El Renacimiento: período o movimiento, por Ernst H. Gombrich


“Yo no sé si alguno de ustedes ha notado cuánto más largo es el pasado que el presente, tanto más largo que exige casi toda mi atención”, decía con gracia y bastante precisión Ernst Gombrich, que dedicó más de medio siglo de su vida a estudiar la historia del arte occidental, dejando un legado de obras clave, como Historia del ArteArte e ilusiónFreud y la psicología del arteNorma y formaImágenes simbólicasEl sentido del ordenLa preferencia de lo primitivoLa imagen y el ojo o Lo que nos cuentan las imágenes.

Fue uno de los más grandes historiadores de arte del siglo XX; sin embargo su mirada no estuvo escindida del presente en el que le tocó vivir. Enemigo de los sistemas totalitarios, Gombrich advirtió en 1991 sobre los peligros de un nuevo resurgir de nacionalismos. Encontraba en el arte un posible antídoto contra ese flagelo: “Hoy siento que la República del Saber y de las Letras está nuevamente amenazada por la locura que invade a la humanidad de tanto en tanto. Hablo de la epidemia de extremo nacionalismo, chauvinismo y por cierto tribalismo que recientemente ha desgarrado a Estados enteros y que amenaza con la desintegración y el caos a otros Estados de Europa y de Asia. (…)El patriotismo, el amor al país propio, es sin duda una virtud, pero el orgullo y la arrogancia que producen odio y desprecio hacia otros también son, sin duda, un vicio. No por nada, después de todo, el orgullo, la soberbia, fue considerado un pecado capital. Es contra este pecado capital de vanidad, esta negación de la hermandad humana, que mi tema, la historia del arte, debería ofrecer un antídoto. Otras ramas de la historia, como la historia de la literatura, pueden abordarse a partir de una estrecha base nacional, dado que sólo aquellos que conocen la lengua nacional pueden apreciar sus obras maestras literarias. El lenguaje de las artes es universal”.

En esta ocasión compartimos sus reflexiones sobre “El renacimiento: período y movimiento”, uno de los ensayos que integran el libro Variaciones sobre historia del arte, Ensayos y conversaciones. Aleja
do de dogmatismos, Gombrich nos invita aquí a interrogarnos sobre la historia y su comúnmente aceptada periodización en edades (Antigua, Media, Renacimiento, etc.), rastreando el surgimiento del Renacimiento hasta Petrarca y San Francisco de Asís, analizando las tan disímiles valoraciones que cada una de esas edades tuvo en diferentes momentos del pasado, presentando subjetividades que desarman certezas al tiempo que abren con gracia y belleza nuevas dimensiones del análisis de nuestro pasado.

Fuente: Ernst H. Gombrich, Variaciones sobre la historia del arte. Ensayos y conversaciones, Buenos Aires, Editorial Edhasa, págs. 79-103.

Es todo un reto hablar del Renacimiento en sí mismo, o presentar un curso sobre el Renacimiento debatiendo el concepto o la idea del Renacimiento, la vuelta a la vida, el nuevo nacimiento, o cualquier equivalente que se elija para este término tan cargado. La primera pregunta que debemos plantearnos es si consideraremos el Renacimiento –como se hace convencionalmente– como un período particular de la historia de Occidente, o si puede haber una alternativa a esta imagen convencional, que simplemente considere nuestra periodización de la historia de una manera (como rápidamente se demostrará) conectada con el término “Renacimiento”. Conectada, puedo anticipar aquí, porque si el término Renacimiento, o vuelta a la vida o nuevo nacimiento, se entiende como la vuelta a la vida de la antigüedad clásica, o de los valores clásicos, o de la civilización antigua, entonces el período entre la antigüedad y la vuelta a la vida será el período intermedio, el medium aevum, la Edad Media, y es así, por supuesto, como ha sido denominado el período que se extiende entre esas dos épocas. El término “Edad Media” fue, por lo tanto, una invención del Renacimiento, porque en el Renacimiento, sea lo que fuere, la gente que proclamó la importancia de esta vuelta a nacer postuló que algo había estado muerto, y que había tenido que renacer, y el período responsable de esa muerte fue la Edad Media. No podemos entender la manera en que puede considerarse la historia occidental sin ver con toda claridad que el término “Renacimiento” estaba cargado de un particular sistema de valores. Pero cuáles son esos valores es un tema que debemos interpretar porque, en algunos aspectos, la interpretación de qué significaba el Renacimiento, o de qué significa, incluso ahora, ha cambiado, y con frecuencia, casi caleidoscópicamente, en particular durante los últimos cien años. Tras todo ese debate, es importante mirar retrospectivamente y preguntarnos qué pensaba el Renacimiento del Renacimiento. El problema de qué pensaba el Renacimiento de sí mismo es el tema del primer capítulo de Renaissance and Renascences in Western Art, de Erwin Panofsky,1 que lleva significativamente el título de “Renacimiento, ¿autodescripción o autoengaño?”. En otras palabras, plantea el tema de si aquellos que proclamaron ese renacer estaban en realidad engañándose a sí mismos o si había en ello algo verdadero. (…)

El Renacimiento como Recuperación 
Se acepta en general que el hombre que fue el principal responsable de la proclamación de este renacer, o de la necesidad de un renacer, fue Francesco Petrarca. Nació en 1304, murió en 1374. Como sabrán, fue un italiano que vivió gran parte de su vida en Francia. Tuvo que vivir en Aviñón debido al cautiverio babilónico de la Iglesia Romana, y seguramente el sentimiento de insatisfacción, el anhelo de una renovación de Italia tuvieron mucho que ver, entre otras cosas, con ese golpe contra el orgullo romano: que la Iglesia Romana ya no estuviera situada en Roma. Porque Petrarca (como lo llamamos) consideraba que la historia, toda la historia, era una alabanza de Roma. Como heredero de la gran tradición imperial, heredero de la alabanza de los conquistadores del mundo, debía ver la sede del poder transferida a Francia, y sin duda ése fue uno de los motivos que le hicieron anhelar un retorno, en todos los sentidos del término. Pero en primer lugar Petrarca era un poeta. Era un poeta con un maravilloso oído para la lengua –para la belleza de la lengua, la belleza del latín así como la belleza del italiano– y para la precisión y la elocuencia. Le disgustaba y despreciaba la jergosa terminología técnica que se empleaba en las universidades. No sólo anhelaba un nuevo nacimiento del poder y la gloria de Roma, sino de la bella lengua de Virgilio, de Horacio y de Cicerón. En 1338 él mismo comenzó un poema en hexámetros latinos llamado África, sobre Escipión el Africano, y en los primeros de esta épica se dirige a su propio poema empleando los términos a los que haré referencia: “Pero si tú [refiriéndose al poema], como mi mente espera y desea, sigues vivo mucho después que yo, nos aguardan tiempos mejores. El sueño del olvido no persistirá en todos los años futuros. Una vez que la oscuridad se haya acabado, quizá nuestros descendientes puedan retornar al brillo puro y prístino”. 2

Este “retorno al brillo puro y prístino” que Petrarca anhelaba podría interpretarse en términos tanto religiosos como seculares. El mundo estaba corrompido, deteriorado por una tradición de mala calidad, y era necesario recuperar lo que se había perdido en la tenebrae, en la oscuridad, en el medium aevum, la Edad Media.

Había razones sólidas para el reclamo y el anhelo de Petrarca. Sabía perfectamente bien que muchos de los autores clásicos que tanto admiraba, en caso de que llegaran a ser accesibles, no lo eran fácilmente a través de sus manuscritos. Sus amigos los buscaban con empeño, y él mismo descubrió nuevas cartas de Cicerón y nuevas Décadas de Livio. Comenzó la moda de recuperar autores de la antigüedad cuyas obras se habían perdido o se hallaban extraviadas en las bibliotecas monásticas. Al mismo tiempo que estudiaba el bello estilo de estos autores antiguos que tanto admiraba, tenía conciencia de que algunos de los valores y gran parte del conocimiento que poseían también se habían perdido. En particular, por supuesto, el conocimiento del griego. Los autores antiguos constantemente hacen referencia a Homero, a Platón y a otros. Petrarca, que intentó aprender griego y se contactó con especialistas bizantinos, nunca consiguió aprenderlo, pero era muy consciente de la necesidad de recuperar lo que manifiestamente estaba perdido para Occidente… es decir, la capacidad de leer griego. No quiero dar la impresión de que nadie en el Occidente latino había leído griego en lo que hoy aún llamamos la Edad Media, pero había muy pocas oportunidades de aprender esa lengua.

Ahora bien, este nuevo énfasis en la belleza del estilo de los antiguos, en el conocimiento que se había perdido y que debía recuperarse, estuvo desde el principio asociado a la idea de “edades”. El origen de la idea de que hay diferentes “edades”, períodos, en la historia se remonta a una idea mítica –la Edad de Oro, la Edad de Plata, la Edad de Hierro, etcétera– y a la esperanza del retorno de la Edad de Oro que fue consagrada en uno de los más famosos poemas antiguos, la Cuarta Égloga de Virgilio, que había profetizado que el reino de Saturno regresaría una vez más –redeunt Saturnia regna– y que había esperado que con el retorno de la Edad de Oro la civilización renaciera. En esto había una nueva fe en lo que vendría, algo que purificaría la adulteración del pasado para empezar de nuevo, y el principal blanco de la crítica –y es interesante con respecto a la situación en nuestros días– eran el sistema educativo y las universidades. ¿Qué demonios habían estado haciendo, y qué estaban haciendo ahora al permitir que estos grandes tesoros de la antigüedad fueran tan gravemente descuidados?

Me concentraré un momento en la relación entre la situación de la universidad y esta idea de que había algo que debía recuperarse, de que la vieja y corrupta rutina debía desecharse, porque aquellos que estaban especialmente resueltos a lograr un buen estilo, aprendiendo un correcto latín y un correcto griego, sentían que no había en verdad un buen espacio para ellos en el sistema universitario. Como sabrán, el sistema de aprendizaje medieval se dividía según las artes llamadas “liberales”. Eran siete. Tres de ellas, preliminares: gramática, dialéctica, retórica. Estaban relacionadas con las palabras porque antes de aprender algo tenías que aprender a expresarte, a ser elocuente. Por eso aprendías gramática, por supuesto gramática latina; dialéctica, argumento lógico; y retórica, discurso. Esto conformaba el Trivium –las tres vías–, y el término “trivial” sigue siendo un eco del hecho de que éstas eran las materias elementales. Se puede decir “esto se aprende en la escuela primaria, esto es trivial”. La etapa siguiente era el Quadrivium, las disciplinas más elevadas, basadas en el verdadero conocimiento que se diferencia de las meras palabras, el conocimiento de los números: aritmética, geometría, astronomía y música.

Hoy cuando hablamos de las materias de las artes y de las materias de las ciencias, y del supuesto conflicto entre ambas, de alguna manera aún nos hacemos eco de esta división entre los que se interesan en las formas de expresión elegante y los que se interesan en el conocimiento más que en la opinión. Así es como se consideraba a las ciencias matemáticas en ese entonces. Se ha dicho, y es correcto, que en las universidades del Renacimiento había una rebelión del Trivium contra el Quadrivium; una rebelión de los que se interesaban en el lenguaje y ya no querían tener un papel secundario porque las cátedras de las universidades se dividían según principios muy distintos. Según la carrera que se quisiera seguir –derecho, medicina, teología–, había un lenguaje muy técnico y libros de texto técnicos consagrados a cada una de ellas. Y los que querían enseñar retórica y las otras materias preguntaban: “¿Y a nosotros cuándo nos toca? Estos fueron los que llegaron a conocerse como umanisti… lo que llamamos “humanistas”. Se trataba de hombres que exaltaban la importancia del lenguaje. En la vida real muchos eran diplomáticos, secretarios, estudiosos, gente en cuyas carreras era muy importante la facilidad para escribir una buena carta o pronunciar un discurso impactante. Muy a menudo no eran teólogos, sino laicos. Y sin embargo es totalmente engañoso pensar el “humanismo” como un movimiento que reaccionó contra la Iglesia Romana. El término “humanismo”, a diferencia de umanista, es una invención del siglo XIX, y veremos que el siglo XIX tendía a exagerar por completo la oposición entre el Renacimiento y los llamados siglos cristianos.

Los humanistas también afirmaban que en el pasado había habido una muy mala tradición de aprendizaje, y se concentraron ante todo en cultivar el estudio de los autores de la antigüedad y su propio estilo. Hay un diálogo escrito por Leonardo Bruni a principios del siglo XV en el que un amigo le preguntó a un humanista, un comerciante y aficionado llamado Nicolò Niccoli, por qué no participaba de ninguno de los debates que habían sido tan apreciados en la Edad Media. Él replicó: “Si al menos tuviésemos los libros que contienen la sabiduría. Si al menos nuestros ancestros no hubieran sido tan ignorantes. Hasta los textos de los libros que aún existen están tan corrompidos que no pueden enseñarnos nada. ¡Qué tiempo es este en que la gente promete enseñar lo que evidentemente ni ella misma sabe! Cuando abren la boca más que pronunciar palabras enuncian solecismos. Si les preguntan cuál es la autoridad que invocan, dirán Aristóteles, pero los libros a los que hacen referencia son de un estilo tan tosco, inepto y disonante que no es posible prestarles atención, y no puede tratarse del verdadero Aristóteles. Ni él mismo se reconocería con ese aspecto”. 3

La actitud de las jóvenes generaciones hacia los profesores universitarios tradicionales era ésa. En 1397, a finales de siglo, escuchamos un reclamo contra esta brigata, los jóvenes que se consideraban superiores. Con el fin de parecer eruditos ante el hombre común, gritan en la plaza pública, discutiendo cuántos diptongos existen en la lengua de los antiguos, y por qué hoy el anapesto de cuatro pies métricos breves no se utiliza más. Y pierden todo su tiempo en estas fantásticas especulaciones. 4 Pero la afirmación de que perdían el tiempo pronto dejó de ser sostenible. Al menos los que estudiaban a estos hombres gradualmente reconocieron que algo había sido redescubierto. El mismo Bruni fue elogiado por haber encontrado de nuevo “la antigua fluidez de estilo”. 5 Esa fluidez de estilo es lo que estos hombres apreciaban y lo que realmente recuperaron. Muy poca gente, demasiado poca, me parece, se dedica hoy en día a leer latín humanista. Pero los que sí lo hacen sabrán que de hecho la lengua tiene una bella fluidez. Por momentos se vuelve más elegante que sustancial, pero la necesidad, o la sensación, de que ahí hay algo que recuperar se propaga desde Italia hacia el norte y más allá de los Alpes, y esto es lo que quiero demostrarles ya que están particularmente interesados en cómo el Renacimiento llegó a Inglaterra. Primero cruzó los Alpes como un movimiento universitario a favor de una reforma de la educación. (…)

En el norte se observa un choque mucho más obvio entre las tradiciones de la Edad Media y los cursos universitarios y quienes habían aprendido las nuevas ideas en Italia, luego de que el movimiento iniciado por Petrarca tomara impulso. En 1515 estos jóvenes impetuosos, que se autodenominaban poetae –los poetas– a diferencia de los hombres instruidos, cometieron un fraude maravilloso. Publicaron un libro llamado Epistolae Obscurorum Virorum, las Cartas de hombres oscuros. Estas cartas fingían, o pretendían, ser cartas de profesores universitarios conservadores que se quejaban entre ellos del espantoso movimiento que los había privado de su prestigio. Sólo puedo leerles la traducción de una de estas cartas, o un extracto de ella, para que tengan una impresión de esta sátira que debe de haber tenido gran parte de verdad y probablemente se haga eco del tono de quienes realmente reprobaban tanto a los poetae.

No hace falta decir que están deliberadamente escritas en un atroz latín que no puedo imitar: “Creo que estos poetas tienen el diablo en el cuerpo. Destruyen todas las universidades, y me enteré por un magister de Leipzig que enseñó ahí durante treinta y seis años y que me dijo que cuando era joven la universidad se encontraba en buen estado pues entre veinte mil estudiantes no había un solo poeta, y era un escándalo que un estudiante fuera a la plaza del mercado sin Petrus Hispanus o la Parva Logicalia bajo el brazo. Y cuando veían un magister se aterraban como si hubieran visto al diablo… En esa época la universidad prosperaba de verdad, y si alguno de ellos confesaba que secretamente había asistido a una clase sobre Virgilio el sacerdote imponía un duro castigo… ¡Ay, si las cosas siguieran siendo así en la universidad! Ahora, de veinte estudiantes, apenas uno quiere obtener un título, y los demás sólo quieren estudiar humanidades. Y si el magister da clase no tiene público, pero en las clases de los poetas hay tanto público que parece un milagro. Y debemos rogar a Dios que todos los poetas mueran, pues ¿no es mejor que unos pocos poetas mueran antes que todas las universidades perezcan?” 6

Este sentimiento de superioridad respecto de los maestros tradicionalistas lo compartían los grandes humanistas del norte, sobre todo Erasmo de Rotterdam, que en 1517 se regocijaba: “Las cartas educadas, que estaban casi extintas, ahora las cultivan los escoceses, los daneses y los irlandeses”. 7 Los humanistas habían enseñado a sus alumnos algo que no sabían: la antigua belleza de estilo.

Puede ser útil exponer esto en forma esquemática: Antigüedad clásica + Edad de las tinieblas – Recuperación + 1300-1400

Lo primero que hay que notar en este esquema es que el problema de cuándo había sucedido esta recuperación no era muy importante, pero el acontecimiento se situaba entre 1300 y 1400. En segundo lugar, y más importante, se veía la recuperación como algo estático. Las artes simplemente habían revivido, así como reviven las plantas.

La metáfora orgánica que está conectada con la idea de renacimiento tuvo una fuerte influencia. Las artes –y veremos que se aplica también a la pintura y a la escultura– se habían perdido y habían renacido. Hay valores absolutos del bien y la belleza… sin duda en el estilo latino el valor absoluto lo establecen Cicerón y los grandes clásicos; el término “clásico”, después de todo, significa que éstos son los autores que deberían tomarse como modelos. La antigüedad clásica es el canon de la perfección, y esta perfección se puede recuperar.

El Renacimiento como Progreso 
La razón por la que hago hincapié en lo estático de esta idea de Renacimiento es que gradualmente, pero de un modo muy importante, la noción de Renacimiento se fue relacionando con una idea muy distinta, que no es estática sino, por así decirlo, dinámica: la idea de progreso.8 En la idea de Renacimiento no se considera necesariamente un impacto del progreso como tal, pero durante el Renacimiento, cuando el objetivo había sido recuperar la belleza del estilo antiguo y del arte antiguo, después de un tiempo comenzó el debate o, por así decirlo, se descubrió que en realidad no se vivía en una antigüedad clásica renacida.

¿Por qué no? Porque entre tanto se habían realizado varios descubrimientos demoledores. Demoledores en el verdadero sentido del término, porque uno es, por supuesto, la pólvora, que había cambiado la naturaleza de la guerra. También se había descubierto la imprenta, que había cambiado la naturaleza de las comunicaciones, y la brújula marina, que había cambiado las posibilidades de la navegación. Todo esto planteó el interrogante de si simplemente se estaba recuperando la antigüedad o si una época completamente nueva se acercaba o había nacido.

Es interesante, por cierto, que todos estos descubrimientos que diferencian las edades posteriores, o la edad moderna, de la antigüedad son inventos, que de algún modo habían llegado a Occidente desde Oriente… principalmente desde China. Con toda certeza es así en el caso de la brújula marina, y casi con certeza en el caso de la pólvora, y hasta la imprenta sin duda se utilizaba en China antes de que se conociera en Occidente. De modo que, en cierto sentido, lo que distingue la nueva época de la antigua, y lo que infunde una incipiente esperanza, al menos, no en la recuperación de los valores perdidos pero sí en un futuro que será cada vez mejor –en otras palabras, la idea de progreso–, surge en parte de un choque cultural, de las nuevas ideas o los inventos que se propagaron a través del mundo y llegaron a Occidente. Esto fue lo que infundió a Francis Bacon sus esperanzas en el desarrollo de la ciencia, la dominación de la naturaleza y, en realidad, lo que le hizo subestimar el conocimiento puramente humanístico.

Todos estos grandes cambios –y debo ser muy sintético con este tema– llevaron a reflexionar sobre el rumbo de la historia. La primera reflexión sistemática sobre la historia humana como tal es The New Science, del filósofo napolitano Giambattista Vico, a principios del siglo XVIII.9 Vico tomó la idea de “edades”, pero consideraba que regresaban en ciclos como las estaciones. Toda civilización debe atravesar ciertas etapas, como los seres humanos. A la primera, la que más le interesaba, la llamó la Edad de los Dioses; es la tosca etapa primitiva que da origen al mito. La segunda, la Edad de los Héroes, es la edad épica de las guerras y la caballería, que viene seguida de la Edad del Hombre, la edad racional en que nos encontramos a nosotros mismos.

Este interés en el primitivismo combinado con la fe en el hombre es característico de muchas filosofías del período que llamamos la Ilustración. Para el crítico e historiador alemán J.G. Herder, que pudo haber estado influenciado por Vico, toda la historia aspira a hacer al hombre más humano, un ideal al que llamó Humanität.10

Aunque estos pensadores diferían –y no debemos olvidar que en aquel entonces Rousseau cuestionó la fe misma en el progreso–, todos estaban interesados en las condiciones que conducían a una buena sociedad.

En ese aspecto, el primer historiador cultural fue sin duda Voltaire, con su libro Essai sur les moeurs et l’esprit de nations, de 1756.11 En su Age of Louis XIV había escrito sobre cuatro períodos de felicidad pertenecientes al pasado. Tres de ellos correspondían a soberanos poderosos: el de Alejandro Magno, el de Augusto y el de Luis XIV.

Pero el cuarto era el Renacimiento respecto del cual reconocía el rol de una familia de banqueros de clase media, los Medici, que habían realizado por la civilización una tarea que la nobleza y la Iglesia habían descuidado. La Edad del Hombre, siguiendo la división de Vico, fue una edad de clase media en la que los banqueros favorecieron a artistas y estudiosos. Se trataba de una nueva interpretación que se consolidó en Inglaterra cuando William Roscoe publicó la primera biografía completa de Lorenzo de Medici en 1795. El libro de Roscoe expresa lo que Herbert Butterfield llamó “la concepción Whig de la historia”. Era un banquero de Liverpool y un miembro del movimiento Wilberforce a favor de la abolición de la esclavitud, y su interpretación del Renacimiento está teñida de su entusiasmo por la libertad. Permítanme citar las primeras líneas del capítulo uno: “Florencia se ha destacado en la historia moderna por la frecuencia y la violencia de sus desavenencias internas, y por la predilección de sus habitantes por todas las ramas de la ciencia y todas las obras de arte. Aunque estas características parezcan no coincidir, no es difícil reconciliarlas. El mismo espíritu activo que convoca el talento de los individuos a favor de la protección de sus libertades, y resiste con determinación invencible cualquier cosa que pudiera violarlas, en los momentos de paz y seguridad nacional busca con avidez dedicarse a otros fines”.

Por lo tanto el Renacimiento fue un período de paz nacional en el que la activa clase media italiana se dedicó a otros fines y creó una nueva civilización. Había algo que conectaba los aspectos contradictorios del período, su violencia y su cultura… incluso el individualismo del período, incluso la disolución de la Iglesia, como recalcaba Macaulay en 1827 en su famoso ensayo sobre Maquiavelo.

Pero mientras que el Renacimiento estaba unido, por así decirlo, a la idea de progreso político, la nueva época, la marcha del progreso, los mismos eventos del período en que Roscoe escribía causaron una reacción en el verdadero sentido del término. Se trataba de la época de la Revolución francesa y también de la época en que estos valores del progresismo eran totalmente cuestionados por los que estaban desencantados con la revolución… los románticos. Los románticos, que querían regresar a lo que se conocía como la Edad de la Fe, negaban el valor que convencionalmente se le daba al Renacimiento ya que veían destrucción ahí donde el Renacimiento y los períodos posteriores habían visto un movimiento ascendente. En forma esquemática: Antigüedad clásica – Edad Media + Renacimiento –

Para los románticos la Edad de la Fe era la edad de lo individual, en la que el individuo aún conocía su lugar y todos participaban en la construcción de catedrales y en general no había ninguna división en la mente de los hombres. En Inglaterra el gran defensor de esta lectura de la Edad Media fue John Ruskin, que detestaba el Renacimiento y en 1853 escribió –como era de esperar– que los estudiosos del Renacimiento “de pronto descubrieron que durante diez siglos el mundo había vivido de una manera gramaticalmente incorrecta, y de inmediato lograron que el fin de la existencia humana fuera ser gramaticalmente correcto”.12 Era un comentario satírico, pero en esta ocurrencia hay algo más de lo que algunos intérpretes del Renacimiento están dispuestos a admitir. De todos modos, para Ruskin el Renacimiento fue pernicioso, y fue pagano. Resultó parte de la muerte más que de la vida, ya que su arte tenía como fin el goce más que el servicio. Lo que importa, y a lo que sólo puedo referirme brevemente, es que estos dos puntos de vista opuestos podrían reconciliarse de modo engañoso en un sistema de filosofía histórica más extenso y abarcador, que es lo que hizo Hegel con su dialéctica. Reconozco que en esto soy parcial dado que me han convencido los argumentos lógicos de Karl Popper en cuanto a que las pretensiones de este método que ha sobrevivido en el marxismo son completamente insostenibles.13 Sea como fuere, Hegel quería demostrar que la historia podía verse como un vasto silogismo, una progresión lógica que como tal podía demostrarse inevitable. Éste es el significado de su famosa sentencia: lo real es lo racional y lo racional es lo real. Para Hegel todo el curso de la historia, todo el desarrollo de la mente humana, es la continuación de un proceso cósmico. Comienza con la creación del mundo y continúa en la gran cadena del ser, la escala de la creación; de las piedras pasamos a las plantas y de las plantas a los animales, y de los animales al hombre. De modo que las diferentes edades representan etapas cada vez más elevadas de conciencia del espíritu o de la deidad reflexionando sobre sí misma. El proceso evolutivo que continúa siempre abarca el mundo antiguo, la Edad Media y la llegada del Renacimiento.

Pero el curso de la historia no es recto. Desde la antigüedad no podríamos haber ingresado directamente al Renacimiento y, lo que es más importante, a la Reforma.

Fue necesario que hubiera una etapa de feudalismo en los países cristianos, y cada una de esas etapas es valiosa a su manera, como un necesario paso hacia adelante, pues se va hacia adelante. Lo que condujo al Renacimiento, desde el punto de vista de Hegel, fue que ciertas “contradicciones internas” (como dirían los marxistas) produjeron la desintegración de la Edad Media y crearon una nueva edad. Entre estos agentes desintegradores que identificó Hegel se encontraba el arte, que llevó al hombre hacia lo sensual; el estudio de la antigüedad, que lo apartó del cielo, y los descubrimientos geográficos, que volcaron el espíritu hacia afuera, hacia esta Tierra. Para citar al menos un extracto de sus propias palabras: “El término humaniora es muy significativo, porque aquellas obras de la antigüedad celebran lo esencialmente humano y lo que nos hace humanos. Estos tres hechos –el así llamado nuevo nacimiento de la educación, el florecimiento de las bellas artes y los descubrimientos de América y de la ruta marítima a las Indias Orientales– pueden compararse con el rubor del amanecer que luego de grandes tormentas anuncia por primera vez un bello día. Este día es el día del hombre común que irrumpe al fin luego de la larga, fatídica y terrible noche de la Edad Media, un día que está marcado por la ciencia, el arte y el deseo de descubrir; en otras palabras, por las más nobles y elevadas manifestaciones del espíritu humano luego de haberse liberado del cristianismo y emancipado de la Iglesia”.

Se trata de un movimiento que para Hegel culmina en “el amanecer de la Reforma que todo lo transfigura”. De este modo se salva la idea de progreso mientras que se admite la valoración romántica de la Edad Media a través de la noción de “necesidad histórica”.14

La interpretación del Renacimiento de Hegel tuvo una enorme influencia, porque realmente consolidó la idea de que todo período cronológico estaba marcado por un característico “espíritu de época”.

De este modo el Renacimiento no iba a considerarse apenas como un movimiento a favor de un nuevo nacimiento de ciertos valores, sino como una época completamente nueva, un nuevo eslabón en el desarrollo de la humanidad.

El historiador francés más influyente –Jules Michelet– dice esto de manera bastante explícita en el volumen que en 1855 dedicó al Renacimiento francés. En el prefacio afirma que ha dedicado diez años de su vida a escribir la historia de Francia en la Edad Media, y diez años a escribir sobre la Revolución francesa. Lo que queda, añade, es llenar el vacío escribiendo la historia del Renacimiento y la Edad Moderna. Y agrega: “Para el amante de la belleza, la atractiva palabra Renacimiento no implica más que la llegada de un arte nuevo; para el estudioso significa la renovación de los estudios de la antigüedad; para el abogado, el final del caos de las antiguas costumbres. ¿Pero eso es todo? Si hubiera sido así, este esfuerzo colosal, una revolución de tal escala y complejidad y fuerza, no habría fundado nada. ¿Podría haber algo más desalentador para la mente humana?”

Pero Michelet continúa: “Estos especialistas han olvidado dos cosas; pequeñas cuestiones, es verdad, que pertenecen en mayor medida a esa edad que a todas las edades anteriores: el descubrimiento del mundo y el descubrimiento del hombre”. Y enumera a Colón, Copérnico, Galileo, Vesalius, Servetus, Lutero, Calvino, Montaigne, Shakespeare, Cervantes como exponentes de este nuevo descubrimiento del mundo y del nuevo descubrimiento del hombre.15 Este prefacio se volvió enormemente importante en la historia que estudiamos porque cinco años más tarde, en 1860, el gran historiador suizo Jacob Burckhardt publicó el libro The Civilization of the Renaissance in Italy,16 en el que utilizó esta observación (que era un aparte casual o polémico de Michelet, él mismo muy anticlerical). La utilizó como andamiaje para su libro, en el que la civilización del Renacimiento llegaba a ser el descubrimiento del mundo y el descubrimiento del hombre. De ahí en más encontramos muy pocos libros sobre el período donde no se mencione el descubrimiento del hombre. Personalmente, creo que es momento de dejar descansar la muletilla. Por eso intenté mostrarles cómo la palabra “hombre” se mezcló con el Renacimiento, en gran parte por el accidente del término umanista y su fusión con las filosofías del progreso que contrastaban la Edad del Hombre o de la Humanität con las etapas iniciales. Como historiador, me resulta difícil imaginar un grupo de hombres y mujeres que todavía no hayan “descubierto al hombre”, y aun más difícil describir gente cuya religión, después de todo, se centraba en la creencia de que Dios mismo se había convertido en hombre. A decir verdad, he llegado a ver como una señal de alarma la presencia de la palabra “Hombre” con mayúscula en un libro sobre el Renacimiento. Me hace sospechar que una vez más me someterán a una cadena de gastados clichés más que a un nuevo aprendizaje sobre este período.

No tenemos que culpar de esto a Burckhardt, que apenas utilizó la observación de Michelet como un punto de apoyo para justificar su selección de hechos evidentemente personal. Pero he intentado demostrar en otra parte 17 que al hacer esto también impuso una interpretación hegeliana sobre el período. Valoraba el Renacimiento como señal de la Edad Moderna, y veía a los italianos como los primogénitos modernos. Pero llegó a esta interpretación haciendo retroceder las fronteras del Renacimiento, para así incorporar a éste todo lo que le gustaba de la Edad Media. Las baladas de los estudiantes errantes del siglo XII anunciaban el Renacimiento, y transformó a Dante en uno de sus principales testigos, pese a que hoy en día pocos considerarían a Dante una figura del Renacimiento. Aunque el Renacimiento siguió siendo la edad del descubrimiento del hombre y del mundo, la frontera con la Edad Media en parte se disolvió.

Lamentaría dejarles la impresión de que dicha crítica echa por tierra el trabajo de Burckhardt. Si se puede llamar gran hombre a un historiador, sin duda Burckhardt es candidato al título. Sabía, y lo decía, que su visión del período era subjetiva y que otros que leyeran las mismas fuentes podrían formarse una imagen muy distinta. Pero tenía tanto talento artístico que en general se aceptaba su punto de vista. Y hasta cuando llegó el tiempo en que los escépticos alzaron sus voces, invariablemente el debate partía de la crítica a su libro. 18 Al principio The Civilization of the Renaissance se vendió poco, pero una generación después se volvió inmensamente famoso y popular, no sólo entre los historiadores sino también entre el público en general. Tocó una fibra sensible, porque en la Edad Victoriana el Renacimiento había adquirido un curioso aire de actualidad.

Su valoración tuvo una clara importancia para algunas cuestiones centrales del siglo XIX: la emancipación, la liberación del dogma, la movilidad social. El individualismo y el liberalismo se proyectaron hacia el Renacimiento mientras que Ruskin y los medievalizantes tomaron de la cerrada sociedad de la Edad Media sus analogías sobre una sociedad virtuosa.

Si caminan por nuestras ciudades se darán cuenta de que la lealtad a estas dos “edades” opuestas influyó en la adopción de técnicas de construcción góticas y renacentistas durante el siglo XIX. Se percibía el gótico como el estilo en esencia cristiano y por consiguiente las iglesias, pero también las escuelas y las universidades, generalmente se construían imitando las construcciones medievales. En Londres el Parlamento se reconstruyó en estilo gótico para evocar las raíces medievales de las libertades inglesas. De modo característico, edificios como el Club de la Reforma en Londres (1837) se diseñaron siguiendo un modelo renacentista. De hecho, cuando en 1857 Lord Palmerston hizo que un famoso arquitecto, Gilbert Scott, diseñara el Ministerio de Asuntos Exteriores, rechazó el primer proyecto, que era gó- tico, e insistió en un edificio renacentista.19 Aparentemente sentía que en Europa continental se identificaba a los medievalizantes con la reacción política. En esta atmósfera cargada surgió entre los progresistas un culto casi histérico al Renacimiento. Buscando en cualquier biblioteca encontrarán muchos, muchos libros, novelas históricas, obras de teatro y folletos de viaje llenos de pintorescas visiones de los “superhombres” del Renacimiento, sumamente artísticas y sumamente inescrupulosas. Hasta las historias serias, como las opiniones panorámicas de J.A. Symonds 20 sobre el período, están teñidas de esta inclinación.

En Francia, Hippolyte Taine y el conde de Gobineau representan esta tendencia, y en Alemania el filósofo Nietzsche la promovió. El gran ensayista Walter Pater21 y la ahora olvidada Vernon Lee (Violet Paget) veían en el Renacimiento principalmente una reacción contra la Edad Media cristiana y por lo tanto, en palabras del año 1066, era “algo bueno”. Se extraían ciertas citas como las de Carnival Song in Praise of Youth de Lorenzo de Medici, muchas veces fuera de contexto, para ilustrar esta idea de una reacción contra la Iglesia medieval, una reacción, en realidad, contra el cristianismo –“la glorificación del cuerpo”, “la glorificación del hombre”–, y contra estas exageraciones llegó la reacción.

Reinterpretando el Renacimiento
Naturalmente comenzó en gran medida en el bando católico romano. La desvalorización de la Edad de la Fe, del período católico, cuando el mundo estaba unido en una sola fe, naturalmente irritó a estos estudiosos, y plantearon una serie de interrogantes. Uno de estos interrogantes era si la Edad Media había sido realmente tan oscura; y el segundo era si el Renacimiento había sido realmente tan luminoso. Cada una de estas preguntas podía responderse en función del material seleccionado. Pero lo primero que hay que notar es quizá la afirmación de que, lejos de haber estado en contra de una vuelta a la vida de la civilización, por lo que la Iglesia había sido condenada, fue la Iglesia misma –el cristianismo– la responsable del nuevo giro, del redescubrimiento del mundo y del hombre. Aunque suene inverosímil, quizás, el hombre que precisamente provocó este gran giro no fue Petrarca sino San Francisco de Asís. San Francisco alababa la belleza de la creación y, haciendo hincapié en la conciencia individual, entendió por primera vez al individuo, y por lo tanto es en el movimiento franciscano (así lo afirmaban el erudito francés Paul Sabatier22 y su contemporáneo alemán Henry Thode23) donde debemos ver el verdadero comienzo del Renacimiento.

Además, lejos de ser paganos o antirreligiosos, los grandes humanistas mismos eran muy religiosos, como lo eran los grandes artistas. Sin duda esa afirmación dice mucho. Si van a la National Gallery o a cualquier otro museo y miran los cuadros del Renacimiento, no es difícil darse cuenta de que la mayoría representa a la Virgen María. En otras palabras, lejos de concentrarse en temas paganos, los artistas del Renacimiento se concentraron en los temas religiosos tradicionales. Y si luego leen las vidas de los humanistas y sus mecenas, verán que también estaban muy interesados en su propia salvación; que dedicaban capillas y altares y se preocupaban mucho por lo que les pasaría si llevaban una vida pecaminosa. Así, la reacción contra el culto al Renacimiento como algo totalmente pagano era muy razonable, por así decirlo, al enfatizar el rol de la devoción popular en este período. Aby Warburg, el fundador del Warburg Institute,24 fue uno de los que formaron parte de esta revisión. Hay varios nombres: Vladimir Zabughin, Giuseppe Toffanin y otros tantos, escritores católicos romanos, que enfatizaron –y a veces hasta sobreenfatizaron– la importancia del componente religioso en el Renacimiento.

Pero hubo otro ataque, uno más preciso, contra la idea esquemática de una nueva época en la que se había descubierto todo lo que era progresista. Este ataque vino de la historia de la ciencia. Recordarán que el Renacimiento fue, en algunos aspectos, una desvalorización del Quadrivium, del conocimiento de los números y de las matemáticas, y de hecho se podría afirmar que el período no fue muy fértil en cuanto a pensamiento científico. El gran cambio, como enfatizó especialmente Lynn Thorndike,25 ocurre sólo a fines del siglo XVI. Si nos interesa la historia de la ciencia, no nos interesará tanto lo que Petrarca recuperó de las cartas de Cicerón como nos interesará un hombre, Galileo Galilei, y su obra principal es posterior al 1600.26 Además los despreciados escolásticos, que eran ridiculizados por los humanistas, resultaban mejores científicos que los humanistas del Renacimiento. De hecho, en el movimiento franciscano de Oxford –Robert Grosseteste, Roger Bacon y otros tantos– se encuentra el comienzo de la ciencia de Occidente,27 que continúa en las universidades con el debate de ciertos problemas, como el del impulso y la naturaleza del movimiento, mientras que los humanistas permanecían en el pasado. Es verdad, hay rarezas como Leonardo; pero la situación de Leonardo, que se autodenominaba hombre no letrado –uomo sanza lettere–, es muy ambigua, y cuánto les debía a los libros escolásticos es una vez más materia de debate.28Creo que esta opinión de que todo progreso científico es en realidad medieval, y de que el Renacimiento cultivaba las artes a expensas de todo lo demás, es también una caricatura de la verdad.

Después de todo, lo que llegó a conocerse como la revolución copernicana está muy íntimamente relacionado con el Renacimiento. Copérnico era, entre otras cosas, un humanista que traducía a un autor menor griego al latín, y su búsqueda de una imagen alternativa del mundo comenzó con un escrutinio de las autoridades clásicas tales como Cicerón y Plutarco.

La cuestión ahora es más bien qué hizo que Copérnico buscara estos textos antiguos. Aquí la interpretación de la ciencia del Renacimiento ha tenido un giro inesperado, últimamente, en gran parte por las brillantes investigaciones de Frances Yates29 y D.P. Walker.30 Ellos demostraron que el conocimiento perdido que algunos intentaron recobrar no era tanto lo que hoy llamamos conocimiento científico sino percepciones místicas que, según se creía, daban algo parecido al poder mágico. Hay abundante evidencia de este anhelo irracional en el Renacimiento, evidencia que en gran medida minimizaron aquellos que estaban comprometidos con una interpretación, ya fuera “progresista” o “medieval”, del período. Otra cuestión es cuánto de Copérnico puede explicarse teniendo en cuenta esto. Las generalizaciones pueden convertirse fácilmente en una trampa a menos que se las controle mediante una minuciosa lectura de las fuentes.

En realidad quería llegar a este punto. ¿Qué nos puede decir una generalización sobre una “edad”?31 No hay “edades”, en el sentido de que haya en una sociedad un espíritu y una mentalidad uniformes compartidos por todos. La gente difiere en el grado de educación, en el partidismo, en sus gustos, en su inteligencia y, como ya sabemos, en sus oportunidades. El interrogante sobre quién era en realidad un hombre del Renacimiento en el Renacimiento sería ridículo si se planteara en esos términos… sin duda no lo era “el artesano de la madera ni el aguatero”, o el comerciante común, o el feligrés común. La cantidad de gente que habla de su edad, que es elocuente en ese sentido, siempre es pequeña,32 especialmente antes del invento de los medios masivos. Además también son, cada uno, individuos en un sentido bien diferente. Los seres humanos son complejos; pueden hablar de la boca para afuera de una cosa porque involucra un factor de prestigio, mientras que en el fondo, o en el lecho de muerte, de pronto pueden recordar sus antiguas devociones. Cada persona pertenece en sus múltiples capas a los muchos aspectos de la civilización. Lo que podemos decir, lo que quisiera poner en claro, es que el Renacimiento fue un movimiento más que una “edad”. Un movimiento es algo que se proclama. Por un lado, atrae a los fanáticos que no pueden tolerar nada que no pertenezca al movimiento, y a seguidores que van y vienen; en todo movimiento hay un espectro de intensidades de la misma manera en que hay varias facciones o “alas”. También hay adversarios y muchas personas neutrales, ajenas al asunto, que tienen otros problemas. Creo que fácilmente podemos describir el Renacimiento como un movimiento de esta clase, pero –no hace falta decirlo– una descripción no es una explicación. El historiador quisiera descubrir qué es lo que hizo que el Renacimiento fuera un movimiento tan exitoso que llegó a difundirse por toda Europa. Por supuesto que en este tipo de análisis deberían incluirse la economía, la posición social de los laicos, el nuevo rol de las ciudades, pero la pregunta que nunca debería omitirse es por qué un número creciente de individuos toma e imita ciertas innovaciones. En el caso de los inventos técnicos la respuesta es simple. Se difunden porque son útiles. Por ejemplo los anteojos; sabemos cuándo y dónde se inventaron: en Pisa alrededor de 1300. Dos generaciones después había anteojos en China porque a la gente que no veía bien le resultaba sumamente útil tener esta cosa hecha para ellos. En otras palabras, en el caso de los inventos casi no necesitamos preguntarnos por qué se los adoptó. Algunas veces podemos preguntarnos por qué no prospera algo que tiene una ventaja evidente; puede haber tabúes religiosos que impidan su adopción. Pero muy a menudo la comprobable superioridad de los inventos funciona como vanguardia, abre el camino para otras cosas que luego se vinculan con el prestigio que el movimiento ha adquirido. Sin duda en el siglo XVI la cultura italiana tenía un enorme prestigio en Europa, y esto generó recelo en Inglaterra: “Un inglés italianizado es el diablo encarnado”. Pero las dos cosas se corresponden: la superioridad genera envidia, oposición e insistencia en los valores tradicionales, como hemos visto en la sátira Epistolae Obscurorum Virorum. Todo cambio provoca críticas, y parte de la crítica puede estar totalmente justificada.

Me he concentrado en un sólido logro del Renacimiento como movimiento que, lamentablemente, no puedo demostrar aquí: me refiero a la recuperación de un estilo latino elegante y dúctil. Hasta ahora no he mencionado en absoluto otro logro semejante que llenó de orgullo a los líderes del movimiento: la llamada “vuelta a la vida” del arte. Los amantes del arte medieval, ni hablar de los campeones del estilo primitivo o de las revoluciones del siglo XX, naturalmente no se preocupan demasiado por estas afirmaciones. Después de todo hoy en día nadie piensa, como lo había hecho Vasari en el siglo XVI, que el arte había estado “muerto” hasta que los florentinos lo revivieron alrededor del año 1300. Pero este cambio de gustos no debería necesitar y no necesita ocultar el hecho de que en este período hubo ciertos inventos que dieron al arte del Renacimiento una ventaja con respecto a tradiciones anteriores. Cuando Alberto Durero (1471-1528), el maestro alemán, quiso resumir a qué se refería con “vuelta a la vida” o “desarrollo renovado” del arte, habló de dos técnicas que los italianos habían dominado: la ciencia de la perspectiva y el desnudo.33

Permítanme resumir en unos cuantos ejemplos lo que esto significaba. La perspectiva permite al artista ubicar las figuras en un escenario convincente. Este cuadro de Masaccio (San Pedro cura a los enfermos con su sombra) muestra cómo manejaba la perspectiva, mientras que en el fresco de Masolino (San Pedro curando a un lisiado), pintado no mucho antes, la perspectiva no es correcta y los edificios no parecen mantenerse en pie. Esto fue lo que los artistas y escritores posteriores criticaron especialmente en las pinturas del período anterior al desarrollo de la perspectiva. Podían demostrar que los artistas anteriores habían cometido ciertos errores. Durero admiraba a Martin Schongauer, un maestro de la generación previa, pero pareciera haber corregido deliberadamente la versión de Schongauer de La muerte de la Virgen utilizando una perspectiva más coherente y consistente. Se trataba de un sólido logro que llevó a los artistas a Italia para aprender lo que se había descubierto. O tomemos el desnudo del que hablaba Durero. Creo que, si describimos la Venus de Giorgione (Venus dormida) o el Adán de Miguel Ángel –ambas pintadas alrededor de 1510–, al decir “bello” no estamos simplemente expresando una preferencia subjetiva. Me doy cuenta de que los ideales de belleza física han variado de cultura en cultura y continuarán variando, pero no estoy seguro de que esta observación garantice un completo relativismo respecto de estos asuntos, no más de lo que lo garantiza en el caso de la perspectiva.

No nos sorprende, después de todo, que artistas y hombres corrientes estuvieran profundamente impresionados, casi intoxicados, por esta nueva maestría para crear bellas imágenes alcanzada en Italia. No es que esta maestría pudiera alcanzarse de un día para el otro. Las creaciones de los grandes artistas del Renacimiento tenían tanta demanda justamente porque se las consideraba únicas. Pero el estilo del Renacimiento en sí mismo podía imitarse y conllevaba cierto glamour y prestigio.

De hecho hemos visto que, incluso en el siglo XIX, el estilo podía utilizarse como un emblema de lealtad. (Aún se utiliza de este modo en nuestra época, sin importar si somos modernistas o tradicionalistas.) No es tan descabellado pensar que los estilos de construcción podrían funcionar de igual modo en siglos anteriores. Cuando un lord o un comerciante del siglo XIX insistían en que construyeran su palacio o su villa al estilo llamado all’antica (a la manera de los antiguos), ellos también querían proclamar su lealtad al Renacimiento para mostrar que eran hombres de cultura y buen gusto.

Al igual que el estilo puro de la pintura del Renacimiento, el estilo puro de la arquitectura del Renacimiento no se llegaba a dominar fácilmente… no llegó a Inglaterra antes de que apareciera Inigo Jones en el siglo XVII. Pero siempre se podía rendir homenaje a los italianos introduciendo en el diseño propio algunos elementos del nuevo repertorio de formas, columnas, pilastras, y de este modo los rasgos del Renacimiento llegaron por primera vez a Inglaterra, generalmente por medio de muestrarios de diseño flamenco.34 Al igual que otras formas en la literatura y en la vida de estilo italiano, podemos interpretarlas como muestras de respeto hacia los logros del Renacimiento.

El éxito o el fracaso de movimientos como el Renacimiento dependen de muchos factores: de la moda, del prestigio, de la búsqueda de la novedad. Pero, a menos que también tomemos en cuenta la posibilidad de verdaderos logros, verdaderas conquistas, la historia en realidad no es más que “una maldita cosa tras otra”. He sido crítico de las diversas filosofías del progreso y sobre todo de la creencia metafísica de que el curso de la historia está predeterminado por algún espíritu hegeliano. Pero creo, con Karl Popper,35 que un rechazo de estas interpretaciones deterministas de la historia no nos compromete a aceptar un escepticismo absoluto. Sólo puede haber explicaciones limitadas para problemas limitados. El análisis detallado de una situación a veces puede permitir preguntarnos sensatamente qué fue lo que permitió el triunfo de un movimiento en particular en determinada sociedad. El éxito del Renacimiento no fue simplemente una casualidad.

Referencias:
1 Estocolmo, 1960.
2 Citado en Panofsky, op. cit., p. 10.
3 Parafraseado al modo de Leonardo Bruni, Dialogi ad Petrum Histrum; la edición más accesible (y la traducción italiana) se encuentra en E. Garin, Prosatori Latini del Quattrocento, Milán, 1952. Para esto y lo que sigue véase también mi artículo “From the Revival of Letters to the Reform of the Arts: Niccolò Niccoli and Filippo Brunelleschi”, en D. Fraser et al (eds.), Essays in the History of Art presented to Rudolf Wittkower, Londres, 1967.
4 . Rinuccini, Invettiva contro a cierti caluniatori di Dante; como referencia véase mi artículo citado más arriba, p. 74.
5 A. Perosa (ed.), Giovanni Rucellai ed it suo Zibaldone, Londres, 1960, p. 61.
6 7 F. Griffin Jones (ed.), Epistolae Obscurorum Virorum, 1909, II. 46 (un poco abreviado).
7 J. Huizinga, Erasmus of Rotterdam, Londres, 1952 (incluye una selección de sus cartas), pp. 218 y ss.
8 9 J.B. Bury, The Idea of Progress, 1920; Dover Paperback, 1955.
9 G. Vico, Scienza Nuova, edición revisada, Nápoles, 1744; traducción al inglés: T.G. Bergin y M.H. Fisch, 1948; Cornell Paperback, 1970. Sobre la influencia posterior de Vico véase también E. Wilson, To the Finland Station, 1940.
10 J.G. Herder, Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit, 1784-1791.
11 El título completo es Essai sur l’histoire generale et sur les moeurs et l’esprit des nations depuis Charlemagne jusque’à nos jours, Ginebra, 1756. Hay un capítulo excelente sobre la influencia de Voltaire en W.K. Ferguson, The Renaissance in Historical Thought, Cambridge, Massachusetts, 1948.
12 J. Ruskin, “The Stones of Venice”, III, en Works, Londres, 1903-1912, vol. XI, p. 69.
13 K.R. Popper, The Open Society and its Enemies, Londres, 1945; Routledge Paperbacks, 1967.
14 G.F. Hegel, “Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte”, en H. Glockner (ed.), Sämtliche Werke, Stuttgart, 1928, XI, pp. 516 y 518. Hay una traducción al inglés de esta obra por T. Sibree, 1899, pero aquí la traducción es mía. Véase también mi libro In Search of Cultural History, Oxford, 1969.
15 J. Michelet, Histoire de France, VI, París, 1855, pp. i-iii.
16 J. Burckhardt, Die Kultur der Renaissance in Italien, 1860. Hay muchas ediciones de la traducción al inglés de S.C.G. Middlemore.
17 In Search of Cultural History, citado más arriba.
18 Véase W.K. Ferguson, The Renaissance in Historical Thought, citado más arriba.
19 N. Pevsner, Pioneers of Modern Design, Londres, 1936; Penguin Paperbacks, 1960.
20 J.A. Symonds, Renaissance in Italy, 7 vols., Londres, 1875-1886.
21 W. Pater, The Renaissance, 1877.
22 P. Sabatier, Vie de St. Francois d’Assise, París, 1894; traducido al inglés, Londres, 1894.
23 H. Thode, Franz von Assisi und die Anfänge der Kunst der Renaissance in Italien, Berlín, 1885.
24 Véase mi libro Aby Warburg, An Intellectual Biography, Londres, 1970.
25 L. Thorndike, A History of Magic and Experimental Science, 7 vols, Nueva York, 1923, 41.
26 H. Butterfield, The Origins of Modern Science, Londres, 1949.
27 A.C. Crombie, Augustine to Galileo: Science in the Middle Ages, Londres, 1952; Mercury Paperback, 1961.
28 Para un punto de vista equilibrado, remitirse a V.P. Zubov, Leonardo Da Vinci, Cambridge, Massachusetts, 1968.
29 F.A. Yates, Giordano Bruno and the Hermetic Tradition, Londres, 1964.
30 D.P. Walker, The Ancient Theology, Londres, 1972.
31 J. Huizinga, “The Task of Cultural History”, en Men and Ideas, Meridian Paperback, 1959.
32 Para un intento reciente por evaluar a la “elite” en términos numéricos véase P. Burke, Culture and Society in Renassaince Italy, Londres, 1972.
33 Para lo que sigue véase mi artículo “The Leaven of Criticism in Renaissance Art” en C. Singleton (ed.), Art, Science and History in the Renaissance, Baltimore, 1967.
34 J. Summerson, “Architecture in Britain 1530-1830”, en The Pelican History of Art, 1953.
35 K.R. Popper, The Poverty of Historicism, Londres, 1957.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar