Un curry para el Comandante (Mario Benjamín Menéndez), por Andrew Graham-Yooll

(Buenos Aires, jueves 17 de marzo de 1983)


El 3 de abril de 1982, Andrew Graham-Yooll, periodista argentino de origen británico, viajó a Buenos Aires como enviado del diario londinense The Guardian. Un día antes, la Argentina había tomado posesión de las Islas Malvinas, usurpadas por los ingleses en 1833. Comenzaba una guerra que concluiría con la rendición argentina dos meses más tarde, el 14 de junio de 1982.

Durante ese tiempo Graham-Yooll cubrió el conflicto para los lectores ingleses y en 2007 reunió en el libro Buenos Aires, otoño de 1982 los recuerdos sobre aquel conflicto y una selección de crónicas sobre la guerra y sus protagonistas publicadas a lo largo de los años en diversos medios.

El libro retrata, entre otras cosas, el clima de triunfalismo y euforia que vivió el país durante aquellos meses, el auge de la música nacional, las visitas de Alexander Haig y del Papa, la guerra de desinformación, la censura, los rumores, las penosas condiciones en que debieron luchar los soldados, la devaluación de la moneda, los encuentros con Borges y con el general Mario Benjamín Menéndez, gobernador militar de las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur durante la guerra.

Reproducimos aquí el artículo “Un curry para el comandante” sobre un encuentro que varios corresponsales mantuvieron con Menéndez casi un año después del conflicto, publicado en The Guardian el 22 de marzo de 1983.

Fuente: Andrew Graham-Yooll, Buenos Aires, otoño 1982, Buenos Aires, Editorial Marea, 2007, págs. 165-176.

Ya no era más el Comandante, pero estos pasajes siempre estuvieron guardados en una carpeta titulada, «Un curry para el Comandante». En toda Latinoamérica la deferencia hacia la autoridad militar se implanta en la gente desde edad temprana.

El general Mario Benjamín Menéndez (1929), comandante de las Fuerzas de Tierra en Puerto Argen­tino (Port Stanley) y gobernador de las Islas Malvinas y dependencias entre abril y junio de 1982, parecía un simple mortal más que un oficial con alto grado ahora vencido. Estaba retirado. Sin embargo, esa noche lo esperábamos con cierta ansiedad. Era nuestro invitado a cenar.

En realidad, el general Menéndez casi se había invitado solo. Todo comenzó cuando él les dijo a María Laura Avignolo y a Jimmy Burns, a quienes estaba ayudando a escribir un libro sobre la Argentina posterior a la guerra de las Malvinas [The Land that Lost its Heroes, Londres, Bloomsbury), que quería que lo invitaran a cenar. Fue por el comentario de María Laura, que con frecuencia se jactaba ante el Comandante de tener un marido indio que preparaba un buen curry y que podía sazonar una comida mejor que cualquier gurka des­tinado a las Malvinas. De modo que el General dijo que nunca había comido curry y querría probarlo. Más aún, su mujer, Susana, dijo que él se ofendería mucho si María Laura no lo invitaba. La Sra. Susana dijo que María Laura debía tener en cuenta, aunque la cortesía obligaba a no mencionarlo, cuánto los había ayudado el General a ella y a Jimmy para el futuro libro. Al consultárselo, el General dijo que podría aceptar un jueves o un sábado.

Fue jueves. Una decisión nada fácil. Jimmy Burns, que podía ser terriblemente inglés a veces, dijo, «¡Mierda!, ¿cómo puedes invitarlo acá? ¿Él se invitó solo? ¡Qué vergüenza!». De forma egoísta aconsejé moderación. Queríamos ver al General de buen humor, tranquilo; yo no había tenido el honor de conocer al hombre, y mi obligación con mis jefes en Londres era escribir «notas de aniversario» de la invasión para The Guardian. El General era un contacto clave. El argumento que se impuso fue que Jimmy Burns le debía muchos favores al General. «Deber ¿qué…? Por Dios…». Bueno, por las entrevistas. «Somos periodistas que hacemos un trabajo. No necesitamos pagar por las entrevistas». Hay todavía un pequeño grupo de periodistas que sigue creyendo en la integridad e independencia profe­sionales. Por cierto era admirable, pero era un fasti­dio y amenazaba con ser un inconveniente para concretar la entrevista.

Kidge, la mujer de Jimmy, apoyaba a su marido como se debe; los generales no se contaban entre sus relaciones sociales y ella prefería no admitir uno en su casa, una casa grande en Olivos, que los Burns y María Laura y su marido indio compartían durante el verano. Yo me había instalado como huésped permanente. Hubo una breve discusión sobre la moralidad de asociarse con los generales, hombres que visten uniformes para autorizarse a matar, miembros ahora de una dictadura derrotada. Pero tal argumento es inconducente en la Argentina; los generales habían manejado el país durante más de medio siglo. Ingresaban al Liceo Militar con un programa de estudios que incluía el ascenso a pre­sidente. La gente necesitaba relacionarse con generales por su ubicuidad.

María Laura, mujer sensata, se puso de mi lado. Defendimos el jueves, mejor que el sábado, porque era preferible para todas las conciencias que la noche se considerara una «cena de trabajo», por lo tanto debía ser en un día laborable. John Fernandes, el indio nacido en Calcuta con familia de muchas generaciones residentes en Bombay, prefería un sábado porque los jueves él tenía que trabajar hasta tarde. Al fin aceptó ser chef del curry, yo iría como ayudante de cocina. María Laura sería jefe de apro­visionamiento. Katty, la mucama, no fue consultada por temor a que se agregara una nueva oposición. Ella ya había anunciado que no usaría un delantal almidonado ni prestaría servicio formal.

Se invitó para las nueve y llegaron a las diez. Eso era bastante normal, pero María Laura se puso muy nerviosa y se convenció de que no vendrían. El curry de pollo, muy suave, muy poco picante para no ofender, había estado listo hacía un buen rato.

Un Ford Falcon blanco, modelo con un pasado siniestro por haber sido usado sin chapas identificatorias por los asesinos con chapa durante los años de terror en la década del 70, se detuvo frente al portón. Susana Menéndez, una rubia grandota con un traje de pantalón blanco, entró a los saltos y le entregó a María Laura como regalo dos tórtolas de porcelana, más bien kitsch, que resultaron ser dos candeleras. Luego se presentó de la manera ruido­sa y amigable propia de las mujeres fuertes. El General hablaba más bajo y algo más formalmente.

Hasta que se sirvió la cena bebimos whisky argentino, Old Smuggler, y conversamos sobre las bellezas naturales de la Argentina, un tópico preferido por los oficiales patrióticos que han visto todas las provincias en destinos sucesivos. Informan a sus interlocutores con gran detalle sobre valles y cataratas. No fue hasta la cena que pasamos a la guerra, el derecho de la Argentina a las islas Malvinas y los antecedentes históricos del conflicto. Mientras el curry caliente y el vino blanco helado sazonaban la noche otoñal, escuchamos cortésmente al General que nos instruía sobre los tres temas; el curry, el vino y el otoño. Los oficiales de la Argentina se consideran la columna vertebral moral del país y su única reserva política. Por lo tanto no discuten los asuntos, dan conferencias sobre ellos. Era obvio que el general Menéndez había tenido tiempo de leer recientemente, porque citaba con frecuencia dos libros, traducidos al español del inglés y del francés, que se habían hecho best-sellers en Buenos Aires: El ejército y la política en Argentina, 1928-45 (1969), del norteamericano Robert Potash; y El poder mili­tar y la sociedad política en la República Argentina (1978) del francés Alain Rouquié. Menéndez parecía no haber leído nada más pues no citó ningún otro autor.

John Fernandes, como chef de cuisine, estaba sentado en la cabecera de la mesa; Kidge en el otro extremo. De un lado se sentaron el general Menéndez y su esposa; y frente a ellos, con las intenciones de un tribunal de investigación, estábamos Jimmy, María Laura y yo. Kidge y John perdieron interés. Kidge miraba el cielorraso y observaba una cucaracha enorme mientras se preguntaba si caería sobre uno de nuestros platos. La cucaracha observaba a Kidge. John, a ratos, preguntaba a los huéspedes si querían más vino y se ocupaba de llenar las copas sin importarle si aceptaban más o no.

El general Menéndez respondió a la pregunta que más preocupaba y que las decenas de libros sobre la guerra publicados hasta la fecha en la Argentina no contestaron. El curry, al que ponderó, ayudó. ¿Por qué las fuerzas de tierra que él comandaba no apoya­ron a la Fuerza Aérea argentina en el ataque contra el desembarco británico en San Carlos, antes de que pudiera establecerse firmemente la cabecera de playa? La fuerza de asalto británica había esperado tener problemas para desembarcar y sus buques sufrieron severos ataques desde el aire. ¿Por qué el general Menéndez no había aprovechado esta debili­dad de su enemigo? En Buenos Aires lo habían acusado de pasar el tiempo oteando el mar o pensando cómo gobernaría Port Stanley, o mirándose al espejo para ver cómo le sentaba el sombrero de gobernador.

Su respuesta fue simple, una explicación sin pedido de disculpa. Estaba esperando un ataque por mar y había considerado que San Carlos era una dis­tracción. No esperaba que los británicos usaran el canal de Falkland otra vez (como lo habían hecho para esconder su flota en noviembre de 1914, antes de la batalla de las Falkland) para una operación de envergadura. Pero, más importante aún, Puerto Argentino estaba separado de San Carlos por unos sesenta y cinco kilómetros de turbera. No tenía suficientes helicópteros para transportar la fuerza necesaria para contener a los británicos y hacerlos retroceder hacia el mar, ni siquiera en el primer momento, cuando los británicos no tenían más que la punta de los pies puesta en San Carlos. Y el vein­te por ciento de sus soldados tenían principio de congelamiento o «mal de trincheras». Los helicópteros no podrían haber trasladado a más de 200 hombres al área de San Carlos en ningún momento. Y se necesitaban en otro lado para transportar la artillería.

Menéndez podría haber reunido una fuerza de hasta 1.500 hombres para hacer frente al desembarco bri­tánico, pero hubiera sido insuficiente y esos jóvenes hubieran sido enviados a la muerte segura.

Esos helicópteros no podían operar de noche. Un intento de aficionado hecho por el hijo del almirante Anaya, el comandante de la Marina, de adaptar un night-sight portátil para uso de los helicópteros casi terminó en desastre. Si los helicópteros volaban de día eran derribados por la fuerza antiaérea británica o las armas navales. Por lo tanto, solamente podían volar en el corto período del alba y el crepúsculo.

Ah, sí, los corresponsales siguieron insistiendo con el argumento de que se debía haber hecho el esfuerzo; había habido una pequeña posibilidad de éxito y era deber de Menéndez explorarla. ¿Por qué faltó coordinación? ¿Por qué se limitaron sus fuer­zas a Puerto Stanley, que no podía ser defendida sin una matanza?

Su réplica fue que le había faltado la capacidad humana. No podía mandar a sus soldados de Puerto Argentino a San Carlos a salto de mata por el barro, la forma en que más tarde llegaron los paracaidistas británicos [yomping, como le llamaban los ingleses a ese paso) a Stanley. La tropa argentina había aguardado en sus trincheras frías y húmedas duran­te cuarenta días, y mandarlos a campo traviesa hubiese terminado en muerte segura. Por todo esto, habiendo fracasado como estratega y líder, ¿se estaba redimiendo como oficial humanitario? Dejó que la pregunta muriera sin contestarla.

Cuando pasamos de nuevo a la sala para tomar café, después de dos vueltas de helados, el gene­ral Menéndez se irritó por una pregunta referente a los oficiales que habían matoneado y estaqueado a los conscriptos. Abundaban los testimonios. Esos habían sido incidentes aislados, dijo, no por la acción del Ejército en su totalidad. Trató de crear efecto paseándose por el piso, pero no llegó a impresionar, tropezó con una esquina de la alfombra. Parecía más joven que sus años, hombre menudo con abundante cabello negro. Su ropa cuidada a la manera inmaculada y elegante de los machos argen­tinos le daba un aire de dandy que le quitaba fuerza. Recordé una anécdota poco amable sobre él. Cuando el ministro de Relaciones Exteriores, Nicanor Costa Méndez, había viajado a Cuba para buscar apoyo para la causa diplomática de la Argentina, en la reunión del movimiento de No Alineados, Fidel Castro había preguntado a Costa Méndez: «Dígame, ¿cómo es el general Menéndez?». Y se le había respondido: «Es miembro de una familia de larga tradición militar, algo interesada en política… un típico general argentino, morocho, morrudo…». Interrumpió Castro: «Lo que yo quería saber es si es un oficial que está dispuesto a luchar».

Un año antes del curry, el entonces gobernador de las islas Malvinas había sido presentado al públi­co como el oficial victorioso de la guerra contra los guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo, en el Operativo Independencia, en Tucumán, en 1975. En mérito a esto, se había esperado de él que conservaría las Malvinas para la Argentina.

Ahora el telón de las «Falkllinas» había caído sobre el pasado. El general Menéndez hablaba de la acción antiguerrillera como guerra limpia, en la que los insurgentes y el Ejército habían luchado en tér­minos de igualdad. Había olvidado la tortura, los prisioneros arrojados desde helicópteros a la muer­te en la selva tucumana, la desaparición de sospe­chosos que jamás se volverían a ver. Los sucesos de la «guerra sucia» habían sido borrados por él con la sencilla declaración de que la «guerra sucia» había sido limpia y gloriosa. Él había ganado. En la Argentina, la historia se recordaba de manera erráti­ca, según los caprichos de la memoria. Ahora el general Menéndez estaba comenzando a permitir que la bruma de la memoria oscureciera el pasado. Sin duda había leído a los académicos extranjeros para adecuarlos a su propia historia. No había leído ninguno de los libros sobre las Malvinas escritos en Argentina. Arguyó falta de tiempo. Había oído hablar del texto Los chicos de la guerra y no le gus­taba porque registraba algunos de esos excesos de los oficiales que él decía que habían sido incidentes aislados. La crónica de los acontecimientos públi­cos y privados de la Argentina les importaba un bledo a los dirigentes del país, excepto en el discur­so superficial y vacío de las ceremonias patrióticas. En la mañana del día de la cena de curry, el semanario porteño Gente había publicado una extensa entrevista con Sir Jeremy Moore, coman­dante de las fuerzas de tierra británica en las Falkland. Las observaciones del general enemigo le habían caído muy mal al general Menéndez. Anunció que enviaría una respuesta porque lo ha­bían enojado mucho las declaraciones de Sir Jeremy sobre la incompetencia de los oficiales argentinos. También lo irritó la afirmación de Moore de que no había objetado que se quitara la palabra «incondi­cional» del documento de rendición firmado en Puerto Argentino en junio de 1982. Moore asegura­ba haber accedido a esta petición del general Menéndez con el propósito de poner rápido fin al conflicto. La revista citaba las palabras de Sir Jeremy, que había dicho que lo que importaba era que debían detenerse la lucha y la muerte y que la inclusión o supresión del término era irrelevante.

El general Menéndez estaba indignado. Discutía con la vehemencia de un hombre a quien se le tram­peaba un punto en una partida de cartas. El general Moore había ponderado el valor de los soldados argentinos al entrar en Puerto Stanley, dijo Menéndez, de modo que no podía pedirse una ren­dición «incondicional» después de haberles confe­rido elogios. Parecía una pataleta, pero probable­mente tenía cierta importancia para la historia mili­tar. El General daba la impresión de tener a mano una especie de «Manual del Buen General», donde en el Capítulo Diez, I Sección, «Rendición», el párrafo 5, dijera: «Incondicional: sólo puede usarse cuando…». El hombre se veía ridículo.

El general Menéndez expresaba sus logros y sus errores tácticos en el lenguaje pedagógico de los libros de texto, típico de Colegio Militar. Se había retirado en enero de 1983 y había exigido tribunal de honor para su comando, pero eso no se le había concedido. No le interesaba que en la prensa se registrara su opinión, excepto ante sus pares. Era firme, pero sarcástico en la crítica a su superior y a la conducción de la guerra de propaganda por parte del general Leopoldo Fortunato Galtieri. La publici­dad del presidente borracho había tenido a la gente pensando que la Argentina ganaba hasta el momen­to en que el general Menéndez firmó su rendición (condicional).

Susana y el General ahora pasaban gran parte de su tiempo visitando soldados que estaban hospitali­zados con tratamientos médicos y psiquiátricos. También asistían a las bodas y los cumpleaños de muchos ex soldados y se unían a ellos en otros fes­tejos familiares. Ignoraba a sus acusadores, los que decían que él se había equivocado y sacrificado vidas inútilmente.

Una cierta popularidad en la derrota les había resultado incómoda, decían; aunque sería el pri­mer general que no gozara de la popularidad y no sintiera que la merecía. Susana se alegraba de eso porque incomodaba al gobierno militar, para cuyos miembros ella no tenía una sola palabra amable. Los odiaba.

Al ex gobernador de las Malvinas y a su mujer la gente los detenía en la calle y los saludaba cuando los reconocía; los dueños de las estaciones de ser­vicio se negaban a cobrarles cuando cargaban nafta. Algunos almaceneros les obsequiaban sus produc­tos. Pero eso también sucedía con el general Galtieri. La gente felicitaba a Galtieri en la calle por intentar una invasión imposible. Algunos de los elogios no se hacían más que por deferencia a la autoridad perdida; los argentinos sentían que no está de más acomodarse con los que habían estado en el mando, podrían recuperarlo.
Eran casi las tres de la mañana cuando nos des­pedimos, amablemente, prometiendo el reencuen­tro. La noche había sido larga y fructífera, y por momentos afable. Las reservas sobre el General y su mujer persistían, pero había disminuido la animosi­dad. Después de todo, sus sentimientos hacia el pasado eran tan indefinidos como los nuestros. Eso hacía más normal al General, aun un general derro­tado. Uno lo podía invitar a cenar sin duda alguna.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar