Honor y duelo en la Argentina moderna, por Sandra Gayol


El libro Honor y duelo en la Argentina moderna revela el proceso que atravesó el duelo en la Argentina finisecular. En los últimos años del siglo XIX, dejó de ser un hecho marginal para convertirse en un hábito y una práctica necesaria para pertenecer y permanecer en los sectores de elite.

  • Jorge: Señor Blas…

  • Blas: ¿Qué le ocurre?

  • Jorge: Su señora se conduce mal conmigo…

  • Blas: ¿Y qué quiere que haga yo?

  • Jorge: Que le ordene que sea más amable.

  • Blas: ¿Ordenarle yo? Yo en mi casa no ordeno más que las partidas de agua de colonia…

  • Jorge: Pues es necesario porque yo estoy ofendido, muy ofendido, y cuando yo estoy ofendido me bato.1

El diálogo forma parte de la obra ¡Mátame!, escrita por Julio Escobar, estrenada en el teatro Maipo en 1924. Décadas antes, Escobar había participado de varios duelos. Pero ya entrado el siglo XX se ocupaba de ridiculizar esa práctica en sus obras teatrales. Su viraje refleja las transformaciones en torno al duelo entre caballeros, que tuvo su auge a fines del siglo XIX y comenzó a perder visibilidad y legitimidad en los primeros años del siguiente. El fragmento del guión es uno de los hallazgos de la historiadora Sandra Gayol, quien en su libro Honor y duelo en la Argentina moderna, reconstruye este proceso atravesado por el duelo entre caballeros y rescata una práctica que quedó relegada en la historiografía argentina.

Solemos pensar las últimas décadas del siglo XIX exclusivamente en relación a la llegada masiva de inmigrantes y la consolidación del modelo agroexportador. Las postales de la época que predominan muestran barcos que anclan en el puerto, cargados de extranjeros, así como grandes extensiones de la llanura pampeana, con sus cosechas y vacas. Gayol desempolva una escena distinta de estos tiempos: muestra a hombres de clase alta enfrentados y dispuestos a defender su honor en un choque de sables, en el marco de una práctica altamente ritualizada.

El libro, de la colección Historia y Cultura de Siglo Veintiuno, revela el proceso que atravesó el duelo en la argentina finisecular. En los últimos años del siglo XIX, dejó de ser un hecho marginal para convertirse en un hábito y una práctica necesaria para pertenecer y permanecer en los sectores de elite. Gayol explica que existían otras vías para reparar el honor, como las querellas por calumnias e injurias contempladas en el Código Penal, pero el desafío de batirse con quien había provocado una ofensa adquirió por entonces un vigor y una trascendencia notables, en una sociedad que hasta el momento no tenía una tradición duelista como la cultura europea.

Fue por esos años, en 1878, cuando se publicó el primer Manual Argentino de Duelo. La autora releva que además de una literatura especializada y la apertura de espacios destinados al perfeccionamiento en el uso de armas –como el Jockey Club, el Círculo de Armas y la nueva sede del Club del Progreso-, los diarios de la época dedicaban un buen espacio en sus páginas a las cuestiones vinculadas al honor personal e incluso aportaban recomendaciones sobre cómo batirse. Ante este panorama, el rechazo a un desafío de duelo no era bien visto entre los hombres de la elite local. De hecho, de los 1.790 combates registrados hacia el cambio de siglo, sólo 40 fueron rechazados.

Es interesante descubrir que cada duelo ponía un juego todo un universo de cuestiones: desde los guantes, sables y trajes, pasando por el conocimiento de las reglas y normas, hasta la designación de padrinos y médicos. El rol de los padrinos como reguladores y árbitros de estos encuentros era clave. Lucio Victorino Mansilla fue uno de ellos, después de haber participado en forma directa en varios duelos. Uno de los más recordados ocurrió en 1854, cuando retó a duelo a José Mármol frente a un auditorio de dos mil personas. La autora analiza también el modo en que el duelo entre caballeros se diferenció de otro tipo de enfrentamientos: las injurias y las riñas populares quedaron fuera de este círculo que pretendía defender el honor individual y marcar un ámbito de pertenencia social.

Esta mirada hacia el duelo entre caballeros comenzó a transformarse en los primeros años del siglo XX. Las estadísticas muestran que el número de enfrentamientos se reducía cada vez más, dejando lugar a la resolución pacífica de conflictos entre las partes. Después de 1914, el contexto global le asestó al duelo un golpe definitivo. “La situación internacional luego de la Primera Guerra Mundial hacía que los lances caballerescos fueran vistos como irrisorios. ¿Qué violencia podía acarrear un desafío que raramente se concretaba y que cuando lo hacía no superaba el rasguño?”, se pregunta la historiadora. Gayol explica además que junto con esta transformación mutó la concepción del honor: ya no una cualidad que dependía de exteriorizar actitudes y buscar la aprobación de los demás, sino un valor interior asociado a la honradez y la autoconciencia.

A lo largo de 284 páginas, con un gran relevamiento entre los medios de prensa de la época y abundantes ejemplos, la historiadora busca desafiar dos miradas convencionales: una que sostiene que el duelo fue un hecho marginal en la vida social y política, y otra que defiende que el honor y el duelo son prácticas de peso sólo en una sociedad jerárquica, reducida y estamental. “Postulamos, por el contrario, que ambos fueron vitales en el proceso de construcción de la modernidad argentina”, concluye Gayol.

Fuente: Sandra Gayol, Honor y duelo en la Argentina moderna, Buenos Aires, Siglo XXI, 2014, 2008, págs. 103-130.

La sociedad de la satisfacción
En Buenos Aires hubo distintos caminos para reparar el honor. Los periódicos y la justicia pública, a través de las querellas por calumnias e injurias contempladas en el Código Penal, convivieron con un modo individual y físico de defensa que encontró en el duelo su expresión más exquisita. Esta forma mucho menos conocida de saldar las diferencias alcanzó en el pasaje del siglo XIX al XX notable vigor. La intención de este capítulo es analizar el proceso por el cual el duelo dejó de ser un “hecho extraño” y marginal para convertirse en una práctica recurrente y necesaria para ingresar y permanecer en las elites. En una sociedad móvil y con fuertes expectativas de ascenso social como la porteña, ¿cuáles eran los criterios que habilitaban a un individuo para integrar la comunidad de duelistas? ¿Cuáles eran las razones por las cuales algunos hombres podían apelar a las armas y otros no podían hacerlo? Para responder estas preguntas trazamos los perfiles de quienes participaron en combates singulares mediante el examen de los datos filiatorios “clásicos”, pero también de las formas de denominar habituales entre los contemporáneos. Descubrir, entonces, quiénes estaban habilitados “a exigir y dar satisfacción” por medio de las armas, es decir, quiénes podían recurrir al duelo para reparar una ofensa al honor personal y quiénes estaban imposibilitados de hacerlo es una puerta para pensar los criterios de pertenencia y los mecanismos de exclusión puestos en marcha por la sociedad en ese momento particular.

Como tratamos de mostrar, la fortuna, el linaje, el liderazgo político o la posesión de un saber específico, especializado y prestigioso, no habilitaban automáticamente para duelar. Si bien estas virtudes contaban, los requisitos indispensables eran un set de conductas públicas propias, un capital social que pudiera ser movilizado para elegir padrinos o para integrar un tribunal de honor y un conocimiento detallado del código de honor. Saber que existía el duelo y tener la posibilidad y el tiempo de acceder y practicar su pautado ritual eran determinantes en una ciudad como Buenos Aires, carente de una tradición en duelos y carente también de instituciones como las cofradías estudiantiles y las academias militares, que permitieron la difusión de la pedagogía del duelo en los países europeos. Las formas aleatorias de poder saber que existía el duelo y, más importante, de poder cumplir con su exigente ritual reforzaron su carácter exclusivo y, al mismo tiempo, alentaron su adopción como práctica demarcatoria.

Requisitos para ingresar a la comunidad de duelistas
En la Argentina, a priori, todos tenían derecho al honor; éste era –y es– un bien jurídico tutelado por el estado, que ofrecía los tribunales como instancia de reivindicación. El derecho universal al honor, reconocido por el estado y reivindicado vivamente por los ciudadanos, habilitaba a que todos pudieran sentir, reclamar y esperar honor. ¿Esto implicaba que todos los hombres, entonces, podían recurrir al duelo para defender su honor? La respuesta, evidentemente, es no.

En su libro, Sánchez y Panella subrayaban que “la única condición (para batirse a duelo) es la de su honorabilidad junto a su mérito intelectual o moral”. La amplitud de este enunciado y, sobre todo, de los principios que lo sustentaban fue rápidamente mitigada por una serie de exigencias. Los autores mismos se ocuparon de colocar algunas limitaciones. Además de estar vedado desafiar y/o batirse con menores de edad o ancianos, como indicamos al inicio, tampoco era posible hacerlo si mediaba parentesco entre los adversarios hasta el tercer grado por consanguinidad y primero por afinidad, o si se provocaba para vengar a otro o para reanudar una cuestión ya solucionada caballerescamente. Estas prohibiciones básicas, repetidas sin variación en todos los manuales de duelo, convivían con otras exigencias también “universales” del código del honor: si la autoridad policial o judicial ya había intervenido en el conflicto, el duelo estaba prohibido. El código de honor era incompatible con el Código Penal, y como sistema legal paralelo no admitía mezclarse o confundirse con la ley del estado o subordinarse a ella. Era suficiente que el incidente hubiera iniciado el camino dictado por la justicia pública para que la posibilidad de una solución caballeresca se cerrara. Pero tampoco el duelo era posible con alguien que tuviera una causa pendiente, de cualquier tipo, en la justicia del estado. Después de todo, había sido pensado para aquellos hombres cuya sensibilidad moral y estética fuera tan elevada que convirtiera en imperfectas e insuficientes las leyes del estado. Como explicaba y justificaba el Código Penal que entró en vigencia en 1887, “el duelo como combate regular está determinado por motivos de honor y no reviste el carácter de tal el combate determinado por motivos de interés pecuniario u otro objeto inmoral”. Frente al avance materialista de la sociedad, a sus temores y a sus críticas, el honor y el duelo como forma de defensa se propusieron como antídotos contra el temible virus mercantilista. No sólo el Código Penal y los manuales de duelo sino también los propios duelistas colocaban el duelo a salvo de los efectos corrosivos del dinero. Pocas cosas irritaban más que recibir a los padrinos de un deudor o luego de una discusión comercial. En 1907 Manuel Carlés exhibió indignado los telegramas intercambiados con Augusto Coelho, su desafiador. Con este gesto Carlés dejaba en claro, por si alguna duda cabía, que las diferencias con el señor Coelho “trataban de una cuenta de honorarios adeudados por dicho señor, devengados por servicios profesionales prestados en su carácter de abogado (y por eso) [rehúsa] al señor Coelho cualquier explicación que se le desee”.

Si bien estas disposiciones escritas en los manuales argentinos de duelo son importantes, informan muy parcialmente sobre las posibles selecciones ejercitadas por los caballeros.

Criterios no escritos, símbolos implícitos de filiación que, de una forma general, sólo son evidentes para los iniciados y nunca entendidos completamente para quien está fuera, hacen difícil conocer con precisión los motivos por los cuales una persona ofendida no desafiaba, o las razones por las cuales un individuo se negaba a dar satisfacción. Partiendo de algunos fracasos, es decir, de desafíos negados, bucearemos en los motivos invocados que tuvieron el efecto, aunque sea indirecto, de hacer las fronteras sociales mucho menos permeables.

En 1907 César Roldán saltó a la fama cuando declaró que “no se bate con un fotógrafo”. Miguel Di Santi, desafiador, publicó en los diarios de la tarde una carta que presentaba a Roldán como un cobarde. Esta publicación disparó una sustanciosa aclaración de Roldán: “Señores Juan A. Briazo y Arturo Cueto. Presentes. Mis distinguidos amigos: en la conferencia solicitada por ustedes, manifestándome que venían en nombre y representación de Don Miguel Di Santi, para exigirme la explicación y sentido de una frase pronunciada por mí respecto de este señor, su retractación en caso de ser su significado deprimente, y si fuese denegada una reparación por las armas. Haciendo esfuerzos de memoria para reconstruir dicha frase, pues que ha pasado algún tiempo que ella fue pronunciada y no es posible grabar en el recuerdo trivialidades que pueden ocurrir en la vida diaria, recuerdo que, efectivamente, dialogando en una reunión social con una niña, supe que su señorita hermana era festejada por dicho señor Di Santi y como se ofreciera mi parecer al respecto, lo manifesté en esta forma, quizás algo humorística: ‘Es lamentable que una niña de posición social distinguida sea festejada por un fotógrafo’. Porque, efectivamente, mis estimados, ‘dentro de mi concepto’ y en las diferentes categorías que ‘mi criterio’ clasifica a las profesiones, la de fotógrafo no me parece distinguida en el ‘sentido social de la palabra’: la equiparo a la de otros gremios similares; y este es un concepto íntimo, que está en la sangre, que no puede ser desalojado y que profesan con la misma convicción que yo todos aquellos que han tenido la suerte de nacer en cierta cuna, de llevar cierto apellido y de poder actuar en cierto ambiente social donde aquellos no son admitidos, sino en el ejercicio de su profesión. ¿Es esto y aquella frase mía un ataque ‘personal’, una ofensa, un agravio al señor Di Santi? No, de ninguna manera… Por otra parte, si constituyera un agravio mi concepto de ciertos oficios y si las personas que los ejercen pudieran exigirme por ello una retractación o arrastrarme a cada paso al ‘terreno del honor’, por esta disparidad de apreciación social, imagínense ustedes cuál sería mi situación teniendo que batirme con cincuenta mil representantes de los gremios que se encierran dentro de mi apreciación. En cuanto a la persona del señor Di Santi debo manifestarles que, salvo aquella frase en la cual me ratifico, jamás he tenido otras vinculaciones con él como no sean en su ‘calidad de fotógrafo’, esto es: le he encomendado trabajos ‘en el ramo’, me los ha hecho y se los he pagado. Eso es todo. Con lo expuesto creo dejar ampliamente satisfecha la misión de ustedes, por cuanto la ‘persona’ del señor Di Santi, según queda explicado, jamás ha sido objeto de mi atención, quizá por tener otras cosas más agradables, interesantes o graves de que ocuparme… Saluda a ustedes con amabilidad…”.

 

Despectiva y desdeñosa, desganada y al mismo tiempo elocuente, la extensa explicación de Roldán estuvo llamada a perdurar. Es difícil no encontrar referencias a este episodio, articulado y fundamentado a partir de un criterio de inferioridad social basado en buena medida en la ocupación “poco honorable” de Di Santi. Presente en todas las recopilaciones de actas de duelos y citada en la mayoría de los escritos referidos al honor, esta explicación muestra algo más que una simple y cruel descalificación socio-profesional. El fotógrafo Di Santi tiene la inaudita pretensión de festejar a una niña distinguida. Es notable la similitud entre este escrito, que hace referencia a la invasión de un espacio social sólo reservado para “quienes nacen en cierta cuna y portan determinados apellidos”, y el conocido fragmento de Cané en el que proclama: “[…] mira, nuestro deber sagrado, primero, arriba de todos, es defender nuestras mujeres contra la invasión tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido, que es hoy la base de nuestro país […] cerremos el círculo y velemos sobre él”.

La respuesta de Roldán a alguien mercantil, invasor y que pretende corromper la pureza de las niñas, en completa sintonía con los temores y las críticas de algunos integrantes de la elite finisecular, no hizo escuela entre los duelistas. Fue una forma excepcional de rechazar y quizás por eso se grabó en la memoria de los contemporáneos. La violencia de su argumentación, que recuerda, no sólo por su intensidad sino también por sus características, la del advenedizo retratado en la literatura, no sirvió como fundamento una vez lanzada la dialéctica del desafío y la respuesta. No hemos encontrado para ningún otro incidente argumentaciones semejantes. Ni siquiera en aquellos registrados en las primeras dos décadas del siglo XX, es decir, en el momento en que en los obituarios y en las memorias la definición de patricio y el papel del abolengo como eje de diferenciación personal y social cobran mayor énfasis. Tampoco encontramos desafíos articulados o determinados a partir de criterios “corporativos”. Esto es, mirando caso por caso las ocupaciones de quienes se desafían, se observa que éstas no son necesariamente coincidentes. Desde el punto de vista de la actividad, todos, al menos a priori, pueden desafiar a todos. En una sociedad móvil, próspera, sin “títulos”, con elites muy heterogéneas y cuyos habitantes se jactan “de no aceptar privilegios de sangre ni de ninguna clase”, no está dentro del menú de posibilidades invocar públicamente descalificaciones o superioridades del estilo de las de Roldán.

Más allá del impulso que cobra la genealogía a fines del siglo XIX255
y del orgullo que expresan ciertos individuos que, para decirlo alegremente con Wilde, “tienen abuelos para mostrar”, el papel de la familia y de la antigüedad familiar como principio estructurador de la elite deja de ser excluyente y significativo a partir del último tercio del siglo XIX. El duelo muestra con nitidez este proceso y da cuenta del clima más democrático que caracteriza a la Argentina republicana. Nadie públicamente aspira o cuestiona el prestigio social anclándose en los antecedentes familiares. Del mismo modo que los apellidos sirven de poco a la hora de identificar a los duelistas, tampoco aportan argumentos para rechazar a un adversario. Los prestigios, las reputaciones que defienden los hombres, se asientan en hechos concretos y actitudes particulares. Pocos son, en suma, los que se atreven en público y a viva voz a pensar las diferencias y las jerarquías como Roldán.

Como contrapartida, el incidente entre Pedro Pardo y Donato Piscione Mónaco halla fácilmente eco entre sus contemporáneos.

El desdén del doctor Pardo y su posterior negativa a batirse a duelo disparan un intercambio epistolar que tiene al diario La Nación como escenario principal. Con el título de “Personal”, el 12 de diciembre de 1893 el comerciante Mónaco responde indignado: “El señor Pardo, como se ve por las cartas que más arriba publico, se ha negado a batirse conmigo, alegando que no me conoce, y tal respuesta suya no puede ser sino un alegato caprichoso o un subterfugio desde que en la sociedad de Buenos Aires se me ha admitido cariñosamente, pues formo parte de los principales círculos y desde hace 6 años me encuentro radicado en el país, contando con un número de relaciones distinguidas que me honran con su amistad. Ni en mi vida de comerciante ni en mis actos de caballero se me ha podido reprochar uno solo que me desdore. Tal ha sido la actitud del señor Pardo, que no ha asumido la responsabilidad de sus palabras como yo asumo la de mis actos”.

Sería erróneo interpretar literalmente la frase “no me conoce”. También sería estrecho limitarla al sentido acotado que está dispuesto a concederle Mónaco. Es cierto que en ocasiones “haber visto a alguien apenas una vez” es razón suficiente para no tramitar un duelo. Es evidente que en la mayoría de los desafíos existe un trato social previo, pero es evidente también que la frecuentación en el trato no es un prerrequisito para sostener un duelo. Lucio Vicente López y Carlos Sarmiento se vieron por primera vez en el campo del honor. No se conocían entre sí pero sabían quién era el otro; se conocían por nombre, reputación y aspiraciones políticas. El despliegue de capital social que hace Mónaco, la referencia a espacios de sociabilidad y a “relaciones distinguidas”, apuntan a algo más que a negar cualquier insinuación de aislamiento social. La capacidad relacional es una prueba de integración, una marca de inserción social y reconocimiento que supone o se basa en la honorabilidad. Mónaco se defiende ofreciendo factores de sociabilidad que le permiten mostrar que cuenta, que es alguien como persona. Pero, como aclara Pedro Pardo sin sutilezas, la expresión “no me conoce” puede tener también mayores implicaciones: “[…] le dije a los padrinos que persistía en mi resolución de no aceptar la provocación por la simple y sencilla razón de que no me cuadraba el adversario, lo que por otra parte era ya conocido de dichos señores, según me lo manifestaron… no me bato con el señor Mónaco porque no lo creo mi igual, y basta”.

De nada valieron las agresiones, por ejemplo, los gritos de Mónaco o el hecho de que posteriormente le arrojara a Pardo en la cara un “paquete de naipes”. Los atentados verbales y físicos no inmutaron a Pardo, pues “[…] interviniendo Mónaco en la reunión (de la comisión del Club Italiano) sin que se lo hayan pedido y en calidad de inspector del círculo, y notando que lo hacía en sentido absolutamente contrario a otra resolución del mismo Mónaco en otro caso exactamente igual pero en el que él era directamente interesado, no pude menos de increparle la incorrección de tal proceder de su parte, haciéndolo en términos enérgicos, no agresivos, y expresándole que llevaría el hecho a conocimiento del consejo directivo en salvaguarda del decoro del mismo círculo. Mi actitud dejó muy molesto al señor Mónaco, no por la forma en que yo me conduje sino porque sus resoluciones contradictorias puestas en transparencia por mí en forma tan categórica, no le dejaban explicación alguna honorable que atenuara su mal proceder. Luego de algunos minutos el Sr. Mónaco, dirigiéndose a mí en términos descomedidos, me invitó que le enviara los padrinos. Tal propuesta de un hombre cuyos malos manejos acababa de denunciar y comprobar, me pareció simplemente una insolencia, y como a tal la contesté, expresándole en términos más vivos aún el concepto que había formado de su persona, y declarándole que en ningún caso me rebajaba hasta reconocerlo como adversario en el terreno del honor, aun si bien había concurrido otras veces, aun por causas nimias como era notorio, lo había hecho siempre con caballeros a quien había reputado iguales […] Una hora más tarde me retiré del club y no habría vuelto a acordarme más de lo ocurrido a no haber recibido una tarjeta de los Sres […] Esta tarjeta la recibí 48 hs después del incidente, es decir, ya vencido con exceso el término consagrado por los códigos para dirimir las cuestiones
personales”.

A Pardo no “le cuadra” Mónaco sencillamente porque tuvo conductas públicas reñidas con la moral. La “incorrección del proceder” a la vista de todos lo separa automáticamente del campo del honor. Éste está supeditado en buena medida a los comportamientos presentes y pasados, a los gestos y las reacciones que, en este caso particular, delataban incapacidad moral. Las acusaciones y sospechas de corrupción descubiertas in fraganti, pero también aquellas tramitadas en la justicia del estado o que fueron publicadas en los periódicos y no fueron levantadas, es decir, respondidas públicamente por el destinatario, inhabilitan a participar en la dialéctica del desafío y la respuesta. La lectura moral de los comportamientos que aparece con nitidez en el rechazo de Pardo se opone radicalmente a sus propias conductas. No sólo las “resoluciones contradictorias” de Mónaco lo privan de una explicación honorable, sino que la displicencia en el trato posterior acrecienta el rechazo y la descalificación. Al mismo tiempo, el hecho de que Pardo hubiera tenido ya un duelo unos meses antes confirma su pertenencia a la “sociedad de la satisfacción” y aleja cualquier posibilidad de que se lo tache de cobarde. Rechazar un duelo en el pasado sin explicar por qué, haberlo directamente evadido “dejándose insultar por un gentilhombre sin exigir la satisfacción debida” o “dejarse pegar de atrás y tolerar movimientos groseros con el cuerpo” inhabilitan para duelar. Ninguno de estos gestos puede reprochársele al doctor Pardo. Su foja de actividades públicas desplegadas en el curso de los años es impecable, así como su actitud en el incidente con Mónaco. Pardo se permite exponer con solvencia un minucioso conocimiento de los procedimientos que despliegan los caballeros. Sabe que tanto los manuales como la práctica fijan un tiempo máximo de 24 horas para pedir satisfacción, conoce además la cláusula que aconseja verificar la rectitud de los propios comportamientos consultando a un experto; en este caso, a Lucio Victorio Mansilla, quien falla: “No ha lugar a duelo”. Nada parecido puede exhibir Mónaco. Carente de valores morales y de saberes caballerescos, no puede aspirar a ser reconocido como tal.

Saber y tiempo para aprender el ritual
La posesión de algún mérito individual era indispensable pero insuficiente. Había que designar a los padrinos y para esto era vital tener conocidos honorables que supieran cumplir esa función. O bien ser lo suficientemente conocido y poder elegir, sin trato previo, un conocido “caballero”. Pero antes había que saber que era necesario hacerlo, que había un ritual meticulosamente pautado y reglas estrictas que cumplir. El acceso a esta información no era ni automático ni evidente en una Argentina que carecía de una “memoria”, de una “tradición” en duelos capaz de propiciar un conocimiento relativamente extenso de la práctica.

Saber que existía el duelo, conocer los pasos exigidos durante su tramitación y el rendimiento esperado en ese campo eran quizás los límites más importantes. Si, como veremos, por un lado impresiona la celeridad con la que los caballeros incorporaron la pedagogía del duelo, por otro lado no debe subestimarse el tiempo y el capital social que insumía todo el proceso de aprendizaje. No importaba tanto, no era determinante, ser un residente “viejo”, en la medida en que se trataba esencialmente de tener capacidad relacional que fuera posible movilizar y poner a prueba en una situación particular. Así, Esteban Fernández expresó a los padrinos de Antonio Solano “que necesitaba bajar a la Capital Federal porque en este pueblo no contaba con amigos de suficiente confianza”. Posibilidad que no tuvo Juan Gutiérrez, quien no pudo encontrar padrinos para poder responder al desafío de Esteban Luna. O Alfonso López, que “quedó atónito cuando recibe los padrinos y no hacía más que mirarnos […] somos de opinión que ese señor no conoce las reglas del honor”.

Los padrinos eran una pieza clave en el proceso de exigir y dar satisfacción; sin ellos no podía hablarse de duelo, sin ellos no existía la posibilidad de tramitar un desafío. Disparado el “desentendimiento”, el ofendido comisionaba por medio de una carta a los padrinos para que pidieran “amplia satisfacción” o, “en su defecto, una reparación por las armas” al ofensor. Éste prometía enviar a sus representantes. Puestos ambos contrincantes “en manos de sus padrinos”, que se comprometían a “preservar el decoro y la honorabilidad” de sus respectivos “ahijados”, se iniciaban las conversaciones. “Reunidos a deliberar” comenzaban “los trabajos” para alcanzar un acuerdo. Si las explicaciones de palabra no eran suficientes, se tramitaba el duelo. Este hecho requería nuevas “deliberaciones” y una ronda de “conferencias”. Cuando no había acuerdo, generalmente en la elección del arma, se apelaba a un árbitro o a un más amplio tribunal de honor, el que, “en posesión de todos los antecedentes y de conformidad con las leyes del duelo aceptadas”, emitía el fallo. Elegidos el arma, el lugar, la hora y demás condiciones del lance, todos los protagonistas se preparaban para el encuentro. En el campo de batalla se seguían haciendo esfuerzos para que los duelistas “se estrechasen la mano antes que batirse” y mutasen de rivales a amigos.

Para los contemporáneos, la presencia de los padrinos otorgaba al conflicto una connotación caballeresca muy diferente de las agresiones callejeras y los pugilatos. Para la ley penal, un duelo, y no una simple riña, era aquel encuentro en donde había padrinos (y médicos) presentes. La elección de los padrinos, entonces, se hacía con cuidado desde el momento en que los posibles combatientes “se ponían a disposición de”, “quedaban a merced de”, “en manos de” sus representantes. ¿Cuáles eran los atributos esperados de un padrino ideal? ¿A partir de qué criterios se elegían? Los parientes de sangre estaban excluidos, en la medida en que el parentesco quitaba la ecuanimidad necesaria para resolver los asuntos de honor. Según Chateauvillard, autor de un manual de duelo de amplia circulación en la Argentina, el “padre confesor” era la persona adecuada. Los jóvenes eran objetados pues su supuesto temperamento flemático podía obstaculizar las negociaciones e impedir un arreglo pacífico del conflicto. No se conoce la edad de los que oficiaban de padrinos, pero se supone que eran, en general, mayores que los duelistas y que su carácter moderado y su experiencia eran, o debían ser, credenciales esenciales. “[…] moderación de carácter, sangre fría, mente elevada, conocimiento profundo de las cuestiones caballerescas, inteligencia, honestidad a toda prueba, reputación límpida como el cristal, ajeno a los hechos y a las partes, imparcial, sobre todo imparcial”, eran las cualidades esenciales subrayadas por todos los especialistas.

Un padrino es un conocedor de los asuntos de honor, un “sabio” que ha leído los manuales, conoce sus reglamentos y ya se ha batido a duelo. Lucio Victorio Mansilla es quizás el ejemplo más conocido. Este dandi porteño reconocido como uno de los grandes conversadores del período era también un avezado árbitro de honor y difusor del duelo. Si bien la imagen considerada más familiar es aquella en la que aparece con un libro en la izquierda y un puro en la diestra, una representación completa –que además habría avalado el autor– tiene que mostrarlo también con un arma en la mano: un sable o una pistola. Fue Mansilla quien primera y tempranamente lanzó un desafío público a José Mármol frente a 2.000 personas en un teatro de la ciudad. Este acto de 1854, al que de inmediato sucedió un duelo fue rápidamente seguido por nutridas y rimbombantes participaciones. Además de los siete duelos en los que participó de manera directa, Mansilla se hizo célebre por sus nueve intervenciones como padrino y los consejos que vertía en sus escritos. Más discreto pero tan experto como el exuberante Lucio, Mariano Demaría (h) fue, en el recambio de siglo, una figura clave. Además de sus propios duelos, intervino en 26 encuentros como padrino y árbitro, cumpliendo un papel fundamental en la difusión y el pulimento de las reglas y los modales caballerescos.

Un padrino debía necesariamente conocer el código, pero también haberlo cumplido personalmente. Esto es, no haber rehusado un desafío, ignorado las decisiones de sus propios padrinos o mostrado actitudes desleales en un encuentro. Estas cualidades, que podríamos llamar “internas” al código del honor, se acompañaban de otras menos evidentes. En determinadas coyunturas y para ciertos duelos –más precisamente los que respondían a causas políticas– la “capacidad de imponer autoridad” era el criterio primordial. Como veremos, en los años noventa el uso de la violencia, que se imponía como políticamente legítimo, fue ganando cada vez más fuerza y significación. Así como de un político se esperaba que jugara el juego de la “dialéctica del desafío y la respuesta”, que estuviera dispuesto a arriesgar su vida en un duelo para sostener su palabra, también se esperaba que fuera capaz de imponer orden evitando la violencia o que acatara fallos que apuntaban, precisamente, a terminar con la violencia. Muchos padrinos o integrantes de tribunales de honor eran convocados por “tener suficiente influencia para tranquilizar y armonizar los ánimos exaltados”. Fue el caso de Bartolomé Mitre, Julio Argentino Roca, Leandro Alem o Roque Sáenz Peña.

Elegidos los padrinos e iniciadas las “deliberaciones”, rápidamente entraba en escena una comunidad mucho más vasta que los dos protagonistas iniciales. Los padrinos, y los médicos si se concertaba el duelo, pero también amigos, conocidos, familiares y el público en  general, empezaban a seguir los detalles de las tratativas. Los espectadores se ampliaban a medida que avanzaban las negociaciones. Comentarios en los diarios, “rumores” que publicaban los periódicos y que prometían verificar a los lectores se incorporaban rápidamente al incidente. En las últimas décadas del siglo XIX era posible seguir con cierto detalle las “deliberaciones” o “conferencias” de los padrinos, el estado de ánimo de los contrincantes, los puntos en discusión y la resolución definitiva del conflicto. Estos entretelones, que se volcaban en un acta, eran publicados en los diarios. En estas publicaciones, que podían ser usadas para clarificar el propio nombre o hacer callar al antagonista, se ponía especial atención en describir el comportamiento de los adversarios. Desde el modo en que los duelistas recibían a los padrinos, hasta la actitud que expresaban cuando aquéllos comunicaban las decisiones adoptadas –dar por finalizado el conflicto, decretar que no había ofensa o bien que el honor de ambos contendientes quedaba restaurado–, eran volcados por escrito. Se averiguaba si durante los duelos los duelistas se habían comportado bien. “Los contrincantes se han comportado honorablemente” era una frase recurrente que aparecía al final, como cierre de las actas que detallaban el conflicto. ¿Qué conductas se esperaban? No sólo que respetaran las condiciones pautadas –posición y tipo de arma, número de pasos que separaba a los adversarios y el respeto a los altos que podía pronunciar el director del encuentro– sino también que tuvieran “una actitud franca y resuelta, y [fueran] capaces de afrontar la responsabilidad de sus actos”, un control riguroso de todos los sentimientos hostiles, un dominio absoluto de los impulsos agresivos y una clara manifestación de “sangre fría” y tranquilidad durante y después del desarrollo del encuentro. Comportamientos resultantes, según Norbert Elias, de la coacción externa y la autocoacción. Estas conductas, minuciosamente pautadas y desprovistas de gestos y actitudes hostiles, eran esenciales, a su vez, para convertir el duelo en una práctica civilizada. El objetivo del próximo capítulo es examinar esa transformación y ese aprendizaje.

Referencias:
1 Fragmento de “¡Mátame!”, en La Escena. Revista teatral, 28-2-1924.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar