El vagabundo alemán, por Peter Ackroyd

Fragmento de la biografía Charlie Chaplin


El novelista británico especializado en cine Peter Ackroyd recorre en esta biografía la vida de Charles Chaplin, el genial humorista, actor, compositor, guionista y director que hace más de cien años conquistó al público creando al vagabundo, uno de los personajes más entrañables de todos los tiempos.

El autor reconstruye la vida de Chaplin, desde su nacimiento, sus días de pobreza, el alcoholismo de su padre y las internaciones psiquiátricas de su madre, su paso por varias instituciones de menores, y la llegada del éxito, que lo transformó en un culto de masas, hasta su muerte ocurrida  Suiza el 25 de diciembre de 1977.

Compartimos en esta ocasión, el fragmento sobre la gesta de la película El gran dictador, la primera película hablada de Chaplin, en la que interpretó a Adenoid Hynkel, el dictador de Tomania, inspirado en Adolf Hitler. Dicen que la primera vez que Chaplin vio al dictador alemán dijo: “Es una mala imitación mía”. Según su biógrafo “los dos pretendían encarnar al hombre corriente que lucha contra las fuerzas de la sociedad moderna, y ambos compartían además el misterioso don de arrastrar tras de sí a millones de personas con una especie de mágico poder hipnótico. Uno y otro eran magníficos actores, y los dos se nutrían de los sentimientos de inadaptación y autocompasión que les embargaban. Los dos idolatraban las figuras de Napoleón y Jesucristo y se identificaban con ellas. A los dos les gustaba la música y se consideraban capaces de componerla. Ambos habían revelado ceder a súbitos y furibundos accesos de cólera irracional, y tanto uno como otro manifestaban bruscos cambios de humor. Y si Hitler padecía brotes paranoicos, lo mismo le ocurría a Chaplin”.

Fuente: Peter Ackroyd, Charlie Chaplin, Buenos Aires, Editorial Edhasa, 2016, págs. 283-293.

Chaplin había recibido un recorte de periódico en el que se decía que Adolf Hitler había prohibido la exhibición de sus películas en Alemania con el argumento de que el actor se le parecía mucho. “Piénsalo”, le comentó Chaplin a su hijo mayor, “él es el demente, yo el cómico. Pero podía haber sido al revés”. Es posible que la situación militar del momento también contribuyera a que el actor diera en concentrarse en esta idea. El ejército alemán había invadido Austria a principios de la primavera de 1938. Esta es una de las razones que explican que también fuese por esta época cuando empezara a considerar la posibilidad de interpretar el papel de un dictador cómico.

La verdad es que el parecido entre Chaplin y Hitler resultaba asombroso. Los dos habían nacido en abril de 1889, con una diferencia de cuatro días. Los padres de ambos se habían dado a la bebida, así que los chiquillos, al crecer, habían terminado por adorar a sus madres. Uno y otro procedían de una línea familiar marcada por la locura y la ilegitimidad. Lucían un mostacho muy similar; Chaplin en el cine y Hitler en la vida real. Incluso se había llegado a decir que Hitler había tenido la ocurrencia de copiar el as­pecto del “hombrecito” chapliniano como fórmula para inspirar amor y lealtad. Es posible que también él se percatara instintivamente de que aquel bigotito centraba en su rostro la atención de quien le contemplara. De hecho, la primera impresión que se llevó Chaplin al ver la imagen de Hitler le impulsó a exclamar: “Es una mala imitación mía”. Los dos pretendían encarnar al hombre corriente que lucha contra las fuerzas de la sociedad moderna, y ambos compartían además el misterioso don de arrastrar tras de sí a millones de personas con una especie de mágico poder hipnótico.

Uno y otro eran magníficos actores, y los dos se nutrían de los sentimientos de inadaptación y autocompasión que les embargaban. Tanto Hitler como Chaplin resultaban tremendamente fotogénicos. Y si Chaplin se había limitado a interpretar a un vagabundo, Hitler se había convertido literalmente en mendigo en la Viena de sus veinte años. Los dos idolatraban las figuras de Napoleón y Jesucristo y se identificaban con ellas. A los dos les gustaba la música y se consideraban capaces de componerla. De hecho, Hitler le había dicho en una ocasión a un amigo: “Yo puedo crear la melodía y luego tú la transcribes”. Ése era justamente el método de Chaplin.

Ambos habían revelado ceder a súbitos y furibundos accesos de cólera irracional, y tanto uno como otro manifestaban bruscos cambios de humor. Y si Hitler padecía brotes paranoicos, lo mismo le ocurría a Chaplin. Dan James, un joven conocido del actor, ha dejado constancia escrita de otro paralelismo: “Desde luego le habitaban algunas de las características de Hitler. Era dominador y artífice de su propio mundo. Además, el universo de Chaplin tampoco era en modo alguno democrático. Charlie se comporta­ba tiránicamente en todo”. Hay innumerables testimonios que indican que actuaba como un déspota en los estudios. Como ya hemos dicho, David Raksin tenía bien grabado en la memoria que “Chaplin exigía de sus colaboradores una obediencia ciega”. Hitler también se asemejaba a Chaplin por el hábito de distorsionar su biografía particular y por esa cíclica oscilación que le hacía pasar de un repentino período de aletargamiento a un arrebato frenético de laboriosidad. A los ojos de sus contemporáneos, Hitler parecía estar encarnando permanentemente un papel impostado. Cabría decir por tanto que Chaplin se hallaba en una posición inmejorable para interpretar al führer.

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Empezó a trabajar en serio en el proyecto en el otoño de 1938. Adquirió la costumbre de ver una y otra vez los noticiarios en los que aparecía Hitler, registrando cada una de sus poses y ademanes. “Ese tipo es un gran actor”, soltó un día. “¡Qué digo! ¡Es el mayor histrión de todos los tiempos!” Uno de los ayudantes que intervino en la realización del filme recuerda que Chaplin se ponía a increpar a Hitler cuando lo veía aparecer en la pantalla, gritándole con toda su alma: “¡Tú, maldito bastardo, hijo de puta, canalla! ¡Sé lo que te propones!”. Poco después se metía en la piel de Adenoid Hynkel, el dictador de Tomania.

En noviembre, el actor inscribía en el registro de la propiedad intelectual un guión provisional titulado The Dictator. En él se resumía el argumento diciendo que narraba la historia de un pececillo en un océano infestado de tiburones, en clara referencia al papel del barbero judío al que también iba a dar vida Chaplin. Sin embargo, la Paramount puso pegas al título, dado que la compañía ya lo había utilizado en una obra anterior, así que Chaplin lo cambió por el que acabaría siendo definitivo: El gran dictador. En sep­tiembre de 1939 quedaba listo el guión final, que tenía la friolera de trescientas páginas. Era la primera película en la que Chaplin se detenía a hacer una preparación tan minuciosa. Empezó a rodar inmediatamente. Para entonces le inquietaba ya el impacto que pudiera tener el tema de su obra en la opinión pública, así que impuso a todo el personal una estricta actitud de secretismo respecto de la producción, que se conocía únicamente con el nombre de “Proyecto 6”. Había llegado a la conclusión de que Rollie Totheroh, su cámara de toda la vida, iba a ser incapaz de dominar los diferentes aspectos de una película sonora, así que lo relegó a la condición de ayudante de filmación de Karl Struss. Éste recuerda que Chaplin “no tenía la más mínima noción de cómo dirigir el trabajo de las cámaras, así que sus metrajes tenían un carácter totalmente ‘teatral’. Trabajar con él era pura rutina. Te limitabas a ajustar el aparato y dejabas que éste hiciera su labor: el propio Chaplin y los demás actores ya se encargarían de interpretar frente al objetivo”.

Chaplin quedó desconcertado al comprobar el silencio que debía reinar en el plato para rodar una película hablada. Estaba acostumbrado al débil chirrido y los rítmicos chasquidos de los antiguos equipos, a cuya cadencia ajustaba su actuación. Echaba de menos las risas de los tramoyistas. También le incomodaba la gran cantidad de gente que se reunía en el punto de rodaje. “¿Quién es toda esta gente?”, solía preguntar. Le dijeron que se había pro­mulgado una ley que exigía al estudio su contratación. “¡Pero no los necesitamos! ¿Qué puñetas es un maquillador? ¡Yo ya me ponía estos potingues en la cara mucho antes de que naciera ese tipo!” Uno de los organizadores encargados de las tomas del día se ocupó de dejar las cosas claras: “Este plan podrá ser revisado en cualquier momento en caso de que el señor Charles Chaplin no se sienta satisfecho con lo que se haya rodado. O, dicho sea de paso, por cualquier otra causa”.

La primera vez que el cómico apareció en el plato vestido con el uniforme militar del dictador, los presentes observaron que se mostraba notablemente más seco y cortante de lo habitual. En su caso, el hábito hacía al monje, y la caracterización al personaje. Improvisaba los discursos de Hynkel ideando una genial jeringonza que sonaba exactamente igual que la lengua alemana, pero que en realidad no era más que un montón de paparruchas sin sentido. “Sólo tenéis que dejar que las cámaras sigan rodando”, acostumbraba a decir cuando se lanzaba a soltar una parrafada de roncos sonidos guturales. Uno de los viejos trucos que se sacaba de la chistera en las fiestas había sido siempre el de recrear la resonancia y el ritmo de varios idiomas sin decir absolutamente nada.

Uno de sus ayudantes recuerda que “la temperatura pasaba de los 37 grados, pero él seguía con su cháchara, aparentemente interminable, y después, en las pausas, entretenía a los extras haciendo escenas del Sherlock Holmes o cayéndose de culo deliberadamente. Al final de la jornada tenía el rostro ceniciento como un cadáver y se le veía bañado en sudor, exhausto, con una toalla enrollada en torno al cuello”. En el otoño de 1939 filmó las escenas del gueto judío. Pero en una de ellas, se cerró de golpe una puerta y le aplastó el dedo medio. Paulette Goddard le acompañó a toda prisa al Hollywood Hospital, pero una vez allí nadie les hizo el menor caso. Al final el médico les dijo: “Al veros llegar totalmente maquillados pensé que erais una pareja de faranduleros chismosos que queríais reíros un rato a nuestra costa”.

Entretanto, el mundo seguía asistiendo al desarrollo de los acontecimientos. El New York Times informó que tras la invasión alemana de Polonia, a principios de septiembre de 1939, “parece haber indicios de que Chaplin piensa posponer el rodaje de El gran dictador mientras no sea posible discernir el futuro con mayor certeza”. Sin embargo, es poco probable que el actor estuviera dispuesto a renunciar voluntariamente a la culminación de su proyecto. Tanto en el invierno de ese mismo año como en los primeros meses de 1940, Chaplin rodó las escenas ambientadas en el palacio del tirano, así como las secuencias de combate que requerían salir a exteriores. Todo empezaba a cobrar forma.

Entre abril y junio filmó el discurso final que marcaba el momento cumbre de la película. El propio Chaplin, en el papel del barbero judío (pero caracterizado como el dictador, con el que le habían confundido), vino a pronunciarlo aproximadamente por la misma época en que los alemanes conquistaban Bélgica e invadían Francia. Dadas las desdichadas circunstancias, se dijo que varios directivos de la United Artists preveían que la película iba a ser un desastre. Sin embargo, Chaplin perseveró y emitió un comunicado en el que salía al paso de las recientes declaraciones: “La noticia de que he abandonado el filme carece de todo fundamento. En este momento se halla en fase de montaje y se estrenará tan pronto como se proceda a la sincronización sonora. El mundo necesita hoy la risa más que nunca”. No obstante, seguía sin sentirse satisfecho con la película, pese a que ya estuviera terminada. En septiembre de 1940, justo un mes antes del estreno, Chaplin ordenó que se reconstruyeran los decorados del gueto y que se procediera a la contratación de otros actores. Podía hacerlo mejor.

Tenía intención de componer la música de la película, pero al final estaba demasiado cansado para poder echarse encima esa tarea. La producción había durado 559 días y su coste había superado los dos millones de dólares (la cifra más elevada que jamás habría de gastar Chaplin en una obra).

En su papel del anónimo barbero judío, Chaplin se muestra mucho más dócil y amable que en cualquiera de las cintas de Charlot, ya que el personaje del dictador Hynkel drenaba la totalidad de su impetuosa energía. Podría decirse incluso que Hynkel representa el lado anárquico y demoníaco del Pequeño Vagabundo. Chaplin eligió a Jack Oakie, un actor cómico estadounidense, para el rol de Benito Mussolini (o Benzino Napaloni, como se le llama en el filme). “Mira”, le dijo Oakie, “yo soy de ascendencia escocesa e irlandesa. Lo que tú necesitas es un actor italiano”.
“¿Y qué gracia tiene que un italiano interprete a Mussolini?” Y evidentemente, su heroína era Paulette Goddard, tal y como le había prometido. Ésta volvía a dar a vida a una chica con aspecto de muchacho, a una joven del gueto judío atrevida y audaz que se atreve a plantar cara a los soldados alemanes. Chaplin pidió a Goddard que se presentara en el plató todas las mañanas a las ocho y media, para poderle arreglar el cabello. A Chaplin le gustaba cortarle el pelo a las mujeres, fueran sus esposas o no.

En cambio, a Goddard no le agradaba en absoluto la forma en que dirigía Chaplin, cuyo único método consistía en humillar e intimidar a todos los que andaban por el plató. Las charlas que él le prodigaba sobre el arte de la interpretación la herían en su orgullo profesional. En una ocasión Chaplin le comentó a su hijo mayor: “Tu segunda madre ha trabajado muy duramente hoy y he tenido que decirle unas cuantas cosas sobre cómo se debe encar­nar un papel”. Ella se tumbó en el sofá y rompió a llorar.

La premiére tuvo lugar el 15 de octubre de 1940 en la Gran Manzana. El crítico del New York Times señalaba: “No ha habido en toda la historia del cine un acontecimiento que se haya esperado con más ilusionada emoción que este estreno, ninguna película ha llegado cargada de tantas y tan trascendentales promesas”. En el folleto promocional que se envió a la prensa se anunciaba: “Por fin llega a las pantallas la cinta que más vivo interés ha despertado nunca por su relevancia como espectáculo de entretenimiento. Esta obra es de hecho un suceso de alcance nacional”.

Todo esto era en parte una exageración, pero lo cierto es que en esa época constituía un hecho sin precedentes –y totalmente pasmoso– que el cómico más querido del mundo se mostrara dispuesto a parodiar al más odiado de sus dirigentes. Al final el éxito vendría más por la parte del público que por la de la crítica. De hecho, los mayores reconocimientos llegaron de Inglaterra, que por esos tiempos ya había empezado a sufrir los primeros ataques relámpago de la aviación germana. El filme recaudó más dinero que cualquiera de los que Chaplin hubiera rodado antes. Bernard Shaw le dedicó estas líneas: “Chaplin es más que un genio. Es una institución, el ídolo de millones de personas de todas las razas y credos, el paladín de los infelices y los oprimidos. En unos momentos en que el enfermo corazón del mundo sangra, el ‘hombrecito’ del simpático bigote se convierte en nuestro salvador”. Thomas Mann mostraría en cambio menos entusiasmo. Le dijo a un amigo: “Hemos visto a Chaplin un tanto debilitado, aunque en algunas escenas siga siendo muy gracioso, travestido en dictador”.

En la primera película totalmente sonora y dialogada que hace en su vida, Chaplin revela estar ya en cierto sentido pasado de moda. En los momentos más determinantes de la obra vuelve a las bufonadas y los trompazos; un estilo cómico que en esta ocasión se sitúa en las más radicales antípodas del contenido que está narrando. Las tropas de asalto alemanas, por ejemplo, se comportan igual que las alocadas patrullas policiales de los últimos tiempos de la Keystone. Como es obvio, en esa época Chaplin desconocía la auténtica dimensión de las políticas que Alemania estaba llevando a la práctica, lo que en una ocasión le llevaría a afirmar: “De haber sabido los terribles horrores que estaban teniendo lugar en los campos de concentración no habría podido rodar El gran dictador”.

Con todo, los viejos trucos cómicos seguían sin encajar en la nueva situación. La obra es desigual y bascula sin transición de los pasajes más brillantes a los más tontos, salpicada por alguna que otra muestra de la más ramplona farsa. A veces roza la pura ocurrencia y los chistes y chascarrillos resultan muy a menudo insulsos. No obstante, el humor visual de Chaplin sigue siendo tan agudo como de costumbre. Las escenas más impresionantes del filme son las que se interpretan sin emplear una sola palabra. Hynkel se entrega a una jocosa danza con un globo terráqueo acompañado por la música del preludio del primer acto del Lohengrin de Wagner. A este triunfo coreográfico le sigue una escena en la que el pobre peluquero se afana en podarle las barbas a un cliente al son de la quinta danza húngara de Brahms. Ambas secuencias son un homenaje a la más genuina genialidad cinematográfica de Chaplin, que ha sobrevivido a su especioso y sentimental retorno a las gansadas.

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El discurso final, en el que Chaplin se quita la máscara y habla en su propio nombre, es quizás un error artístico. En él declara, por ejemplo, que “el odio de los hombres pasará, y caerán los dictadores, y el poder que le quitaron al pueblo se le reintegrará al pueblo”. Ningún filme debería terminar con tan grandilocuente enumeración de sentimientos; unos sentimientos que en esencia son simples convencionalismos.

En una ocasión en que Chaplin y Buster Keaton estaban bebiendo cerveza en la cocina del segundo, el inglés dijo: “¡Lo que yo quisiera es que todos los niños tuviesen comida suficiente, zapatos con que calzarse y un tejado bajo el que hallar cobijo!”.

“Pero Charlie”, contestó Keaton, “¿conoces a alguien que no quiera eso mismo?”.

Ésa es quizá la mejor respuesta al discurso con el que se pone fin a El gran dictador.

Los críticos de Nueva York concedieron a Chaplin el premio al Mejor Actor por su papel, pero él se negó a aceptarlo. Estaba convencido de que su actuación no era más que una pequeña parte de lo que había logrado con El gran dictador. Y su agente publicitario señaló: “Son muchos los tragos dolorosos que ha tenido que sufrir el señor Chaplin a lo largo de su vida, muchos más de los que se merece. Pero dudo que ninguno le haya causado tanto pesar como el de que se le tenga por un simple intérprete”. Ya antes había desdeñado otros galardones. Uno de ellos lo devolvió con una nota que decía: “No creo que estén ustedes capacitados para juzgar mi obra”.

Se dice que el propio Hitler vio El gran dictador. Acabada la guerra, un funcionario del departamento cinematográfico del Ministerio de Cultura alemán le comentó a Chaplin que el führer “insistió en ver la película a solas. Al día siguiente, por la noche, volvió a ponerla, y también sin compañía”.

Los críticos estadounidenses no vieron con buenos ojos el discurso final. Les había disgustado en particular el pasaje en el que Chaplin lanza un llamamiento a las tropas diciéndoles: “¡Soldados! ¡No os rindáis a esos brutos […], os lavan el cerebro, os ceban, os tratan como a ganado y como a carne de cañón!”. Se supone que se está dirigiendo a los combatientes alemanes, pero es evidente que el mensaje admite una lectura más general. En esa época, marcada por la política aislacionista, se consideró que era una arenga innecesariamente provocativa, tanto que Ed Sullivan, un columnista con eco en varios medios, acusó a Chaplin de “enseñar la pa­tita y revelar sus simpatías comunistas” para enardecer al público. Es posible que Sullivan no se equivocara al emitir esa opinión. En Inglaterra, el Partido Comunista imprimió el discurso en un panfleto. El crítico cinematográfico del Daily Worker, un periódico marxista, lo calificó diciendo que se trataba de “un elocuente alegato pacifista” y de un ataque a “los Roosevelt, los Churchill y todos los pequeños Hitleres del mundo”, empeñados en promover conflictos.
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Fuente: www.elhistoriador.com.ar