El 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas derrocaron al gobierno constitucional de Isabel Perón. El nuevo gobierno se autotituló “Proceso de Reorganización Nacional” y sus primeras medidas fueron el establecimiento de la pena de muerte para quienes hirieran o mataran a cualquier integrante de las fuerzas de seguridad, la “limpieza” de la Corte Suprema de Justicia, el allanamiento y la intervención de los sindicatos, la prohibición de toda actividad política, la fuerte censura sobre los medios de comunicación y el reemplazo del Congreso por la Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL), también integrada por civiles y militares, cuyas funciones nunca se precisaron detalladamente.
A poco de andar, sin embargo, quedó en evidencia que las Fuerzas Armadas habían asumido el poder político como representantes de los intereses de los grandes grupos económicos, quienes pusieron en marcha un plan que terminaría por desmantelar el aparato productivo del país.
Las Fuerzas Armadas pusieron todos los resortes del Estado al servicio de una represión sistemática y brutal contra todo lo que arbitrariamente definían como el “enemigo subversivo”. Los crímenes cometidos por los militares son hoy denominados en el derecho internacional como “delito de lesa humanidad”. Treinta mil desaparecidos, 400 niños robados y un país destruido fue el saldo más grave de la ocupación militar.
A continuación, compartimos un fragmento del libro Mejor muertos, de los periodistas Gisela Marziotta y Mariano Hamilton, sobre la desaparición forzada de Elena Holmberg, miembro del servicio diplomático, destinada en París, una persona que –sostienen los autores– “pertenecía a los cuadros civiles de la dictadura, pero que osó disentir con el régimen; o más aún, con la persona equivocada”. Elena era hija y hermana de militares, prima de Lanusse y amiga personal del ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, pero ganó el peor enemigo al interior de la Junta gobernante.
En el libro Marziotta y Hamilton recorren la historia argentina a través de doce muertes emblemáticas que estremecieron a la sociedad. Mariano Moreno, Manuel Dorrego, Leandro N. Alem, Juan Duarte, David Graiver, Elena Holmberg, Rodolfo Echegoyen, Horacio Estrada, Marcelo Cattáneo, Alfredo Yabrán, Lourdes Di Natale y Alberto Nisman son los protagonistas de cada uno de los capítulos; todos ellos formaban parte del poder político o estaban muy relacionados con él. A quién le convenía la desaparición física de estas personas fue el disparador que utilizaron los autores a lo largo del trabajo.
Fuente: Gisela Marziotta y Mariano Hamilton, Mejor muertos. Asesinatos, suicidios y “accidentes” que hicieron historia en la política argentina, Buenos Aires, Planeta, 2016, pág. 141-163.
“Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes y, finalmente, mataremos a los tímidos”,[1] dijo sin ponerse colorado el gobernador de Buenos Aires, el general Ibérico Saint Jean, allá por el año 77. No todos los militarles pensaban igual, pero sí los más salvajes. Los que creían que combatían contra la amenaza roja, contra los comunistas. Videla era uno de ellos; Saint Jean, otro. Eran los cruzados que se imaginaban a sí mismos como los defensores de una concepción cristiana y occidental de la vida.
Había más. Los pragmáticos. Los más cínicos, también. Eran los que suponían que la República Argentina les pertenecía y que eso les permitía resolver qué se hacía con el dinero público, apropiarse de los negocios, incidir en el curso de la historia y decidir sobre la vida de la gente. Eran unos pillos, unos vulgares ladrones. Con los otros, con los cruzados, sólo los unía el espanto. Porque todos eran asesinos, aunque mataban por otras razones: poder, negocios y dinero.
Cualquier argentino debía cuidarse mucho de no arrimarse a estos canallas. No se habla sólo de no enemistarse; eso ya sería demasiado pedir. El asunto era no ponerse en su camino. Ni siquiera para cultivar relaciones amistosas. La sonrisa de hoy, tranquilamente, podía transformarse mañana en una sesión de tortura o en un balazo en la nuca.
Amigos de la casa
Cuando Enrique Holmberg y dos de sus hijos llegaron el 10 de enero de 1979 al cementerio de Benavídez, sabían que la tarea que tenían por delante era espantosa. Hacía ya 20 días que la familia estaba buscando a Elena, su hermana, cuando Enrique recibió un llamado de su primo, el ex presidente y general Alejandro Agustín Lanusse.
—Encontraron muerta a Elena —le dijo—. Me lo confirmó el general Ojeda, el jefe de la Federal. Te busco en media hora y vamos para allá.[2]
Llegaron al cementerio por la noche, en el auto de la custodia de Lanusse, escoltados por una patrulla de la policía de la provincia de Buenos Aires. En el camino, habían recogido al juez Eduardo Francisco Marquardt, a quien Lanusse consideraba su amigo, para que los ayudara a resolver las cuestiones burocráticas. Eso de “hacete amigo del juez” era importante allá por los 70. No eran tiempos para andar haciéndose los guapos. Pero insuficiente para conocer la verdad y mucho menos para evitar un crimen.
Si el plan que tenían por delante era horrendo, ni que hablar de lo que pasó cuando abrieron el cajón en el que estaban supuestamente los restos de Elena.
Todo se complicó por la desprolijidad de los registros de ingreso de cuerpos al cementerio. Alumbrados por los faros del móvil policial, desenterraron un féretro que, según dijo Enrique en el lugar, no contenía el cuerpo de su hermana. Sin embargo, Marquardt no le hizo caso y ordenó el traslado a la morgue. Los forenses confirmaron que Enrique tenía razón: ése no era el cuerpo de Elena.
Finalmente, al otro día, dieron con el cadáver, que estaba en una fosa vecina. Ahí reconocieron trozos de un vestido blanco a lunares. Pero lo más siniestro fue que en el cajón sólo había partes de lo que alguna vez había sido Elena. Los restos del esqueleto pesaban exactamente siete kilos, estaba “casi limpio, sugiriendo claramente que habían intentado borrar su identidad”.[3]
“‘Era imposible que en esos 20 días quedaran solamente algunos huesos’, era lo que no se cansaba de repetir el otro hermano de Elena, Ezequiel, quien estaba seguro de que el cuerpo había sido tratado, procurando hacer aparecer la muerte como de varios meses atrás; su opinión fue confirmada más tarde por el informe forense que decía: ‘nuestra primera impresión diagnóstica fue que la muerte databa de varios meses antes’”.[4]
Entre las pertenencias de Elena que la justicia le entregó a la familia, estaba el anillo de oro con el sello de la familia, un reloj con las iniciales EH y una medalla de las Hijas de María.[5]
Si el cuerpo había sido encontrado el 23 de diciembre de 1978 flotando en el Río Lujan, en la zona de Tigre, ¿por qué tardaron 20 días en informarle a la familia? ¿Tan difícil era identificar a Elena? Su desaparición era pública, ya que la habían informado profusamente los diarios nacionales. De no haberse ocupado Lanusse personalmente de conocer el paradero de su prima, ¿habría aparecido alguna vez el cadáver? ¿Por qué habían registrado a Elena como NN cuando podían saber fácilmente de quién se trataba? ¿Por qué los médicos legistas le hicieron la autopsia el 27 de diciembre, es decir cuatro días después de su muerte? ¿Por qué le habían cortado las manos y las habían guardado en un frasco?[6]
Mientras Enrique y el general Lanusse cumplían con los trámites de rigor para retirar el cuerpo de Elena, otros hermanos de Elena, Eugenio y Ernesto, llevaban adelante una tarea no menos difícil: informar la pésima noticia al coronel Adolfo Dago Holmberg Mouján y a Ernestina Lanusse Justo, los padres.
Una vez entregado el cuerpo, la familia aceptó velarla en el Palacio San Martín, pero solicitó que la corona enviada por el Comando de Operaciones Navales fuera retirada del salón. Hasta allí alcanzaban los actos de rebeldía de la clase alta. Incluso cuando le habían matado a una hija.
Luego, fue enterrada en el cementerio de Recoleta.
El secuestro
Elena desapareció el 20 de diciembre, alrededor de las 8 de la noche. Ese día, llegó a su casa, se bañó y cambió para ir a cenar a la casa del matrimonio Quirno, donde tenía previsto encontrarse con dos periodistas franceses de la revista París Match, que presuntamente querían escribir un artículo sobre la Argentina.
La testigo Mónica Turpain, que circulaba accidentalmente por el lugar, dijo que “vio cómo dos hombres redujeron a una mujer que salía con su auto de la cochera ubicada en Uruguay 1055”. Jorge Ruiz lo ratificó, y además aportó la patente del vehículo en el que se la llevaron. Y Víctor Bogado sumó más datos: “Los dos hombres se bajaron de un auto Chevy de color celeste”.[7] La mujer era Elena Angélica Dolores Holmberg, una funcionaría de Ceremonial, es decir una persona que coincidía con los preceptos de la dictadura.
Durante el secuestro, había gente en la calle. Era la semana de Navidad y además sucedió en plena Recoleta. Estas circunstancias no intimidaron a los captores, que actuaron —como se estilaba en la época— con absoluta impunidad y a cara descubierta.
Los testigos dijeron que la mujer gritó pidiendo auxilio, que los dos hombres la bajaron de su auto violentamente y que la subieron a otro vehículo a los empujones —en donde había un tercer individuo al volante— y que luego arrancaron de contramano por Uruguay para escapar por Santa Fe. Declararon también que no conocían la identidad de la víctima y que tampoco le dieron demasiada importancia al hecho. Era habitual en esos años presenciar ese tipo de situaciones. El terror estaba naturalizado. Y lo que es peor aún, la indiferencia frente al dolor ajeno.
Como Elena nunca llegó a lo de los Quirno, la familia Holmberg supo enseguida que algo malo le había ocurrido, aunque no entendían qué era lo que estaba pasando. ¿Cómo podía ser que les hubiera tocado a ellos? A una familia protegida por los militares y de contactos al más alto nivel. ¿Qué había fallado?
Aquí tal vez está el quid de la cuestión. Lo que hace apasionante el caso. El secuestro y asesinato de Elena por los grupos de tareas de la Marina no fue un hecho más de la represión ilegal. No. En esta oportunidad se trató de la eliminación de alguien que pertenecía a los cuadros civiles de la dictadura, pero que osó disentir con el régimen; o más aún, con la persona equivocada.
¿Por qué querían matar a Elena? ¿A quién le servía su desaparición física? ¿Para quién estaba mejor muerta esta mujer? ¿Sabía demasiado? O más precisamente: ¿qué sabía? ¿Cuánto tuvo que ver en este crimen la feroz interna entre el dictador Jorge Rafael Videla (el paladín del Ejército) y el almirante Emilio Eduardo Massera (el dueño de la Marina)?
La mujer que sabía demasiado
La puja entre Videla y Massera estaba localizada en el Centro Piloto que funcionaba en el anexo a la Embajada argentina en París. En ese terreno, se jugaba la batalla entre ambos. A cara descubierta. Sin cuidar las apariencias que debían guardar en la Argentina, en donde ambos aparentaban ser dos carmelitas descalzas.
El Centro Piloto se había creado para contrarrestar la pésima imagen del país en el exterior. Ahí había estado trabajando Elena hasta que fue obligada a volver a Buenos Aires, justamente unos meses antes de su desaparición.
Holmberg se había reunido pocos días antes de su secuestro con el diplomático Gregorio Dupont[8] en un bar de la Recoleta y en esa reunión le explicó los problemas que había tenido en el Centro Piloto.
—¿Es cierto lo que salió en Le Monde? —le preguntó Dupont a Elena.
—Y sí, Gordo… Por eso ando con problemas con la Marina —le dijo.
Dupont se refería a la versión de que Massera y Firmenich se habían reunido.
—No sólo es verdad —continuó Elena—. También le entregó como un millón de dólares y tengo la foto del encuentro.
Dupont se preocupó:
—No hables más del tema, Elena. Déjate de joder. Vos venís de afuera y no sabes lo que está pasando acá. La gente desaparece. No te das cuenta, pero por mucho menos que eso, te matan. No hables más. Es peligrosísimo. Te va la vida en eso —le recomendó preocupado.
Algo parecido ocurrió entre Elena y su colega y amigo Gustavo Urrutia. Luego de escucharla, Urrutia le dijo:
—Esto no se lo podes decir a nadie. Te pueden matar.
Elena no pensaba así. Tal vez por soberbia, por arrogancia, por ingenuidad o por creerse inmortal, no le hizo caso a ninguno de los dos. Y habló. Mejor dicho, pensaba hablar.
Por esos días estaban en Buenos Aires los periodistas franceses Laure Buclay y Bruno Bachelet, quienes habían viajado convocados por Elena. La excusa que le dieron a la dictadura para recibir sus acreditaciones y hacer entrevistas fue que venían a hacer un reportaje sobre cómo se vivía en Argentina. La realidad era que conocían a Elena de París y habían sido llamados por la diplomática para hacer revelaciones explosivas: la relación del Almirante Cero (Massera) con Mario Firmenich (Montoneros), Licio Gelli (de la Logia P2)[9] y Muamar Khadafi (presidente del Líbano).
Elena le había hecho saber a los periodistas y amigos que poseía un documento que iba a terminar con Massera. Nunca dijo qué era. Todos suponen que tenía una foto de la reunión de Massera y Firmenich, en el Hotel Intercontinental, en 1978.[10] Si existió, esa foto todavía está perdida.
La búsqueda
Los Holmberg, con la ayuda de Lanusse, comenzaron de inmediato a pedir ayuda entre sus contactos cercanos al poder. Querían encontrar a Elena. El padre, el coronel Holmberg Mouján, estaba convencido de que se trataba de una “acción de los subversivos”.
Enrique, que era militar, llegó a verse en la cancillería con un coronel amigo, quien lo puso al teléfono con el Ministro del Interior, el general Albano Harguindeguy. Después de escucharlo, Harguindeguy fue elocuente: “Vea, Holmberg, no pierda el tiempo. Vaya a verlo a Ojeda (el jefe de la Policía Federal). Esto viene del Centro Piloto de París. Esto es cosa del negro hijo de puta de Massera”.
La búsqueda era intensa. Las puertas de los despachos se les abrían a los Holmberg de par en par, pero nadie sabía el paradero de Elena. Todos le apuntaban a Massera. No había caso: Elena era hija y hermana de militares, prima de Lanusse y amiga personal de José Alfredo Martínez de Hoz, el ministro de Economía; pero se había ganado el peor enemigo.
Los hermanos de Elena se entrevistaron también con el Ministro de Justicia, Alberto Rodríguez Várela; con el jefe de la Federal, el general Edmundo Ojeda, y con el Comandante en Jefe del Ejército, el general Roberto Viola, quien también opinó que se trataba de una acción de la Marina y admitió una cruel verdad: era muy poco lo que se podía hacer. Rodríguez Varela se lavó las manos. Y Ojeda responsabilizó directamente al contraalmirante Rubén Jacinto Chamorro, jefe de la ESMA y responsable militar de la región. Nada por aquí, nada por allá. Elena ya era un fantasma perdido en la nebulosa de la dictadura.
También estaba al tanto del caso el embajador Tomás de Anchorena, superior de Holmberg en Francia, quien fue enfático:
—Si ponen presos a tres marinos que yo conozco bien, todo se aclara en 24 horas.
Pero no dio esperanzas:
—Igual, no se ilusionen. No van a detener a nadie.
Quién era Elena Holmberg
Elena Angélica Dolores Holmberg Lanusse había nacido el 24 de mayo de 1931 bajo el techo de una familia conservadora y, con el tiempo, como la gran mayoría de los oligarcas de la época, era profundamente antiperonista. Era hermana del coronel retirado Enrique Holmberg y prima del general Lanusse, ex presidente de facto de la República Argentina, el tercero en la sucesión de la dictadura iniciada por Onganía en 1966.
Su padre, el coronel Adolfo Holmberg Mouján, era médico, naturalista y oceanógrafo. Había estudiado ciencias naturales en Alemania, oceanografía en Mónaco y medicina en la Universidad de Buenos Aires. Durante casi 20 años, dirigió el Jardín Zoológico de Buenos Aires y dio clases en el colegio Carlos Pellegrini. Publicó varios libros e, insólitamente, llegó a compartir vuelos con el escritor Saint-Exupéry. Su madre era Ernestina Lanusse, tía segunda del ex presidente.
Holmberg y Lanusse tuvieron seis hijos, todos signados por el influjo de la letra “E”: Ernestina, Elena, Estela, Enrique, Ezequiel y Eugenio.
Elena fue la primera mujer en graduarse del Instituto del Servicio Exterior de la Nación pero antes había estudiado Bellas Artes. De hecho, pintaba cuadros que la familia aún conserva. Además, hablaba y traducía francés e inglés y, mientras estuvo destinada en París, estudió Ciencia Política en la Sorbona.
Elena era una mujer menuda, de 48 años, de mirada firme. Era elegante, distinguida, se preocupaba por los detalles y, entre sus rasgos más característicos, llevaba en su auto un perfume Hermès. Siempre usaba un anillo con el escudo de su familia, una cadena de oro y un reloj Movado, al que le había hecho grabar sus iniciales. Usaba el pelo corto e intentaba esconder sus canas entre mechones castaños.
Los que la conocieron dicen que, a pesar de trabajar para la cancillería, no era precisamente la persona más diplomática del mundo. Era directa y de convicciones tan pero tan conservadoras que desconcertaba incluso a los propios partidarios de su ideología.
Hay una anécdota que la describe a la perfección. Si bien nunca se dieron a conocer pruebas sobre los encuentros entre Massera y algunos líderes montoneros, en una de las agendas secuestradas por la justicia europea a Licio Gelli, se descubrió una cita para una entrevista entre él, Massera y Firmenich, en Villa Wanda, la residencia que Gelli tenía en Arezzo, Italia. Elena estaba tan convencida de que esa reunión había ocurrido que una noche, en una comida en la embajada en París celebrada por la visita de Massera, notó que Delia, la esposa del Almirante, llevaba un carísimo collar. Cuentan testigos que se le acercó, tomó la joya y le dijo: “¡Qué lindo collar!”, y como quien no quiere la cosa le preguntó en un volumen lo suficiente audible para los presentes: “¿Este también se lo regaló Firmenich?”. Todos se quedaron patitiesos. Pero mucho más Massera. Algunos quisieron disimular el exabrupto simulando una broma, pero Elena insistió: “Se lo regaló Firmenich, ¿o no?”. Y ante la falta de respuesta, se retiró de la recepción con arrogancia.
¿Estaba loca? ¿Era una suicida? ¿O acaso creía que era intocable porque era una más de ellos? Sea como fuere, no percibía el tipo de monstruos que tenía a su alrededor. No hay que ser demasiado lúcido para entender que Elena, ese día, había firmado su acta de defunción o que, por lo menos, Massera la había empezado a redactar.
Pero también es cierto que esta Elena que se enfrentaba a Massera era la misma que quería destruir a la “demagogia peronista” que los “subversivos” de izquierda pretendían imponer. Y para eso dedicaba su vida al trabajo en el Centro Piloto de la embajada argentina en París. Su intención era que se supiera “la verdad sobre el país” y no esas “patrañas” sobre desaparecidos, torturas y derechos humanos que los exiliados y “agentes del terrorismo internacional” diseminaban por todos los medios del mundo antes del Mundial 78. Ella creía en los objetivos del Proceso de Reorganización Nacional.
¿Qué sabía?
Elena era obsesiva y persistente con su trabajo. Férrea y determinada en lo que creía. Sus más íntimos suponen que, gracias a su excelente relación con los medios franceses, pudo haber conseguido aquella foto misteriosa de la reunión entre el almirante y la cúpula montonera. Sus hermanos la buscaron por todos lados, pero nunca la encontraron. También dicen que tenía documentos que relacionaban a Massera con la Logia P2,[11] aún sin saber quiénes eran, porque el escándalo de la logia estalló en la Argentina recién a fines de 1981.
Elena quería probar el despilfarro que los marinos hacían en París y en ese momento fue cuando se topó con aquel asunto de la reunión secreta. Fue atando cabos y ligó los temas: la reunión con Montoneros, la carta de Carricart, el supuesto millón de dólares que Massera le habría entregado a Firmenich, el dinero que manejaba la gente de Massera en el Centro Piloto y los viajes del almirante a Roma y España.
En su cabeza, Elena sabía que algo estaba pasando y no midió las consecuencias. Para Holmberg, Massera utilizaba los recursos del Estado para desplazar a Videla y quedarse con la presidencia de la República. No estaba equivocada. Ésa era la idea. Lo que no sabía era que había hablado antes de tiempo y que su verborragia le iba a costar la vida.
Centro Piloto
“Campaña antiargentina”, le decían los dictadores a los reclamos de justicia y a los pedidos por la desaparición de personas en la Argentina. La cancillería, que estaba en manos de la Marina según la repartija post golpe, jugó un rol fundamental en el terrorismo de Estado y para desviar la información y contrarrestar las denuncias que se hacían desde afuera del país por las violaciones de los derechos humanos.
“La misión impuesta se podrá llevar a cabo con la colaboración, dedicación y eficiencia que pongan las Representaciones destinadas en el exterior, sobre quienes recae el mayor peso del esfuerzo”, detallaba un documento secreto hasta el 26 de octubre de 2014,[12] Allí también se especifican las “tareas” que debían cumplir los embajadores y otros funcionarios diplomáticos. Entre ellas, la de contactar periodistas para “transmitir informaciones favorables” y la de promover visitas de “personas importantes”.
En estos documentos, también se decía cómo se debía hacer para revertir la imagen del país, que se veía “salpicada” porque empezaba a saberse la verdad de lo que estaba pasando. “Los términos que se deben emplear cuando se haga referencia a la subversión, deberá ser ‘bandas terroristas’, sin mencionar ‘subversión marxista’ u otros términos que llevan a confusión en el exterior”, precisa la Directiva Número 1 de Difusión al Exterior, sellada el 15 de agosto de 1977.
Así quedaba al descubierto que gran parte de la patota de la ESMA fue nombrada en Cancillería. Un documento informa que, en 1979, París pidió las credenciales diplomáticas del teniente Enrique Cobra Yon, que estaba involucrado en el secuestro de las monjas francesas Léonie Renée Duquet y Alice Domon.[13]
¿Qué era el Centro Piloto y a quién respondía? Son las preguntas que apuntan directamente a la Marina y específicamente a Massera.
El 26 de julio de 1977, el Boletín Oficial publicó el decreto 1987 del Poder Ejecutivo Nacional para crear la dirección de prensa y difusión de la Cancillería, de la que iba a depender este Centro. Ese documento clasificado como “público” apareció acompañado un mes más tarde, el 15 de agosto de 1977, de la Directiva Número 1 de Difusión al Exterior, que fue calificada como “secreta” y que estaba destinada a reglamentar el trabajo de “contrapropaganda” de las embajadas de Europa occidental y Estados Unidos. La copia desclasificada fue encontrada en la embajada argentina en Bonn, Alemania.
“Señor Embajador: Tengo el honor de dirigirme a VE en cumplimiento de una orden de SE el señor Canciller, con el objeto de elevar la Directiva 1 de Difusión al Exterior que determina los modos de acción que deberá implementar esa representación diplomática a efectos de contrarrestar la campaña de desprestigio que ciertos medios de prensa extranjeros desarrollan en contra de las autoridades nacionales”. El documento está firmado por Roberto Pérez Froio, capitán de fragata y director general de Prensa y Difusión. Estaba dirigido al entonces embajador argentino en Alemania Federal, Enrique Ruiz Guiñazú.
En otro de los documentos, se encontró información sobre una “cuenta especial” —la 459—, que poseía la Cancillería, y que tuvo un movimiento sugestivo en esos años. Por ejemplo, en 1976 recibió en concepto de gastos reservados menos de 20.000 dólares; el año siguiente, más de 832.000, y en 1978, cuando se disputó el Mundial de fútbol, se llegó a los 2 millones y medio de dólares. Ese año, 1978, fue muy sentido para los militares: consideraban que estaban perdiendo crédito por la “campaña antiargentina”. Ese monto se mantuvo hasta 1981, cuando se redujo a la mitad.[14]
Gran parte de los represores de la ESMA cumplieron funciones en la Cancillería, ya sea a través del Centro Piloto de París, en representaciones extranjeras como agregados navales o en la estructura del Ministerio. Por ejemplo, el vicealmirante Oscar Montes, que fue canciller entre el 30 de mayo de 1977 y el 30 de octubre de 1978, había comandado en 1976 el grupo de tareas 332 de la ESMA. El marino Walter Allara fue subsecretario de Relaciones Exteriores; Hugo Damario estuvo en la Dirección de Prensa; Alberto Eduardo González, en prensa del ministerio y de la agregaduría naval de Gran Bretaña y Holanda; Francis Whamond y Juan Carlos Rolón, también hicieron prensa y formaron parte de la patota de la ESMA.
Además, está el caso ya mencionado de Yon, que fue nombrado en París y detectado por Francia como uno de los participantes del secuestro de las monjas Duquet y Domon. Hasta hubo un lugarcito para Alfredo Astiz, a quien los exiliados lo identificaron en Francia y se tuvo que ir como agregado naval a Sudáfrica.
Los documentos que ahora son públicos permiten ligar formalmente al Centro Piloto de París con la estructura de la Cancillería. Como señala la historiadora Marina Franco, ese organismo cumplía por un lado la función de coordinar los esfuerzos contra la llamada campaña antiargentina en Europa, pero también fue el lugar desde el que se buscó espiar y controlar a los exiliados y desde el que se buscó apuntalar el proyecto político de Massera.
¿Qué hacía Elena en París y para qué fue asignada al Centro Piloto? Los hermanos de la diplomática, en su libro Elena Holmberg, Historia de una infamia, hicieron una reseña de la misión de ella en París: Dos años después de haberse recibido en el Instituto del Servicio Exterior, Elena fue destinada a la Embajada Argentina en Francia. Allí trabajó bajo las órdenes del embajador De la Vega, un dentista retirado de la Fuerza Aérea y que era amigo de López Rega, su único mérito para ocupar ese lugar. Según dice el libro, “De la Vega fue el comienzo de los disgustos de Elena en París”.[15] Pero producido el golpe de Estado, se produjo el cambio en la Embajada y llegó, propuesto por Videla, Tomás de Anchorena. Elena, debido a la experiencia acumulada en esos años en la sede diplomática y por sus vínculos profesionales, fue puesta a cargo de la oficina de prensa.
Debido a la intensidad de los reclamos por la violación a los derechos humanos en el país, el embajador Anchorena propuso reunir en París a los embajadores argentinos para encarar una estrategia común. La reunión se llevó a cabo los días 14 y 17 de marzo de 1977 y fue presidida por el vicecanciller, el capitán de navío Walter Allara. La principal consecuencia de esa reunión fue el decreto 1871, con fecha 30 de junio de 1977, firmado por Videla, Martínez de Hoz y el almirante Oscar Montes, creando el Centro Piloto de París, que fue puesto a las órdenes de dos oficiales de la Marina, el capitán Vilardo y el teniente Yon.
El mismo Anchorena reconoció durante una entrevista realizada por la revista Siete Días, en 1984, que la creación del Centro Piloto fue idea suya. Un sector de éste “comenzó a funcionar con otros objetivos paralelos que no eran simplemente los de contrarrestar las denuncias contra la dictadura y publicitar la Argentina en Europa, sino implementar un control represivo sobre los emigrados y contribuir a ciertos proyectos políticos”.[16]
“A partir de ese momento, el citado Centro comenzó a ser desvirtuado en sus objetivos y dirigido a apoyar las actividades de promoción política y personales del Almirante Massera, de acuerdo al plan preconcebido por algunos oficiales superiores de la Armada”, según los hermanos Holmberg. Y agregan que “Elena fue separada de las funciones de prensa que ejercía y comenzaron fuertes enfrentamientos con estos y otros marinos que fueron apareciendo en París”.[17]
El capitán Perrén, bajo el seudónimo Aranda, particular molestia para Elena, llegó a París en septiembre de 1977 con un grupo integrado por el teniente Menotti, el capitán Wahmonf, el capitán Spinelli, el teniente Benazzi, todos ellos pertenecientes a la ESMA. Los acompañaba el teniente Astiz, con el seudónimo Alberto Escudero, quien iba con el objetivo de infiltrarse entre los exiliados argentinos.
Teóricamente, el Centro Piloto funcionaba bajo la dirección del embajador Anchorena, pero en la práctica no era así, sino que era Perrén, o sea Aranda, quien lo dirigía. Debido a su propia ineficiencia, fue reemplazado por el teniente Pernías, quien llegó a París con documentación falsa, simulando ser periodista. Fue en este escenario donde Elena comenzó a tener problemas con los oficiales de la Marina.
El primer conflicto fue que ella cumplía órdenes del embajador Anchorena, mientras que los marinos respondían directamente a Massera. Poco a poco, los oficiales comenzaron a administrar los recursos del Centro, cayendo en el despilfarro bajo la excusa de gastos reservados. Fue entonces cuando Elena detectó que había sincronía entre los movimientos de estos marinos con los pasos de Massera por Europa. “El marino realizó una serie de viajes al exterior para establecer vínculos directos con las figuras públicas que le sirvieran para una eventual legitimación política”.[18]
Para Elena, el Centro estaba dejando de cumplir su función y empezaba a moverse como una base de operaciones del proyecto del almirante. Además, Holmberg había tenido acceso a información confidencial acerca de los viajes no oficiales y solapados efectuados por Massera, tanto a Francia como a Italia y Rumania. Y también supo de una misteriosa empresa en las afueras de París, regenteada por un ex dirigente de UDELPA,[19] que servía para encauzar los negocios personales del marino.
Y como si esto fuera poco, estaba la frutilla del postre: las vinculaciones de Massera con Licio Gelli y Propaganda Due, una combinación explosiva. Holmberg estaba convencida de que tenía que divulgar su verdad y desenmascarar lo que le parecía incorrecto y no tuvo en cuenta que estaba rodeada de asesinos, a pesar de que la desaparición de las monjas francesas, en especial la de Léonie Duquet, la empezaba a inquietar.
A tal punto llegaron los enfrentamientos de Elena con los secuaces de Massera en París, que el almirante pidió el traslado de la funcionaria a Buenos Aires. Ante la presión de la Marina, Holmberg fue trasladada a Buenos Aires en septiembre de 1978. Y ya de regreso en el país, fue destinada a ceremonial de la Casa de Gobierno. Por primera vez en su vida, Elena empezaba a sentir miedo y, a su manera, estaba precavida. Ya conocía las actividades de la Marina en Francia y en la Argentina. Sabía de sus métodos y quiénes eran los personajes que habían desfilado por París y con su fuerte personalidad los había enfrentado creyendo cumplir con su deber. Elena, erróneamente, creía estar protegida por sus jefes inmediatos.
La investigación
La desaparición de Elena había caído en un juzgado en provincia, a cargo del juez Marquardt, el mismo que había metido presos a Lanusse y a sus colaboradores por el caso Aluar.[20] Pese a ese antecedente, Lanusse y Marquardt, según declaró el mismo Lanusse durante el Juicio a la Junta, eran amigos.
Apenas desapareció Elena, los hermanos empezaron a moverse y a tocar sus contactos. Por esa razón, los militares les pusieron a su servicio una persona para que indagara. Enrique había ido directo al Batallón 601 a averiguar qué estaba pasando y es ahí donde le dijeron: “Te vamos a poner un investigador”.
Pero en realidad, ese investigador era un topo que debía embarrar la investigación y dilatar los tiempos. Se trataba de un agente del Batallón 601, que se presentó como Horacio Giménez, pero que en realidad se llamaba Hernán González. El detective les bloqueó todas las puertas. Además, eligió como interlocutor de la familia a Eugenio, no a Enrique y esto era porque Enrique tal vez se podría dar cuenta de algún procedimiento incorrecto por su experiencia militar.
Hernán González era el mismo hombre que había estado con el caso Horacio Agulla,[21] lo que demuestra que la represión era conjunta, más allá de las internas. Había diferencias, pero los grupos de tareas, si bien eran heterogéneos, funcionaban como un bloque. Y González respondía perfectamente a tal fin. De hecho, no se presentó a declarar nunca y cuando la familia se lo reclamó, le dijeron que no existía. Era verdad, porque siempre había usado un nombre falso.
Finalmente, Hernán González apareció cuando los Holmberg amenazaron con lanzar un identikit y señalaron que el tipo tenía una mancha roja en la cara. Cuando habló, negó todo.
Las puntas de la investigación señalaron siempre hacia Massera. Elena era un grano en su proyecto político. Pero en ese momento, allá por 1978, Massera lo tenía todo para formalizar su salto al poder: financiamiento, relación con la P2, acercamiento a las bases del peronismo, control absoluto de la Marina y en gran parte del Ejército. Incluso llegó a publicar el diario Convicción. Y por eso nadie aportó pruebas. El miedo era mal consejero para los testigos. Hasta el propio Jorge Rafael Videla “se lavó las manos”, aduciendo el carácter estanco de cada una de las armas.
Se abrió una investigación judicial en Capital, distrito donde había ocurrido el secuestro; se hizo lo mismo en la provincia de Buenos Aires, porque allí había aparecido el cuerpo. Los hermanos de Elena lograron reabrir la investigación a principios de los 80, cuando accedieron al testimonio de tres mujeres que habían estado detenidas en la ESMA, que al ser liberadas testimoniaron ante la Asamblea Francesa. Allí se mencionó a Jorge Rádice y Adolfo Donda. El caso llegó al juicio contra las Juntas, pero se argumentó que fue algo circunstancial, por lo que no se tuvo en cuenta. De todos modos, es el caso 514 en la hoy denominada megacausa ESMA.
El secuestro y asesinato de Elena Holmberg puso al descubierto la interna atroz que existía en la Junta de Comandantes. Las razones de su muerte nunca fueron demostradas judicialmente. ¿Hace falta hacerlo? ¿Alguien tiene dudas de quién fue el responsable de su muerte?
Lo que sí queda pendiente aún es que se encuentre la foto maldita. Quienes transitan habitualmente los pasillos del Palacio de Tribunales aseguran que existe una leyenda que dice que en alguna caja fuerte del fantasmal edificio judicial está la carpeta que revelaría la verdad de lo que le pasó a Elena. La pregunta hoy es ¿quién o quiénes ocultan todavía esa documentación y por qué?
Referencias:
[1] Frase publicada por el diario International Herald Tribune (París), del 26 de mayo de 1977.
[2] Declaración de Alejandro Agustín Lanusse en el Juicio a las Juntas, el 13 de mayo de 1985.
[3] Elena Holmberg, historia de una infamia, pág. 31.
[4] Elena Holmberg, historia de una infamia, pág. 32
[5] Congregación mariana que se propone un triple fin: honrar a la Santísima Virgen con peculiares ejercicios piadosos, la santificación propia mediante la imitación de María y la promoción del apostolado en el en el ambiente familiar y social, de acuerdo con los estatutos generales o locales. Los institutos religiosos femeninos, las diócesis, las parroquias y los colegios organizan sus propias asociaciones de las Hijas de María.
[6] El médico Leonel Andrés Snipe, el 26 de diciembre de 1978, le hizo la autopsia a Elena. Sin embargo, el informe constó con fecha del 22 de diciembre. Allí se informó al juzgado actuante que “practicado reconocimiento médico legal, el facultativo interviniente ha dictaminado muerte por asfixia por inmersión, amputándosele ambas manos a los efectos de su posterior identificación”. Snipe lo confirmó cuando declaró en la causa que “ambas manos que enfrascadas se entregaron a la instrucción…”.
[7] Caso Nº 869: Holmberg, Elena Angélica Dolores.
[8] Gregorio Goyo Dupont había conocido a Elena Holmberg desde el ingreso al Instituto del Servicio Exterior. “Habían sido compañeros de estudios y de promoción, habían continuado juntos la carrera diplomática. Además, Goyo había trabajado con Eugenio Holmberg en 1961”, relata Andrea Basconi en su libro Elena Holmberg, la mujer que sabía demasiado (pág. 156). “En noviembre de 1976, Dupont había sido separado de su cargo en el Ministerio del Exterior, declarándolo ‘prescindible’ a pedido del almirante Massera. En ese momento, Dupont se desempeñaba en el Departamento de África y Cercano Oriente de la Cancillería”, explica Basconi y agrega: “Fue entonces cuando Dupont comenzó a recibir amenazas diarias por teléfono. El diplomático vivía en un piso 13 de la calle Juncal al 700, en la misma manzana de la Cancillería (…) Hasta que una noche, mientras tomaba un whisky en su dormitorio, el teléfono volvió a sonar. Esta vez le dijeron que creían que él se tomaba en broma las amenazas mientras estaba muy cómodo con su whisky. Dupont se incorporó y miró por la ventana mientras sostenía el tubo del teléfono. No vio nada. Entre asustado y furioso les dijo: ‘Me están mirando con un largavistas’ y del otro lado le respondieron: ‘No, te estamos apuntando con una mira telescópica’” (pág. 157). Dupont hizo la denuncia en Cancillería y le entregaron un arma para su defensa. El encargado de seguridad no era otro que el teniente Vilardo, uno de los marinos que disgustaban a Elena Holmberg en París. En septiembre de 1982, Dupont, todavía sin poder salir del estupor que le había provocado la muerte de Elena, visitó a Eugenio Holmberg y le contó del encuentro que había tenido con su hermana en diciembre de 1978, poco tiempo antes de que la mataran. Holmberg le preguntó si estaba dispuesto a declarar ante el juez y Dupont le dijo que no tenía problema. Los Holmberg le pidieron que para protegerlo hiciera primero su declaración ante un escribano y luego acudiera al juez. “Dupont fue a declarar no sin antes discutir con su hermano Marcelo, publicista, qué era más conveniente, si hablar con la prensa antes o después de presentarse al juez. Le pareció que era mejor esperar, de manera que se presentó el lunes y las notas sobre sus declaraciones empezaron a aparecer el miércoles. De allí en adelante, Dupont haría un intenso recorrido por todos los medios (…). El 30 de septiembre, su hermano Marcelo desapareció. Su cuerpo fue hallado unos días después, sembrado en un escenario diseñado para simular que el publicista había caído de un edificio en construcción en la calle Ocampo, en Belgrano. Las autopsias revelaron que, entre otras heridas, había sido torturado con descargas eléctricas. Antes de su desaparición, Marcelo había sido amenazado (…) Ese breve lapso entre la desaparición de Dupont y el hallazgo del cadáver, fue suficiente para que los servicios de inteligencia montaran un operativo grotesco para demostrar que, en realidad, Marcelo Dupont se había escapado a Brasil por problemas financieros (…). Gregorio Dupont sabría más tarde que efectivamente ocurrió eso con un hombre muy parecido a su hermano (…) Dupont descubrió que en el subsuelo de su propio departamento alguien había instalado grabadores en las centralitas de ENTEL. Lo informó a la Justicia. (…) En su propia investigación, Gregorio pudo saber que el asesinato de su hermano habría estado a cargo de un sector del Batallón 601 que pertenecía a la línea del Ejército que apoyaba el proyecto político de Massera”, concluye Basconi (págs. 198 y 199).
[9] Carricart era un periodista que, según varios testimonios, frecuentaba el Centro Piloto de París. “No era un periodista reconocido. Había trabajado en la Secretaría de Prensa durante la presidencia de Arturo Frondizi y se exilió en Venezuela durante la dictadura de Onganía. Como había tenido un acercamiento a la militancia de izquierda en sus años de juventud, los servicios de inteligencia lo tenían marcado como activista. Elena Holmberg lo había conocido y respetaba su trabajo. A los marinos de Massera esa relación no les caía bien y así lo manifestaron en sus declaraciones ante la Justicia”, detalla Andrea Basconi en su libro Elena Holmberg, la mujer que sabía demasiado (pág. 105) y agrega: “El 23 de noviembre de 1977, el periodista Carricart le habría mandado una carta personal a Viola en la que le contaba sus conversaciones con Anchorena, a la vez que resumía sus intercambios con miembros de la Internacional Socialista y le elevaba un informe sobre el Centro Piloto. En esa carta, Carricart se refiere a dos cuestiones: un asunto político que termina de retratar la interna entre Videla, Massera y a la que ahora se sumaba Viola, y las actividades del equipo para contrarrestar la ‘campaña antiargentina’” (págs. 109 y 110). Sobre el Centro Piloto, Carricart fue duro en la carta. Según su visión, el armado de ese organismo era algo que Videla y el embajador Anchorena debían debatir personalmente para que no quedara en manos del círculo allegado a la Marina. Además, aseguraba que no se debía seleccionar al personal “por adhesiones simples, amiguismos u otro de esos errores”. Elena tuvo acceso a esa carta, hizo una fotocopia y se la entregó a Jorge Enrique Perrén, uno de los hombres de Massera enviados a París. “Pocas semanas después de esa carta y de la fotocopia que Elena le entregó a Perrén, Carricart dejó de frecuentar la embajada. Y Massera ordenó un nuevo desembarco de sus hombres”, concluye Basconi (pág. 112).
[10]“Según el periodista Claudio Uriarte, los contactos entre Massera y Firmenich se habrían iniciado en marzo de 1978 y se habrían encontrado varias veces en el Hotel Intercontinental de París y en Italia. Ni la prensa argentina ni la francesa dan cuenta del hecho. El diario Le Monde publicó las publicó las declaraciones de la representante montonera en París, Adriana Lesgart, desmintiendo el encuentro. Sin embargo, en ese comunicado, la dirigente agregaba: ‘No descartamos la posibilidad de poder entrevistarnos con él porque queremos que la guerra termine en Argentina. No olvidaremos, sin embargo, lo que han representado Massera y la Junta Militar’. Algunas fuentes deslizaron que dirigentes montoneros, y en especial Rodolfo Galimberti, visitaban habitualmente la embajada argentina en Francia”. El exilio, de Marina Franco, pág. 221.
[11]La Propaganda Due, más conocida por su sigla “P2”, fue una logia masónica de origen italiano que operó en ese país y se propagó hacia otros entre 1877 y 1981. Su accionar se conoció gracias a los dichos del mafioso Michele Sindona sobre la quiebra del Banco Ambrosiano, propiedad en parte del Banco Vaticano. La P2 fue fundada en 1877 como una logia de carácter filantrópico. A mediados de 1960, tenía 14 miembros permanentes, pero cuando el diputado Licio Gelli fue nombrado presidente y Gran Maestre, se expandió a más de mil en un año, muchos de los cuales eran prominentes personajes de la mafia y de la élite italiana. La expansión fue ilegal, ya que los funcionarios italianos civiles tenían prohibido ingresar a cualquier tipo de sociedad secreta.
Además de tener gran peso en el ámbito político italiano, la P2 mantuvo estrechos vínculos con dirigentes y figuras salientes de la política argentina como Raúl Alberto Lastiri —presidente interino entre el 13 de julio y el 12 de octubre de 1973—, José López Rega —Ministro de Bienestar Social del gobierno de Juan Perón y cofundador de la Alianza Anticomunista Argentina— y Emilio Massera —uno de los comandantes de la Junta Militar—. Diversos historiadores coinciden en señalar además que el poderío de la organización se extendió en Paraguay, Uruguay y Brasil mediante el llamado Plan Cóndor.
[12] Documentos desclasificados por Ministerio de Relaciones Exteriores de la Argentina, en 2014.
[13] El caso del secuestro y la desaparición de las religiosas francesas Alice Domon y Léonie Duquet fue uno de los más resonantes en la dictadura y provocó un endurecimiento entre las relaciones de la Argentina con Francia, además de preocupación sobre lo que estaba ocurriendo en el país. Las religiosas pertenecían a la Congregación de las Misiones Extranjeras de París (Société des Missions Étrangères). Domon fue enviada a la Argentina en 1967 y se instaló en Morón, donde integró un grupo dirigido por el cura Ismael Calcagno, primo político de Jorge Rafael Videla. Tiempo después, fue también asignada a ese lugar Duquet y ambas entablaron amistad. Entre otros trabajos, las religiosas catequizaban a personas con necesidades especiales y trabajaban en villas miseria. Duquet y Domon conocieron a la familia de Videla porque, mucho antes de que tomara el poder, habían cuidado a su tercer hijo, Alejandro, en un hogar para niños con problemas mentales. Tiempo después, el hijo del dictador fue trasladado a la Colonia Montes de Oca y murió en 1971 por una insuficiencia cardíaca poco antes de cumplir los 20 años. Tras el golpe del 24 de marzo de 1976, las monjas decidieron trabajar en la lucha por los derechos humanos y se acercaron a familiares de desaparecidos. Entre el jueves 8 de diciembre y el sábado 10 de diciembre de 1977, un grupo de militares bajo el mando de Alfredo Astiz, que se había infiltrado para conocer de cerca sus movimientos, secuestró a un grupo de personas vinculadas a las Madres de Plaza de Mayo. Entre ellas se encontraba Duquet, junto con la fundadora de Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor. La mayoría de ellos fueron secuestrados en la Iglesia Santa Cruz del barrio porteño de San Cristóbal. Como Léonie no se encontraba allí, los militares fueron el 10 de diciembre a Ramos Mejía, en el Gran Buenos Aires, para secuestrarla en la Capilla de San Pablo. Según consta en documentos de organismos de derechos humanos, las religiosas estuvieron detenidas en la ESMA, donde fueron torturadas. Por la resonancia internacional del caso, los comandantes decidieron simular que las monjas habían sido secuestradas por una agrupación guerrillera y les tomaron una foto sentadas con un cartel de Montoneros de fondo. A una de ellas, además, la obligaron a escribirle una carta a su superiora donde indicaba que se encontraba en buenas condiciones. Las imágenes fueron tomadas en el mismo lugar donde habían sido torturadas: el subsuelo de Casino de Oficiales del centro clandestino de detención. Aproximadamente 10 días después, durante los operativos que más adelante se conocieron como “vuelos de la muerte”, fueron arrojadas vivas y sedadas al mar. Sus restos, junto a los de algunas Madres de Plaza de Mayo y familiares de desaparecidos, fueron sepultados en el cementerio de General Lavalle, como NN tras aparecer en una playa de la costa bonaerense. Permanecieron allí 28 años. En 2005, luego de un arduo trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense, se identificaron los restos de Duquet y de otras víctimas.
[14] Las copias de esta documentación fueron ubicadas como anexos del legajo diplomático de la funcionaría Elena Holmberg, asesinada por los marinos en lo que se supone una interna con el Ejército (pág. 12).
[15] Elena Holmberg, Historia de una infamia, pág. 14.
[16] El Exilio de Marina Eranco, pág. 217.
[17] Elena Holmberg, Historia de una infamia, pág. 16.
[18] El exilio de Marina Franco, pág. 219.
[19] La Unión del Pueblo Argentino (UDELPA) fue un partido fundado por Pedro Eugenio Aramburu en 1962. Uno de sus slogans fue “vote por UDELPA y no vuelve”, en referencia a Perón, quien no podía ser mencionado por leyes sancionadas durante la Revolución Libertadora. UDELPA se presentó a elecciones el mismo año de su nacimiento. Se trató de comicios legislativos y para elegir gobernadores en algunos distritos. Un año después, en 1963, obtendría el tercer puesto en las elecciones presidenciales donde ganó Arturo Illia. El candidato de UDELPA fue Aramburu y consiguió el 7,5% de los votos. El partido estaba integrado por Francisco Manrique —fundaría en 1973 la Alianza Popular Federalista— y Raúl Ondarts —líder de Nueva Fuerza en 1973—. También integraba UDELPA Federico Pinedo, el abuelo del actual diputado del PRO, quien fue Ministro de Hacienda del gobierno de José María Guido. UDELPA quedó disuelta tras el golpe de Estado de 1966.
[20] Aluar (Aluminio Argentino SAIC) era la única empresa productora de aluminio primario en Argentina y una de las mayores en Sudamérica. Creada hacia fines de los 60, era una de las compañías argentinas de mayor peso y sus operaciones comprendían la obtención de aluminio en estado líquido y la fabricación de productos elaborados que se destinaban a las industrias del transporte, packaging, construcción, electricidad, medicina y tratamiento de aguas. Desde su creación, Aluar tenía el monopolio exclusivo de este insumo básico, lo que le otorgaba un poder de negociación considerable sobre los gobiernos. «Toda la historia de la empresa estuvo marcada por la ayuda estatal. Nació como un proyecto estratégico de desarrollo de industria liviana, impulsado por la Fuerza Aérea. El objetivo era plausible, teniendo en cuenta que la Argentina no producía aluminio y el insumo se hacía cada vez más necesario. Desde 1947, hubo varios intentos por constituir una empresa nacional de aluminio, que fueron fracasando por distintos motivos. El que logró torcer esa historia fue José Ber Gelbard, quien trajinó y movió las influencias a su alcance para que el gobierno de Onganía aprobara en diciembre de 1969 el pliego de condiciones para «la instalación, puesta en marcha y explotación de una planta productora de aluminio en Puerto Madryn». En agosto de 1971, Lanusse completó el proceso adjudicando la empresa a Aluar (Aluminio Argentino S.A.). La compañía que resultó ganadora de la licitación era de Gelbard, por entonces socio minoritario de FATE, la principal productora de neumáticos del país. Aluar consiguió en el contrato original fuertes ventajas fiscales», escribió el periodista David Cufré en un artículo publicado en Página/12, el 11 de diciembre de 2005. Años después, en mayo de 1977, mientras la empresa continuaba creciendo, Lanusse quedó detenido por supuestas irregularidades en la concesión del contrato de Aluar a Gelbard, ex funcionario de los gobiernos de Cámpora y Perón y vinculado con David Graiver. «Lanusse entendía que su detención se debía a una venganza que le tenía jurada el ala dura del Ejército, encabezada por quienes lideraban la represión en la provincia de Buenos Aires, como Cachito Suárez Masón y el coronel Ramón Camps, jefe de la policía bonaerense. Lanusse suponía que le querían «cobrar» el hecho de que hubiera permitido el regreso de Perón. Además, Graiver había sido funcionario de Lanusse y dos de los hijos del ex presidente habían trabajado con el banquero ligado al financiamiento de Montoneros», detalla Andrea Basconi en Elena Holmberg, la mujer que sabía demasiado (pág. 62). En los meses que estuvo detenido, lanusse escribió su libro Mi testimonio^ observó desde su lugar de arresto en Campo de Mayo una serie de movimientos que llamaría «procedimientos por izquierda» en el accionar de las Fuerzas Armadas.
[21] Horacio Agulla era periodista y fue director y propietario de la revista Confirmado. Fue asesinado a tiros mientras estacionaba su auto en pleno barrio de Recoleta, el 28 de agosto de 1978, pocos meses antes de la muerte de Elena Holmberg. Agulla había sido diputado provincial y especialista en cuestiones militares. Antes de dirigir Confirmado había estado al mando de la publicación Temas militares. El crimen de Agulla se produjo tres días después de que finalizara la misión de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) en la Argentina. Tras el crimen de Horacio, Holmberg le mandó a Silvia Agulla una carta de pésame en la que le aseguraba que si bien no sabía quiénes lo habían matado, estaba segura de que «no fueron los montos». Cuando la familia Holmberg se propuso encontrar al supuesto investigador del Ejército que dijo llamarse Horacio Giménez, estuvieron mucho tiempo sin pistas de este personaje. En una de las tantas averiguaciones descubrieron que este hombre también se había presentado en las oficinas de la revista Confirmado, tras la muerte de Agulla. Por la secretaria del periodista supieron que al día siguiente del fallecimiento de su jefe se presentó en la revista un hombre con una gran mancha violácea, tal como la que tenía aquel investigador. Dijo que se llamaba Horacio Giménez, que era agente de la SIE (por entonces conocido como Batallón 601) y que estaba encargado de investigar el asesinato de Agulla. Según reconstruyó Andrea Basconi en Elena Holmberg, la mujer que sabía demasiado, Giménez fue más de un año a Confirmado a interrogar a quienes trabajaban allí. Meses después, Giménez le comunicó a la secretaria que «de arriba habían parado la investigación» y dejó de tener noticias suyas.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar