Fuente: Revista Primera Plana, Nº 327, 1º al 7 de abril de 1969, pág. 59.
Son setenta y siete artículos, casi un tercio de lo que Hemingway escribió para revistas y diarios desde 1920 (cuando tenía 21 años) hasta 1956. El compilador William White explica con minucia el origen de cada texto, enumera los materiales desechados y hasta desliza una admirable interpretación sobre la importancia del periodismo en la vida de Hemingway; se cuida de exponer, en cambio, por qué excluye de su antología los años 1917/19, en los que el narrador afinó su instrumento, plagió a Ring Lardner y aprendió en el Kansas City Star las reglas básicas de su oficio; por qué elimina también el período 1956/60, en el que Hemingway escribe para Life el último de sus grandes reportajes: “The Dangerous Summer” (septiembre, 1960).
No es fácil entender la pasión periodística de Hemingway sin explicar su génesis: durante el invierno de 1916/17, Arthur Bobbitt, profesor de Historia del Oak Park High School (donde el novelista estaba a punto de graduarse), convence a Ernie de que reorganice The Trapeze, el periódico de su escuela. Su primera colaboración es un editorial sobre la importancia del realismo literario (2 de marzo, 1917); los textos seguirán sucediéndose a un ritmo loco hasta mayo, a razón de dos o tres por número, y alternándose con los cuentos que aparecen en otro diario escolar, el Tabula.
La fiebre ya abrasa a Hemingway por completo: se trata de un juego todavía, pero llevado hasta sus últimas consecuencias. Todas las mañanas emplea una hora en recortar los grandes artículos de la prensa de Chicago y otra hora en estudiar la técnica. Mientras busca cómo despojar a la narrativa norteamericana de su envaramiento victoriano, descubre al maestro: The Golden Honeymoon, un libro de relatos, y las crónicas que Lardner publica en el Tribune le revelan cuál es el camino. “Advertí que Lardner era el heredero del humor destructivo inaugurado por Mark Twain”, escribiría en The Trapeze.
El 25 de mayo de 1917, el periódico escolar publica las aspiraciones de cada graduado: Ernest Miller Hemingway ha señalado que intentará ingresar en la Universidad de Illinois para intensificar sus estudios humanísticos.
El verano dará vuelta esos planes: Ernie quiere, como Whitman, rebelarse contra la genteel tradition de la burguesía americana, enrolarse en los ejércitos aliados, afiliarse a un destino inconformista. Hacia junio ya está seguro de su próximo paso: será periodista, “y si puedo, escritor”. Su objetivo es clarísimo: “Me gustaría trabajar (escribe a uno de sus condiscípulos) en el Kansas City Star, porque pienso que es el mejor diario de los Estados Unidos”. Viaja a Kansas, pues, y consigue una plaza de reportero.
Tenía razón: la temperatura del Star era la que le convenía a su sangre. A las órdenes de W. E. Nelson, Hemingway aprende a respetar las famosas “ciento diez reglas de estilo” impuestas por el diario, colocadas en un gigantesco tablero, sobre las paredes de la sala de redacción. En 1958, declaró a un periodista del New York Times: “Estábamos obligados a componer frases simples, declarativas. La primera y la vigésima primera reglas eran las más importantes. Decían: ‘Empleen frases cortas. Utilicen un inglés vigoroso. Sean afirmativos, no negativos. Jamás digan espléndido, magnífico, conspicuo, grande’”.
La misión que le encomendaron era la reservada a los aprendices: cubrir la información de la comisaría Nº 15, en Kansas City, donde generalmente no sucedía nada. Sólo infracciones de tránsito y rencillas domésticas. Wellington, uno de los redactores adjuntos del Star, recordaría en 1930 que Hemingway se entregaba con tanta voracidad a la caza de esos datos que invariablemente sus crónicas destilaban nervio. “No tenía veinte años –diría Wellington- y ya era un maestro para exponer con simplicidad los hechos simples.”
Pero es la filosofía de Lionel Calhoun Moise, el director, la que lo impregnará para siempre: “Descubra los secretos implícitos en las cosas banales –le insistía Calhoun–; sugiera el mundo interior a través de descripciones objetivas. Y sobre todo, arrodíllese ante el altar de los párrafos cortos”.
Los primeros artículos que reproduce Enviado especial, escritos poco después de la Gran Guerra para el Star Weekly de Toronto (febrero/diciembre, 1920), son todavía idénticos a los del Star de Kansas y conservan un fuerte aroma a Ring Lardner. El ingreso de Hemingway al semanario se produjo por la intercesión de su padre ante un amigo de la familia: era el último esfuerzo por retenerlo en casa. Pero después de una serie de 15 reportajes, Ernie escapa a Chicago y entrega una serie de siete sobre el gangsterismo: es la primera de sus obras maestras.
Sin embargo, son la tercera y la cuarta parte de Enviado especial, dedicadas a la Guerra Española y la Segunda Guerra Mundial, las que mejor revelan la actitud de Hemingway hacia el periodismo: toda crónica era para él un acto de batalla, una suerte de reportaje a sí mismo, de diario íntimo, de rendición de cuentas. Ser corresponsal se reducía, para él, a “descubrir la verdad, primero, y, luego a contarla verídicamente, de tal modo que se transforme en parte integrante de la experiencia del lector”.
Comisionado por Post Meridian (PM, uno de los mejores periódicos de que haya memoria) y por el Collier’s, excedió todas las normas de los corresponsales de guerra: marchaba a la vanguardia de las tropas, para abrirles el paso y narrar luego los combates en detalle. Su crónica de la liberación de París, incluida en Enviado especial (“La batalla de París”, “Cómo entramos en París”), revela hasta qué punto el periodismo era para Hemingway una tarea mesiánica. Apostrofó a Leclerc, a cuya columna blindada quiso incorporarse en las vecindades de Rambouillet, y luego de una feroz discusión se le adelantó en un jeep y entró en París antes que nadie. Su primer despacho para el Collier’s fue compuesto sobre el mostrador en un bistrot, mientras el chofer Archie Pelkley lo cubría de las balas alemanas.
“Los reportajes que escribí no tienen nada que ver con la literatura”, le confiaría Hemingway a su biógrafo Louis Henry Cohn. Es cierto: está la espuma de su estilo, su amor por la aventura, su perspicacia para descubrir el detalle que importa entre una maraña de detalles iguales. El que falta es el narrador capaz de revelar la napa subterránea de cada hecho, el cultivador de la palabra justa. En las novelas del Gran Erni, el héroe es siempre el hombre; en sus reportajes, la Historia. Curiosamente, la h minúscula de los seres humanos era la que le convenía (Planeta, Barcelona, 1968; 512 páginas, 2.415 pesos).
Fuente: www.elhistoriador.com.ar