Una de las causas más importantes del colapso demográfico en América, posterior a su “descubrimiento” por los europeos fue el contagio de enfermedades, virus y bacterias para los que los naturales de América no habían tenido la posibilidad de desarrollar inmunidad, como la viruela, el sarampión, la influenza, la peste bubónica, la difteria, el tifus, la escarlatina, la varicela y la fiebre amarilla. En ocasiones, las enfermedades se utilizaban como armas de guerra. Así se hizo en América del Norte, donde los conquistadores regalaban a los indios frazadas infectadas con el virus de la viruela.
Suele decirse que en el primer siglo tras la llegada de Colón al “Nuevo Mundo” murieron más indígenas que los que nacieron debido a la proliferación de estas enfermedades. Pero los conquistadores, sometidos a su vez a larguísimos viajes, mal alimentados y peor equipados, también fueron víctimas de múltiples pestes.
Una de las más conocidas, que atacaba especialmente a los marineros, era el escorbuto. Fue reconocido por primera vez en los siglos XV y XVI como una enfermedad grave de los marinos en viajes largos por mar, ya que no tenían acceso a alimentos frescos, como frutas y verduras.
El escorbuto o muerte negra, causada por la insuficiente ingesta de ácido ascórbico, provocaba en los enfermos una lenta agonía, los primeros síntomas eran la fatiga, dolores musculares, la inflamación y el sangrado de encías, la perdida de piezas dentales, la caída del cabello, fiebre, convulsiones y finalmente la muerte.
Antonio Pigafetta, explorador, geógrafo y cronista de la República de Venecia, quien formó parte de la expedición de Magallanes que en 1522 lograría circunnavegar el globo, así describe las carencias alimenticias y los estragos que causaba la enfermad.
Fuente: Antonio Pigafetta, Viaje alrededor del Globo, Fundación Civiltier, 2012, págs. 35-36.
“Miércoles 28 de noviembre, desembocamos por el Estrecho para entrar en el gran mar, al que dimos en seguida el nombre de Pacífico, y en el cual navegamos durante el espacio de tres meses y veinte días, sin probar ni un alimento fresco. El bizcocho que comíamos ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia, y que además tenía un hedor insoportable por hallarse impregnado de orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados a comer pedazos de cuero de vaca con que se había forrado la gran verga 1 para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo, lo poníamos en seguida sobre las brasas.
A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de serrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una.
Sin embargo, esto no era todo. Nuestra mayor desgracia era vernos atacados de una especie de enfermedad que hacía hincharse las encías hasta el extremo de sobrepasar los dientes en ambas mandíbulas, haciendo que los enfermos no pudiesen tomar ningún alimento. De éstos murieron diecinueve y entre ellos el gigante patagón y un brasilero que conducíamos con nosotros.
Además de los muertos, teníamos veinticinco marineros enfermos que sufrían dolores en los brazos, en las piernas y en algunas otras partes del cuerpo, pero que al fin sanaron. Por lo que toca a mí, no puedo agradecer bastante a Dios que durante este tiempo y en medio de tantos enfermos no haya experimentado la menor dolencia.”
Referencias:
1 Percha perpendicular de los mástiles en las embarcaciones a vela.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar