El país que estalló, por Alejandro Horowicz (Fragmento)


Solemos incluir en estas páginas artículos y documentos relevantes para la reconstrucción de nuestro pasado. Creemos en la importancia de estimular la reflexión y la mirada crítica, novedosa y variada sobre los diversos acontecimientos del pasado. Por eso, compartimos a menudo ensayos de diversas líneas de pensamiento sobre un mismo suceso.

En esta ocasión, compartimos un fragmento del interesante libro El país que estalló, de Alejandro Horowicz, quien quitándole un poco de lustre a las efemérides más emblemáticas de nuestra historia –la Revolución de Mayo y la declaración de independencia–, recorre la etapa fundacional de nuestro país con el foco puesto en el proceso de descomposición del orden virreinal, la estructuración de esta región al calor de las nuevas condiciones del mercado internacional y la conformación de una clase dominante en torno al capitalismo agrario.

El país que estalló reconstruye aquel proceso, entre las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807, y la anarquía del año 1820. “Es preciso repensar 1820 como estallido sistémico, como punto de inflexión para una nueva hegemonía social, política y económica, como surgimiento de una nueva clase social que articula la provincia de Buenos Aires con el mercado mundial”, sostiene el autor en el capítulo dedicado a la Transfiguración y muerte del bloque comercial. “Un país había estallado, su estructura urbana y mercantil, letrada y superficial, inserta en los boatos de un fasto virreinal que tendía a confundir sus modos con la cultura superior, tuvo que resignarse a una nueva barbarie. Pero esa barbarie no era exactamente un retroceso sino la gramática de formas muy primitivas del capitalismo agrario”.

Fuente: Alejandro Horowicz, El país que estalló, Buenos Aires, Editorial Edhasa, 2016, págs. 81-91 (fragmento).

Vista retrospectivamente, durante dos siglos largos (digamos entre 1588 y 1808), la relación anglo-española se había establecido sobre un eje inequívoco: Los ingleses empujaban todo el tiempo hacia la libertad de comercio; los españoles resistían todo lo que podían la libertad de comercio. Cada nuevo enfrentamiento militar se resolvía, finalmente, con concesiones españolas al comercio inglés. De acuerdo con esto, la invasión al Río de la Plata sirvió para reforzar la presión sistémica destinada a imponer –mediante aproximaciones sucesivas– la libertad de comercio. Para que así fuera, la principal base naval del Atlántico Sur, Montevideo, que nunca había tenido oportunidad de entrar en combate, sería el escenario de un test naval comercial: medir si la Corona española todavía estaba en capacidad de preservar su periferia colonial mediante el enfrentamiento arma­do; o si, por el contrario, su prefigurado eclipse conformaba el nuevo horizon­te atlántico. Henry Dundas, dador de sangre intelectual de Pitt, en un memo­rándum dirigido al primer ministro (abril de 1800) sostuvo: “…no podemos suponer que España, en su estado de agotamiento, sea capaz de retener una sobe­ranía eficiente sobre ese territorio, así como no podemos suponer que Francia dejará de sacar provecho de las ventajas que obviamente resultarían de un in­tercambio comercial con Sudamérica”.1

Para Gran Bretaña, entonces, España y sus colonias eran un problema comercial y político insoslayable. Y esta situación no se desconocía en Madrid. ¿Por qué, entonces, tanta morosidad para proveer a las colonias una fuerza adicional suficiente, mientras estuvo en condiciones marítimas de hacerlo? España pensaba que los ingleses sólo se proponían incrementar su comercio americano. Durante esos dos siglos los españoles resistieron todo el tiempo la libertad de comercio. Pero cada enfrentamiento militar se resolvía finalmente mediante concesiones al comercio inglés. De modo que para la corte madrileña el peligro militar tenía nombre y apellido: Napoleón Bonaparte. Es preciso admitir que algo de razón tenían.

A estas consideraciones se sumaba la fragilidad del dispositivo militar es­pañol, fragilidad que se compensaba con la imposibilidad de Londres de librar en simultáneas una batalla en dos frentes (el continente y las colonias). Conviene recordar que así como Londres se consideraba imbatible en el mar, nadie creía en la aptitud inglesa para la conquista militar de nuevos territorios. La principal base naval del Atlántico Sur nunca había tenido oportunidad de entrar en combate. La invasión permitiría medir si la Corona española tenía la capacidad de preservar su periferia colonial mediante el enfrentamiento armado o si, por el contrario, su eclipse ingresaba en el nuevo horizonte político. La respuesta no se hizo esperar. Con apenas 1.600 hombres y unas pocas naves, William Carr Beresford deshizo sin estruendo y sin lucha una fortaleza podrida. Un movimiento menor sirvió para verificar la ínfima calidad militar de este ejército español, ese 26 de junio de 1806. Y un movimiento mayor verificaría otro tanto más tarde, cuando Francia invadiera la Península Ibérica. La hora imperial de los Borbones había concluido definitivamente.

La Guerra de la Independencia probará que las fuerzas armadas de la Corona son cualitativamente aceptables en sólo dos casos: si son criollas o si se trata de tropas frescas cuyo destino anterior ha sido la guerra con Napoleón, es decir, si son tropas rehechas por la guerra popular prolongada. Toda vez que una plaza resista con éxito (Paraguay, por ejemplo), el cuadro de oficiales y la mayor parte de la tropa serán criollos. De lo contrario, se reproducirá el comportamiento de Sobremonte, aun si el jefe de la fuerza es Liniers. Baste recordar que el conde de Buenos Aires, cuando tiene que resistir a tropas de la Primera Junta en Córdoba, no puede presentar batalla: sus hombres se desbandan y ni siquiera son capaces de impedir que sea capturado.

Sólo la guerra civil aceitó este bloque militar y le permitió que funcionara con cierta exactitud. Ese tipo de ejército había resultado particularmente apto para masacrar a indios mal armados –el caso de Túpac Amaru–, pero ése no era el caso (para volver a las Invasiones) de las tropas inglesas.

La idea de una probable invasión rondaba, por cierto, la cabeza de las autoridades españolas de ambas márgenes del océano. Sobremonte inició los preparativos para enfrentarla, con varios meses de anticipación, sobre la base de esta razonabilísima hipótesis.2 A tal efecto, convocó una junta de guerra que evaluó las posibilidades para la defensa de Montevideo. Sostiene Gillespie sobre ese punto: “Por sobre todas las consideraciones, Montevideo, debido a su situación, es la llave comercial del Plata y de la capital, porque nada puede entrar sin certeza de registro o captura por alguno de sus cruceros”.3

En su carácter de puerto estratégico con suficiente calado para buques de guerra, Montevideo constituía, en términos lógico-militares, el corazón de la defensa. Con imperfecta asimetría la junta entendió que allí debería recibirse el grueso del ataque. También comprendió la necesidad de contar con una fuerza móvil apta para defender simultáneamente Buenos Aires y Montevi­deo, y solicitó a España su envío; como éste resultaba imposible, habló de reemplazarla rehaciendo las milicias de fronteras. Éstas eran tropas utilizadas contra los indios que se habían transformado en blandengues, sobre la base de mejorar su preparación militar. En rigor, eran anteriores al Virreinato del Río de la Plata puesto que se habían formado en 1752, y en 1806 estaban total­mente oxidadas. Comenzaba a quedar en claro que la capacidad del absolutismo de proteger su periferia colonial en medio de una guerra revolucionaria dependía de la capacidad de los lugareños para ejercer la autodefensa. Y, cuan­do llegaron los ingleses, terminó por ser evidente. De modo que la situación internacional impuso, en la violencia del cambio de correlación de fuerzas, una novísima opción: armar a los cabildantes o entregarse al ejército inglés.

Aunque para la Corona las dos situaciones presentaban serios problemas, digamos que el funcionariado optó y se entregó sin resistir. En ese punto emergieron, sin embargo, los intereses internos de la sociedad colonial y la aventura británica encontró límite militar: la reconquista.

A su curiosa manera, el virrey entendía. No bien la flota fue avistada, se marchó a Montevideo para dirigir personalmente la defensa. El paso de los días dejó suficientemente en claro que los ingleses no se dirigían, en principio, en esa dirección (después se supo que marchaban hacia el Cabo de la Buena Esperanza).4 Entonces, el inmovilismo volvió a ganar a Sobremonte.

De más está decir que la creación de una fuerza móvil jamás había alcan­zado grado de razonable ejecución. La preparación de los vecinos tampoco había pasado de algunos tristes ejercicios en la Plaza Mayor. Los vecinos nun­ca entendieron que debían organizarse militarmente. A su juicio, esta tarea correspondía a la Corona y al virrey. La construcción de la voluntad para resistir sería, como veremos, íntegra responsabilidad de las tropas británicas, y en esa mis­ma operación se fundaría el primer perfil del patriotismo local: reemplazar el en­frentamiento con el monarca español por la lucha armada con las tropas inglesas. Pero esto aún no había ocurrido.

Cuando la flota volvió a ser avistada (regresaba de El Cabo), todo tornó a foja cero. Como los días transcurrían sin novedad, Sobremonte volvió a mu­dar de razonamientos: a su juicio, los ingleses no se proponían tomar Monte­video –de lo contrario, ya hubieran atacado– sino que les bastaba bloquear el Río de la Plata. La pregunta surge, obvia y deslucida: ¿contra quién podía ser el bloqueo? ¿Contra el intercambio comercial con Gran Bretaña? ¿Contra el comercio con los Estados Unidos? No justificaba medida semejante desde nin­guna perspectiva y suponía un nivel de enfrentamiento con los norteamerica­nos que los ingleses no tenían el menor interés en estimular. ¿Contra el comercio con Brasil? Esto lesionaba, directamente, los intereses británicos. Sólo dos cosas resultan obvias: lo absoluto de la ineptitud de Sobremonte para el análi­sis militar y lo absoluto de su falta de disposición para la lucha.

Más que un razonamiento militar, lo que la cabeza del virrey genera es una justificación para la inacción. Por eso el desembarco en Quilmes lo vuelve a sorprender. Envía medio millar de hombres de los 6.000 que en teoría disponía, para ganar tiempo en el aprestamiento de una defensa a la que, si algo le sobró, fue precisamente tiempo de ejecución. Como es de esperar, los milicia­nos se desbandan a la primera descarga de fusilería y la ciudad se entrega sin atinar a nada.

La importancia de la captura del Río de la Plata fue registrada por Lon­dres. El 13 de septiembre de 1806, se pudo leer en el Times: “Buenos Aires en este momento forma parte del Imperio Británico”, y a renglón seguido: “Como resultado de semejante unión tendríamos un mercado continuo para nuestras manufacturas, nuestros enemigos perderían para siempre el poder de su­mar los recursos de esos ricos países a los otros medios que tienen de hacernos daño”.5

Si relevamos pormenorizadamente la situación, constatamos que la crea­ción del Virreinato del Río de la Plata servía contra Portugal porque Portugal no estaba en condiciones de avanzar, y no servía contra Inglaterra por razones inversas. De modo que fue inocuo el modo en que los Borbones rehicieron los consejos del conde de Aranda, talentoso embajador de España en los Estados Unidos durante la lucha norteamericana por la independencia. Con mucho criterio el conde había recomendado dividir las colonias americanas en tres reinos. Al frente de cada uno debiera estar un príncipe borbón para evitar, de este modo, la futura necesidad de una guerra por la independencia. Nadie le prestó nunca demasiada atención, puesto que los funcionarios que llegaban al virreinato sólo pensaban en satisfacer, más o menos rápidamente, postergados apetitos de larga data.

Por tanto, no puede llamar la atención que un emigrado francés, arri­bado con don Pedro Cevallos, simpatizante de Napoleón, fuera el único que intentara organizar con energía la defensa abstracta de la monarquía española. Jacques de Liniers, nacido en Niort el 25 de julio de 1753 como tercer hijo de un marino francés, ingresa a los 12 años a la orden de Malta, en cuya escuela militar –la de la nobleza europea de su tiempo– permane­ce tres años. Participa en el fracasado intento de recuperar Gibraltar. Emigra al Río de la Plata, donde es uno de los tantos oficiales que vegeta intrascenden­te durante años, lo que no le impide casarse con la hija de don Martín de Sarra­tea –próspero comerciante local; vale decir, negrero y contrabandista–, que falle­ce en 1804. Cumplía 53 años durante el año 6, cuando al decir de Groussac, su apologista casi incondicional, ya era algo tarde para “desposarse con la glo­ria”.6 Al defender la monarquía de los Borbones, Liniers también defendía los intereses del emperador, es decir, la guerra antibritánica de la Corona. Lo cierto es que Liniers obtuvo en Montevideo el respaldo de medio millar de hombres, y el 12 de agosto de 1806 reconquistó la plaza. Claro que no fueron las tropas regulares el corazón de su contraataque: engrosó sus filas con mili­cianos de distinto origen –casi todos voluntarios flamantes sin preparación militar– y con esas improvisadas tropas libró exitosamente la escaramuza de Los Corrales de Miserere. La gramática partisana gobernó, desde el comienzo por cierto, la reconquista.

Beresford mostró todo el tiempo su condición de cabeza de puente, de avanzada de un ejército más importante. Como Wellington comprobaría más tarde, no era un jefe dotado con grandes luces militares, con una mirada de largo alcance; y esto limitó bastante su relativa independencia de movimien­tos. Eligió defender la ciudad encerrándose en el fuerte, cuando podría haber­la abandonado, preservando a sus hombres, su capacidad de combate y su nueva comprensión política, para más adelante. Aceptó, en suma, un enfren­tamiento en el que sólo podía ser vencido; para que eso no ocurriera, debería haber ganado previamente la voluntad mayoritaria del bloque comercial. Es decir, Gran Bretaña hubiera debido disponer de una política, y no meramente emprender una estratagema pirateril. Entonces, la debilidad estructural de Beresford está atada a la concepción política inglesa. Sólo si Miranda y la po­lítica de independencia hispanoamericana (autogobierno) hubieran constitui­do el eje inglés, Beresford hubiera tenido chance. Como no fue así, el esquema impuso una segunda invasión masiva, sin modificar la estrategia inicial. Hasta los ingleses entendieron (ex post facto) sus limitaciones políticas; por eso sostiene Auckland, ex funcionario del gabinete de Pitt: “Supongo que usted lamenta la catástrofe de Buenos Aires, sólo el plan adoptado pudo producirla. Es extrema­damente mortificante, pues nuestra guarnición estaba viviendo en los mejores términos con los españoles, nuestro comercio estaba creciendo rápidamente, y si hubiéramos decidido jugar el juego de la independencia, estoy seguro de que hubiéramos puesto en pie a todas las provincias españolas sin derrama­miento de sangre ni convulsiones revolucionarias. Nunca me sentí más humi­llado. Muchos proyectos de la mayor importancia se han perdido para siem­pre”.7

De modo que debilidad española no equivalía, directa y mecánicamente, ni a debilidad del bloque colonial ni (muchísimo menos) a poderío inglés. Así, el partido de la autodefensa y el partido del autogobierno, bajo la bandera del pa­triotismo real, resultaron militar y políticamente inseparables. La autodefensa implicó la refundación del orden político, dada la imposibilidad de conservar el anterior, ya que la nueva estructura militar rearticuló el orden colonial existente como orden interno autónomo de hecho. Ésa era una revolución política.

La operación se desarrolló del siguiente modo: antes de las invasiones, el Cabildo porteño era tan sólo gobierno municipal. Es decir, el eje de sus preocupaciones no excedía, sino excepcionalmente y por vía del petitorio, los inte­reses inmediatos de Buenos Aires. En la medida en que la actividad comercial fluía sobre el resto del virreinato, perdía de a ratos su inicial estrechez. Pero su carácter municipal no sólo quedaba establecido por la naturaleza de sus ocu­paciones sino, sobre todo, por tratarse de una pieza administrativa menor de un Estado absolutista cuya cabeza estaba situada del otro lado del mar.

El virrey en teoría no era otra cosa que el representante del cuerpo absoluto del monarca en sus tierras de ultramar. A través del estatuto provisto por la Coro­na se establecía qué vecinos gozaban de cuáles derechos comerciales legítimos. Los reclamos de los vecinos correctamente establecidos merecían al menos ser atendidos: tenían derecho de peticionar, aunque estaban obligados a aceptar la resolución del monarca. Podemos decir, en consecuencia, que dentro de la lógi­ca del sistema disponían de derechos municipales, y en ese sentido se acercaban a los burgueses europeos del siglo XV; pero su carta de ciudadanía pública tenía el grosor que a esa monarquía absoluta se le antojaba otorgar. Por tanto, también operaba una suerte de ciudadanía comercial clandestina; esto es, vecinos a los que se toleraba, dejaba, permitía participar de la actividad mercantil sin mayores inconvenientes mediante el “cumplo pero no obedezco”. De modo que la real cédula no era formalmente desobedecida –cumplo– al tiempo que carecía de toda eficacia práctica –no obedezco–. El interés comercial local ponía un preciso límite al absolutismo y era el único interés con cierto grado de vergonzante legi­timación. Sin este interés, y sin esta legitimación previa, la resistencia a las Inva­siones Inglesas resultaba impensable. Ahora bien, la huida del virrey dejando Buenos Aires a merced de las tropas británicas y la puesta entre paréntesis del Estado forman parte de una misma cadena de sentido político. Esto se evidencia cuando se observa que la recon­quista no supuso el restablecimiento de Sobremonte, sino la aceptación de un caudillo militar. Ya no se trata entonces de un representante del Estado absoluto gobernando el virreinato, ni siquiera de Sobremonte, sino de un representante del Cabildo ante el Estado absoluto. Y si tenemos en cuenta que tampoco se trata de cualquier Estado absoluto sino de uno que está amenazado de licuefac­ción, nos encontramos con que, realizada la reconquista, Buenos Aires constitu­ye un feudo más que relativamente independiente, un burgo con colonias, mientras los demás integrantes del virreinato se mantienen absolutamente al margen de la lucha y del nuevo estatuto implícito que de ella emerge.

¿Los integrantes del burgo realizaron tan sólo una limitada “revolución municipal”? Esta filosa fórmula de Mitre obvia la conquista de dos derechos históricos: elegir gobierno sin la menor interferencia del monarca, y no pagar impuestos no “votados” previamente. Con un añadido clave: a diferencia del burgo tradicional, los cabildantes no elegirían tan sólo un poder municipal, estaban sustituyendo el poder central del virreinato con su propio poder polí­tico-militar. Esa sustitución de poderes tuvo dos tiempos: en el primero, las tropas británicas destruyeron a las virreinales, que perdieron el control políti­co-militar; en el segundo, los habitantes del burgo porteño reconstruyeron el poder central –Buenos Aires, cabeza política del virreinato– como poder pro­pio; es decir, como autogobierno del bloque comercial colonial.

El Cabildo resulta la base institucional del novísimo partido del autogo­bierno; la pieza original sufre sucesivas transformaciones hasta que se vuelve piedra angular de un sistema político construido con el soporte de los partidos armados. En boca de Martín de Álzaga algo queda claro tras la Reconquista: “no necesitamos a España para nada”. Pronunciado por el jefe político del Estado Mayor militar, el aserto se comprende si se piensa que los pedidos de auxilio de Buenos Aires durante la invasión no habían sido atendidos en la Península; España había terminado la cuestión con un “arréglenselas como puedan”, y Buenos Aires había podido. El comportamiento de la “madre pa­tria” jugó todo un papel en la modificación de la cabeza de Álzaga: ya no ne­cesitaban de España, aun el comerciante español monopolista más rico de su tiempo podía comprenderlo.

En medio de la batalla por la Reconquista, el Cabildo Abierto del 14 de agosto de 1806 resolvió, con la activa y entusiasta participación de los milicianos, recortar las atribuciones legales de Sobremonte, dejando la responsabilidad militar en manos de Liniers. Conviene destacar que, al verse obligado el virrey a aceptar la nueva situación, estaba convalidando de derecho la decisión del Ca­bildo y legitimando la existencia de un poder dual: tanto el Cabildo como So­bremonte (que organizó finalmente una milicia con hombres del interior) dis­ponían de tropas adictas. En otras palabras, estamos frente a una suerte de gobierno provisional revolucionario que no reconoce públicamente su estatuto.8

Sostiene Groussac respecto del Cabildo Abierto del 14 de agosto: “De allí salió, más o menos velada por las fórmulas de la cancillería, la destitu­ción del virrey Sobremonte y su reemplazo efectivo, aunque no confesado, por el reconquistador Liniers. Era el primer acto de la Revolución, y sus conse­cuencias profundas se ligan al próximo episodio de la Defensa, que acentuará el cambio inicial”.

Por tanto: ¿quién gobierna tras la derrota inglesa? Obvio: el Cabildo. ¿A quiénes representa? Otra respuesta contundente: al bloque comercial colonial (monopolistas y hacendados). Precisemos: ¿solamente ellos se expresan allí? Otra obviedad: sí, es el órgano central de la sociedad colonial, de la cual los comerciantes monopolistas constituyen su segmento claramente hegemónico, la cabeza de un bloque que los excede y que incluye a los hacendados de la campaña, sostenidos todos por el nuevo poder miliciano.

El resultado del Cabildo Abierto del 14 de agosto de 1806 cerró, en apa­riencia, la crisis, nombrando a Liniers jefe de la resistencia.9 Algo flotaba en el aire: la guerra no había terminado. Incluso Popham lo percibía. En un in­forme del 25 de agosto escribió: “Para España las consecuencias de la recon­quista serían, si mis informes son correctos, aun más serias, en su influencia y sobre todo su interés futuro en estas colonias: han armado, sin discriminar, a los habitantes para vencer a los ingleses, y ahora la plebe le ha rehusado la entrada al virrey a la ciudad, y aunque éste ha juntado un número considera­ble de gente adicta, están decididos a oponerse al restablecimiento del gobier­no español”.

Estamos en presencia de una especie de rebelión comunera pasiva. Del absolutismo colonial se pasó, entonces, a la militarización directa del bloque colo­nial (comerciantes, contrabandistas y hacendados), quebrando de este modo la centralidad externa y construyendo el embrión de otra centralidad, con la relativa convalidación del propio virrey y la Audiencia.

Recapitulemos. El virreinato había sido una colonia de la Corona de Cas­tilla. Las minas de Potosí y, en distinta proporción, el resto del interior constituían, de hecho, colonias de Buenos Aires, ya que aportaban la mayor parte de los recursos requeridos para el sostenimiento del poder central. Por eso, con todo derecho Tulio Halperín Donghi las denomina “colonias de segundo grado”. Ahora bien: tras la derrota inglesa el virreinato sólo era nominalmente una dependencia española, mientras que todo el interior –Potosí inclusive– seguía subordinado a Buenos Aires. El orden social permanecía incólume, aunque había un nuevo y único beneficiario.

Y es precisamente el nuevo beneficiario quien impulsa la reconstruc­ción del orden político. La Segunda Invasión Inglesa será la arena donde disputará su litigioso derecho a la cristalización definitiva. Eso sí, en tanto los criollos ya integran el bloque dominante sin estatuto legal público, y la lógica de la autodefensa supone la del autogobierno mismo (autodefensa como acto de autogobierno), los criollos todavía actúan como un pliegue interno de un partido autonomista, como un pliegue sin desplegar; en perfecto silencio. Por eso, pese a su dominio militar no publican periódico alguno. Era una revolución muda.

Conviene precisar: hablar de partido autonomista no significa plantear un partido político en términos tradicionales, una realidad institucional cons­ciente de sí misma, ni siquiera una reunión de personas sin legitimidad oficial pero declaradamente organizadas tras una causa política. Una peculiaridad de la conformación extraordinariamente conservadora de este “partido” (en el sentido de su afán por preservar el orden tal cual fue originariamente estable­cido) está dada, precisamente, por el siguiente elemento ideológico: el partido autonomista no osa nombrarse a sí mismo, constituirse como tal, aceptar su existencia. En su primera versión, entonces, emerge como puro partido arma­do, un partido que actúa arrastrado por el contexto internacional, hace lo que no dice, hace lo que le impone la guerra europea.

En efecto, la más importante medida que adoptó el Cabildo Abierto fue, precisamente, convocar –Liniers mediante–, el 5 de septiembre, a los vecinos a la defensa, constituyendo cuerpos armados con voluntarios. Se trataba de cuerpos por origen regional (los vizcaínos estaban con los vizcaínos, los porte­ños con los porteños, etc.). Esto afirmaba su contenido diferencial, en tanto discriminaba criollos de españoles, pero también lo diluía, en tanto criollos y vizcaínos, por ejemplo, peleaban en paralelo, sin jerarquías peyorativas. En definitiva, estamos ante distintos cuerpos armados –articulados por la limita­dísima noción de patria– donde los criollos reclutaron 5.000 hombres, y los europeos, 3.000.10

Siguiendo la vieja usanza de los burgos, los cuerpos armados fueron avi­tuallados por ricos comerciantes. Sin embargo, abrir la bolsa no significaba automáticamente disponer de la comandancia: los integrantes de los cuerpos votaban a sus oficiales y los oficiales a sus jefes. En los inicios de la militariza­ción del bloque colonial, la democracia directa jugó un papel.

La diferencia numérica entre criollos y españoles estaba determinada, fundamentalmente, por el equilibrio demográfico. Pero no sólo la demografía era responsable de la mayoría criolla: los 14 pesos mensuales de la paga cons­tituían para los nativos un ingreso interesante que los transformaba en solda­dos profesionalizados; en cambio, para los dependientes españoles se trataba de un pésimo negocio; sentían el servicio como una carga poco amable de sobrellevar, puesto que suponía una reducción de sus ingresos:11 es que si co­braban como soldados, no cobraban como dependientes. Podemos plantear entonces que, por la estructura diferencial de los ingresos, la cantidad de efectivos criollos tendía a incrementarse más allá de la proporción estadística. Al tiempo que, tendencialmente, vemos en la milicia española el soporte del interés comercial hegemónico y en la otra la presencia de una masa de maniobra potencialmente proclive a contrabandistas y hacendados.

Recapitulemos la situación: un Cabildo controlado por comerciantes monopolistas profundamente permeados por el contrabando, impelido por la ne­cesidad de garantir su autodefensa, arma cuerpos donde la mayoría no es espa­ñola. Hasta ese momento, el bloque favorable a la autodefensa carece de la más mínima fisura social o política, por eso no toma demasiado en cuenta esta nove­dad. Su única preocupación pasa por evitar que se repita otro mandoble del or­den del millón de libras infligido por la Primera Invasión Inglesa. Es decir, ins­trumenta una política de protección para el atesoramiento de capital dinerario, de conservación del orden social existente. Todo lo demás depende de la evolu­ción de la guerra dinástico-revolucionaria en la Europa napoleónica.

El 15 de septiembre Liniers se trasladó al palacio del virrey. Mutatis mutandis, el defensor consecuente del virreinato devino jefe de la autodefensa. Para preservar la Reconquista organizó la milicia que protegía los intereses del blo­que comercial colonial. En ese punto, ese bloque necesitaba que los entorcha­dos formales del poder legitimaran su gobierno. Por eso, y sólo por eso, un oscuro y mediocre oficial francés, segundón estructural, atolondrado y botara­te, logró que éste suspendiera a Sobremonte, promovido por Godoy a briga­dier general. En carta del 3 de marzo de 1807, arribada por tierra el 29 de junio a Buenos Aires, Godoy dispuso que el oficial que seguía a Sobremonte en grado, Pascual Ruiz Huidobro, se hiciera cargo provisionalmente del virrei­nato. Como Huidobro era prisionero inglés, tras la toma de Montevideo, la Audiencia reconoció (en medio de la crisis) a Liniers como virrey interino. Es decir, la Audiencia transformó un nombramiento administrativo en el instru­mento de un cambio político copernicano. La revolución conservadora y muda en el Río de la Plata era un hecho indiscutible, ya que nunca en trescien­tos años de gobierno español en América había sucedido tal cosa.

Referencias:

1 Citado por Klaus Gallo, De la invasión al reconocimiento. Gran Bretaña, A-Z Editora, Buenos Aires, 1994, Sir Henry Dundas a William Pitt, 31 de marzo de 1800, W.O.1/93.
2 Juan Beverina, El momento histórico del Virreinato del Río de la Plata. En Ricardo Levene (director general) Historia de la Nación Argentina (Desde los orígenes hasta la organización definitiva en 1862). Segunda Parte, Historia Militar, Invasiones inglesas, Volumen IV. El Ateneo, Buenos Aires, 1940.
3 Alejandro Gillespie, Buenos Aires y el interior. Observaciones reunidas durante una larga residencia, 1806-1807, A-Z Editora, buenos Aires, 1994, pág. 28, el destacado es de A. H.
4 Juan Beverina, El momento histórico del Virreinato del Río de la Plata, Op. cit.
5 Citado por Carlos Roberts, Las invasiones inglesas en el Río de la Plata (1806-1807), Emecé, Buenos Aires, 2000, pág. 248. El destacado es de A. H.
6 Paul Groussac, Santiago de Liniers, Estrada, buenos Aires, s/f.
7 Citado por Klaus Gallo, pág. 99. Auckland a Grenville, 23 de septiembre de 1807. Dropmore Papers, volúmen X, pág. 138.
8 Ibídem; el destacado es de A. H.
9 Citado por Carlos Roberts, pág. 216. El destacado es de A. H.
10 Tulio Halperin Donghi (compilador), El ocaso del orden colonial. Militarización revolucionaria en Buenos Aires, 1806-1815. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1978.
11 Tulio Halperin Donghi. Ibídem

Fuente: www.elhistoriador.com.ar