El libro Golpes. Relatos y Memorias de la Dictadura, editado y prologado por Miguel Dalmaroni y Victoria Torres, propone un viaje al pasado de 24 escritores que comparten una característica común. Los autores de los textos que integran el libro estaban iniciando la escuela primaria o terminando la secundaria entre el comienzo de la dictadura y al Guerra de Malvinas. “Algunos reinventaron los estilos del testimonio autobiográfico, otros apelaron a la ficción, o al encadenamiento poético de imágenes y de pasadizos inusuales del idioma, todos a una mezcla única de formas y tonos”, dicen los editores en el prólogo.
Juan José Becerra, Eduardo Berti, Gabriela Cabezón Cámara, Sergio Chejfec Mariana Enriquez, Carlos Gamerro, Fernanda García Lao, Inés Garland, Aníbal Jarkowski, Federico Jeanmaire, Martín Kohan, Alejandra Laurencich, Laura Lenci, Julián López, Esteban López Brusa, Sebastián Martínez Daniell, Sergio Olguín, Mario Ortiz, Patricia Ratto, Carlos Ríos, Ernesto Semán, Patricia Suárez, Paula Tomassoni y Alejandra Zina, son los autores convocados para evocar el pasado.
“Les pedimos que diesen forma escrita a alguna porción de ese archivo mental y emocional personalísimo donde los recuerdos y las anécdotas del conflicto social, histórico y vital resultan siempre trabajados por la imaginación, por los sueños y las pesadillas, por los recortes del olvido o las insistencias de percepciones, matices, perfumes o ruidos imborrables. (…) Casi de principio al fin de su obra, Borges no pudo abandonar el tema de la memoria, el tema del miedo extremo y a la vez de la fascinación que el juego peligroso y necesario de la memoria nunca dejó de provocar en sus escritos. La literatura es experta en ese trance proteico del que hablamos con las palabras que tenemos y reinventamos –memoria, recuerdos, pasado–, como lo son sin duda los escritores que han explorado su imaginación y sus vivencias para estar en este libro que también, a su manera, prosigue el incesante, el imborrable trabajo de la memoria del horror argentino”, reflexionan Torres y Dalmaroni.
A continuación, compartimos el capítulo “El Murmullo”, de Carlos Gamerro, que rememora un episodio de los años de plomo, el momento en que supo que las violaciones a los derechos humanos por parte del gobierno militar que denunciaban los medios de comunicación extranjeros eran ciertas.
Fuente: Victoria Torres y Miguel Dalmaroni, Golpes. Relatos y memorias de la Dictadura, Buenos Aires, Seix Barral, 2016, págs. 79-83.
En el St. Andrew’s, el colegio inglés donde estudiaba, se vivía, como en todo el país, la euforia del mundial ’78. Con una pequeña diferencia: a los hogares de alumnos y docentes llegaban las revistas extranjeras como Time o Newsweek, que se hacían eco de las denuncias sobre secuestros, torturas y desapariciones masivas que circulaban por todo el mundo, sugiriendo que la Junta utilizaba el Mundial para blanquear su imagen tanto hacia fuera como hacia adentro del país. Yo cursaba por aquel entonces el cuarto año. Recuerdo que estábamos en la clase de biología, del turno inglés. Tanto la profesora como mis compañeros despotricaban furibundos contra la campaña antiargentina, contra los periodistas extranjeros que intentaban opacar el evento con sus tergiversaciones y mentiras, y repetían con agradecimiento las burlas o refutaciones que seguramente se originaban en los servicios de propaganda de la dictadura y de la prensa cómplice: “Los turistas escuchan desde River los disparos del Tiro Federal y después dicen que son fusilamientos, los boludos” y otras limosnas verbales por el estilo. La risa compartida reforzaba la certidumbre de participar de una verdad sólida, irrefutable, invencible.
Ahora viene la parte más difícil. Yo no sabía lo que estaba pasando. No sé cómo había hecho hasta ese momento para no saber, pero no sabía. En mi casa no se hablaba del tema. En la escuela no se hablaba del tema. En la calle no se hablaba del tema. En la prensa no se hablaba del tema, salvo en el Buenos Aires Herald, que no leíamos en casa pero que muchos leían en la escuela, sobre todo nuestros profesores de la sección inglés, en su mayoría extranjeros, que debían recibir instrucciones precisas de la dirección, porque nunca jamás ninguno habló del tema. De eso trata esta breve crónica. Del día en que supe.
Volvamos a la clase de biología. Mis compañeros vociferan desaforados, insultando a los periodistas extranjeros; nuestra profesora clama desencajada que ella misma escribirá cartas a los medios extranjeros, denunciando las calumnias y la imagen deformada de la Argentina que están propagando. Yo observo esos rostros crispados y aunque entiendo los sentimientos que los motivan me siento incapaz de incorporarme al coro de desaprobación. En algún momento debo de haber apagado el sonido (como sucede en la escena final, también de rostros vociferantes, en El graduado) y me quedo mirándolos. Y es ahí que escucho el murmullo. Roberto, un compañero al que muchos admirábamos por su calma fuerza y su casi ilimitada bondad, está sentado en una punta alejada de la mesa — la misma mesa donde habíamos pasado la mañana viviseccionando ratones o sapos (qué más da)—, y murmura, casi para sí: «Pero es verdad. Esas revistas dicen eso porque es verdad».
Y en ese momento lo supe: supe que lo que él decía era la verdad, y que los demás mentían, o al menos se engañaban. No necesité pruebas, ni evidencias ni corroboraciones de ninguna clase. Supe que la gritería histérica, quizá desesperada, era un formidable ejercicio colectivo de negación, y ese solitario murmullo era la voz de la verdad. No sé por qué no lo busqué, después, para hablar con él, para pedirle que desplegara, en privado, en palabras más contundentes y más claras, ese balbuceo casi culpable. Supongo que pesaba sobre mí, como sobre todos, ese mandato de silencio que impide las preguntas o las confidencias aun entre los que saben. De todos modos, no era necesario. A partir de ese momento abrí los ojos y los oídos y empecé a ver y a escuchar evidencias por todas partes: lejos de plantearme cómo buscarlas, tuve que enfrentarme al problema de cómo lidiar con su profusión avasallante. Vladimir Nabokov, en Habla, memoria, compara el momento del descubrimiento de la verdad con el deslumbramiento del niño que descubre la figura oculta en la superficie de un dibujo deliberadamente confuso o (en formulación de Henry James) en la de un tapiz: “Algo que el descubridor ya no podrá dejar de ver cuando lo ha visto una vez”.
No quiero ser injusto con mis compañeros de entonces. Quizás hubo otro que, como yo, escuchó el murmullo, y comprendió, y como yo guardó silencio. Ese es el problema con el silencio: no es comunicable. O más bien, no comunica más que silencio.
Se hizo frecuente, después, cuando la verdad empezó a hacerse pública, en los meses finales de la dictadura, y en los primeros de la democracia, escuchar la frase “nadie sabía” repetida hasta el cansancio: ese infame intento de descargo se convirtió en uno de los tópicos sobre la dictadura, al igual que aquel otro memorable “los argentinos somos derechos y humanos”. Como contraparte, quienes denunciaron la conspiración de silencio de la sociedad civil acuñaron la frase “todos sabían”; con ella termina, por ejemplo, el film de Lita Stantic, Un muro de silencio. Pero la falsedad hipócrita y canalla de la primera no convierte a la segunda en una verdad absoluta. Es una acusación, más que un diagnóstico: señala con el dedo a una sociedad hipócrita y al hacerlo se coloca fuera de ella, en un lugar demasiado cómodo. Lo que importa, creo, no es dictaminar si “nadie sabía” o “todos sabían”, sino examinar las incontables posiciones que se encontraban entre estos dos extremos, e interrogarlas en concreto: quiénes sabíamos, qué sabíamos, en qué momento nos enteramos, qué hicimos después de enterarnos: entender las innumerables maneras en que un régimen totalitario produce el silencio, y las innumerables maneras en que la sociedad civil lo reproduce, amplifica y, eventualmente, si las circunstancias son favorables, empieza a quebrarlo. Hoy no existen negadores del genocidio argentino, ni siquiera en la más extrema derecha, a lo sumo están los que retacean el número de desapariciones y los que las justifican; apenas dos años después del episodio que narro, todavía en plena dictadura, concurrí a la cena del primer aniversario de egresados de mi colegio y allí me encontré discutiendo —en ese momento, ya casi a los gritos— con algunos de mis ex compañeros de escuela, no ya si los secuestros, torturas y desapariciones habían tenido lugar, sino si se debía o no justificarlas.
En 2002 publiqué El secreto y las voces, una novela sobre la propagación del silencio boca a boca y casa por casa durante la dictadura, en el pueblo de Malihuel, de donde desaparece uno de los habitantes, con la anuencia tácita o explícita, o el desconocimiento y la ceguera voluntaria, de toda la población. En la novela resuena la locuacidad negadora o justificadora de aquel episodio escolar, y también el lacónico murmullo de Roberto. La novela entera, podría decir, nació de esa mañana de 1978.
A poco de terminar el colegio Roberto se fue del país. No le fue muy bien: en Holanda tuvo problemas con las drogas, y cuando lo mandaban de vuelta al país, en 1982, creyó que lo enviaban a la Guerra de Malvinas y trató de escapar del avión. Ya en su tierra, fue internado en un neuropsiquiátrico y ahogado en psicofármacos: lo que más me impresionó cuando lo volví a ver era que había perdido por completo el don de la ironía: todo parecía darle lo mismo, recibía cada noticia con la misma sonrisa de indiscriminado beneplácito. Nos vimos solamente una vez más. Había salido de su internación (fue capaz de salirse, más bien, tras negarse a tomar la medicación) y había recobrado no solo el sentido de la ironía sino también el del humor. También, claro está, el del dolor. Tiempo después, Mariano, un amigo cercano de ambos, compañero también de la escuela, me llamaría para decirme que lo había agarrado el tren, en un paso a nivel sin barreras, en una oscura noche de invierno. Quizá no haya sido suicidio, nos decíamos en el entierro, del que poco más recuerdo salvo que era un día de sol.
La Guerra de Malvinas, sabemos, causó más muertes por suicidio que bajas en combate. También la dictadura siguió matando después de su fin, y lo sigue haciendo, muy materialmente, a través de la policía que formó. Más de treinta años pasaron desde aquel día del que hablo, y en ese tiempo el murmullo de Roberto ha ido ahogando la gritería del Mundial (gritería, admito, de la cual participé, incluso, el día de la victoria, acompañado de un policía amigo de mi hermana, que en los recreos de sus nunca mencionadas actividades se instalaba en el living de casa a ver televisión y se quedaba hasta cualquier hora, sin que nadie se atreviera a echarlo; por suerte después de ese día nunca más lo volví a ver). Ese desafío en voz baja, ese pensamiento dicho para nadie corrió el riesgo de perderse pero no se perdió; siguió resonando en las novelas y ensayos que escribí desde entonces, que quisieron ser un agradecimiento implícito que se hace explícito en estas palabras que escribo hoy.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar