El carnaval, una fiesta de origen pagano que se celebra antes de la cuaresma cristiana, está asociado al baile, a los disfraces y al desenfreno. Algunos historiadores señalan que su celebración se remonta a los festines que se realizaban en honor a Apis, el dios egipcio de la fertilidad, cuyo culto se remonta a casi 5000 años a.C. Otros en cambio encuentran un antecedente lejano en las Bacanales, fiestas en honor a Baco, dios romano del vino, o Dioniso, su equivalente en Grecia. Lo cierto es que el carnaval, con apologistas y detractores, se popularizó y propagó por distintos rincones del globo, y hoy algunas de sus manifestaciones gozan de fama mundial y atraen cada año a miles de turistas, como el carnaval de Río de Janeiro en Brasil, el de Venecia en Italia, el de Oruro, en Bolivia, el de Montevideo en Uruguay, y el de Gualeguaychu, en Argentina.
En el territorio que hoy ocupa nuestro país fue introducido del brazo de los españoles y aunque fue prohibido durante algunos períodos, gozó de defensores de la talla de Juan Bautista Alberdi, el autor de las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, que en 1838 aconsejaba “a las personas racionales y de buen gusto, que corran, salten, griten, mojen, silben, chillen, cencerren a su gusto a todo el mundo, ya que por fortuna lo permite la opinión y las costumbres…”. Su declarado adversario político, Domingo Faustino Sarmiento, con quien polemizó en casi todo, al menos en esto pareció estar de acuerdo. Cuentan que durante el carnaval de 1869, mientras ocupaba la primera magistratura, el sanjuanino “había tirado su presidencia a los infiernos” y “sentado en una carretela vieja que la humedad no pudiese ofender, abrigado con un poncho de vicuña, cubierta la cabeza con un sombrero chambergo, distribuía y recibía chorritos de agua, riéndose a mandíbula batiente.”
En esta oportunidad nos trasladamos al siglo XIX, para ser testigos de cómo transcurrió el carnaval del año 1900 en Buenos Aires “con cuyo desahogo -sostiene el articulista- la población laboriosa que jadea todo el año en la impecable exigencia de un trabajo aniquilador, de una vida apremiada y amarga, repuso su bagaje de buen humor y conformidad para el resto del año”.
Carnaval en 1900
Fuente: Revista Caras y Caretas, N 74, 3 de marzo de 1900, págs. 19-23.
No crean ustedes en las profecías de los periódicos. El año pasado, viéndolo tan decaído y fofo al carnaval, lo pintamos moribundo. Pero vive aún, y vivirá fofo y todo. Es que también la gente anda un poco fofa. Y el carnaval retrata. Pintarrajeado, chillón, discordante, farrista y de mala maña, vano, dado a la bebida, perturbador, deshonesto, el carnaval, como ninguna otra modalidad grotesca, refleja en el espejear facetado y cambiante de sus fugaces episodios la íntima condición humana. Somos eso. Y es preciso enseñarlo una vez al año para que la verdad, a fuerza de comprensión, no pierda su virtud expansiva. Decididamente: mientras haya en este esferoide sublunar hombres y mujeres a nuestra imagen y semejanza, en una forma o en otra, más fino o más brutal, aristocrático o chabacano, luciendo guante o mostrando la uña hendida del sátiro, el carnaval tendrá que subsistir por los siglos de los siglos. Amén, decimos para completar la oración gramatical con un giro propio de la cuaresma.
No fue ni más ameno ni menos vulgar este carnaval que el del año pasado. Como en aquel, mucha gente, todo el grande y móvil montón anónimo se echó a la calle a reír, quieras que no. Y rió con ganas, demostrando que aun no está Buenos Aires, como dicen, comido hasta los hígados por la ansiedad mordiente de la fortuna, por la fiera y ácida hipocondría de una pobreza soportada sin calma. Todavía hay gentes simples de corazón que han echado sudor de muchos días y hasta de muchos meses en el atavío pintoresco de la mascarada y se han largado a farandulear alegremente por esas calles confiados en la inagotable providencia, sabiendo que no dejaban detrás un centavo apretado por otro para empezar la previsora pila del ahorro, enemigo del hambre.
Pero se han divertido y basta. Se han dado una buena panzada de alegría después del horror de las mortandades con que empezó el mes de los crudos contrastes. El pueblo paciente entró a febrero con un rictus de espanto y agonía en la cara cansada, y sale de él muerto de risa. Más sale así. Generalmente pasan al revés las cosas humanas, que traen la miel en el borde y el veneno en el fondo del vaso. Observando el pueblo ingenuo que pasaba cabriolando bajo la vasta mueca de las caretas grotescas, podía notarse, sin embargo, cierta metamorfosis de indumentaria, especie de adaptación del carnaval al médium climatérico, recién conocido en los días homicidas de la primera quincena del mes pasado. Desde luego, la máscara suelta se decidió por el disfraz liviano, huyendo del sofocón mortal que en el rayo de luz voltea alegremente, acechando al que flaquea para clavarle su dardo invisible. Los trajes de percal, anchos y ligeros, hicieron el gasto. Pierrot y Frank Brown, triunfantes, prestaron su gesto desmesurado y su faz decorada a rayas.
Miles de payasos patearon las veredas. Un traje de zaraza con barajas o diablos pintados, y adentro el cuerpo suelto, sin ningún otro forro. Y además, hasta sobraba con este disfraz sencillo la careta, que siempre ataja el resuello. Almazarrón o minio, negro de humo, o simplemente tinta del tintero, el dedo como instrumento, un fantaseo de figuras geométricas sobre la faz, previamente embadurnada de harina, y estaba el disfraz. Barato y fresco. Con él se le hacían impunemente al “coup de chaleur” la mueca más atrevida y más burlesca.
Esto trajo una perturbación sensible al comercio carnavalesco: las caretas bajaron a vil precio, desdeñadas inauditamente por la simplificación de los disfraces,- y en las vidrieras enseñaban en vano sus disparatadas expresiones de caras de pesadilla, rientes u hostiles, zafadas o venerables, de bebé o de rabino, de diplomático o de carcamal. Allí se quedaban colgando, a excepción de algunas de animales, que solían ser adquiridas por prójimos que sentían dentro de sí alguna afición zoológica y encarnaban el tipo de su inclinación rectificando a la naturaleza. Así una mujer llamó la atención disfrazada de gran perra y ladrando en bicicleta; un oso blanco circuló largamente, sudando bajo su gran pelliza de cuero de carnero, escoltado por una rueda de zanahorias que llevaban en alto el letrero “oso blanco: animal nunca visto”. Seguramente el oso es animal de poca memoria, pues ya lo vimos a éste el otro carnaval. Un gran vampiro con las alas abiertas daba a conocer fácilmente al usufructuario de cierta conocida casa de préstamos, -aparte de otros curiosos y característicos animales de toda especie. Abundaron los monos, revelando que hay en la población muchos seres que se sienten parecidos al hombre.
Las comparsas filarmónicas y los corsos dieron la nota agradable y expansiva en el cuadro multicolor y estrepitoso de los días carnavalescos. Los orfeones, el Gallego y el Gallego Primitivo, con sus vistosos hábitos de Santiago, de capa rosada con alto cuello Stuart éstos, y de capa caída, blanca y florante sobre el traje de terciopelo negro los primeros, el orfeón Buenos Aires, también floreciente, se destacaron por el número de músicos y la destreza y afinación de sus masas corporales. La Unión Pelotaris llevaba un tenor completo en un niño de diez años, que se hacía oír con deleite y pasmo donde quiera que exhibía la tierna maravilla de su garganta de pájaro. Una comparsa de Pierrots de ambos sexos, bizarramente confundidos por la identidad del traje, formaba una excelente estudiantina, eximia en la ejecución de jotas y pasacalles. La Juventud Unida, de vistoso disfraz, los Carreros y los Astrónomos del siglo XX, la Sac y Mac, ya conocida del público y algunas otras, valían la pena de ser vistas, y no defraudaban sino a medias el altruista propósito que las echó a la calle, de divertir a la gente a costa de su ingenio y su transpiración. La Yerra intentó revivir un tipo que se apaga, pero lo intentó menoscabando el poco prestigio higiénico de la tradición campera, pues entendieron los gauchos de carnaval que para encarnar un tipo de paisano es forzoso andar sucio y con las prendas a la miseria. La Esquila también tiró a traer al asfalto recuerdos de la vida campesina. Y entre los tipos sueltos no queremos olvidar a un tenorino profesional que nos visitó en correcta y deslumbrante tenue de trovador romántico, ofreciéndose a cantar lo que se pusiera delante y aunque no lo dejamos, nada quita esta circunstancia al mérito del disfraz.
Los corsos ofrecieron la animación de otros años, atrayendo a las calles donde se celebran, bajo arcadas de luces y frondas de follaje, toda la población de los contornos, que quedaban desiertos y como abandonados en su semioscuridad silenciosa por las gentes alegres que corrían a mariposear localmente entre la luz y el estruendo desacordado y chillón del desfile carnavalesco, vibrante de bullicio.
Allí reinaba la rauda serpentina –que resultó un clavo este año- y los saquillos de fragmentos de talco que, derramados desde los balcones, caían en vistosa y lenta lluvia de plata sobre coches y disfraces.
Una especie de torpedos cargados de papelitos servían a los chuscos para la broma gruesa, detonando en el oído de las máscaras sueltas que, cuando querían reaccionar del primer aturdimiento, se veían acosadas por un tiroteo alarmante y tenían que optar entre disparar o trenzarse a sopapos. Esto último ocurrió algunas veces, caracterizando más genuinamente la fiesta popular, pues agregaba el chichón al chichoneo.
Citamos lo más saliente de lo que pasó ante nuestros ojos. De la mezcolanza de tipos opuestos, reunidos por la casualidad y la locura, parecía brotar una demostración tétrica: el triunfo del anarquismo, de un anarquismo que reunía e igualaba a reyes y atorrantes, marqueses y osos, aldeanas e inglesas. De tan melancólicas reflexiones nos consoló algo la contemplación de la misma abracadabrante multitud de enmascarados que cruzaban silenciosos como faquires por debajo de nuestros balcones. Los payasos, infinitos como las arenas del mar o como los ripios de la juventud poética de ambos mundos, nos hizo recordar a Figaro: “Todo el año es carnaval” para esos pepinos, que durante once meses y pico se adiestran en hacer cabriolas, presintiendo las que el destino, la esposa y los hijos les obligarán a hacer en lo porvenir. Si Júpiter inventó el carnaval, se comprende que los dioses se hayan ido. De la balumba, del disloque de gestos y posturas que en aquella farra de colorines, harina y betún, saturado todo ello con un agrio olor de suero humano, no queda más que un montón de coplas, las mismas que parió el numen de las comparsas. Tal catarata irisada de disparates multiformes nos consoló algún tanto: La forma poética no está llamada a desaparecer.
Esto, poco más o menos, ha sido el carnaval del año en Buenos Aires, con cuyo desahogo la población laboriosa que jadea todo el año en la impecable exigencia de un trabajo aniquilador, de una vida apremiada y amarga, repuso su bagaje de buen humor y conformidad para el resto del año. Y conste que no volveremos a caer en la zoncera de declarar moribundo al carnaval, ni excesivo, ni pasado de moda; que hay en el alma de la humanidad tanta desventura y tanta hiel que vaciar ahora en los frenesíes de una diversión sin rienda, como en los fabulosos tiempos de la saturnal frenética y en los más modernos pero no más recatados de la kermesse. Evohé! El clásico grito de las bacantes viene detrás del burrito de Sileno que trae al carnaval en ancas desde el fondo del tiempo y con él pasa, rumbo del porvenir, como una ráfaga de locura lasciva que no ofende, sino de dientes afuera, al recato convencional de los encorbatados moralistas.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar