El Ombú de la esperanza


El despuntar del siglo XIX puso fin a la calma provinciana en que se sumían los habitantes del Río de la Plata. Las invasiones inglesas, las pretensiones francesas tras el avance de Napoleón sobre España y las luchas contra los partidarios del Consejo de Regencia español mantuvieron a los criollos en pie de guerra. Infinidad de crónicas, testimonios y biografías dan cuenta de las hazañas de las grandes figuras de nuestra historia.

Pero, ¿qué hacían nuestros ilustres próceres cuando no estaban librando decisivas batallas o al frente de los destinos de estas tierras? En este recreo estival de El Historiador, queremos compartir un relato sobre los distendidos encuentros de San Martín, Tomás Guido y Pueyrredón a la sombra del ombú de la esperanza, que se erguía en la chacra de San Isidro de este último. Según Mariano Pelliza, fueron ellos mismos quienes bautizaron así al arbusto porque “sentados en su enorme tronco, juraron consumar la obra de la independencia”.

“Guido tomaba un libro de la estantería, Pueyrredón una escopeta morisca cincelada, y San Martín una cartera con papeles y pinturas; y así se ponían en marcha… (…) Guido leía un rato, San Martin dibujaba y Pueyrredón hacia algunos tiros al vuelo… Trascurrían dos o tres horas en estos ejercicios de lectura, pintura y caza; se comentaba la página leída por Guido; se aplaudía o se criticaba la viñeta dibujada y colorida por San Martin, o se festejaban los certeros y siempre felices disparos de la segura y relumbrosa escopeta del dueño de casa”, apunta Pelliza. “Nada o muy poco se hablaba, en esas horas, de política ni de guerra: se vivía y se gozaba de la existencia, olvidando sus preocupaciones en el seno cariñoso de una confianza recíproca.”

Lamentablemente, el añoso ombú, que hoy tendría alrededor de cuatro siglos, fue partido por un rayo a mitad del siglo XX. En su lugar las autoridades municipales plantaron uno nuevo. Los troncos del ombú de la esperanza fueron arrojados en la esquina de Roque Sáenz Peña y Juan Marín, donde sorpresivamente creció un retoño de aquel majestuoso arbusto.

Fuente: Mariano Pelliza, Glorias Argentinas. Batallas, paralelos, biografías, cuadros históricos, Buenos Aires, Félix Lajouane Editor, 1885,  219-225.

¡Qué tiempos aquellos! Ya todas las páginas caseras de los héroes, de los políticos, de los caudillos, se pierden y borran bajo el abigarramiento de la civilización que nos viene de ultramar. Nuestros padres tenían el recuerdo, nosotros la sombra del recuerdo, pero nuestros hijos ya no tendrán nada; y no tendrán nada porque la historia que se escribe no recorre y escudriña la alcoba, ni la cocina, ni el huerto y se contenta con visitar el salón. Se queda en la puerta, examina el frontis, pero no nos muestra el interior. Los personajes que exhibe vienen todos vestidos de gala, de guante, de tricornio, de bastón, trasfigurados: son seres postizos e ilusorios.

Nos da la mente del ministro, el valor del general, la magnanimidad del magistrado, pero nos calla todas sus flaquezas; no vemos al hombre con sus hábitos, con sus gustos, con sus achaques, o con sus manías. ¡No sabemos sobre qué tela frágil se borda muchas veces una epopeya!

Cuántas veces el pensamiento del ministro es un plagio; su obra maestra, una copia; su gran decreto un decreto del país vecino; y cuántas veces el general aclamado vencedor sobre el campo de batalla que él no gana, pero que pierde el enemigo, ha necesitado de su esposa para ceñirse la espada, porque su mano trémula no acertaba con la hebilla, o con el dorado broche donde el cincel de hábil artista había esculpido las armas de la nación. Secretos son estos que no revela la historia.

Yo me he sentado muchas veces en el poyo de ladrillo pegado al muro, que bajo el alero de la antigua casa Marzano, existía en la calle real de San Isidro; y allí en ese mismo banco rústico y feo, se habían sentado muchas veces el general San Martin y su amigo el después general D. Tomás Guido.

Allí en la extremidad del pueblito que uno de mis antepasados fundó con su piedad y con su dinero, teniendo el río a su derecha y la risueña aldea de Punta Chica con su ancho camino al frente, aquellos dos patriotas se sentaban a discutir los grandes negocios de la independencia, en tanto que el negro ordenanza de San Martin clavaba en las junturas del enladrillado un asador de hierro con la mitad, todavía humeante, de un costillar de vaca, que los dos patricios comían sin otro acompañamiento sólido que un pambazo de a cuartillo, trabajado por Doña Petrona, la única que en el pago sabía amasar con levadura, y sin otra bebida que agua, traída por el negro en un botijo larguirucho, desde el pequeño puerto de doña María Eusebia.

Y, yo no lo he visto, pero me ha contado quien lo sabe y lo recuerda, que después de almorzar así campechanamente, San Martín y Guido tomaban por la calle real unas veces, otras por el camino al pie de las barrancas, y proyectando, discutiendo sobre la libertad de América se iban paso a paso hasta la hermosa quinta del director Pueyrredón sobre la barranca, donde el soberbio magnate rodeado de lujosa servidumbre, con repostero de París y cocina propia de un rey, se hacía servir en la sola comida, que cada veinte y cuatro horas hacía, los platos y manjares más delicados; sin que sus amigos San Martín y Guido lo acompañasen a otra cosa que a beber el exquisito café de Yungas, traído a lomo de mula desde los valles del Perú, como si se tratase del té que se cosecha en el imperio chino para la sola y dorada jícara de su emperador, el hijo del cielo. El soldado y el ilustre cortesano, también soldado valiente, pero aristocrático en su salón, en su mesa y hasta en su baño de ámbar, se tocaban y confundían en su grande y desinteresado amor por la patria. Después del café se levantaban los tres personajes: San Martin, calzado de botas herradas, vestido de azul con su corbatín histórico y la gorra de cuartel; Guido, de zapatos de hebilla, media negra de seda, casaca verde botella y sombrero de fieltro de gusto inglés; Pueyrredón, con la clásica sencillez de un plantador, usaba allí una ropa casi talar, de seda anteada, calzado de cordobán amarillo y un sombrero de jipijapa de tan grandes alas que parecía un inmenso paraguas.

Guido tomaba un libro de la estantería, Pueyrredón una escopeta morisca cincelada, y San Martín una cartera con papeles y pinturas; y así se ponían en marcha seguidos de un negrillo que llevaba, sobre su traje blanco, el morral y los útiles de caza de su amo.

Se encaminaban por la calle de los nogales hacia el ombú de la esperanza, hermoso y gigantesco árbol que se eleva todavía solitario cerca del camino real, y dentro de la chacra que fue del mismo Pueyrredón.

Ellos le bautizaron así, porque, sentados en su enorme tronco, juraron consumar la obra de la independencia. Guido leía un rato, San Martin dibujaba y Pueyrredón hacia algunos tiros al vuelo, cuyas víctimas eran recogidas por el criado y llevadas a la cocina del gastrónomo sibarita para su comida del día siguiente.

Tenía especial gusto en comer las aves muertas de su mano, y prefería una gaviota volteada por su escopeta a la más rica de las aves de corral. Tan cultivados tenía Pueyrredón los placeres del estómago; tan metodizada la sucesión de su comida para no fatigarse, que se puede afirmar que los 365 días del año tenía una mesa distinta.

Para satisfacer estas exigencias gastronómicas sin agotar los recursos de su cocina, hizo traer de Europa entre muchas cosas aquí desconocidas, los caracoles que propagó después en sus jardines.

Los pescados se conducían vivos a los estanques para comerlos por su orden.

Allí se beneficiaba el cerdo; había palomares y cuantas aves domésticas se conocen en el mundo; no faltando liebres ni conejos.

Trascurrían dos o tres horas en estos ejercicios de lectura, pintura y caza; se comentaba la página leída por Guido; se aplaudía o se criticaba la viñeta dibujada y colorida por San Martin, o se festejaban los certeros y siempre felices disparos de la segura y relumbrosa escopeta del dueño de casa.

Nada o muy poco se hablaba, en esas horas, de política ni de guerra: se vivía y se gozaba de la existencia, olvidando sus preocupaciones en el seno cariñoso de una confianza recíproca. De vuelta de la caza, tomaba Pueyrredón una llave de su armario, y dejando su gran sombrero en una percha fija en la pared, poníase un gorro que por su color y hechura, revelaba algún parentesco con el bonete de la libertad; dirigía a sus amigos por una escalera, y los tres se encerraban en el pequeño saloncito que constituía el mirador coronado exteriormente por cuatro perillas de barro colorado. Allí trataban de política y tabaco, sin testigos.

Los viejos aun lo recuerdan, y yo mismo cuando niño, he corrido y jugado por las desiertas habitaciones del arruinado palacio, porque tenía aquel hogar solitario el atractivo de los membrillos y de las peras del bosque alegre.

Allí encerrados discutían las más graves cuestiones de Estado, y en una de esas pocas entrevistas de 1817, se resolvió la marcha de Guido a Chile como diputado de las Provincias Unidas.

Esto sucedía poco después de la gloriosa batalla de Chacabuco.

Dos de aquellos tres hombres eran ya ilustres en la historia de América.

El otro se ilustraba, y debía también rendir a su patria servicios eminentes. Pueyrredón lucía sobre su brazo el escudo de la Reconquista, y lo cubría la gloria homérica de la campaña al despoblado en 1811. San Martin llevaba sobre sus sienes la corona de los Andes.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar