El caso de la familia que fue secuestrada de un avión

Alfredo Forti, el mayor de los cinco hermanos, cuenta cómo fue


El caso de la familia Forti, obligada a abandonar el avión en que se dirigía a Venezuela, es una muestra de represión indiscriminada y de su arbitrariedad.

Ningún miembro de la familia tenía antecedentes o actividad subversiva. Sin embargo, la Sra. de Forti permanece desaparecida desde entonces. Cuando los detuvieron nadie los ayudó. Cuando libres, nadie se acercó.

Alfredo Waldo Forti es más que un joven, un hombre de veinticuatro años, de modales reposados.

Sus ojos son de color indefinido entre el verde y el celeste, muy claros, que en el curso de la conversación suelen adquirir una expresión de asombro.

Habla pausadamente, en tono bajo, sin alterar el volumen de su voz. Sin embargo, una corriente de tensión parece necesitar descargarse a través del incesante movimiento de sus piernas.

“El 23 de febrero de 1977 fue el último día que tuvimos oportunidad de ver a nuestra madre», dice Alfredo, refiriéndose a él y a sus cuatro hermanos varones.

La última imagen concreta que recuerda de ella –Nélida Azucena Sosa de Forti, quien ahora tendría 50 años– es una imagen sonora de dos autos alejándose a toda velocidad en uno de los cuales se llevaban a su madre. Él –que entonces tenía 16 años– había quedado en la vereda de Parque Patricios en la Capital Federal, junto con sus hermanos –Mario Manuel, de 13; Renato, de 11; Néstor, de 10, Y Guillermo José, de 8–, sentados, con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados.

Fuente: El Diario del Juicio, 27 de mayo de 1985.

Una familia normal
De las tantas preguntas, a responder en este caso, una es el porqué de este secuestro. Alfredo y toda su familia no aciertan con la respuesta: «No sabemos por qué secuestraron a mamá. Esa pregunta la tienen que responder los responsables de la desaparición. Mis padres no tenían filiación política. Papá es católico practicante, aunque mamá no, pero los dos tenían amigos sacerdotes y nosotros íbamos a un colegio privado religioso, el Colegio del Salvador en San Miguel de Tucumán.
No éramos ricos, pero teníamos un buen pasar, vivíamos en un barrio residencial y mi familia estaba muy bien relacionada. La desaparición de mi madre –reflexiona Alfredo– es tanto más inexplicable cuanto que las mismas autoridades militares que se habían hecho cargo de la Asociación Tucumana de Obras Sociales, de la que mi padre era subdirector, le habían otorgado una licencia sin goce de sueldo, por las dudas que él no se adaptara a Venezuela y decidiera volver a la Argentina».

Forti padre había obtenido un ventajoso contrato del gobierno venezolano por el cual debía ejercer como médico cirujano en la Corporación Venezolana de Guayanas. El 10 de enero de 1977, adelantándose, había partido para Venezuela sin ningún contratiempo. Mientras tanto, el resto de la familia gestionó la documentación necesaria para viajar. Los pasaportes les fueron entregados en la Policía Federal normalmente, en un momento en que las averiguaciones de antecedentes eran rigurosas.

Secuestro en el avión
El 18 de febrero de 1977 habían embarcado en el Boeing 747 de Aerolíneas Argentinas en el vuelo 284 con destino a Caracas. Para la familia Forti las únicas preocupaciones estaban referidas al alejamiento de Tucumán, donde estaban muy arraigados afectivamente. Tal vez la señora Nélida Sosa estuviera preocupada también por su hija Silvana, que quedaba en Tucumán a la espera de rendir una materia que adeudaba en marzo.

Lo sucedido en el avión es conocido. Con los motores en marcha aborda el avión un oficial de Aeronáutica que no se identifica en ningún momento. En la escalerilla cinco hombres de civil armados. El oficial hace bajar a la señora de Forti y a sus pequeños hijos del avión y los entrega a los civiles armados, ordenando al mismo tiempo que retiraran sus equipajes de la bodega del avión, tarea en la que participó personal de Aerolíneas Argentinas. Este operativo llevó una hora larga, durante la cual la familia Forti permaneció custodiada en el interior de un ómnibus al lado del avión.

«Mientras tanto –recuerda Alfredo Forti hijo– todo el mundo, que veía perfectamente lo que estaba sucediendo, seguía trabajando. Pude ver a personal de la Policía Federal, masculino y femenino, de Aeronáutica, de Aerolíneas Argentinas, de Migraciones.»

Con amargura prosigue: «Nadie se interesó por nosotros o trató de intervenir. Al contrario, cuando nos sacaban del aeropuerto estaban parados en fila, como protegiendo el procedimiento”.

El “Pozo de Quilmes”
Los Forti fueron conducidos a un lugar conocido en la jerga de los secuestradores como «Pozo de Quilmes».

Posteriormente, en 1984, Alfredo reconocería el lugar, ubicado en el interior de la Brigada de Quilmes de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Estuvieron seis días sin recibir ninguna explicación convincente. Alfredo pudo saber por boca de su madre que ella sería enviada a Tucumán por «órdenes superiores”.

El retorno a la Argentina
Hoy Alfredo Forti tiene una madurez impropia de su edad. Casi adolescente viajó por Estados Unidos y varios países de América del Sur buscando solidaridad de instituciones privadas, organismos de derechos humanos y gobiernos para que presionaran a los militares argentinos. Seguramente, la formalidad de muchas de sus frases se debe a esta forzada actividad que, sin embargo, no le impide recordar con intensidad esos últimos días con su madre. «Trataba de mantenerme sereno –dice– para ayudar a mamá. Su principal preocupación éramos nosotros y el sufrimiento que la situación le debía estar causando a mi padre. En esos seis días nos juntaba en un rincón del patio cubierto en el que estábamos y les contaba cuentos a los más chicos o inventaba juegos con un dado que tenía uno de mis hermanos. Las chicas que estaban presas en el piso de arriba, al oírnos, cantaban canciones infantiles para ayudar a mamá.”

Después de esa odisea, los hermanitos Forti se reunieron con su padre en Venezuela en marzo de 1977 gracias a las gestiones del sacerdote venezolano Alfonso Naldi.

Alfredo volvió ahora con esperanza y hace planes para establecerse una vez que termine sus estudios universitarios. Antes debió superar el fuerte rechazo que experimentaba por el país. «Nunca nos abandonamos –dice con convicción–, continuamos estudiando y formándonos, porque dejar que esto nos destruyera era algo que nunca, nunca, mi madre hubiera aceptado. Yo ahora me he reencontrado con mi país, pero quiero que se haga justicia y este juicio a las juntas militares es un comienzo. Que sea así, porque si no hay justicia no va a haber tampoco futuro posible.»

El temor hizo que todos los miraran indiferentes
«Cuando nos liberaron nadie se acercó.» Sin duda, en la Argentina en 1977 la confusión y el miedo eran muy grandes, quizá demasiado grandes. No de otra manera se explica el hecho de que nadie se haya animado a ayudar a cinco asustados chicos, maniatados y con vendas en los ojos, abandonados en un barrio de Buenos Aires la noche del 23 de febrero de ese año. «‘¿Quién es el mayor?’, pregunta el que le llamaban ‘el coronel’ –recuerda Alfredo Forti-. Le digo que soy yo y levanto la cabeza bajo la sábana. Me toca la cabeza y me dice: ‘Mirá, te estoy dando los documentos’, y los puso en el bolsillo de mi camisa. Sin que pudiéramos ver, nos bajaron del auto y nos sentaron a los cinco chicos en la vereda junto a dos bultos de ropas envueltos en sábanas, que fue todo lo que nos devolvieron. Logré sacarme la venda de los ojos y vi que al frente había un bar con gente mirándonos. Los autos se habían ido ya a gran velocidad. Nadie se acercó a ayudarnos. Un hombre que venía por la misma vereda se desvió al vernos, se apuró y se fue ignorándonos. No teníamos idea de dónde estábamos porque no somos de Buenos Aires. Finalmente logramos levantarnos, soltarnos y organizarnos un poco. Nos fuimos solos a una plaza cercana”.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar