El Episcopado y los crímenes del Estado, por un miembro de la Iglesia


El 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas derrocaron al gobierno constitucional de Isabel Perón. En el parte oficial, el nuevo gobierno de facto decía: «…demostrada en forma irrefutable la imposibilidad de la recuperación del proceso por las vías naturales, llega a su término una situación que agravia a la Nación y compromete su futuro». Se acusaba el «tremendo vacío de poder», la «anarquía», la «ausencia total de los ejemplos éticos y morales», la «falta de una estrategia global que enfrentara a la subversión» y «el agotamiento del aparato productivo y la especulación».

El nuevo gobierno se autotituló “Proceso de Reorganización Nacional” y sus primeras medidas fueron el establecimiento de la pena de muerte para quienes hirieran o mataran a cualquier integrante de las fuerzas de seguridad, la “limpieza” de la Corte Suprema de Justicia, el allanamiento y la intervención de los sindicatos, la prohibición de toda actividad política, la fuerte censura sobre los medios de comunicación y el reemplazo del Congreso por la Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL), también integrada por civiles y militares, cuyas funciones nunca se precisaron detalladamente.

A poco de andar, sin embargo, quedó en evidencia que las Fuerzas Armadas habían asumido el poder político como representantes de los intereses especuladores de los grandes grupos económicos.

El influyente rol de las fuerzas militares en la política argentina data de los mismos días de las guerras de la independencia. A pesar del optimismo que despertó hace casi un siglo la aparición del yrigoyenismo y la nueva democracia de masas, pronto se sucedieron diversos golpes de estado y dictaduras militares: 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976, con la particularidad de que los golpes de la segunda mitad del siglo XX, se dieron en un contexto de escalada de la violencia social y política inédita. Así, en 1976 las Fuerzas Armadas tomaron el poder por última vez y pusieron todos los resortes del Estado al servicio de una represión sistemática y brutal contra todo lo que arbitrariamente definían como el “enemigo subversivo”. Los crímenes cometidos por los militares son hoy denominados en el derecho internacional como “delito de lesa humanidad”.

Apenas regresada la era democrática, en 1983, la lupa se posó en el conflicto armado entre el gobierno de facto y las organizaciones guerrilleras. Ésta fue, básicamente, la idea de los “dos demonios”. Pero en los últimos años ha emergido la responsabilidad de importantes sectores civiles: empresarios nacionales y extranjeros, Iglesia, medios de comunicación, consintiendo, colaborando y encubriendo las prácticas del Terrorismo de Estado. 30 mil desaparecidos, 400 niños robados y un país destruido fue el saldo más grave de la ocupación militar. El método de la desaparición de personas no era desconocido en el mundo, pero entonces fue la primera vez que se aplicó desde el Estado de forma sistemática, por lo que en Europa comenzó a hablarse de “la muerte argentina”.

Para recordar aquel trágico episodio de la historia nacional, reproducimos las reflexiones de uno de los más destacados luchadores por los derechos humanos y uno de los fundadores del Centro de Estudios Legales y Sociales, Emilio F. Mignone, quien desmenuza la complicidad del episcopado argentino con la Dictadura militar.

Fuente: Emilio F. Mignone, Iglesia y Dictadura. El papel de la iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar, Ediciones del Pensamiento Nacional, Buenos Aires, 1986, p. 244.

«La Argentina ha entrado en un saludable debate sobre lo acontecido en la década de 1970, hasta la restauración, en 1983, del sistema constitucional. En ese intercambio no puede estar ajeno el papel desempeñado por la Iglesia católica y en particular por su jerarquía (…) En casi cinco siglos, la Iglesia rioplatense no había sufrido una persecución sangrienta como la de 1976 (…) desde este año, los agravios no consistieron en ataques verbales, confiscación de bienes, expulsión de dignatarios y sacerdotes, destrucción de templos de piedra y ladrillo, que se reconstruyen fácilmente. Las víctimas fueron hombres, templos vivos del Espíritu Santo, creados a imagen y semejanza de Dios. Cayeron dos obispos, más de un centenar de sacerdotes, religiosos y seminaristas; millares de cristianos comprometidos. Pero no hubo pastoral colectiva del Episcopado condenatoria de la persecución ni excomunión de los responsables. ¡Curioso espectáculo el de este Episcopado que compartía favores con un régimen que aterrorizaba y masacraba a sus sacerdotes y a sus fieles! (…) Podrá argüirse que las víctimas estaban sindicadas por el gobierno militar como integrantes de la subversión. Pero ello no excusa los métodos utilizados. El episcopado debió haber exigido un juicio imparcial, sin admitir jamás el asesinato, la desaparición, la tortura, la prisión sin proceso. (…) A veces se tiene la impresión de que algunos prelados veían con satisfacción la eliminación de estos elementos molestos e incluso daban su visto bueno para que ello tuviera lugar».

Emilio F. Mignone

Fuente: www.elhistoriador.com.ar