de Renard. Ofrezco la cita a mis enemigos socialistas y doy por descontado que entre ellos o entre las asociaciones profesionales seudodemocráticas, se propiciará la iniciación de una nueva causa por desacato y hasta es posible que se tome pretexto de ello para ver si hay militares o marinos que lleguen a tiempo para impedir nuestro triunfo electoral.
Ya sé que cuando se habla de mi obra social, los adversarios sacan a relucir la que ellos han realizado. Examinemos brevemente esa cuestión. Es verdad que los legisladores argentinos han dictado leyes sociales a tono con las de otros países. Pero se ha hecho dentro de un ámbito meramente proteccionista, sin atacar los problemas de su esencia. Meras concesiones que se iban obteniendo del capitalismo a fin de no forzar las cosas excesivamente e ir distrayendo a los obreros y a sus organizaciones en evitación de reacciones excesivas y violentas. Reparación de accidentes de trabajo que muy poco reparan y que prolongan la agonía del incapacitado. Insignificantes indemnizaciones por despido que ninguna garantía representan para el trabajador injustamente despedido, víctima del abuso de un derecho domicial propio de la Edad Media. Mezquinas limitaciones en la duración de las jornadas y en la duración del descanso retribuido. Y, por otra parte, inexistencia de toda protección para los riesgos de desocupación, enfermedad y para la casi totalidad de los salarios, invalidez, vejez y muerte. Régimen de salarios de hambre y de viviendas insalubres. ¿Para qué seguir la relación? Frente a tal estado de cosas, nuestro programa tiende a cubrir todos los riesgos que privan o disminuyen al trabajador en su capacidad de ganancia. Prohibición del despido sin causa justificada; proporcionar a todos los trabajadores el estándar de vida que dignifique su existencia y la de sus familiares. Y, sobre todo esto, las grandes concepciones verdaderamente revolucionarias; tendencia a que la tierra sea a quien la trabaje; supresión de los arrendamientos rurales; limitación de las ganancias excesivas y participación de los trabajadores en los beneficios de la industria. A este respecto, debo consignar que cuando lancé la idea, todas las «fuerzas vivas» y sus satélites nos arrojaron el consabido anatema. La proposición era netamente demagógica. Se iba a la ruina de la sacrosanta economía nacional. Pero los últimos cables nos anuncian que en Estados Unidos se estudia el sistema de participación en los beneficios como medio de atajar los graves conflictos obreros que se han presentado, llegando a fijar en un 25 por ciento el monto de esta participación. Esperemos que con el beneplácito estadounidense, ya no parecerá el intento tan descabellado a nuestros grandes economistas y financieros, serviles imitadores de las modas extranjeras o mansos cumplidores de las órdenes que les llegan desde afuera.
Brevemente me referiré a las ideas centrales que han impulsado nuestra acción en el terreno económico. Sostengo el principio de libertad económica. Pero esta libertad, como todas las libertades, llega a generar el más feroz egoísmo si en su ejercicio no se articula la libertad de cada uno con la libertad de los demás. No todos venimos al mundo dotados del suficiente equilibrio moral para someternos de buen grado a las normas de sana convivencia social. No todos podemos evitar que las desviaciones del interés personal degeneren en egoísmo espoleador de los derechos de los demás y en ímpetu avasallador de las libertades ajenas. Y aquí, en este punto que separa el bien del mal, es donde la autoridad del Estado debe acudir para enderezar las fallas de los individuos y suplir la carencia de resortes morales que deben guiar la acción de cada cual, si se quiere que la sociedad futura salga del marasmo que actualmente la ahoga.
El Estado puede orientar el ordenamiento social y económico sin que por ello intervenga para nada en la acción individual que corresponde al industrial, al comerciante, al consumidor. Estos, conservando toda la libertad de acción que los códigos fundamentales les otorgan, pueden ajustar sus realizaciones a los grandes planes que trace el Estado para lograr los objetivos políticos, económicos y sociales de la Nación. Por esto afirmo que el Estado tiene el deber de estimular la producción, pero debe hacerlo con tal tacto que logre, a la vez, el adecuado equilibrio entre las diversas fuerzas productivas. A este efecto, determinará cuáles son las actividades ya consolidadas en nuestro medio, las que requieren un apoyo para lograr solidez a causa de la vital importancia que tienen para el país; y por último, cuáles han cumplido ya su objetivo de suplir la carestía de los tiempos de guerra, pero cuyo mantenimiento en época de normalidad representaría una carga antieconómica que ningún motivo razonable aconseja mantener o bien provocaría estériles competencias con otros países productores. Pero aún hay otro motivo que obliga al Estado argentino a regular ciertos aspectos de la economía. Los compromisos internacionales que tiene contraídos lo obligan a orientar las directivas económicas supranacionales teniendo en vista la cooperación entre todos los países. Y si esta cooperación ha de ser eficaz y ha de basarse en ciertas reglas de general aplicación entre Estados, no veo la forma de que la economía interna de cada país quede a merced del capricho de unos cuantos oligarcas manejadores de las finanzas, acostumbrados a hacer trabajar siempre a los demás en provecho propio. Al Estado, rejuvenecido por el aporte de sangre trabajadora que nuestro movimiento inyectará en todo su sistema circulatorio, corresponderá la misión de regular el progreso económico nacional sin olvidar el cumplimiento de los compromisos que la Nación contraiga, o tenga contraídos con otros países.
Por lo que os he dicho hoy, y por lo que he afirmado en ocasiones anteriores, parecería ocioso repetir que no soy enemigo del capital privado. Juzgo que debe estimularse el capital privado en cuanto constituye un elemento activo de la producción y contribuye al bienestar general. El capital resulta pernicioso cuando se erige o pretende erigirse en instrumento de dominación económica. En cambio es útil y beneficioso cuando sabe elevar su función al rango de cooperador efectivo del progreso económico del país y colaborador efectivo del progreso económico del país y colaborador sincero de la obra de la producción y comparte su poderío con el esfuerzo físico e intelectual de los trabajadores para acrecentar la riqueza del país.
Por esto, en los postulados éticos que presiden la acción de nuestra política, junto a la elevación de la cultura del obrero y a la dignificación del trabajo, incluimos la humanización del capital. Solamente llevando a cabo estos postulados, lograremos la desaparición de las discordias y violencias entre patronos y trabajadores. Para ello no existe otro remedio que implantar una inquebrantable justicia distributiva.
En el nuevo mundo que surge en el horizonte no debe ser posible el estado de necesidad que agobia todavía a muchísimos trabajadores en medio de un estado de abundancia general. Debe impedirse que el trabajador llegue al estado de necesidad, porque sepan bien los que no quieren saber o fingen no saberlo, que el estado de necesidad está al borde del estado de peligrosidad, porque nada hace saltar tan fácilmente los diques de la paciencia y de la resignación como el convencimiento de que la injusticia es tolerada por los poderes del Estado, porque, precisamente ellos son los que tienen la obligación de evitar que se produzcan las injusticias.
Un deber nacional de primer orden exige que la organización política, la organización económica y la organización social, hasta ahora en manos de la clase capitalista, se transformen en organizaciones al servicio del pueblo. El pueblo del 25 de Mayo quería saber de qué se trataba; pero el pueblo del 24 de Febrero quiere tratar todo lo que el pueblo debe saber.
Para terminar y como detalle complementario del aspecto económico, he de referirme brevemente a las orientaciones generales que deseamos seguir en orden a la industrialización que el país necesita.
Ante todo, la afirmación esencial que rige nuestra acción: la riqueza no la constituye el montón de dinero más grande o más chico que pueda tener atesorado la Nación; para nosotros, la verdadera riqueza la constituye el conjunto de la población, el trabajo propiamente tal y la organización ordenada de esta población y de este trabajo.
Es, pues, el elemento humano actual y futuro, el factor que ha de requerir la preocupación fundamental del Estado. Vale decir que ahí se incluye la elevación del nivel de vida hasta el estándar compatible con la dignidad del hombre y el mejoramiento económico general; la propulsión de organizaciones mutualistas y cooperativas; el incremento de la formación técnica y capacitación profesional; la construcción de casas baratas y económicas para obreros y empleados; los préstamos para la construcción y renovación del hogar de la clase media; pequeños propietarios, rentistas y jubilados modestos, y estímulos, fomento y desarrollo del vasto plan de seguridad social y mejoramiento de las condiciones generales de trabajo. No puede hablarse de emprender la industrialización del país sin consignar bien claramente que el trabajador ha de estar protegido antes que la máquina o la tarifa aduanera. Y tampoco tengo que repetir que el progreso del trabajador del campo debe ir al compás del hombre de la ciudad. Deben convencerse de que la ciudad, sin el esfuerzo del hombre de campo, está condenada a desaparecer. ¡De cada 35 habitantes rurales sólo uno es propietario! Ved si andamos muy lejos cuando decimos que debe facilitarse el acceso a la propiedad rural. Debe evitarse la injusticia que representa el que 35 personas deban ir descalzas, descamisadas, sin techo y sin pan, para que un lechuguino venga a lucir la galerita y el bastón por la calle Florida, y aún se sienta con derecho a insultar a los agentes del orden porque conservan el orden que él, en su inconsciencia, trata de alterar con sus silbatinas contra los descamisados.
Asegurada la suerte del factor humano, estaremos en condiciones de proseguir el plan de industrialización en sus más minúsculos detalles. Inventario y clasificación de materias primas, energía que produce y puede producir el país; ayudar el establecimiento de industrias, propulsando las iniciativas, estimulando las inversiones de capital y fomentando la creación y ampliación de laboratorios de investigaciones científicas y económico-sociales con amplia colaboración de técnicos y obreros; sistematización de costos en beneficio de productores y consumidores; moderación de las cargas fiscales que graven toda actividad socialmente útil; estimular la producción para abastecer abundantemente las necesidades del país, sin limitar las posibilidades de producción y transformación, sin extirpar viñedos ni restringir el sembradío para evitar que se destruyan los sobrantes que podían reducir el precio, pero que producían ganancias fabulosas a los capitalistas aunque condenaban a cientos de miles de trabajadores a no beber vino y a no comer pan; permitir precios remuneradores al capital que sean firmes y estables, que sirvan de garantía a los altos salarios y aseguren beneficios correctos; incitar el desarrollo del comercio libre y transporte económico, terrestre, marítimo, fluvial y aéreo.
En definitiva, la Argentina no puede estancarse en el ritmo somnoliento a que la condenaron cuantos se lanzaron a vivir a sus costillas; la Argentina ha de recobrar el pulso firme de una juventud sana y de una sangre limpia. La Argentina necesita la aportación de esta sangre juvenil de la clase obrera; no puede seguir con las corrientes sanguíneas de múltiples generaciones de gente caduca, porque llegaríamos a las nefastas consecuencias de las viejas dinastías, que habían muerto físicamente antes de que los pueblos las echaran cansados de aguantarlas.
Esta sangre nueva la aporta nuestro movimiento; esta sangre hará salir de las urnas, el día 24 de este mes, esta nueva Argentina que anhelamos con toda la fuerza y la pujanza de nuestro corazón.
No puedo terminar mis palabras sin referirme a los problemas internacionales. La base de mi actuación ha de ser la defensa de la soberanía argentina, con tanta mayor energía cuanto mayor sea la grandeza de quienes intenten desconocerla, porque desprecio a los hombres y a las naciones que se crecen ante los débiles y se doblega ante los poderosos.
Es posible que mi pasado para actuar en la vida pública sea constante franqueza de mis expresiones, que me lleva a decir siempre lo que siento. Esto me da derecho a que se me crea cuando proclamo mi simpatía y admiración hacia el gran pueblo estadounidense, y que pondré cada día mayor empeño en llegar con él a una completa inteligencia, lo mismo que con todas las Naciones Unidas, con las cuales la Argentina ha de colaborar lealmente, pero desde un plano de igualdad. De ahí a mi oposición tenaz a las intervenciones pretendidas por el señor Braden embajador y por el señor Braden secretario adjunto, de ejecutar en la Argentina sus habilidades para dirigir la política y la economía de naciones que no son las suyas.
Entremos, pues, al fondo de la cuestión; empezaré por decir que el tenor de las declaraciones publicadas en los Estados Unidos de Norte América, corresponde exactamente al de los conceptos vertidos por mí. He dicho entonces y lo repito ahora, que el contubernio oligárquicomunista, no quiere las elecciones; he dicho también, y lo reafirmo, que el contubernio trae al país armas de contrabando; rechazo que en mis declaraciones exista imputación alguna de contrabando a la Embajada de Estados Unidos; reitero, en cambio, con toda energía, que esa representación diplomática o más exactamente el señor Braden, se hallan complicados en el contubernio, y más aún, denuncio al pueblo de mi Patria que el señor Braden es el inspirador, creador, organizador y jefe verdadero de la Unión Democrática.
Cuando el señor Braden llegó a nuestro país ostentando la representación diplomática del suyo, la situación era la siguiente: después de un largo e injusto aislamiento que ningún argentino sensato pudo jamás aceptar como justo, la República Argentina fue incorporada al seno de las Naciones Unidas. Suscribió todos los pactos, y con la rectitud que caracteriza su vida de relación internacional, inició el cumplimiento estricto de las obligaciones contraidas. Como corolario de la nueva situación y a fin de darle expresión concreta y efectiva, llegó hasta nosotros de los Estados Unidos la misión Warren.
En una estada breve pero eficaz, esta misión concertó diversos acuerdos con nosotros, acuerdos políticos, económicos y militares, cuya ejecución había de beneficiar a ambos países, dentro de un plan de mutuo respeto y beneficio común.
Cuando el gobierno de la Nación se disponía a dar cumplimiento a cada una de las obligaciones estipuladas; cuando se preparaban los embarques de lino a cambio de combustibles que debíamos recibir y que el país necesitaba urgentemente; cuando se creía que el oro bloqueado en los Estados Unidos podría ser repatriado; cuando, en fin, las dos naciones se disponían a olvidar resentimientos, eliminar malentendidos, reanudar las corrientes culturales y comerciales que fueron tradición en el pasado, todo en una atmósfera de comprensión y cooperación recíproca, llega al país el señor Braden, nuevo embajador de los Estados Unidos de Norte América. Como primera medida, el señor Braden anula todos los convenios a que se había arribado con la misión Warren.
El señor Braden, quebrando toda la tradición diplomática, toma partido a favor de nuestros adversarios, vuelca su poder, que no le es propio, en favor de los enemigos de la nacionalidad y declara abiertamente la guerra a la revolución, pronunciando un discurso en Rosario que llena de asombro, estupor e inquietud a nuestro país, y a todas las naciones latinoamericanas. A partir de ese momento, se suceden los discursos y las declaraciones, y el embajador Braden, sin despojarse de su investidura, se convierte en el jefe omnipotente e indiscutido de la oposición, a la que alienta, organiza, ordena y conduce con mano firme y oculto desprecio.
El pueblo argentino, el auténtico pueblo de la Patria, repudia esa intromisión inconcebible, y su indignación desborda y supera largamente la alegría enfermiza de los qeu se alinean presurosos en las filas del señor Braden. Los viejos políticos venales recogen sus palabras y hacen con ellas sus muletas, se sienten redimidos y perdonados, sin darse cuenta que son ahora más miserables aún, afiliados y subordinados al extranjero, dentro de los propios confines patrios.
El señor Braden revela muy pronto la razón de sus agresiones al gobierno de la revolución, y a mí en particular; es que él quiere implantar en nuestro país un gobierno propio, un gobierno títere, y para ello ha comenzado por asegurarse el concurso de todos los «quislings» disponibles. El señor Braden, para facilitar su acción, subordina a la prensa y a todos los medios de expresión del pensamiento; se asegura por métodos propios el apoyo de los círculos universitarios, sociales y económicos, descollando su extraordinaria habilidad de sometimiento en el campo de la política. Naturalmente, de la política depuesta por la revolución del 4 de Junio.
Logrado su primer paso en la realización del plan denunciado, o sea la unión compacta de todos los enemigos de la revolución, y más especialmente la de mis adversarios, el señor Braden creyó oportuno y conveniente para múltiples fines pasar revista a su pequeño ejército de traidores. No encontró para ello mejor que organizar la Marcha de la Constitución y la Libertad, la que se llevó a efecto después de vencer el ex embajador muchas trabas y dificultades.
El señor Braden, en su afán de asegurarse la constitución de un gobierno propio en la Argentina, pactó aquí con todo y con todos, concedió su amistad a conservadores, radicales y socialistas; a comunistas, demócratas y progresistas y pronazis; y junto a todos ellos, extendió su mano a los detritos que la revolución fue arrojando en su seno en sus hondos procesos depuradores. El ex embajador sólo exigía, para brindar su poderosa amistad, una bien probada declaración de odio hacia mi humilde persona.
Los discursos, declaraciones y actos del señor Braden, tanto durante su gestión al frente de la Embajada de los Estados Unidos como en sus funciones actuales, prueban de manera irrefutable su activa, profunda e insolente intervención en la política interna de nuestro país. He dicho ya en otras ocasiones, que las nuevas condiciones imperantes en el mundo han creado una interdependencia entre todos los países de la tierra; pero he fijado el alcance de esa interdependencia a lo económico, sosteniendo el derecho de cada nación a adoptar la filosofía político-social más de acuerdo con sus costumbres, su religión, posición geográfica y circunstancias históricas, si es que en verdad se quiere subsistir con la dignidad y jerarquía del Estado soberano.
Declaro que la intromisión del señor Braden en nuestros asuntos, hasta el extremo de crear, alentar y dirigir un conglomerado político adicto, no puede contar con el apoyo del pueblo y del gobierno de los Estados Unidos. El presidente Truman ha expresado recientemente que todos los pueblos capaces tienen el derecho de elegir sus propios gobiernos. El Senado de los Estados Unidos, al aprobar el nombramiento del señor Braden para su cargo actual, estableció expresamente que no podría intervenir en las cuestiones de los países latinoamericanos sin previa consulta. El mismo gobierno aludido reiteró hace poco la prohibición de intervenir en política de otros países a los hombres de negocios norteamericanos. El propio señor Braden alterna sus amenazas de intervención económica y militar con protestas de no intervencionismo.
Una de las consecuencias más graves de la beligerancia del señor Braden con respecto al gobierno de la revolución, fue la nulidad de los convenios a que se había arribado con la misión Warren, y de los que tanto los Estados Unidos como la Argentina esperaban beneficios recíprocos. El ex embajador, después de anular los convenios mencionados, no sólo no hizo ninguna tentativa para reemplazarlos por otros nuevos, sino que se resistió a tratar la cuestión todas las veces que lo insté a ello. Es que así, naturalmente, el señor Braden creaba más y más dificultades al gobierno al cual yo pertenecía.
La permanencia del señor Braden en nuestro país se caracterizó, pues, por su intromisión en nuestros asuntos; por haber dado forma, aliento y directivas al amorfo organismo político que nos enfrenta; por haber desprestigiado implacable y sistemáticamente a la revolución del 4 de Junio, a sus hombres y a mí en particular, y por último, por haber brindado su amistad a todos los enemigos del movimiento renovador del 4 de Junio, sin importarle para nada su filiación política e ideológica.
En nombre del señor Braden, cuando actuaba como embajador en nuestro país, alguien suficientemente autorizado expresó que yo jamás sería presidente de los argentinos y que aquí, en nuestra Patria, en nuestra Patria, no podría existir ningún gobierno que se opusiese a las ideas de los Estados Unidos.
Ahora yo pregunto: ¿Para qué quiere el señor Braden contar en la Argentina con un gobierno adicto y obsecuente? ¿Es acaso porque pretende repetir en nuestro país su fracasada intentona de Cuba, en donde, como es público y notorio, quiso herir de muerte la industria y llegó incluso a amenazar y a coaccionar la prensa libre que lo denunciaba?
Si, por un designio fatal del destino, triunfaran las fuerzas represivas de la represión, organizadas, alentadas y dirigidas por Spruille Braden, será una realidad terrible para los trabajadores argentinos la situación de angustia, miseria y oprobio que el mencionado ex embajador pretendió imponer, sin éxito, al pueblo cubano.
En consecuencia, sepan quienes voten el 24 por la fórmula del contubernio oligárquico-comunista, que con ese acto entregan, sencillamente, su voto al señor Braden. La disyuntiva, en esta hora trascendental, es ésta: O Braden, o Perón. Por eso, glosando la inmortal frase de Roque Sáenz Peña, digo: «Sepa el pueblo votar».
Fuente: www.elhistoriador.com.ar