John Locke, pionero del pensamiento antiabsolutista

(1632-1704) 

Autor: Felipe Pigna

Locke nació el 29 de agosto de 1632 en Wrington, Inglaterra. Fue un pionero del pensamiento antiabsolutista que promovía límites al gobierno absoluto de los reyes. En su Segundo tratado del gobierno civil, publicado en 1690, como justificación de la llamada “revolución gloriosa”, que instaló la monarquía moderada con control parlamentario, dice que los hombres vivían en un estado de naturaleza en absoluta libertad e igualdad, sin nadie que los gobernase. Pero, lamentablemente, surgieron disputas insalvables y decidieron crear una sociedad, para lo cual renunciaron a sus derechos naturales, tales como hacer justicia por mano propia, y cada uno cedió su porción de poder a un gobernante, al que nunca pensaron absoluto. Les quedaba claro que, si el gobernante se convertía en déspota, los hombres tenían derecho a rebelarse y quitarle el poder que le habían conferido. 

La influencia de la revolución inglesa y de sus pensadores, como John Locke, pronto se hizo sentir en el movimiento de ideas conocido como la Ilustración, que tuvo en Francia a sus principales exponentes. Uno de ellos, Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), tomó a la “monarquía moderada” inglesa como modelo en su influyente obra Del espíritu de las leyes, cuya primera edición, sin mención del autor, apareció en 1748 y rápidamente fue incluida por la Iglesia en su Índex de libros prohibidos. La censura, tanto eclesiástica como monárquica, también se ensañaría con las obras de otros autores ilustrados, como Voltaire, Rousseau, D’Alambert y Diderot, y con la obra más ambiciosa.

El fascinante siglo XVIII, llamado “de las Luces” por la difusión que alcanzaron las ideas de la Ilustración, tuvo también sus sombras. Ante todo, porque se mantenían intactos los privilegios aristocráticos, que las monarquías absolutas europeas conservaban a fuerza de un despilfarro cada vez más insoportable para la burguesía, cuyo poder económico y conciencia de sus intereses iban en aumento, sin poder participar activamente del ejercicio del poder político. Las dos revoluciones inglesas del siglo anterior (la de 1642-1660 y la de 1688) habían terminado por imponer en Gran Bretaña un sistema parlamentario que, si bien aún era oligárquico, ya que la gran mayoría de la población quedaba excluida, significaba un cambio político sustancial: la voluntad del rey ya no era la ley fundamental. Esta quedaba ahora en manos de un cuerpo representativo al menos de una parte de sus súbditos. En especial, el principio de que sólo el Parlamento podía establecer o modificar impuestos y contribuciones (“ningún impuesto sin representación”) era la contracara de lo que ocurría entonces en resto de Europa y sus colonias.