Esos seres con pedigree, por Eustaquio Pellicer

(Fragmento Revista Caras y Caretas)


Compartimos a aquí un jocoso artículo publicado a finales del siglo XIX sobre el envidiable trato que recibían los caballos de carrera por aquel entonces.

Fuente: Revista Caras y Caretas, Nº 4, Buenos Aires, 29 de octubre de 1898, sección Sinfonía.

Podrá ser un disparate de a folio, pero francamente, entre ser persona, viviendo en una mediana casa, y ser caballo, viviendo en un buen stud, no sabemos lo que es preferible.

Porque hay que ver lo que hoy significa el haber nacido caballo de carrera, y lo que representa la posesión de cuatro pezuñas capaces de pisar a tiempo una meta. Consideraciones, respetos, cariños, regalos, honores, de todo se le hace merecedor al afortunado bruto, cual si se quisiera equiparar su jerarquía a la de un obispo o senador nacional.

Para un sportsman de verdadero cuño, el caballo de carrera es como un pariente cercano, con cuyos dolores padece y de cuyas alegrías participa. Decidle que a Pillito se le ha recalcado una pata, que Porteño amaneció con una oreja caída, o que a Chacabuco le ha salido un esparaván en el corvejón, y le veréis contraer el rostro con las muecas precursoras del llanto, y mesarse con furia los cabellos, y morderse el labio inferior como reconociéndole culpable de las dolencias de aquellos animales. Por el contrario, les dais la noticia de que Primero comió con muy buen apetito, y que Eureka, impaciente por lanzarse a pista, largó un par de coces al entraineur a  la propia boca del estómago, y que a Chaná le ha dado de alta el veterinario que le curaba la irritación nasal, y es como si le anunciarais que Dios ha bajado a la tierra, o que le ha tocado algún premio gordo en la lotería, o que el dueño de su casa le ha perdonado el alquiler: tal es la cara de pascuas que se le pone y tales los transportes de contento a que se entrega.

Ningún sitio mejor para poder apreciar en todo su alcance los afectos que inspira un caballo, que el hipódromo mismo, en un día de reunión, mucho más si ésta es de las extraordinarias, como la del domingo pasado.

— ¡Qué linda estampa la de Filou! Parece hecho de biscuit con pelo.
—Mira qué gracioso movimiento de rabo tiene Tom Pouce.
—No hay cara más expresiva que la de Lucero. Fíjate en esa calda de ojos.
—Me enamora Gonin por su relincho melodioso.

Estos y otros piropos por el estilo se oían en el paddock, a la vista de los caballos favoritos. Y no hay que hablar de los agasajos por el hecho, pues no son para nada contadas las palmaditas que vimos dar en las nalgas de Porteño, ni las suaves cosquillas que a Primero y Pillito les hicieron por todas partes.

Con estos preliminares, no ha de extrañarse que el entusiasmo llegara al delirio, una vez terminada la carrera del gran premio, y que en el paddock, al regreso de los caballos ganadores, se desarrollasen las conmovedoras escenas que a nosotros nos tocó presenciar, casi con los ojos arrasados en lágrimas. Quién se colgaba de las piernas de Rigoletto, llamándole el Napoleón de los jockeys; quién enjugaba con el pañuelo la sudorosa faz del potrillo ganador, ejerciendo de Verónica; quién le arrancaba unas cerdas de la cola para encerrarlas en un relicario. Y no quisiéramos mentir, pero juraríamos haber visto a más de cuatro, en la actitud de estampar un ósculo en el hocico de Primero.

¿Cómo no sentir el aguijón de la envidia ante quien tales demostraciones recibe y la admiración despierta? ¿Cómo no sufrir, por un instante siquiera, la contrariedad de haber nacido persona y no caballo?

Y por lo que a la recompensa material se refiere, ¿cómo podremos consolarnos de no haber seguido una carrera que en menos de cinco minutos produce 30.000 pesos?

Ahí están los jóvenes recientemente doctorados en la Facultad de Medicina. Vivieron quemándose las pestañas sobre los libros, durante seis u ocho años, creyendo seguir una carrera productiva, y a la postre se encuentran con que Primero, sin tantos estudios preparatorios, se gana en un instante lo que quizás ellos, en diez años de constantes visitas y consultas, no se puedan ganar.

La emulación se impone con tan poderosos incentivos, y hemos de ver quién solicite inscribirse con los caballos para estas carreras de grandes premios. Después de todo, se trata solamente de correr mucho, y esto lo hacemos todos los días para ganar el triste puchero.

Sea con nosotros la resignación mientras nos llega el momento de encontrar la vida tan grata como esos seres con pedigree, y olvidemos de las carreras del domingo las venturas de Primero, para recrearnos con el recuerdo de aquel grandioso cuadro que presentaban la tribuna y el parque, repletos de hermosas mujeres, y que bañaba en luz el sol esplendoroso de un día de primavera, inflamando a la vez los corazones sensibles de muchos jóvenes a quienes vimos pasar la tarde en dulce coloquio y abandonar el hipódromo con despedidas tan tiernas como aquella de:

Lola, un saglado debel
Me obliga, tliste, a paltil;
Yo no pdlía vivil
Si te llegase a peldel.

Que es, más o menos, lo que nosotros tenemos que decir también al lector, aunque pronunciando mejor las erres.

Eustaquio Pellicer.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar