Voltaire el primer intelectual, por Tomás Alva Negri


El 21 de noviembre de 1694 nacía en París François-Marie Arouet, pensador, escritor y hombre de teatro que con el nombre de Voltaire marcó los últimos 300 años de la cultura universal. 

Fuente: Diario La Prensa, 11 de diciembre de 1994. 

Se han separado, cuidadosamente, ciertos adjetivos que caben muy bien a la personalidad de Voltaire: lucidez, agudeza, honestidad intelectual, coraje moral. Si esto ya es un ejemplo, queda todavía por agregar que defendió incansablemente el ideal de justicia y que abogó sin darse tregua por una inmensa tolerancia capaz de sostener la convivencia humana. 

Su celebridad se justifica ahora, tres siglos después, por haber sido quizás, el escritor más universal de los tiempos modernos, que cultivó casi todos los géneros demostrando una formidable capacidad para abordar temas diferentes con una inigualable flexibilidad estilística. En la tragedia descolló, aunque sin alcanzar a Racine ni a Corneille, con un concepto abarcador del teatro que aún hoy nos interesa. Aunque no fue su fuerte, cultivó la poesía épica, la lírica y la filosófica, pero fue sin duda en la prosa donde alcanzó alturas singulares, en el comentario filosófico, la historia, la narración de mediana extensión y el género epistolar. Sencillez, elegancia y claridad son atributos reconocidos desde antiguo a sus obras. 

Al margen de su enorme importancia literaria, como prosista se lo distingue sin retaceos como uno de los fundadores de la historiografía científica, ya que fue de los primeros en introducir con valor metodológico la crítica de los hechos a pesar del apasionamiento propio de su carácter que, por otro lado, da vida a toda su literatura. Hoy no nos interesa gran cosa La Henriade (1728), algo su teatro –especialmente su Oedipe (1718), y su Zaire (1732), y el rol que le corresponde como imitador y adaptador de Shakespeare al francés–; nos interesan mucho sus narraciones, especialmente Zadig (1747), y Cándido (1759) que todavía tienen ediciones corrientes que entretienen a la juventud; El siglo de Luis XIV (1751) sigue siendo una obra maestra junto con su epistolario, entre sus obras consi­deradas filosóficas sigue leyéndose el Ensayo sobre las costumbres (1756), el Diccionario filosófico (1764) La Filosofía de la Historia (1765). 

El “pro y el contra” de la epístola a Urania que es, tal vez, la clave de sus opiniones morales y religiosas nos lleva a las Cartas filosóficas (1734), donde florece la tolerancia religiosa, aspecto sublime de su vida que junto con su pasión por la justicia y la dignidad del hombre nos hace olvidar su condición irascible y, a veces, hipócrita, por lo que se ganó defensores y detractores apasionados. Hoy no nos asustan sus ataques al cristianismo ni sus arranques racistas. 

Sus obras poéticas, narrativas, históricas y filosóficas, con todos sus defectos y virtudes, continúan así sosteniéndole, tres siglos después, como la personalidad singular que tanto influyó durante los tiempos de cambio, profundos y sorprendentes, que atravesó la cultura occidental. Bajo esa lupa, en el siglo XVIII, cualquiera sea nuestra posición, debemos reconocer la importancia de su significado histórico. 

Amante del teatro

Sobre su personalidad, recordemos que los sentimientos de amistad de Voltaire y su respeto y devoción por quienes aplican su vocación a su oficio lo distinguen, por ejemplo, como hombre de teatro que fue. Cuando la famosa actriz Adrienne Lecouvreur murió en los propios brazos del gran escritor, ocurrió que por el solo hecho de haber sido una actriz, sólo por serlo, le fue negado el permiso para ser sepultada en tierra sagrada. Voltaire compuso un poema contra esta práctica necia e injusta, y debió ocultarse cerca de Rouen, ayudado por su impresor Claude François Jore para no terminar otra vez en la Bastilla. Por aquellos años perfeccionaba Zaire –tragedia con alguna reminiscencia de Oteloy se cuenta que llevado por el entusiasmo de las tablas asumió el papel de uno de los protagonistas en una representación en casa de Madame de Martell. Voltaire amaba el teatro y salió a defender a una actriz que por grande que fuera, sólo por ser actriz no merecía por entonces consideración social alguna. Sabía que en el teatro se dan cumbres de la creación humana, desde Esquilo hasta Shakespeare, a quien trató de imitar, aunque fuera para demostrar que era inferior a Corneille; quería tanto al teatro, a sus amigos actores, a sus amantes actrices, que aquel día de representación privada de su Zaire, quiso intentar ser actor. Hizo el ridículo, pero fue su acto de amor a una profesión que admiraba y a la que había contribuido dando muchas obras que, aunque no alcanzan cumbres muy elevadas, en su conjunto denotan su talento trágico en forma muy singular y demuestran una actitud histriónica que caracteriza, aunque a veces parezca que no, toda su vida. Su actitud ante la actriz muerta en sus brazos no es así una simple anécdota: Voltaire recibe en sus brazos a un ser que representa una razón para vivir, vivir por el arte más elevado, vivir por hacer comprender al espectador por qué se vive, vivir por crear un mundo de encanto inmaterial, de mentira-verdad, un mundo lúdico que ha hecho la felicidad de los espectadores del milagro teatral durante siglos. 

Voltaire, historiador y filósofo, creía en el teatro, en las actrices, en los actores, en todos los seres entre bambalinas, porque a él, gran escritor, le correspondía el papel de libretista genial, papel que le hacía uno de ellos. 

Bien sabido es que hubo en él un hombre de teatro genuino que no puede faltar en la historia del género por su actitud auténtica, mente histriónica, que de las tablas trasladó a su propia vida y maneras.

Homenaje a la razón

Sus preceptos, más que morales son prudenciales, valga como ejemplo “no te comas tu corazón ni tus sesos”, con lo que quiso decir que es prudente no iniciar trabajos demasiado difíciles para nuestra capacidad, o “no atices el fuego con una espada”, en otras palabras abstenerse de azuzar a una persona furiosa. Pero, al final, la voz de la naturaleza es la voz de la razón. Con A. J. Ayer podemos afirmar que “su nombre continúa sonando como un homenaje a la razón que se ha considerado rasgo distintivo de la perspectiva intelectual del siglo XVIII, especialmente en Francia”. 

Llamó a Inglaterra “nación espiritual y audaz” y tuvo ilustres amigos ingleses como Alexander Pope y Jonathan Swift, fue ayudado por Bollingbroke y después por Sir Robert Walpole y admiró sin retaceos a John Locke. El liberalismo de las instituciones inglesas dejó profunda marca en su pensamiento y le quedó la certidumbre de estar frente a modelos de muchas maneras utilizables. Shakespeare lo fascinó, como hemos dicho trató de imitarlo, adaptarlo, trasladarlo de alguna manera, lo llamó, más por admiración que por censura, el “salvaje borracho”, pero quedó hipnotizado ante la grandeza de sus personajes y la perfección de las tramas argumentales. Voltaire puso fantasmas por primera vez en el teatro de Francia, invocando en Zaire el espectro de Hamlet. 

En filosofía fue, junto con Rousseau y Diderot, el mentor de la Razón ilustrada, ejemplo de tolerancia a pesar de tantos errores y contradicciones, en historia, con honestidad y valentía, el precursor de la historiografía moderna basada en la interpretación crítica de los hechos; como artista, nos dejó sus narraciones, su teatro y su concepto superior de la tragedia que es válido por su abarcador sentido del género, y queda su riquísimo epistolario, una de las cumbres de las letras de Francia. 

No por nada el siglo XVIII se llamó el “Siglo de Voltaire”; no por nada un pensador actual de la talla de A. J. Ayer considera que “todavía podemos sacar provecho del ejemplo de lucidez, de la agudeza, la honestidad intelectual y el coraje moral de Voltaire”. 

François-Marie Arouet había nacido en París el 21 de noviembre de 1694, a partir de 1718 firmó Voltaire, y murió en su ciudad natal el 30 de mayo de 1778.Su per­sonalidad, su posición ante las circunstancias que le rodearon y su extensa obra en diferentes campos, han hecho que se pudiera decir de él que fue el primer intelectual en el sentido moderno de la palabra.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar