Autor: Felipe Pigna.
El 28 de abril de 1945 comenzaba a terminar aquella terrible pesadilla que pasó a la historia como la Segunda Guerra Mundial. Ese día de primavera en Italia, más precisamente en el poblado de Dongo, a las 16:10 hs. caía bajo las balas de la a partir de entonces célebre brigada partisana comunista 52 “Garibaldi” a cargo de Walter Audisio, más conocido como el coronel Valerio, el hombre que había manejado a su antejo los destinos de Italia por veintitrés años.
Su nombre, Benito, remitía a las simpatías anarquistas de su padre, que quiso homenajear en él al revolucionario mexicano Benito Juárez. Su madre, Rosa Maltoni, estaba francamente preocupada porque su pequeño no hablaba y no paró hasta consultar a un médico que le certificó que el pequeño no era mudo, como podrían comprobar años más tarde millones de italianos. Quizás aquella tarde de fines de abril Mussolini pudo recordar sus orígenes socialistas y su férrea oposición a la Primera Guerra Mundial y al militarismo en general y su viraje hacia la derecha en aquel contexto tan particular de aquella Italia de posguerra, una nación vencedora pero débil, que se vio notablemente perjudicada por los acuerdos de Versalles.
La revolución rusa de fines de 1917 había asustado a los dueños de todo de toda Europa y envalentonado a los trabajadores organizados de todo el mundo. En Italia se sucedieron las huelgas revolucionarias y las tomas de fábricas y campos por obreros y campesinos dirigidos por dos partidos que habían crecido notablemente por aquellos años: el socialista y el comunista. Frente a este panorama la patronal encontrará su hombre en Benito Mussolini, quien con sus “Fasci di Combattimento” prometía orden, disciplina y “limpieza de los elementos subversivos”. Mussolini irrumpió en la política italiana el 27 y 28 de octubre de 1922 cuando encabezó la marcha sobre Roma, que impresionó profundamente al rey Víctor Manuel III, quien asesorado por la gran burguesía italiana le pidió que formara un gobierno literalmente “de orden”.
El ensayo político de Mussolini, que pasaría a la historia como “fascismo”, partía de un concepto corporativo de la sociedad, negando la democracia “del número”, reemplazando al sistema representativo por uno parlamentario compuesto por representantes de las corporaciones empresariales, sindicales y sociales bajo el liderazgo absoluto del “Duce”, quien fue imponiendo paulatinamente un régimen absolutamente autoritario basado en la concepción de que el Estado fascista concretaba la voluntad de la nación italiana, de lo que derivaba naturalmente que los enemigos del fascismo lo eran de toda la tradición histórica italiana desde los días de la Roma Imperial a aquel “renacimiento de la gloria y el orgullo italiano”.
Se lanzó una implacable persecución contra todo tipo de oposición. Fue prohibida toda actividad política que no avalara al régimen y reinó una rígida censura de la prensa. Los sueños expansionistas de Mussolini lo llevaron a ocupar Etiopía en 1935, a enviar tropas en apoyo del general Francisco Franco, quien se había levantado en armas contra la República española, y casi naturalmente en 1936 a la alianza con aquel cabo austríaco al que gustaba llamar “mi mejor alumno”.
Efectivamente Hitler había sabido también aprovechar en propio beneficio y el de su naciente e imparable partido el pánico de la gran burguesía alemana y el resentimiento de sectores importantes del pueblo alemán tras la derrota de la Primera Guerra Mundial y el impacto fulminante de la crisis del capitalismo de 1929, y había adoptado algunos elementos de corpus ideológico fascista adaptándolos y exacerbando los elementos xenófobos y racistas transformándolos en un componente central de la doctrina que llamó nacional-socialismo.
Pero los sueños de grandeza del Duce se fueron estrellando contra la cruda realidad. El debilitamiento del Eje a partir de 1943, que tuvo en el desembarco norteamericano en Sicilia una de sus manifestaciones más evidentes, llevaron al poder económico italiano a retirarle su apoyo, lo que se expresó en la destitución ordenada por el rey el 25 de julio de 1943. Mussolini fue detenido y confinado en el Norte de Italia, pero pudo ser rescatado por un comando alemán y Hitler lo alentó para fundar y dirigir su República Social Italiana con sede en Saló en las orillas del lago Garda.
La República de Saló no fue más que un sueño fascista que caía por su propio peso y bajo las balas y las bombas de los aliados y de los partisanos. Rodeado y sin salida, escribía Mussolini el 20 de abril de 1945: “Para mi todo ha terminado. El pueblo italiano resurgirá, pero la convalecencia será larga y triste. Yo soy un gran médico que no ha sabido curar al enfermo”.
Pocos días después intentaba huir disfrazado de soldado alemán en un convoy que se dirigía hacia Suiza, pero fue interceptado y fusilado. Aquel pueblo convaleciente lo colgó de los pies en una estación de servicio en la plaza de Loreto (Piazzale Loreto), donde habían sido fusilados un año antes por los fascistas quince guerrilleros comunistas. Dos días después el mejor alumno aprendía la última lección de su maestro y descerrajaba un tiro en su bunker de Berlín. Así terminaban sus días aquellos hombres que tanto dolor habían causado, aquellos “grandes médicos” que terminaron tomando apenas una ínfima dosis de su propia medicina.